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eco XVIII

Desarrollo


Pero también hubo países y regiones en que, casi siempre por iniciativa privada, y en ocasiones desde mucho antes del siglo XVIII, se estaban produciendo una serie de innovaciones llamadas a cambiar profundamente el panorama agrario europeo. Veremos a continuación algunos de ellos, comenzando por los Países Bajos, que se encontraban a la cabeza de la agricultura europea desde la Baja Edad Media. El entorno de las ciudades fue, en toda Europa, un espacio idóneo para la aparición de una agricultura intensiva y de altos rendimientos que, impulsada por la demanda urbana, combinaba el cultivo de una variada gama de productos, entre los que solían destacar las frutas, hortalizas y algunas plantas industriales con la cría de ganado (vacuno, frecuentemente). Los Países Bajos unieron, a su temprano y extraordinario crecimiento urbano, una alta densidad demográfica, que posibilitaba el empleo intensivo de mano de obra, y un sólido comercio exterior, que aseguraba el abastecimiento de los productos en que eran deficitarios. Y así, en un medio físico, en principio, no particularmente dotado por la Naturaleza, pudo desarrollarse una agricultura muy avanzada, marcada por la especialización y la casi entera orientación al mercado y cuya rentabilidad económica permitió realizar cuantiosas inversiones (aunque el capital no procediera únicamente del mundo agrario) para desecar pantanos y ganar tierras al mar (polders) contrarrestando en cierta medida la falta de espacio, uno de los principales problemas de la zona.

El sistema, tras una etapa de evolución, quedó fijado en el siglo XVII y en él el cultivo de cereales no era tan prioritario como en el resto de Europa -D. Defoe decía que los holandeses no producían trigo "ni siquiera para alimentar a sus gallinas"-, ya que eran importados desde el Báltico. Las tierras más pobres y alejadas de las ciudades se destinaban a la ganadería ovina y al cultivo de granos en la consabida rotación trienal. Mientras tanto, en los entornos urbanos, donde dominaban las pequeñas y medianas explotaciones de propiedad campesina o arrendadas a los burgueses ciudadanos, y en las tierras más fértiles, trabajadas con nuevos aperos más eficientes, como el ligero arado brabanzón, se intensificó la producción hortícola -en la que, por cierto, el tulipán figuraba ya desde el siglo XVI- se pusieron en práctica complejas alternancias de cultivos, en las que a los cereales sucedían plantas industriales, leguminosas y forrajeras. Algunas de ellas mejoraban la nitrificación de la tierra -aunque en la época no se tenía conocimiento científico de ello, la experiencia mostraba que no eran perjudiciales-, posibilitando su más intenso aprovechamiento. Con la ayuda del abono -que, no obstante, y a pesar de las mayores cantidades de estiércol disponibles y de la utilización de residuos urbanos y otros variados productos, seguía siendo insuficiente- se reducía considerablemente el barbecho (un año cada cinco o más) o incluso llegaba a eliminarse.

Los cultivos forrajeros y las praderas, que también podían estar integradas en el sistema -tierras destinadas a ello entre dos etapas de cultivo-, permitían el mantenimiento de una importante cabaña ganadera. Y, a su vez, ésta proporcionaba estiércol y, por otra parte, mejoraba la alimentación humana, al aumentar la disponibilidad de carne, leche y los magníficos quesos y mantequillas que llegaron a convertirse en un símbolo gastronómico-cultural del país. Pese a todo, parece que los rendimientos se mantuvieron bastante estables a lo largo de toda la época moderna. Igualmente antiguos y vinculados a la intensa urbanización fueron los orígenes de la agricultura intensiva en el norte de Italia. Prosiguió ésta su avance en el XVIII, frente a un Sur (Apulia, la Sicilia ya citada) dominado, salvo el entorno de Nápoles, por el cultivo extensivo de cereales y la ganadería trashumante. Una de sus peculiaridades fue la de contar en el valle del Po, desde el siglo XV, con una notabilísima red de regadíos que facilitaba el mantenimiento de praderas artificiales, de beneficiosos efectos para la ganadería, así como la intensificación de cultivos y la expansión de otros, como el maíz y el arroz. Particularmente, el maíz, regado e integrado en sistemas de rotación, en alternancia con otros cereales (trigo, sobre todo, o centeno) y plantas forrajeras, permitió dejar el barbecho como algo residual o llegar incluso al cultivo anual. Frutales y moreras (en Italia se producía la mayor parte de la seda bruta europea) en los márgenes de las fincas o en cultivos especializados, y grandes viñedos, enriquecían el panorama.

