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Pontificado y cultur

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Similar a la efervescencia en el terreno filosófico y teológico es el amplio debate que se aprecia en el terreno de la teoría política y de su concreta realización práctica. No es ésta una mera confrontación ideológica, sino la base en la que se apoyan las duras confrontaciones entre el Pontificado y algunas Monarquías, y, especialmente, entre aquél y el Imperio. A su vez, la confrontación en la ideología política es en gran parte la consecuencia de la distinción, cada vez más profunda, entre lo racional y lo que pertenece al ámbito de la fe; el desarrollo de las ideas nominalistas se traduce en posiciones políticas concretas, que atribuyen el poder a la comunidad representada en asambleas. Durante el siglo XIII ha venido produciéndose un reforzamiento de las Monarquías, tanto de los principios jurídicos en los que asientan sus poderes, como el perfeccionamiento de los medios administrativos y fiscales para el ejercicio de ese poder; todas las Monarquías han ido incorporando un importante grupo de colaboradores y de juristas que ejecutan sus decisiones y sustentan argumentalmente el reforzamiento del poder monárquico. Pontificado e Imperio han vivido, paralelamente, un largo enfrentamiento del que ambos han salido debilitados, especialmente el Imperio. Instalado en Aviñón, a cubierto de las presiones italianas, el Pontificado desarrolla una administración y una plataforma fiscal que le dota de los mismos medios de acción que las Monarquías.

Pero esa orientación le vale las más diversas acusaciones de temporalismo y desviación de su finalidad esencial; de ahí surgen importantes ataques al Pontificado, propuestas de reforma, a veces revolucionarias, y un profundo debate sobre la esencia misma de la autoridad pontificia, sus relaciones con los poderes políticos y el fundamento de la autoridad y la necesidad de estos poderes. Era evidente la diferente esfera de actuación de los poderes espiritual y temporal; el primero tenía como objeto velar por el fin para el que el hombre ha sido creado, es decir, el de su encuentro final con Dios. El poder temporal ha de regular las relaciones entre individuos y grupos, esencialmente administrar justicia, con sujeción a las leyes, tradiciones y privilegios, y el derecho, generalmente aceptado, a la resistencia al poder tiránico, fuente, a su vez, de otro debate de esta época: si el limite de esa resistencia puede llevarse incluso a la eliminación del tirano. Mayor dificultad plantea la definición de las relaciones entre los dos poderes, que ya había definido el agustinismo; la teoría de los dos poderes ha abierto un largo enfrentamiento entre las dos formulaciones de poder universal: iniciado en la segunda mitad del siglo XI, ha conocido un paréntesis en la segunda mitad del siglo XIII, para experimentar un recrudecimiento desde comienzos del siglo XIV con nuevos protagonistas, las Monarquías, en particular la francesa de Felipe IV, o con el Imperio, aunque con nuevas perspectivas.

El trascendentalismo tomista, reconociendo la diferente esfera de actuación de ambos poderes, rechaza la separación radical del poder espiritual y el temporal. Los fines superiores del poder espiritual le convierten en superior y, por ello, en inspirador y árbitro de los diferentes poderes temporales. Los pensadores más radicales de la teocracia consideran que el Sumo Pontífice, vicario de Cristo en la tierra, tiene la misión de corregir de su error a los príncipes y para decidir en las cuestiones estrictamente temporales que afecten a la fe o a la moral. A su vez, los príncipes son únicamente administradores de unos poderes que les han sido otorgados por Dios, ante quien deberán responder de su gestión; el fin del poder político ha de estar supeditado al fin espiritual, superior, del mismo modo que la ley positiva, contingente, ha de ser conforme a la ley divina, eterna, y a la ley natural, permanente. Un poder temporal, que dificulte al hombre conseguir su fin último, es ilegitimo, y, por tanto, debe ser resistido; una ley positiva contraria a las que le son superiores, no es en realidad una ley y debe ser desobedecida. La teocracia pontificia, rotundamente expuesta desde Inocencio III, a comienzos del siglo XIII, recogiendo una rica tradición jurídica, fue radicalmente expuesta en la bula "Unam sanctam" y drásticamente aplicada por Bonifacio VIII en su enfrentamiento con Felipe IV. Esos hechos habían de contribuir a avivar la polémica acerca de las teorías políticas.

