Nacimiento y primera formación
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Nacimiento y primera formación Por memorias suyas fidedignas, nos dice su albacea testamentario el licenciado Marcos Felipe, don Hernando Colón nació en Córdoba el 15 de agosto de 14881, siendo hijo natural de Cristóbal Colón y Beatriz Enríquez de Arana, su amante. Los recuerdos familiares que desprenden sus escritos fueron siempre precisos para con el padre, a quien le debía apellido, honra y estado, es decir, posición social. La madre, por el contrario, se ve envuelta en el silencio más absoluto. Ninguna referencia, ni temprana ni tardía, hacia su persona; ninguna alusión a la calidad de parientes suyos de los Arana de Córdoba, algunos de los cuales destacaron como criados de confianza de los Colón, pero sin que a Hernando se le escape --en sus escritos, repetimos-- que también eran deudos o familiares. Algunos han querido ver como una alusión a su humilde origen aquella inscripción que don Hernando ordenó poner en la parte baja de la fachada de su casa sevillana y que debía rezar así: "Menosprecien los prudentes la común estimación, pues se mueven las más gentes con tan fácil opinión que lo mesmo que lanzaron de sus casas por peor de que bien consideraron juzgan hoy ser lo mejor." Refiriéndose a su origen o no, todos los indicios traslucen que su nacimiento irregular y la ascendencia y situación maternas debieron pesar grandemente en el segundo hijo del descubridor de América. Beatriz Enríquez de Arana2, amante de Colón y madre de Hernando, fue una cordobesa de posición social humilde, hija de unos pequeños agricultores de las cercanías de Córdoba, Pedro de Torquemada y Ana de Arana.
Huérfana muy joven, pasó a vivir con sus parientes a la ciudad, y aquí residía cuando apareció en escena un hombre que ofrecía a los Reyes la manera de llegar a las Indias por la ruta nueva del Atlántico. En Córdoba, durante las largas temporadas que pasó esperando la resolución de su negocio, Cristóbal Colón hizo casi de todo: explicó sus proyectos, no faltándole algún que otro protector; llevó a los Monarcas la duda de si no sería verdad lo que con tanto convencimiento defendía. Al convertirse la ciudad califal en residencia habitual de la corte año tras año, de la primavera al otoño, era también cita obligada para Colón desde 1485. El deseo regio de terminar la guerra granadina antes de embarcarse en otra aventura condujo a indecisiones y aplazamientos para Colón. Y a pesar de que, mientras se discutía su proyecto, recibió ayudas de los Reyes, nunca fueron regulares y mucho menos suficientes. Fue en Córdoba donde pasó las mayores necesidades y traía la capa raída, o pobre, que dice el cronista Oviedo. Su necesidad llegó a tanto que en esa y en otras ciudades de Andalucía tuvo que dedicarse a mercader de libros de estampa y a pintar cartas de marear para venderlas a los navegantes. Los que han reconstruido cuidadosamente las andanzas colombinas en tan críticos momentos cuentan3 que a finales de 1487 su empresa era rechazada y su postración era total. Sólo Beatriz Enríquez debió sentirse generosa con el genovés, y meses después nacía su hijo Hernando.
La condición jurídica de este niño era la de hijo ilegítimo o natural, nacido al margen del matrimonio por la Iglesia, lo que en esta época arrastraba graves inconvenientes legales al vástago, como la privación de ser heredero de bienes, honras, dignidades y honores que correspondieran a los padres. En consecuencia, para que el pequeño Hernando, en lugar de apellidarse Torquemada, Núñez, Arana o cualquier otro nombre familiar o local --que en esto reinaba la anarquía más absoluta--, recibiera el muy ilustre de Colón, sobre todo después del glorioso triunfo de 1492, tenía que producirse una de estas dos circunstancias: a) que Cristóbal Colón se casara con Beatriz Enríquez, hecho que no sucedió y ningún historiador discute ya; b) que don Cristóbal legitimara a su hijo, lo que desde ese mismo momento le permitiría disfrutar de una posición social privilegiada, como hijo que era de uno de los nobles más importantes del reino después de 1492. Por este camino es por donde el futuro autor de la Historia del Almirante pasó a convertirse en don Hernando Colón. Una simple declaración por parte del padre ante los Reyes y una presentación del niño ante la corte eran requisitos suficientes. En 1493 Colón solicitó y obtuvo de los Reyes la merced de que Hernando fuera nombrado paje del Príncipe don Juan. Y según el testimonio del propio interesado, la presentación oficial fue llevada a cabo a principios de 1494 por su tío, Bartolomé Colón, llevando consigo a D.