Y todo ello en el marco de haciendas medianas o grandes, frecuentemente en régimen de explotación directa por sus propietarios con criterios claramente empresariales y capitalistas. Las grandes explotaciones de los patricios venecianos en su Terraferma, que empleaban a un numeroso personal asalariado dirigido por capataces estrechamente vigilados por los propietarios, constituyen un buen ejemplo. La alta rentabilidad obtenida en ellas, muy superior a la proporcionada por la deuda pública, mayor incluso que la del comercio, justificaba las inversiones en mejora de la infraestructura (drenajes, desecaciones...) y las experiencias para intensificar la producción. En otros casos las innovaciones se llevaron a cabo en el transcurso del siglo XVIII y aparecían, como islotes, un poco por todas partes. Cataluña puede ser un ejemplo, así como ciertas regiones alemanas, que experimentaron un profundo cambio tras los descalabros de la Guerra de los Treinta Años y a los que, a veces, se sumaron los de las guerras de Luis XIV. En el caso de Renania -única región en que, a título de ejemplo, nos fijaremos- dicho cambio, con el desarrollo de los mercados urbanos y las posibilidades de exportación (en particular, hacia los Países Bajos) como motor, se vio impulsado por el incremento de la propiedad en manos de las burguesías de las ciudades portuarias del Rin medio, que actuaban a su vez como agentes de los grandes dominios aristocráticos y eclesiásticos.

Y se concretó en la extensión de una agricultura especulativa acompañada de una paulatina transformación de los sistemas de cultivo. Se incrementaron las áreas dedicadas a la vid y a otras plantas comerciales (lino, achicoria o tabaco, por ejemplo, transformado este último en las propias ciudades, como Colonia o Maguncia); se alcanzó, a partir de 1750, una elevada producción de patatas, lo que permitía exportar mayores cantidades de grano, producido con frecuencia en grandes explotaciones cuyos propietarios o explotadores directos solían aplicar una política de almacenamiento en función del nivel de precios. Y la rotación trienal fue sustituyendo al sistema de año y vez y aún a finales del siglo, particularmente en el Palatinado y el electorado de Tréveris, se llegaba a la desaparición del barbecho por una alternancia de cultivos similar a la neerlandesa, en íntima relación con el crecimiento de la ganadería bovina estabulada. La agricultura renana, que ya hacia 1748 había llamado la atención de un viajero, David Hume, por su prosperidad, era en las décadas finales del siglo una de las más reputadas de Europa. Fue, sin embargo, el proceso inglés el que inspiró la expresión "revolución agrícola", de profundo arraigo en la historiografía, aunque cada vez más discutida y matizada, hasta el punto de que D. C. Coleman, por ejemplo, ha llegado a señalar, no sin una pizca de humor, que "no fue tan peculiarmente inglesa, tan revolucionaria ni tan dieciochesca".

