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Mausoleo

Desarrollo


Por su parte, Escopas se convirtió en una de las grandes figuras del arte griego a raíz de su obra en Halicarnaso. Enseguida le llovieron encargos en Asia Menor (entre ellos, la basa figurativa de una de las columnas del Artemisio de Efeso, acaso la conservada en el Museo Británico, que es la única llegada hasta nosotros), y, poco después, se le encargó un proyecto tan enorme como tentador: la reconstrucción del templo de Atenea Alea en Tegea, que había quedado destruido muchos años atrás, en el 395 a. C., y que ahora, aprovechando un período de paz en el centro del Peloponeso, se quería rehacer. Escopas había de dirigir tanto la obra arquitectónica como la realización de los frontones y de las acróteras. Por lo que a la construcción se refiere, nuestro autor, situado en el propio centro del mundo dorio, hubo de olvidar las lecciones de Sátiro y Piteo e inspirarse en los edificios dóricos conocidos, y en particular en el templo de Basas, con su columnata interna unida a los muros de la nave. Pero no podía ceñirse servilmente a un modelo que tenía ya casi un siglo de antigüedad: las columnas internas serían -como en las thóloi de Delfos y de Epidauro- corintias, con un capitel aplastado lleno dé carnoso follaje; las columnas dóricas del exterior, a su vez, se harían esbeltísimas, con un equino mínimo y un fuste ya sin éntasis, para darle ligereza al monumento y aumentar la sensación de altura.

Lástima que esto rompiese con la propia esencia del orden dórico, donde la idea de fuerza es casi imprescindible: el camino abierto en Tegea no tenía salida; sólo el vecino templo de Nemea, algunos años posterior, y obra acaso de un discípulo de Escopas, se empeñará en tomarlo como modelo; pero será el último gran templo dórico de la Grecia Propia. Los frontones de Tegea debieron de suponer, para la creatividad de nuestro artista, una verdadera liberación. Por fin podía dar rienda suelta a su gusto por los rostros apasionados, a su sentido dramático de la mitología. Al cabo de los años, era curioso advertir cómo Praxíteles y Escopas, partiendo ambos de Policleto, habían llegado a alejarse tanto. Tratábase ahora de reflejar, en apretados grupos, dos escenas llenas de tensión: la lucha de Aquiles y Télefo (hijo de Heracles y de Auge, princesa de Tegea), y la cacería del jabalí calidonio por Atalanta y sus compañeros. Apenas nos quedan unos tristes fragmentos, que hacen difícil cualquier reconstrucción; pero, por lo menos, las cabezas conservadas son de un patetismo brutal, realzado incluso por una talla sin pulir. Desde luego, este acabado imperfecto se justificaba por la lejanía del espectador, pero también tenía algo de rasgo de estilo, de entusiasmo por lo inmediato. La creatividad de Escopas distaba de agotarse con los frontones de Tegea, y el "páthos" por él alcanzado, solución magistral al problema de la expresión psíquica, recibía adhesión general. De ahí que nuestro autor siguiese explotando sus logros y analizando variantes: surgirán así su famosa Ménade, retorcida bajo el efecto de la locura báquica; su Póthos, o amor por lo ausente, bella composición que cobra carácter ascensional por la intensidad de la mirada; o, finalmente, el dramático Meleagro. Es curioso cómo Escopas, encarnando sus estudios psicológicos en los ritmos y formas de sus contemporáneos -se inspira en Praxíteles para el Póthos, en Lisipo para el Meleagro-, consigue siempre algo nuevo y personal. Con su muerte, hacia el 330 a. C., Grecia perderá una de sus personalidades artísticas más intensas e irrepetibles.

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