Desde comienzos del siglo XIV, la teocracia conoce nuevas exposiciones a través de las obras de Gil de Roma, Jacobo de Viterbo y Agostino Triumpho. Gil de Roma, en su "De regimine principum" y, especialmente, en "De ecclesiastica potestate", concluida en 1301, establecía que la Iglesia tiene la potestad universal; aunque habitualmente no la ejerza de modo directo sobre las cosas temporales, en las que actúan los poderes políticos, puede reclamarla para sí cuando lo considere oportuno. La Iglesia posee el dominio real sobre todas las cosas, todos los demás poseen únicamente el dominio útil, que sólo ejercen lícitamente bajo la autoridad de aquella. La obra de Gil de Roma, excepcionalmente importante porque constituye la base argumental de la dura bula "Unam sanctam", venía a afirmar que todo poder temporal está constituido por medio de la potestad eclesiástica y para el cumplimiento de los fines de ésta. Es obligado concluir que son ilegítimos todos los poderes no constituidos de ese modo, o que no actúan para el logro de aquellos fines. Jacobo de Viterbo, en su "De regimine christiano", 1302, no llegaba a conclusiones tan radicales, pero, aplicando la idea de subordinación de lo imperfecto a lo perfecto, del poder temporal al espiritual, venia a concluir que únicamente sería plenamente correcta la autoridad temporal sometida a la orientación de la espiritual. Unos años después, en medio del enfrentamiento entre Juan XXII y Luis de Baviera, Agostino Triumpho, en la "Summa de potestate ecclesiastica", aceptaba la autonomía de los dos poderes, pero establecía que el poder del Pontífice procede inmediatamente de Dios, no existiendo ningún otro poder capaz de nombrarle o deponerle; admite la posibilidad de deposición de un Papa hereje, pero la razón de su deposición procedería entonces de su error, no de la autoridad del Concilio.

El emperador no tiene superior en la esfera de lo meramente temporal, pero, como todo cristiano, debe estar sometido al Papa, cuya autoridad es reflejo de la divina; la ley positiva debe además estar de acuerdo con la ley natural y con la ley divina, y ese acuerdo sólo puede ser establecido por el poder espiritual. La firme defensa de la autoridad pontificia recibe una amplia contestación por parte de juristas al servicio de la Monarquía francesa y del Imperio. Partiendo de la plena autonomía del poder temporal, pasaron a reclamar una indirecta participación en lo espiritual, un cierto control de los bienes del clero, para acabar atacando el centralismo y la fiscalidad pontificios y poner en tela de juicio el fundamento y alcance de la autoridad pontificia y la constitución de la Iglesia. El debate se inicia con la agresividad panfletaria que favorece la polémica entre Bonifacio VIII y Felipe IV; luego muestra una mayor serenidad pero, al mismo tiempo, una mayor profundidad y un mayor alcance crítico. Las demandas de autonomía del poder temporal se realizan sobre todo desde el entorno de las Monarquías, que reclaman el ejercicio del poder imperial en el ámbito de su Reino; pero son los pensadores al servicio del Imperio, de Enrique VII y, especialmente, de Luis de Baviera, los que llevan a sus últimas consecuencias los argumentos contenidos en los escritos de los defensores del poder temporal. Al servicio de Felipe IV, en el enfrentamiento con Bonifacio VIII, se redactan escritos como "Disputatio inter clericum et militem", "Antaquam essent clerici", o "Rex pacificus", así como el "De recuperatione terrae sanctae", de Pierre Dubois, o "De potestate regia et papali", obra de Juan de París, que sostiene el derecho del rey a deponer a un Papa indigno.

Mayor alcance, pero moviéndose en términos indiscutiblemente más sosegados, tiene el tratado "De monarchia", que Dante escribe en el momento en que la política italiana de Enrique VII parecía augurar una revitalización de la idea de universalidad del Imperio. Defiende Dante la necesidad de un poder monárquico como garantía de paz, en la que el hombre puede alcanzar su plenitud; esa Monarquía, por excelencia, es el Imperio, Monarquía universal, encarnada primero en el Imperio romano y luego heredada por el Imperio germánico. En cuanto a la relación entre el poder espiritual y el temporal, se aparta, desde luego, de los defensores de la teocracia, pero tampoco somete el Pontificado a la autoridad temporal. Ambos poderes son entendidos como independientes, dotados de su propios medios y con sus fines particulares: la Iglesia tiene su finalidad en las almas, en el logro de la felicidad eterna; el Imperio halla su objeto en hacer que el hombre, mediante el desarrollo de la virtud, alcance la felicidad en esta vida. El fin temporal debe colaborar al logro del eterno, del mismo modo que el Imperio y las Monarquías deben respeto y veneración al Pontífice, pero no se hallan sometidas a él en lo meramente temporal.

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