La muerte de la reina Isabel de Borbón
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Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
Por todo lo apuntado, la salud de las soberanas era un asunto que preocubapa y ocupaba a sus súbditos. Así fue con motivo de la enfermedad de la reina Isabel de Borbón en 1644 (31 ) , que generó la correspondiente procesión de rogativa a Nuestra Señora de Atocha, el día 4 de octubre. Desgracidamente los ruegos no surtieron el efecto deseado y la primera mujer del rey Felipe IV entregaba su alma al Creador el día 6 de octubre. La noticia de su indisposición no llegó a la ciudad de Burgos hasta el día 10. Las autoridades municipales organizaron inmediatamente procesiones y ruegos por la salud de la reina sin saber que llevaba cuatro días muerta. Pero, además, la información no llegó a todos por igual. En Burgos no se supo nada hasta que la reina estaba "muy al cabo" e indirectamente, a partir de la noticia de la celebración en Atocha, comunicada por sus representantes en Madrid. La distancia a recorrer, la necesidad de un día al menos para organizar las oraciones y procesiones con la mayor participación ciudadana eran factores que actuaban en perjuicio de la ciudad a la hora de celebrar actos impetratorios por la salud de la reina. En cambio, el Cabildo ante estas situaciones podía ordenar de forma inmediata las oraciones y procesiones en el templo catedralicio. El Consejo había tenido que informar a las autoridades madrileñas y del santuario de Atocha con antelación. Por tanto entre el 3 de octubre y el 10 transcurrió una semana en la que no llegó a Burgos ninguna noticia, cuando un correo extraordinario podía recorrer la distancia entre Madrid y Burgos en un día.
En este caso también se podría hablar de cierto retraso en la llegada de las cartas de los informadores de Cabildo y Regimiento. Conocedores de la situación al menos desde el día 4 sus cartas no se recibieron hasta el día 9 y 10 respectivamente. El rey viudo era el encargado, a través de la correspondiente cédula real, de comunicar oficialmente a sus vasallos la pérdida de su reina. En este caso, Felipe IV mostró sobriamente el sentimiento y el dolor ante la perdida de su esposa y un pesar añadido, el no haberla podido acompañar en su último mal, por hallarse en Aragón ocupado en sofocar la rebelión catalana (32 ). Gráfico De la misma forma el Regimiento burgalés comunicaba la mala nueva a sus vecinos a través de un pregón repetido en los lugares más concurridos de la ciudad para facilitar su difusión. En ellos se sintetizaba un mensaje ideológico, político y religioso compartido con otro tipo de documentos, cédulas reales, cartas de pésame, sermones, relaciones de honras. Dentro de ese mensaje está presente la convicción absoluta de que la reina está ya gozando de la plenitud celestial, de que su recto actuar y las virtudes que la adornaban habían sido valores decisivos para que hubiese logrado la plenitud de la eternidad. En caso de fallecimiento de una reina se repetían una serie de expresiones destinadas a ensalzar y enaltecer su figura, destacando su "singular piedad", "religión" y sus "altas y esclarecidas virtudes", que eran garantía de su segura salvación.
Aludían de forma general a dichas virtudes, sintetizando de esta forma las ricas apologías y generosas semblanzas de las fallecidas que con gran profusión recogían algunas crónicas y relaciones de honras. Este mensaje justificaba la magnitud de la pérdida y, por tanto, la obligación vasallática de homenajear la memoria de la persona real difunta, de rendir pleitesía a quien había personificado esos valores que no morían con ella, sino que debían pasar a ser representados y salvaguardados por sus sucesores. De esta forma, quedaban incluidos de forma perenne y sistemática en este medio de difusión, esparciendo el tono laudatorio y apologético en una síntesis de un programa político y religioso que la monarquía se interesaba en extender. Cuando se producía este desenlace llegaba el monento del homenaje y de la encomendación del alma de la persona real difunta a través de la celebración de unas solemnes honras fúnebres (33 ) , que se repetían con mayor o menor brillantez en todos los territorios integrantes de la Monarquía Hispánica. Las instituciones receptoras de la misiva real (Regimientos, Cabildos, Universidades, etc) a partir de ese momento se aplicaban con denuedo a la organización de las reales exequias.
En este caso también se podría hablar de cierto retraso en la llegada de las cartas de los informadores de Cabildo y Regimiento. Conocedores de la situación al menos desde el día 4 sus cartas no se recibieron hasta el día 9 y 10 respectivamente. El rey viudo era el encargado, a través de la correspondiente cédula real, de comunicar oficialmente a sus vasallos la pérdida de su reina. En este caso, Felipe IV mostró sobriamente el sentimiento y el dolor ante la perdida de su esposa y un pesar añadido, el no haberla podido acompañar en su último mal, por hallarse en Aragón ocupado en sofocar la rebelión catalana (32 ). Gráfico De la misma forma el Regimiento burgalés comunicaba la mala nueva a sus vecinos a través de un pregón repetido en los lugares más concurridos de la ciudad para facilitar su difusión. En ellos se sintetizaba un mensaje ideológico, político y religioso compartido con otro tipo de documentos, cédulas reales, cartas de pésame, sermones, relaciones de honras. Dentro de ese mensaje está presente la convicción absoluta de que la reina está ya gozando de la plenitud celestial, de que su recto actuar y las virtudes que la adornaban habían sido valores decisivos para que hubiese logrado la plenitud de la eternidad. En caso de fallecimiento de una reina se repetían una serie de expresiones destinadas a ensalzar y enaltecer su figura, destacando su "singular piedad", "religión" y sus "altas y esclarecidas virtudes", que eran garantía de su segura salvación.
Aludían de forma general a dichas virtudes, sintetizando de esta forma las ricas apologías y generosas semblanzas de las fallecidas que con gran profusión recogían algunas crónicas y relaciones de honras. Este mensaje justificaba la magnitud de la pérdida y, por tanto, la obligación vasallática de homenajear la memoria de la persona real difunta, de rendir pleitesía a quien había personificado esos valores que no morían con ella, sino que debían pasar a ser representados y salvaguardados por sus sucesores. De esta forma, quedaban incluidos de forma perenne y sistemática en este medio de difusión, esparciendo el tono laudatorio y apologético en una síntesis de un programa político y religioso que la monarquía se interesaba en extender. Cuando se producía este desenlace llegaba el monento del homenaje y de la encomendación del alma de la persona real difunta a través de la celebración de unas solemnes honras fúnebres (33 ) , que se repetían con mayor o menor brillantez en todos los territorios integrantes de la Monarquía Hispánica. Las instituciones receptoras de la misiva real (Regimientos, Cabildos, Universidades, etc) a partir de ese momento se aplicaban con denuedo a la organización de las reales exequias.