Orígenes, materiales y técnicas
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Datos principales
Rango
ibérico
Desarrollo
Es clara la existencia de una etapa antigua de la escultura ibérica de sabor orientalizante, que arranca -al menos temporalmente- de la plástica menor de la etapa orientalizante de Tartessos , inspirada o proporcionada, en términos generales, por los colonos fenicios y, en menor medida y más tardíamente, por los griegos. A esta escultura de tipo orientalizante corresponde la más arcaica escultura animalística documentada en la Turdetania y regiones vecinas, y el excepcional monumento de Pozo Moro , precisamente el que ha despejado definitivamente las dudas sobre la existencia de esta etapa y su particular raigambre artística. No queda, sin embargo, tan claro, cuándo, cómo y dónde se produjo el paso a una plástica mayor, más allá de la producción o la adquisición de figurillas de bronce como la Astarté del Carambolo, las que decoran jarros u otras piezas del mismo metal (como el thymiaterium de Cástulo o el jarro de Valdegamas), o la miniatura escultórica en alabastro de la Astarté de Galera. La escultura mayor, al estilo de Pozo Moro, no es explicable, sin más, como resultado de la monumentalización de estos precedentes o el traslado a un soporte distinto y a mayor escala de composiciones o figuras tomadas de telas, cerámicas o productos ebúrneos, tan propios, en conjunto, de la artesanía difundida desde los talleres fenicios occidentales. Es preciso disponer de talleres que dominen el complejo oficio de esculpir obras mayores, que sólo surgen, además, en el ambiente de sociedades desarrolladas de corte urbano y al servicio o al estímulo de sus élites dirigentes.
Al menos desde fases avanzadas del siglo VIII a. C. y, sobre todo, en el VII, la civilización tartésica reuniría las condiciones sociológicas y económicas apropiadas a la aparición de esa clase de talleres; también los principales centros coloniales, entre ellos Gadir. Pero ya se sabe que Tartessos, tan esquiva en tantas facetas, se muestra como una civilización sin estatuas, según subrayó hace tiempo A. Blanco. Quizá, a la altura de lo que en conjunto sabemos, no sea demasiado audaz sospechar que hubo una producción escultórica en la etapa tartésica orientalizante perdida o desconocida, a la que conectar la producción escultórica turdetana más arcaica y el monumento de Pozo Moro. Del lado de las colonias, la aparición de un león, muy tosco, en la necrópolis púnica de Puente de Noy (Almuñécar, Granada), es un dato de interés para la comprensión de este fenómeno. Desde la mitad del siglo VI y, sobre todo, en el V a. C., ejerce sobre los iberos una fuerte influencia la escultura griega, a cuyo estímulo se realiza la más brillante o la más importante producción escultórica ibérica, en una época de consolidación como cultura: la que se tiene por clásica o de apogeo en bastantes aspectos. Es obvio que los colonos focenses, con su presencia en Massalia (Marsella) y Emporion (Ampurias) -sin contar las otras problemáticas colonias de la costa levantina- hubieron de jugar un importante papel como transmisores de las ideas y las técnicas que hicieron posible la gran floración de la escultura ibérica, si no es que aportaron, incluso, los maestros griegos que aquí ejercieron su oficio, como cabe sospechar por la apariencia de algunas obras, y deducir de lo que fue común en otras culturas mediterráneas.
Por ejemplo la romana, gracias a cuya literatura sabemos detalles como el contenido en la obra de Plinio acerca de la llegada a Roma, a comienzos del siglo V a. C., de dos coroplastas griegos, de nombres Damófilo y Górgaso, para encargarse de la decoración del templo de Ceres, Liber y Libera. Hay que contar, pues, con una base orientalizante y un fuerte componente griego en la producción escultórica ibérica, con matices que pueden derivarse de influjos etruscos o púnicos, portadores, a su vez, de un lenguaje artístico helénico, asumido y trasformado por la idiosincrasia propia de sus respectivas culturas. Y por supuesto, hay que contar con la personalidad que a todo lo recibido o heredado imprimen las mismas sociedades ibéricas. Es, por ejemplo, una nota común de su arte escultórico la ausencia de la obsesiva preocupación por el canon y la symmetria -proporción y armonía- propia de la escultura griega. Es una cuestión de mentalidades y no sólo de pericia; poco o nada estorbaba a un ibero la inorganicidad que ofrecen incluso obras de gran empeño, como la Dama de Baza . Interesará más el cuidado de los detalles que el conjunto, ajeno, a menudo, a las estrictas normas compositivas de los griegos. Las concesiones a la informalidad se acentúan, obviamente, en las figuras de arte menor, por ejemplo, en los típicos exvotos de los santuarios . Lo mejor de la escultura ibérica -dicho sea aun a riesgo de simplificar mucho las cosas- se produce en las etapas antiguas mencionadas antes, prolongables en algo hasta el siglo IV a.