Diego Colón, hermano mío, y a mí, para que sirviésemos de pajes al serenísimo Príncipe don Juan, que esté en gloria, como lo había mandado la Reina Católica Isabel, que a la sazón estaba en Valladolid (c. LXI). Así se cumplía la formalidad legal, y don Hernando Colón, niño de cinco años, se convirtió en hijo legítimo del descubridor del Nuevo Mundo. El exquisito esmero con que los Reyes Católicos cuidaron la educación del príncipe don Juan, futuro rey de todas las Españas, se proyectó igualmente sobre los pajes reunidos junto a él, hijos de la nobleza más granada de Castilla y futuros compañeros de D. Juan en el gobierno. Sabían los Reyes que de la colaboración sincera de aquéllos y éste brotaría un reino fuerte que haría olvidar para siempre banderías pasadas. Y para ello no escatimaron esfuerzos, recursos ni ilusión. Al igual que el Príncipe tenía su maestro, la enseñanza de los pajes4 fue encomendada al humanista Pedro Mártir de Anglería, un milanés inquieto, devotísimo del saber y de los libros, futuro cronista de Indias y amigo personal de Colón. En este ambiente fue creciendo Hernando Colón y, en cuanto a glorias terrenales --apellido, ascenso social, reconocimiento público y la corte-- todo se lo debla a su admirado y triunfante padre, el descubridor de las Indias. Sin embargo, no todo en la corte fueron recuerdos gratos y camino de rosas. Un pasaje de la Historia del Almirante, pleno de realismo, aunque amargo como pocos, nos traza el reverso de las horas triunfales del apellido Colón.
Corrían los años de 1499-1500 y el antaño paraíso de las Indias se estaba convirtiendo para muchos en un verdadero infierno. La imagen de aquel Colón cumplidor de cuanto decía, exacto en sus predicciones y admirado por todos, había dado paso al duro gobernante, enemigo de vagos y hambrientos a la vez que castigador implacable de contestatarios. El Príncipe don Juan había muerto en 1497 y los hijos de don Cristóbal seguían en la corte, ahora como pajes de la Reina Católica; Hernando contaba once-doce años y Diego andaba por los dieciocho-diecinueve. La escena, mezclando pasajes de los años 1499-1500, se sitúa en Granada, donde los descontentos de los Colón, más que de las Indias, se manifestaban ruidosamente ante el paso del monarca: y si acaso yo y mi hermano, que éramos pajes de la Serenísima Reina, pasábamos por donde estaban, levantaban el grito hasta los cielos, diciendo: Mirad los hijos del Almirante de los mosquitos, de aquel que ha descubierto tierras de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los hidalgos castellanos; y añadían otras muchas injurias, por lo cual nos escusábamos de pasar por delante de ellos (c. LXXXV). Hernando no debió olvidar nunca esta amarga experiencia; porque no era sólo la actitud de esos vociferantes hombres sin vergüenza, sino las repercusiones entre compañeros de oficio cortesano, con lo que daban que decir y murmurar a todos los que estaban en la Corte. Pocas veces sentiría tan en sus adentros como en esta ocasión la fragilidad de su pasado y la razón misma de su encumbramiento.