Hubo, ciertamente, cambios importantes en la agricultura inglesa. Pero algunas de las prácticas que definen el proceso eran ya empleadas con anterioridad fuera de Inglaterra (Países Bajos, por ejemplo). Los cambios repentinos y radicales, asociados normalmente al término revolucionario, son prácticamente imposibles en agricultura, dirá F. Crouzet. Y, por último, el proceso que nos ocupa hunde sus raíces en el siglo XVII para muchos autores, el período clave- y se proyecta más allá de 1800. Lo único revolucionario, para S. van Bath, fue la extensión de todo ello a una escala mayor que en períodos anteriores. En cualquier caso, la agricultura inglesa era, hacia 1800, la más desarrollada de Europa y, aunque desde 1760, aproximadamente, se importaban granos a la isla (pero más por la diversificación que había experimentado la producción agraria que por incapacidad técnica), había aumentado su producción hasta sostener uno de los crecimientos demográficos más importantes. Hubo, por supuesto, ampliación de la superficie cultivada, impulsada por el alza de precios de las últimas décadas y, además, asociada a la difusión de los cercamientos. Pero más importante que éstos fue la vía de la intensificación. Y en ella, las innovaciones en aperos y útiles de labor fueron mucho menos importantes de lo que se ha sólido creer. La difusión del arado Rotherham, de hierro e inspirado en el brabanzón, no se dará hasta las últimas décadas del siglo, continuando hasta 1820; la famosa sembradora de Jethro Tull parece que apenas se utilizaba; sólo la trilladora de A.

Meickle (1786), que podía ser accionada, entre otras formas, por vapor, conoció un éxito mayor, pero será en el primer tercio del XIX cuando adquiera carta de naturaleza. El elemento más destacado de la "nueva agricultura" fue la difusión de la rotación acelerada de cultivos (insistimos, no obstante, en que ya con anterioridad se recomendaba y practicaba algún tipo de alternancia). Tal y como se afianzaron en la segunda mitad del XVII y a lo largo del XVIII, se pueden señalar dos sistemas básicos, según los tipos de suelos: el de la agricultura convertible (convertible husbandry), el más antiguo, y el de la agricultura alternante (alternate husbandry) o sistema Norfolk, considerado el modelo clásico de la agricultura inglesa del Setecientos. Los cultivos que alternaban en ellos y la duración de los distintos ciclos pueden verse en el cuadro adjunto, aunque había bastantes variantes locales, con forrajeras diversas y también con algún año de barbecho. Las ventajas del sistema, esbozadas más atrás, se resumen en la consecución de una mayor complementariedad entre agricultura y ganadería y la supresión del barbecho sin forzar el agotamiento de la tierra, que también fue sometida a prácticas de rectificación para la mejora de sus cualidades. Quizá no aumentó espectacularmente el rendimiento de los cereales ni aun su producción global. Pero los nuevos cultivos y la eliminación del barbecho incrementaron enormemente el rendimiento total de la tierra hasta en un 30 por 100 por unidad de superficie, en estimación de E.

L. Jones-, mejorando la disponibilidad de alimentos (también de carne y leche) y de materias primas. Por otra parte, se comenzó o intensificó, según los casos, la práctica de la selección de semillas y animales, siendo obligado citar en este sentido al granjero Robert Bakewell (1725-1795), empeñado desde mediados de siglo en mejorar la producción cárnica de los corderos, aun a costa de sacrificar la de lana. Y hacia 1780 se iniciarían las experiencias para mejorar la producción de leche de vaca, mediante el cruce de razas autóctonas con otras de origen holandés. Todo ello fue acompañado por la difusión de las enclosures o cercamientos, es decir, el establecimiento de unidades de explotación agraria concentradas y separadas físicamente de las demás, mediante cercas de diverso tipo, sustrayéndolas a los usos y servidumbres comunales tradicionales y favoreciendo así su explotación independiente y, en su caso -porque no siempre ocurrió-, la adopción de las prácticas descritas. El proceso entrañó un ataque sistemático a las tierras comunales, que fueron privatizadas e incorporadas a los cercados. No era algo nuevo. Había comenzado en época bajo-medieval y su alcance, todavía muy reducido a principios del XVII, parece ya notable a finales de ese siglo, aunque la falta de fuentes hace imposible su cuantificación. Pero se aceleró desde entonces y, muy especialmente, a partir de 1760, cuando se hizo mayoritariamente con la intervención del Parlamento: probablemente afectó a unos 7 millones de acres, es decir, unos 2,5 millones de hectáreas entre 1760 y 1815.