C. Desde entonces, destrucciones y vacíos cubren una etapa de atonía -otro de los enigmas de la historia de la cultura ibérica-, que se recupera en la época helenística y, sin discontinuidad, en la romana, con la que se cierra el proceso histórico del arte que nos ocupa. En cuanto a su dispersión geográfica, los focos más activos se documentan en la alta Andalucía y el Sudeste -en coincidencia con parte de la Turdetania, la Bastetania, la Oretania, la Contestania y parte de la Edetania- y abarcan en general Andalucía y el Levante, sin subir, si no es excepcionalmente, más arriba del río Júcar. Buena parte del sabor propio de la escultura ibérica viene dado por el material y las técnicas empleados. En cuanto al primero, puede decirse que el soporte casi exclusivo de la escultura mayor ibérica es la piedra, y más particularmente las areniscas y calizas blandas, sobre todo cuando, recién extraídas de la cantera y con la hidratación natural de origen, se ofrecen como un material poco exigente técnicamente, muy fácil de trabajar. No se conocen esculturas en mármol u otras rocas duras; tampoco de bronce, que se reservó a la realización de figuritas menores -fundidas a miles para los santuarios- o para complementos, recipientes y adornos diversos, en la producción que se engloba bajo la no muy afortunada etiqueta de artes menores. El barro cocido, como material escultórico, tampoco recibió más atención que la destinada a realizar figurillas y objetos votivos, a menudo con moldes, sin que sus evidentes posibilidades fueran puestas al servicio de la plástica mayor, a ejemplo de lo que hicieron los etruscos o, en menor medida, los cartagineses en algunos centros, como los de sus establecimientos de Ibiza.
Materiales y técnicas están, lógicamente, profundamente imbricados, y la técnica principal de los escultores ibéricos es la propia del trabajo con las piedras blandas y su terminación. Las labores de vaciado y desbaste pueden suponerse más semejantes, por sus métodos y los instrumentos elegidos, a las propias de la talla en madera, que a las de la escultura sobre rocas duras. Más que cinceles, punteros y, para percusión, martillos, en la escultura ibérica debieron de emplearse escoplos y formones, de filo recto, y gubias, de filo curvo, golpeados con maza de madera, cuando no con la mano, sobre todo para los detalles, como acostumbran a hacer los tallistas. Un instrumento afilado debió de usarse para hendiduras y realizar agujeros, en sustitución del trépano, no documentado. No cabe destacar el uso del cuchillo en piezas menores, como es propio de la artesanía popular. En cuanto a las técnicas de acabado, se comprueba el uso de medios abrasivos para ofrecer una terminación homogénea de las superficies, muy cuidadas en las obras de mayor calidad. Quedan, asimismo, restos de color en algunas piezas, testimonio de lo que hubo de ser una práctica generalizada, ya sea aplicando los pigmentos directamente sobre la piedra, ya sobre una imprimación previa que, en algún caso, como en la Dama de Baza y otras esculturas, se convierte en un verdadero enlucido de cal. Debe añadirse otro material escultórico, la madera, de cuyo uso entre los iberos no se tienen pruebas directas, pero que puede suponerse a la luz del estilo lígneo que rezuman muchas de las obras de piedra conocidas: en la forma general de la labra, en los detalles, o en ambas cosas.