Cierto era que en punto a dignidades y títulos su posición social había alcanzado la mayor altura nobiliaria; pero al mismo tiempo, su reciente escudo de armas y la falta de pasados orgullos familiares, en contraste con añejos blasones y casas arraigadas, los hacía más quebradizos a los ojos de sus teóricamente iguales. Con espíritu de vieja nobleza castellana o, más aún, de nobleza nueva y advenediza, lo plebeyo, el origen humilde era una mancha difícil de sobrellevar. Esta debe ser la razón por la que el Almirante del Mar Océano, Virrey y Gobernador de las Indias, convertido en uno de los principales nobles castellanos, nunca se casara con la humilde cordobesa Beatriz Enríquez de Arana. Y acaso por el mismo celo social, aunque resulte muy duro, casi nunca aludió don Hernando a su origen materno; sólo en un documento muy privado y restringido, como veremos después, recuerda a su madre y familia. Por parte de los Colón cuatro breves testimonios --tres de don Cristóbal y uno de su hijo y heredero don Diego-- evocan a Beatriz. El primero tiene fecha de 24 de mayo de 1493 y se trata de la merced de 10.000 maravedís anuales concedidos por los Reyes a Colón por considerarle el primero en ver tierra5. Esta renta vitalicia estaba situada en las carnicerías de Córdoba y don Cristóbal Colón se la traspasó a la madre de don Hernando. En 1502, antes de iniciar su cuarto viaje descubridor, ordena a don Diego que vele por Beatriz Enríquez por amor de mí, atento como teníades a tu madre: haya ella de ti diez mil maravedís cada año, allende de los otros que tiene en las carnicerías de Córdoba6.
La tercera referencia es una manda testamentaria del descubridor a su heredero para que no descuide a Beatriz y la provea de todo lo necesario para que pueda vivir honestamente como a persona a quien soy en tanto cargo. Y esto se haga por mí descargo de conciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dello non es lícito de la escribir aquí7. ¡Todo un mundo de remordimientos, promesas incumplidas y abandonos que pesan a la hora de hacer balance! Por último, el testamento del segundo Almirante, Diego Colón, recuerda el encargo de su padre hacia Beatriz Enríquez, vecina que fue de...8. ¿Qué mayor indiferencia que a la que fue madre de su hermano y en cuya casa él mismo residió algunas temporadas se la identifique simplemente como vecina de un lugar que deja en blanco? ¿Había algún deseo expreso de borrar huellas nada honrosas para tan ilustre apellido? Así parece. Ni el segundo Almirante, cumpliendo la orden de su padre, ni Hernando, como hijo suyo, se preocuparon mucho de Beatriz durante sus últimos años de vida, pues el mismo Diego reconocía que se le dexaron de pagar los dichos diez mil maravedís tres o quatro años antes que muriese e no me acuerdo bien dello. Que se averigüe cuánto es la deuda y se pague a sus herederos. Eso es todo. ¿Y qué decir de Hernando en asunto que tanto le concierne? Veamos dos datos indirectos, escuetos y para algunos harto ilustrativos de lo poco que se preocupaba por su madre. El 6 de noviembre de 1519 --recuérdese que la fecha coincide con el comienzo del retraso en el pago reconocido por Diego Colón-- Beatriz Enríquez venderá a Juan Ruiz, canónigo de la catedral de Córdoba, dos casas de su propiedad por el precio de 52.
000 maravedís9. Nada sabemos sobre si tal venta fue hecha porque la que fuera amante de Cristóbal Colón sufriera necesidad; de haberlo sido así, habría que calificar con duros epítetos la conducta de hijo tan olvidadizo. En otras ocasiones su actividad viajera podría hasta disculparlo, mas ahora estaba bien cerca pues la mayor parte de ese año residió en Sevilla, encargado por su hermano de tramitar negocios de envergadura10; y bien sabemos que nada pasaba en la ciudad de la Giralda que no se supiese pronto en Córdoba. Otro breve dato nos lleva a mediados de 1521; en tal fecha Beatriz otorgaba un poder al genovés Francisco de Cazana. estante en Sevilla, para que éste, a su vez, cobrase de Juan Francisco de Grimaldi, banquero genovés muy ligado a los negocios colombinos, todo el dinero que quisiera darle por su hijo Hernando. En contraste con esto, ese mismo banquero concedía a Hernando Colón un mes después, en Venecia, un préstamo de 200 ducados que se invertirían en la compra de los más de 4.500 libros que para su biblioteca particular adquirió durante el viaje que hizo recorriendo media Europa. Es probable que las cantidades libradas por los Colón anteriormente en favor de Beatriz las recibiera ésta a través de la casa Grimaldi. Por último, la excepción --que bien mirado no es tal-- a la que antes nos referíamos con respecto al silencio hernandino sobre su madre y los Arana de Córdoba. Se trata de una escritura notarial11 de 17 de agosto de 1525 por la que don Hernando Colón, hijo de mi señora Beatriz Enrriques hace donación irrevocable en favor de Pedro de Arana, mi primo, de unas casas, bodega, lagar, pila, tinajas y huerta que heredó tras la muerte de su madre. En un documento así, de uso familiar exclusivamente y sin mayor trascendencia, no era lógico ocultar estos detalles. Pero en los demás escritos hernandinos, bien privados, bien públicos, de mayor proyección nunca dejará escapar referencia alguna sobre sus familiares de Córdoba; en esos escritos el tal Pedro de Arana constará como su criado. Hernando era un Colón y su orgullo familiar, honra y posición social le llego siempre por vía paterna. Para los demás, el silencio.