Hasta entonces los cercamientos se habían realizado mediante acuerdos entre los principales propietarios de la localidad y podían no afectar más que a una parte del término municipal. La intervención parlamentaria suponía, una vez superadas las alegaciones en contra, la sanción legal del proyecto y su aplicación a todo el término. Su puesta en práctica requería el asentimiento de la mayoría de los propietarios (cuatro quintos en un principio; dos tercios desde 1773) y el nombramiento de una comisión para llevar a cabo la reorganización práctica del territorio, es decir, la venta y reparto de los bienes comunales, la constitución de unidades compactas similares en extensión y calidad a las que cada propietario tuviera antes dispersas, engrosadas con la parte correspondiente de los antiguos comunales -lo que no era, ni mucho menos, tarea fácil-, así como la construcción de cercas para las haciendas y los nuevos caminos necesarios. Los gastos que entrañaba la operación, muy elevados, se repartían proporcionalmente entre los afectados. De ahí que para muchos pequeños propietarios supusiera el endeudamiento y aun la ruina. Si el doble proceso citado pudo llevarse a término fue porque ya a principios de siglo la agricultura inglesa estaba fuertemente comercializada, lo que se traducía en su alta especialización y su sensibilidad a las fluctuaciones de los precios. Desde 1689, las corn-laws preveían primas a la exportación de granos en caso de precios interiores bajos.

Así, aunque los precios del grano fueron bajos, aproximadamente, hasta mediados de siglo, los agricultores pudieron mantener la producción de cereales, que podía encontrar salida en la exportación -aunque ésta nunca fue importante- o en otros usos internos, como la fabricación de ginebra o cerveza -lo que, por cierto, ocasionó en algún momento problemas de salud pública-; además, se tendió a diversificar la producción, difundiéndose las alternancias que posibilitaban la producción de forrajes y, por lo tanto, el aumento de la ganadería. La nueva coyuntura alcista de los precios, desde 1760, aproximadamente, supuso un estimulo para la extensión de cultivos y el desarrollo de las enclosures. En otro orden de cosas, el proceso de concentración de la propiedad estaba ya muy avanzado a mediados de siglo y aunque se aceleró con las enclosures, se dio también al margen de ellas. Y la estructura de la explotación podía favorecer también la innovación. Los propietarios cedían normalmente la tierra en arrendamiento a los farmers -se calcula que a mediados de siglo nada menos que el 85 por 100 de la tierra cultivada estaba explotada por arrendatarios-, quienes se veían apoyados por aquéllos para invertir y mejorar la producción, lo que iba en beneficio de ambos: se conocen casos en que los arrendatarios obtenían beneficios equivalentes a los de los propietarios. Y como telón de fondo imprescindible, hay que situar la importante demanda de unas ciudades en pleno desarrollo.

Ahora bien, todo tuvo sus limites. A finales del siglo XVIII las innovaciones distaban mucho de aplicarse en todo el territorio inglés y había algo más que restos de agricultura tradicional y atrasada, especialmente en las zonas noroccidental y central del país. Se aproximaba a los 8 millones de acres (unos 3,2 millones de hectáreas) la tierra sin cultivar o en barbecho. Las pequeñas explotaciones no desaparecieron y en ellas los campesinos eran incapaces de adoptar las innovaciones técnicas. Incluso en las explotaciones de mayor tamaño aquéllas avanzaban despacio; fueron muchas las enclosures dedicadas a la explotación ganadera y no a la agricultura y es muy probable que el sistema Norfolk no se generalizara hasta 1830. No obstante, había mejorado sensiblemente la producción agropecuaria, las crisis de subsistencia habían casi desaparecido del horizonte inglés y se estaba en la vía de la modernización, que proseguiría en las décadas siguientes. Y al iniciarse el segundo tercio del siglo XIX, la agricultura inglesa era ya plenamente capitalista.

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