Recuérdese a este propósito lo que decía A. García y Bellido o A. Fernández Avilés acerca de la existencia de una antigua etapa xoánica de la escultura ibérica, que dejó rescoldos estilísticos en las creaciones posteriores en piedra. Pero, aparte de que hubiera existido ese estadio exclusiva o casi exclusivamente lígneo, podría suponerse el mantenimiento de la práctica de la talla en madera, apropiada a los gustos y técnicas habituales entre los iberos, al mismo tiempo que se esculpía sobre otros materiales, del mismo modo que hicieron siempre los griegos y otros pueblos, y se ha seguido practicando hasta nuestros días. Es, en definitiva, una modalidad de la escultura antigua generalmente perdida, pero de cuya importancia se puede tener una idea con sólo leer la descripción de Pausanias del santuario de Olimpia, repleto en su época -el siglo II d. C.- de esculturas en madera.
Al menos desde fases avanzadas del siglo VIII a. C. y, sobre todo, en el VII, la civilización tartésica reuniría las condiciones sociológicas y económicas apropiadas a la aparición de esa clase de talleres; también los principales centros coloniales, entre ellos Gadir. Pero ya se sabe que Tartessos, tan esquiva en tantas facetas, se muestra como una civilización sin estatuas, según subrayó hace tiempo A. Blanco. Quizá, a la altura de lo que en conjunto sabemos, no sea demasiado audaz sospechar que hubo una producción escultórica en la etapa tartésica orientalizante perdida o desconocida, a la que conectar la producción escultórica turdetana más arcaica y el monumento de Pozo Moro. Del lado de las colonias, la aparición de un león, muy tosco, en la necrópolis púnica de Puente de Noy (Almuñécar, Granada), es un dato de interés para la comprensión de este fenómeno. Desde la mitad del siglo VI y, sobre todo, en el V a. C., ejerce sobre los iberos una fuerte influencia la escultura griega, a cuyo estímulo se realiza la más brillante o la más importante producción escultórica ibérica, en una época de consolidación como cultura: la que se tiene por clásica o de apogeo en bastantes aspectos. Es obvio que los colonos focenses, con su presencia en Massalia (Marsella) y Emporion (Ampurias) -sin contar las otras problemáticas colonias de la costa levantina- hubieron de jugar un importante papel como transmisores de las ideas y las técnicas que hicieron posible la gran floración de la escultura ibérica, si no es que aportaron, incluso, los maestros griegos que aquí ejercieron su oficio, como cabe sospechar por la apariencia de algunas obras, y deducir de lo que fue común en otras culturas mediterráneas.
Por ejemplo la romana, gracias a cuya literatura sabemos detalles como el contenido en la obra de Plinio acerca de la llegada a Roma, a comienzos del siglo V a. C., de dos coroplastas griegos, de nombres Damófilo y Górgaso, para encargarse de la decoración del templo de Ceres, Liber y Libera. Hay que contar, pues, con una base orientalizante y un fuerte componente griego en la producción escultórica ibérica, con matices que pueden derivarse de influjos etruscos o púnicos, portadores, a su vez, de un lenguaje artístico helénico, asumido y trasformado por la idiosincrasia propia de sus respectivas culturas. Y por supuesto, hay que contar con la personalidad que a todo lo recibido o heredado imprimen las mismas sociedades ibéricas. Es, por ejemplo, una nota común de su arte escultórico la ausencia de la obsesiva preocupación por el canon y la symmetria -proporción y armonía- propia de la escultura griega. Es una cuestión de mentalidades y no sólo de pericia; poco o nada estorbaba a un ibero la inorganicidad que ofrecen incluso obras de gran empeño, como la Dama de Baza . Interesará más el cuidado de los detalles que el conjunto, ajeno, a menudo, a las estrictas normas compositivas de los griegos. Las concesiones a la informalidad se acentúan, obviamente, en las figuras de arte menor, por ejemplo, en los típicos exvotos de los santuarios . Lo mejor de la escultura ibérica -dicho sea aun a riesgo de simplificar mucho las cosas- se produce en las etapas antiguas mencionadas antes, prolongables en algo hasta el siglo IV a.
