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Datos principales


Desarrollo


Las antiguas culturas del Valle de México La historia del Valle de México comienza con la llegada del hombre a las tierras de la América Media. Atraídas por los abundantes recursos naturales de la región, pequeñas bandas nómadas, cuyo nivel evolutivo no superaba el de los cromañoides del Paleolítico europeo, se asentaron en la zona, dedicándose a la recolección de frutos silvestres y a la caza de mamuts y otros mamíferos de menor tamaño3. Esta situación se prolongará hasta los inicios del segundo milenio a.C., época en que el depredador errabundo deja paso al plantador sedentario4. El periodo que comprende los años transcurridos entre el 1800 a.C. y el nacimiento de Cristo se denomina Formativo o Preclásico en los manuales arqueológicos, aunque sería más correcto designarlo con términos vinculados a las diferentes etapas de desarrollo socio-económico. Durante los primeros quinientos años, los habitantes de la Cuenca se organizaron en comunidades aldeanas igualitarias. Las gentes de Zacatenco, Ticoman, El Arbolillo, Tlatilco, Copilco o Cuicuilco --por citar algunos de los lugares más significativos-- llevaron una vida análoga a la de los poblados neolíticos del Viejo Mundo. Así, cultivaron varias especies vegetales (maíz, fríjoles y calabazas, fundamentalmente), tejieron la fibra del agave (maguey) para hacer vestidos y manufacturaron una rica y variada cerámica, cuyo principal atractivo reside en las figurillas, pequeñas estatuitas antropomorfas.

Hacia el 1300 a.C., el registro arqueológico indica un fuerte avance cultural. La aparición de nuevos instrumentos de producción propició el crecimiento de los recursos agrícolas y, consecuentemente, un incremento demográfico. Este progreso económico --unido a la influencia de la poderosa cultura olmeca5-- motivó la quiebra del igualitarismo tribal, sustituido por una rígida estratificación social. La sociedad se dividió en dos grandes estratos: el dominante, integrado por los representantes de las deidades en la tierra, y el dominado, que comprendía a la gran masa de la población. Gracias al poder que les proporcionaba el control del mundo sobrenatural --de quien dependía el bienestar económico y la salud del grupo--, los sacerdotes impusieron un régimen teocrático fuertemente explotador. A cambio del surplus, agrario, el clero garantizaba a la comunidad las buenas cosechas y la ausencia de catástrofes naturales o epidemias. En las décadas finales del Formativo, el sistema teocrático cristalizó de manera definitiva. Buena prueba de ello lo constituye la pirámide circular de Cuiculco, la primera construcción importante del México Central. El primer milenio de nuestra Era sigue rumbos distintos en Europa y Mesoamérica. Mientras el Viejo Mundo trataba de superar el trauma de las invasiones bárbaras, la América Media veía nacer las grandes civilizaciones clásicas. Cuatro focos culturales, herederos de la tradición olmeca, florecieron con un gran esplendor: el país de los mayas, la Oaxaca de los zapotecas, el Tajín veracruzano y, finalmente, Teotihuacan, situado en el Altiplano central.

Las ruinas de Teotihuacan (El lugar de los Dioses) se encuentran en el valle del mismo nombre, un árido y desértico lugar ubicado a pocos kilómetros al noroeste del lago de Tetzcoco. El principal atractivo de Teotihuacan radica en su carácter urbano, ya que en el siglo VI debió llegar a tener más de 100.000 habitantes, que se distribuían en un radio de unos 35 kms2. Mucho se ha escrito sobre las grandes pirámides del Sol y de la Luna, la Ciudadela, el palacio de Quetzalpapalotl o los conjuntos residenciales, entre los que destacan los barrios de Tetitla, Tepantitla o Zacuala; pero ¿qué sabemos de los pobladores de Teotihuacan? Por desgracia, muy poco, pues los abultados fondos destinados a la exploración de Teotihuacan se han invertido principalmente en hacer arqueología turística. En primer lugar, parece claro que los habitantes de la gigantesca metrópoli no practicaban la agricultura. Sus actividades económicas estaban relacionadas con la Administración, el comercio, el ceremonial religioso y la artesanía de lujo; ocupaciones de tiempo completo, que requieren de un fuerte sector primario. La otra peculiaridad de la sociedad teotihuacana consistía en la relación desigual entre la ciudad y el hinterland rural. La megalópolis --residencia de una élite improductiva y foránea6-- existía gracias a los excedentes agrícolas de las comunidades otomíes de la zona, cuya existencia, según Roger Bartra, no podía ser más miserable. El campesino trabajador teotihuacano vive una triste condición: en su aldea, atado aún a la naturaleza por un "cordón umbilical", sumergido en la vida comuna; en su relación con la urbe, por otro lado, se convierte en un ser que no se posee a sí mismo; cuyo producto le es enajenado y, por lo tanto --al no reconocérsele en la creación de bienes--, reducido a funciones animales, animalizado7.