Huérfana muy joven, pasó a vivir con sus parientes a la ciudad, y aquí residía cuando apareció en escena un hombre que ofrecía a los Reyes la manera de llegar a las Indias por la ruta nueva del Atlántico. En Córdoba, durante las largas temporadas que pasó esperando la resolución de su negocio, Cristóbal Colón hizo casi de todo: explicó sus proyectos, no faltándole algún que otro protector; llevó a los Monarcas la duda de si no sería verdad lo que con tanto convencimiento defendía. Al convertirse la ciudad califal en residencia habitual de la corte año tras año, de la primavera al otoño, era también cita obligada para Colón desde 1485. El deseo regio de terminar la guerra granadina antes de embarcarse en otra aventura condujo a indecisiones y aplazamientos para Colón. Y a pesar de que, mientras se discutía su proyecto, recibió ayudas de los Reyes, nunca fueron regulares y mucho menos suficientes. Fue en Córdoba donde pasó las mayores necesidades y traía la capa raída, o pobre, que dice el cronista Oviedo. Su necesidad llegó a tanto que en esa y en otras ciudades de Andalucía tuvo que dedicarse a mercader de libros de estampa y a pintar cartas de marear para venderlas a los navegantes. Los que han reconstruido cuidadosamente las andanzas colombinas en tan críticos momentos cuentan3 que a finales de 1487 su empresa era rechazada y su postración era total. Sólo Beatriz Enríquez debió sentirse generosa con el genovés, y meses después nacía su hijo Hernando.
La condición jurídica de este niño era la de hijo ilegítimo o natural, nacido al margen del matrimonio por la Iglesia, lo que en esta época arrastraba graves inconvenientes legales al vástago, como la privación de ser heredero de bienes, honras, dignidades y honores que correspondieran a los padres. En consecuencia, para que el pequeño Hernando, en lugar de apellidarse Torquemada, Núñez, Arana o cualquier otro nombre familiar o local --que en esto reinaba la anarquía más absoluta--, recibiera el muy ilustre de Colón, sobre todo después del glorioso triunfo de 1492, tenía que producirse una de estas dos circunstancias: a) que Cristóbal Colón se casara con Beatriz Enríquez, hecho que no sucedió y ningún historiador discute ya; b) que don Cristóbal legitimara a su hijo, lo que desde ese mismo momento le permitiría disfrutar de una posición social privilegiada, como hijo que era de uno de los nobles más importantes del reino después de 1492. Por este camino es por donde el futuro autor de la Historia del Almirante pasó a convertirse en don Hernando Colón. Una simple declaración por parte del padre ante los Reyes y una presentación del niño ante la corte eran requisitos suficientes. En 1493 Colón solicitó y obtuvo de los Reyes la merced de que Hernando fuera nombrado paje del Príncipe don Juan. Y según el testimonio del propio interesado, la presentación oficial fue llevada a cabo a principios de 1494 por su tío, Bartolomé Colón, llevando consigo a D.