C. Desde entonces, destrucciones y vacíos cubren una etapa de atonía -otro de los enigmas de la historia de la cultura ibérica-, que se recupera en la época helenística y, sin discontinuidad, en la romana, con la que se cierra el proceso histórico del arte que nos ocupa. En cuanto a su dispersión geográfica, los focos más activos se documentan en la alta Andalucía y el Sudeste -en coincidencia con parte de la Turdetania, la Bastetania, la Oretania, la Contestania y parte de la Edetania- y abarcan en general Andalucía y el Levante, sin subir, si no es excepcionalmente, más arriba del río Júcar. Buena parte del sabor propio de la escultura ibérica viene dado por el material y las técnicas empleados. En cuanto al primero, puede decirse que el soporte casi exclusivo de la escultura mayor ibérica es la piedra, y más particularmente las areniscas y calizas blandas, sobre todo cuando, recién extraídas de la cantera y con la hidratación natural de origen, se ofrecen como un material poco exigente técnicamente, muy fácil de trabajar. No se conocen esculturas en mármol u otras rocas duras; tampoco de bronce, que se reservó a la realización de figuritas menores -fundidas a miles para los santuarios- o para complementos, recipientes y adornos diversos, en la producción que se engloba bajo la no muy afortunada etiqueta de artes menores. El barro cocido, como material escultórico, tampoco recibió más atención que la destinada a realizar figurillas y objetos votivos, a menudo con moldes, sin que sus evidentes posibilidades fueran puestas al servicio de la plástica mayor, a ejemplo de lo que hicieron los etruscos o, en menor medida, los cartagineses en algunos centros, como los de sus establecimientos de Ibiza.
Materiales y técnicas están, lógicamente, profundamente imbricados, y la técnica principal de los escultores ibéricos es la propia del trabajo con las piedras blandas y su terminación. Las labores de vaciado y desbaste pueden suponerse más semejantes, por sus métodos y los instrumentos elegidos, a las propias de la talla en madera, que a las de la escultura sobre rocas duras. Más que cinceles, punteros y, para percusión, martillos, en la escultura ibérica debieron de emplearse escoplos y formones, de filo recto, y gubias, de filo curvo, golpeados con maza de madera, cuando no con la mano, sobre todo para los detalles, como acostumbran a hacer los tallistas. Un instrumento afilado debió de usarse para hendiduras y realizar agujeros, en sustitución del trépano, no documentado. No cabe destacar el uso del cuchillo en piezas menores, como es propio de la artesanía popular. En cuanto a las técnicas de acabado, se comprueba el uso de medios abrasivos para ofrecer una terminación homogénea de las superficies, muy cuidadas en las obras de mayor calidad. Quedan, asimismo, restos de color en algunas piezas, testimonio de lo que hubo de ser una práctica generalizada, ya sea aplicando los pigmentos directamente sobre la piedra, ya sobre una imprimación previa que, en algún caso, como en la Dama de Baza y otras esculturas, se convierte en un verdadero enlucido de cal. Debe añadirse otro material escultórico, la madera, de cuyo uso entre los iberos no se tienen pruebas directas, pero que puede suponerse a la luz del estilo lígneo que rezuman muchas de las obras de piedra conocidas: en la forma general de la labra, en los detalles, o en ambas cosas.
Recuérdese a este propósito lo que decía A. García y Bellido o A. Fernández Avilés acerca de la existencia de una antigua etapa xoánica de la escultura ibérica, que dejó rescoldos estilísticos en las creaciones posteriores en piedra. Pero, aparte de que hubiera existido ese estadio exclusiva o casi exclusivamente lígneo, podría suponerse el mantenimiento de la práctica de la talla en madera, apropiada a los gustos y técnicas habituales entre los iberos, al mismo tiempo que se esculpía sobre otros materiales, del mismo modo que hicieron siempre los griegos y otros pueblos, y se ha seguido practicando hasta nuestros días. Es, en definitiva, una modalidad de la escultura antigua generalmente perdida, pero de cuya importancia se puede tener una idea con sólo leer la descripción de Pausanias del santuario de Olimpia, repleto en su época -el siglo II d. C.- de esculturas en madera.