¿De qué medios se valieron los señores de la metrópoli para arrebatar a los agricultores de la periferia el fruto de su trabajo? Desde luego, hay que desechar la utilización de métodos violentos, porque nos encontramos ante una cultura pacífica en la que no tenía importancia el militarismo. La coacción se llevaba a cabo por medios pacíficos y adoptaba la forma de pago por servicios prestados. Como las dos causas materiales que justifican la explotación en las sociedades preindustriales --las obras hidráulicas para la agricultura de regadío y la protección militar-- no se encuentran en el México central durante este período, debemos entender que el tributo era para retribuir las actividades religiosas de la capa superior, de la que dependía la vida de todos. Todo en Teotihuacan está basado en la legitimación de la teocracia. Los temas exclusivos de las hermosas pinturas al fresco son las deidades agrícolas o acuáticas (Tlaloc, Chalchiuhtlicue, Quetzalcoatl), los símbolos de la fertilidad (caracoles, elotes) y los teócratas, sacerdotes que aparecen divinizados. Siguiendo los pasos de los olmeca, los comerciantes y mercenarios de la Ciudad de los Dioses se expandieron por toda Mesoamérica, llegando incluso a asentarse en los centros ceremoniales mayas de Kaminaljuyú y Tikal. Pero Teotihuacan debió ser un gigante con los pies de barro, pues sus señores sólo disponían de la religión como instrumento de dominación. En el siglo VII d.C., los mecanismos de control social fallaron y la populosa urbe fue saqueada e incendiada; los supervivientes del grupo dominante se refugiaron en Azcapotzalco, una localidad del Valle de México.

Aunque se han aventurado muchas hipótesis para explicar el fin de Teotihuacan, sólo una cosa parece clara: la responsabilidad de la destrucción recae en los campesinos teotihuacanos. Para los rebeldes, cuyo objetivo se limitaba a acabar con el despotismo sacerdotal, el incendio de la metrópoli significaba la liberación; para el historiador, el saqueo de Teotihuacan supone la desaparición de una concepción del universo y de una forma determinada de entender la política y las relaciones humanas. Nacidos del dolor y de la guerra, los Estados protagonistas del nuevo período --el Posclásico-- no basarán el poder en la religión, sino en el militarismo. Los Tolteca, Chichimeca y Azteca harán de la actividad bélica la razón de su existencia, pues como eran invasores procedentes del norte, la violencia era un modo de conseguir lugares de asentamiento. La guerra impregnará todas las facetas de la cultura del México central. Por un lado, los Jefes de hombres, los tlacatetecuhtin, sustituirán a los sacerdotes en el ejercicio del gobierno; por el otro, el tributo, que continúa siendo la principal fuente de mantenimiento, ya no necesitará lastimarse ideológicamente, pues el mejor servicio que el vencedor puede hacer al vencido reside en el respeto de su vida. La religión también experimentará una profunda transformación durante la época posclásica, porque las viejas divinidades sufrirán el fuerte empuje de una nueva generación de dioses astrales y guerreros.