Diego Colón, hermano mío, y a mí, para que sirviésemos de pajes al serenísimo Príncipe don Juan, que esté en gloria, como lo había mandado la Reina Católica Isabel, que a la sazón estaba en Valladolid (c. LXI). Así se cumplía la formalidad legal, y don Hernando Colón, niño de cinco años, se convirtió en hijo legítimo del descubridor del Nuevo Mundo. El exquisito esmero con que los Reyes Católicos cuidaron la educación del príncipe don Juan, futuro rey de todas las Españas, se proyectó igualmente sobre los pajes reunidos junto a él, hijos de la nobleza más granada de Castilla y futuros compañeros de D. Juan en el gobierno. Sabían los Reyes que de la colaboración sincera de aquéllos y éste brotaría un reino fuerte que haría olvidar para siempre banderías pasadas. Y para ello no escatimaron esfuerzos, recursos ni ilusión. Al igual que el Príncipe tenía su maestro, la enseñanza de los pajes4 fue encomendada al humanista Pedro Mártir de Anglería, un milanés inquieto, devotísimo del saber y de los libros, futuro cronista de Indias y amigo personal de Colón. En este ambiente fue creciendo Hernando Colón y, en cuanto a glorias terrenales --apellido, ascenso social, reconocimiento público y la corte-- todo se lo debla a su admirado y triunfante padre, el descubridor de las Indias. Sin embargo, no todo en la corte fueron recuerdos gratos y camino de rosas. Un pasaje de la Historia del Almirante, pleno de realismo, aunque amargo como pocos, nos traza el reverso de las horas triunfales del apellido Colón.
Corrían los años de 1499-1500 y el antaño paraíso de las Indias se estaba convirtiendo para muchos en un verdadero infierno. La imagen de aquel Colón cumplidor de cuanto decía, exacto en sus predicciones y admirado por todos, había dado paso al duro gobernante, enemigo de vagos y hambrientos a la vez que castigador implacable de contestatarios. El Príncipe don Juan había muerto en 1497 y los hijos de don Cristóbal seguían en la corte, ahora como pajes de la Reina Católica; Hernando contaba once-doce años y Diego andaba por los dieciocho-diecinueve. La escena, mezclando pasajes de los años 1499-1500, se sitúa en Granada, donde los descontentos de los Colón, más que de las Indias, se manifestaban ruidosamente ante el paso del monarca: y si acaso yo y mi hermano, que éramos pajes de la Serenísima Reina, pasábamos por donde estaban, levantaban el grito hasta los cielos, diciendo: Mirad los hijos del Almirante de los mosquitos, de aquel que ha descubierto tierras de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los hidalgos castellanos; y añadían otras muchas injurias, por lo cual nos escusábamos de pasar por delante de ellos (c. LXXXV). Hernando no debió olvidar nunca esta amarga experiencia; porque no era sólo la actitud de esos vociferantes hombres sin vergüenza, sino las repercusiones entre compañeros de oficio cortesano, con lo que daban que decir y murmurar a todos los que estaban en la Corte. Pocas veces sentiría tan en sus adentros como en esta ocasión la fragilidad de su pasado y la razón misma de su encumbramiento.
Cierto era que en punto a dignidades y títulos su posición social había alcanzado la mayor altura nobiliaria; pero al mismo tiempo, su reciente escudo de armas y la falta de pasados orgullos familiares, en contraste con añejos blasones y casas arraigadas, los hacía más quebradizos a los ojos de sus teóricamente iguales. Con espíritu de vieja nobleza castellana o, más aún, de nobleza nueva y advenediza, lo plebeyo, el origen humilde era una mancha difícil de sobrellevar. Esta debe ser la razón por la que el Almirante del Mar Océano, Virrey y Gobernador de las Indias, convertido en uno de los principales nobles castellanos, nunca se casara con la humilde cordobesa Beatriz Enríquez de Arana. Y acaso por el mismo celo social, aunque resulte muy duro, casi nunca aludió don Hernando a su origen materno; sólo en un documento muy privado y restringido, como veremos después, recuerda a su madre y familia. Por parte de los Colón cuatro breves testimonios --tres de don Cristóbal y uno de su hijo y heredero don Diego-- evocan a Beatriz. El primero tiene fecha de 24 de mayo de 1493 y se trata de la merced de 10.000 maravedís anuales concedidos por los Reyes a Colón por considerarle el primero en ver tierra5. Esta renta vitalicia estaba situada en las carnicerías de Córdoba y don Cristóbal Colón se la traspasó a la madre de don Hernando. En 1502, antes de iniciar su cuarto viaje descubridor, ordena a don Diego que vele por Beatriz Enríquez por amor de mí, atento como teníades a tu madre: haya ella de ti diez mil maravedís cada año, allende de los otros que tiene en las carnicerías de Córdoba6.
