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Esas mujeres no solamente lucharon contra los prejuicios de los Ministerios de Fomento e Instrucción Pública. La mentalidad dominante en los más variados segmentos de la sociedad -conservadores o liberales, clases altas acomodados, pequeños burgueses o trabajadores, hombres o mujeres, jóvenes o ancianos- se hallaba firmemente asentada en una visión de la mujer como esposa y madre. Sólo en ese ámbito se reconocía a la mujer cierto derecho a la educación que la hiciera capaz de cumplir más perfectamente su destino. Había que sentir verdadera vocación por el estudio para enfrentarse a toda una carrera de obstáculos administrativos y a una compacta mentalidad social, pacíficamente compartida incluso por los sectores intelectuales más avanzados del momento. Algunos ejemplos lo ilustran bien. Manuel Bartolomé Cossío, ilustre discípulo y amigo de Giner de los Ríos, 'alma' junto con él de la Institución Libre de Enseñanza, sentía cierto desasosiego ante el hecho de que las mujeres pudieran acceder a la docencia superior. Según afirma Scanlon, Cossío "sugirió que si bien las mujeres debidamente capacitadas podían reemplazar a algunos profesores de las Escuelas Normales de chicas, no se les debía permitir la enseñanza en las Escuelas Normales masculinas porque 'la relativa inferioridad de la mujer la impide tomar esta participación en la enseñanza de los maestros'". Emilia Pardo Bazán fue nombrada catedrática de Literatura Contemporánea de las lenguas Neo-Latinas, en virtud de un Real Decreto de 11 de mayo de 1916.

Tras ello se hallaba la voluntad expresa de Alfonso XIII, en honor de los indiscutibles méritos literarios de la condesa. Pero se hizo contra la opinión y el voto unánime negativo de todos los catedráticos de la Universidad Central. Los alumnos, además, le hicieron boicot, negándose a ir a las clases de doña Emilia. Entre los catedráticos que la "repudiaron" no faltaban los de la Institución Libre de Enseñanza. Una carta de Cossío a la escritora evidencia la opinión de este hombre ilustre y liberal sobre la presencia de Pardo Bazán en la Universidad: "Mi felicitación, pues, ya que a usted le gusta -yo creo que, en usted, es mal gusto- ir a la Universidad (...). "Pero, querida Emilia, déjeme usted ahora que, protegido por nuestra vieja amistad y como un eco humilde de lo que diría -estoy seguro- aquel noble espíritu que se fue para siempre (Giner), le pregunte a usted: No siendo por el bollo, que a usted ni puede ni debe interesar, ¿no cree usted que su gloria, la verdadera, la de usted misma, la que usted se ha creado, la que nadie le puede dar ni quitar, la que el mundo le reconocerá siempre y en todas partes, sería gloria mucho más gloria sin Consejos, ni Academias ni Universidades (...)?" Gráfico Otro liberal preclaro, Ortega y Gasset, siempre debió ver a la mujer como un ser de cabeza confusa y como una forma de humanidad inferior a la varonil. Se deduce de lo que escribió, en época ya bastante tardía, en el ensayo El hombre y la gente: "En la presencia de la Mujer presentimos los varones inmediatamente una criatura que, sobre el nivel perteneciente a la humanidad, es de rango vital algo inferior al nuestro.

No existe ningún otro ser que posea esta doble condición: ser humano y serlo menos que el varón". En ese mismo libro narra el propio Ortega una anécdota de su juventud, que podemos situar en los años 10 del siglo XX, antes de la Gran Guerra: "Siendo yo joven volvía en una gran transatlántico de Buenos Aires a España. Entre los compañeros de viaje había unas cuantas señoras norteamericanas, jóvenes y de gran belleza. Aunque mi trato con ellas no llegó a acercarse siquiera a la intimidad, era evidente que yo hablaba a cada una de ellas como un hombre habla a una mujer que se halla en la plenitud de sus atributos femeninos. Una de ellas se sintió un poco ofendida en su condición de norteamericana. Por lo visto, Lincoln no se había esforzado en ganar la guerra de Secesión para que yo, un joven español, se permitiese tratarla como a una mujer. Las mujeres norteamericanas eran entonces tan modestas que creían que había algo superior a "ser mujer". Ello es que me dijo: "Reclamo de usted que me hable como a un ser humano". Yo no pude menos que contestar: "Señora, yo no conozco a ese personaje que usted llama 'ser humano'. Yo sólo conozco hombres y mujeres. Como tengo la suerte de que usted no sea un hombre, sino una mujer -por cierto, espléndida- me comporto en consecuencia". Aquella criatura había padecido, en algún College, la educación racionalista de la época (...)". Como colofón, podemos recordar lo que cuenta Mangini: para algunos pensadores y profesores institucionistas, promotores en principio del estudio y el trabajo de la mujer, su ingreso en el mundo profesional no dejaba de producirles 'cierta desazón', como recordaba Soledad Ortega de su propio padre, José Ortega y Gasset. Por lo tanto, con sólo 16 o 17 años, estas pioneras individuales -para nada un movimiento organizado- comenzaron en España una revolución silenciosa. En realidad se trataba de un proceso elemental de sentido común, inevitable por lo demás en el ámbito cultural de la modernidad.

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