El cambio de los valores tradicionales por otros de cuño laico y militarista queda plasmado en diversos mitos. Uno de ellos, por ejemplo, nos cuenta cómo Xochiquetzal, la hermosa cónyuge de Tlaloc: --la deidad más poderosa de la Mesoamérica clásica-- se cansó de su marido y decidió fugarse con Tezcatlipoca, un dios norteño que, entre otras funciones, presidía las actividades del telpochcalli, el centro educativo de los jóvenes guerreros. Esta picaresca historia, digna de figurar en El Decamerón, ¿no expresa de manera metafórica el predominio del guerrero sobre el campesino o el sacerdote? Ahora bien, las nuevas tendencias --asociadas indiscutiblemente a las etnias septentrionales de habla nahuatl-- no se impusieron sin lucha. Entre el final del siglo VII, fecha de la caída de Teotihuacan, hasta el siglo X, que ve el triunfo definitivo de los nahua, la América Media pasó una era de desconcierto y caos, muy similar a la originada en el Viejo Mundo por la invasión de los pueblos germánicos. La reconstrucción de estos siglos oscuros resulta en extremo difícil, pues los datos arqueológicos de que disponemos son fragmentarios. Tampoco los informes se encuentran en las crónicas e historias de la Colonia --recuérdese que los autores virreinales abordaron algunos acontecimientos notables del posclásico temprano-- resultan de gran utilidad. Uno de los principales investigadores del tema, Paul Kirchhoff, señaló hace tiempo la tremenda dificultad de elaborar una secuencia coherente a partir de tantas versiones, nombres y fechas8.

A falta de un estudio definitivo, expondré aquí mi opinión personal. La economía de las distintas regiones mesoamericanas dependía de una complicada red mercantil, que debía ser férreamente controlada para mantener su efectividad. Olmecas y teotihuacanos --etnias de la costa sureña-- dominaron las rutas comerciales durante el formativo y los primeros siglos del clásico; pero, tras el desmoronamiento de la Ciudad de los Dioses, diversos grupos meridionales mayanizados --olmeca xicalanca, nonoalca, etc-- se asentaron en el Altiplano e intentaron restaurar la situación anterior. Sin embargo, el intento resultó fallido, ya que numerosas tribus seminómadas septentrionales se infiltraron en la América Media aprovechando la anarquía reinante. La más fuerte de todas ellas, la tolteca, jugarla un papel decisivo en la consolidación de los pueblos nahua en el México central. La historia de los tolteca está íntimamente vinculada a Ce Acatl Atopiltzin Quetzalcoatl, un enigmático personaje9. De acuerdo con las tradiciones de la época azteca, Ce Acatl, hijo del caudillo tolteca Mixcoatl, se educó en Xochicalco (Morelos) bajo la tutela de los sacerdotes de Quetzalcoatl. Después de distintas aventuras, Topiltzin llegó a Tula (Hidalgo), una ciudad fundada a principios del siglo IX por los tolteca. El asentamiento de Topiltzin en la urbe nahua desencadenó una serie de dramáticos acontecimientos que culminaron con el hundimiento de Tula. Ce Acatl, quien gozaba del apoyo de los nonoalca --un pueblo cuyo nombre indica una filiación no nahuatl10--, fue proclamado tlatoani, si bien tuvo que compartir el poder con Huemac, jefe de la fracción tolteca de la ciudad.

La historiografía suele afirmar que Topiltzin (gobernó entre 1153 y 1175) y Huemas (1169-1178) ejercían un gobierno dual con división de funciones, el primero se ocuparía de la esfera sacra y el segundo de la temporal. Ahora bien, si se aceptan las tesis de Nigel Davies --a mi entender la máxima autoridad en la materia11--, de que tanto Ce Acatl como Huemas eran gobernantes terrenales sacros, que regían los destinos de los dos grupos étnicos habitantes de Tula, todos los confusos acontecimientos posteriores se aclaran. La coexistencia de dos sociedades étnica y culturalmente opuestas originó violentos enfrentamientos, que se expresaron de manera simbólica en el conflicto entre Quetzalcoatl, la pacífica divinidad de Topiltzin, y Tezcatlipoca, el sangriento dios adorado por Huemas. La lucha finalizó con la expulsión de los nonoalca, mas Huemac disfrutó poco tiempo de su triunfo sobre Ce Acatl porque las calamidades no tardaron en abatirse sobre Tula. A las epidemias y malas cosechas se sumó la irrupción en el territorio tolteca de los bárbaros chichimeca, quienes vivían en la franja semiárida que separaba las tierras cultivadas de Mesoamérica de los desiertos del norte12. Asimismo, los huacteca de la costa del Atlántico norte penetraron en el interior del México central. Huemac, incapaz de hacer frente a tantas adversidades, se suicidó tras la batalla final contra los huaxteca. Tula fue pasto de las llamas13 y los supervivientes buscaron refugio no en el mítico Tillan Tlapallan de la leyenda, sino en un lugar mucho más lógico, la ciudad de Culhuacan.