La tercera referencia es una manda testamentaria del descubridor a su heredero para que no descuide a Beatriz y la provea de todo lo necesario para que pueda vivir honestamente como a persona a quien soy en tanto cargo. Y esto se haga por mí descargo de conciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dello non es lícito de la escribir aquí7. ¡Todo un mundo de remordimientos, promesas incumplidas y abandonos que pesan a la hora de hacer balance! Por último, el testamento del segundo Almirante, Diego Colón, recuerda el encargo de su padre hacia Beatriz Enríquez, vecina que fue de...8. ¿Qué mayor indiferencia que a la que fue madre de su hermano y en cuya casa él mismo residió algunas temporadas se la identifique simplemente como vecina de un lugar que deja en blanco? ¿Había algún deseo expreso de borrar huellas nada honrosas para tan ilustre apellido? Así parece. Ni el segundo Almirante, cumpliendo la orden de su padre, ni Hernando, como hijo suyo, se preocuparon mucho de Beatriz durante sus últimos años de vida, pues el mismo Diego reconocía que se le dexaron de pagar los dichos diez mil maravedís tres o quatro años antes que muriese e no me acuerdo bien dello. Que se averigüe cuánto es la deuda y se pague a sus herederos. Eso es todo. ¿Y qué decir de Hernando en asunto que tanto le concierne? Veamos dos datos indirectos, escuetos y para algunos harto ilustrativos de lo poco que se preocupaba por su madre. El 6 de noviembre de 1519 --recuérdese que la fecha coincide con el comienzo del retraso en el pago reconocido por Diego Colón-- Beatriz Enríquez venderá a Juan Ruiz, canónigo de la catedral de Córdoba, dos casas de su propiedad por el precio de 52.
000 maravedís9. Nada sabemos sobre si tal venta fue hecha porque la que fuera amante de Cristóbal Colón sufriera necesidad; de haberlo sido así, habría que calificar con duros epítetos la conducta de hijo tan olvidadizo. En otras ocasiones su actividad viajera podría hasta disculparlo, mas ahora estaba bien cerca pues la mayor parte de ese año residió en Sevilla, encargado por su hermano de tramitar negocios de envergadura10; y bien sabemos que nada pasaba en la ciudad de la Giralda que no se supiese pronto en Córdoba. Otro breve dato nos lleva a mediados de 1521; en tal fecha Beatriz otorgaba un poder al genovés Francisco de Cazana. estante en Sevilla, para que éste, a su vez, cobrase de Juan Francisco de Grimaldi, banquero genovés muy ligado a los negocios colombinos, todo el dinero que quisiera darle por su hijo Hernando. En contraste con esto, ese mismo banquero concedía a Hernando Colón un mes después, en Venecia, un préstamo de 200 ducados que se invertirían en la compra de los más de 4.500 libros que para su biblioteca particular adquirió durante el viaje que hizo recorriendo media Europa. Es probable que las cantidades libradas por los Colón anteriormente en favor de Beatriz las recibiera ésta a través de la casa Grimaldi. Por último, la excepción --que bien mirado no es tal-- a la que antes nos referíamos con respecto al silencio hernandino sobre su madre y los Arana de Córdoba. Se trata de una escritura notarial11 de 17 de agosto de 1525 por la que don Hernando Colón, hijo de mi señora Beatriz Enrriques hace donación irrevocable en favor de Pedro de Arana, mi primo, de unas casas, bodega, lagar, pila, tinajas y huerta que heredó tras la muerte de su madre. En un documento así, de uso familiar exclusivamente y sin mayor trascendencia, no era lógico ocultar estos detalles. Pero en los demás escritos hernandinos, bien privados, bien públicos, de mayor proyección nunca dejará escapar referencia alguna sobre sus familiares de Córdoba; en esos escritos el tal Pedro de Arana constará como su criado. Hernando era un Colón y su orgullo familiar, honra y posición social le llego siempre por vía paterna. Para los demás, el silencio.