El vacío de poder abierto después de la ruina tolteca pronto se cubrió. En 1246, los montaraces chichimeca de Xolotl abatieron el reducto culhuacano y ocuparon el Valle de México14. Los descendientes directos de Xolotl --Nopaltzin, Tlotzin y Quinatzin-- asimilaron con tanta rapidez la vida sedentaria, la lengua, las costumbres y la organización política de los vencidos que, a finales del siglo XIII, crearon un poderoso Estado con capital en Tetzcoco. Pero el proceso expansivo de los acolhua --denominación que se daban a sí mismos los chichimecas tetzcocanos-- se vio frena o por la presencia de otras tribus que se habían mesoamericanizado de un modo similar. Así, por citar alguno de los veintiocho Estados que se repartían la altiplanicie mexicana en el siglo XIV, los tepaneca --mazahua nahuatlizados-- se asentaron en Azcapoltzalco, los otomíes en Xaltocan y los chimalpaneca en Chalco15. La lucha por obtener la hegemonía alcanzó una ferocidad desconocida en la América Media, pues al instrumento tradicional para dirimir conflictos --la guerra-- se añadieron otras prácticas más sofisticadas, como la traición, la instigación a la rebelión o el atentado. Ahora bien, los esfuerzos de los contendientes por construir un dominio unificado resultaron estériles. Los tepaneca desbarataron el intento tetzcocano y éstos --aliados con los azteca, un grupo de segundo orden16-- hicieron lo mismo con los sueños expansionistas de los tlatoque de Azcapotzalco17.

El resto de la historia presenta pocos secretos. Ante la imposibilidad de controlar individualmente la Cuenca, los vencedores optaron por crear una confederación y, prudentemente, incluyeron en ella a los humillados tepaneca. Sin embargo, los tenochca, cuya fuerza iba creciendo de día en día, tardaron poco tiempo en marginar a sus aliados acolhua. De manera que, entre 1460 y 151918, los mexica tomaron el control de la Triple Alianza y, consecuentemente, del imperio. Los investigadores no se ponen de acuerdo a la hora de enjuiciar el tema del llamado imperio azteca. Mientras unos lo admiten, otros, como el soviético Valeri I. Guliaev, niegan el status imperial a la sociedad mexicana: La conquista española interrumpió el proceso deformación y desarrollo ulterior del Estado azteca, que no consiguió elaborar los mecanismos de inclusión completa en el marco de un imperio único de todos los territorios dependientes de Tenochtitlan... Los aztecas dieron sólo los primeros pasos en esta dirección, sin poder eliminar la independencia interna y la estructura propia de todos los Estados conquistados19. El hecho de que la política exterior de los tlacatetecuhtin mexica se asemejase más a las formas neocoloniales de nuestros días que a los costosos y poco operativos imperios tradicionales (Roma, España o Gran Bretaña) resulta clave para explicar la vitalidad de la crónica indígena novohispana. Ixtlilxoxhitl, Pomar, Tezozomoc y tantos otros indígenas pudieron escribir la historia de los Estados donde nacieron porque, durante tres siglos, el protagonista del proceso histórico mexicano no fue una potencia poderosa, como había ocurrido en las centurias anteriores, sino una multitud de pequeñas ciudades-estados.

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