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Si hasta la Primera Guerra Mundial el liberalismo y el conservadurismo fueron las principales formas de expresión política de las sociedades latinoamericanas (el socialismo y el anarquismo tenían un respaldo social francamente minoritario), en los años veinte el comunismo y el fascismo se convirtieron en alternativas atractivas para ciertos grupos. El liberalismo en retirada, no sólo en América sino también en Europa, había dejado de tener todas las respuestas para explicar los cambios profundos que estaban afectando al mundo. Para poder responder a estos interrogantes surgieron nuevas ofertas ideológicas y nuevas interpretaciones de la realidad y otras fueron reformuladas o adaptadas al contexto latinoamericano. Esto pasó con el nacionalismo y el antiimperialismo o con la incorporación de la lucha de clases propia del análisis marxista al discurso político de estos países. Después del triunfo de la Revolución Rusa y como consecuencia de las escisiones producidas en algunos partidos socialistas, se crearon partidos comunistas en varios países del continente. Esto ocurrió en Argentina, Brasil y Bolivia en 1921 y en Chile y México al año siguiente. En muchos lugares, la ausencia de un proletariado industrial dificultó la difusión del proceso, otorgándole a algunos partidos comunistas un perfil netamente intelectual. En Cuba el partido se creó en 1925 y en Ecuador y Perú en 1928. En este último caso, la influencia de José Carlos Mariátegui fue notable.

Pese a ello, los avances del comunismo en América Latina durante la década de 1920 fueron bastante tímidos. Sólo en Chile, y gracias a la influencia de José Emilio Recabarren, el Partido Comunista Chileno se convirtió en el más exitoso y el de mayor influencia de la época, pese a la represión a que lo sometió el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. Sus programas planteaban la necesidad de impulsar la reforma agraria y de nacionalizar buena parte del aparato productivo y financiero. Por lo general estas reivindicaciones se acompañaban de un fuerte antiimperialismo y seguían a pies juntillas las consignas elaboradas por el Komintern (Internacional Comunista o Tercera Internacional). En los años treinta, y debido a la prédica de la Tercera Internacional, el movimiento comunista intentó consolidarse en toda América Latina, pero sin demasiado éxito. Los partidos más fuertes fueron los de Brasil, Chile y Cuba, aunque la influencia de los de Argentina, Uruguay, Colombia y Venezuela no fue nada desdeñable. Sin embargo, la influencia real de estos partidos, tanto en la vida política y sindical como en la sociedad latinoamericana, fue bastante marginal. En ningún caso se constituyeron en alternativas serias de poder, por más que en algunos sitios hayan tenido una capacidad de movilización relativamente amplia. Este fue el caso de El Salvador, donde los líderes comunistas se pusieron al frente de la revuelta campesina de 1932 que fue duramente reprimida y que acabó con los intentos organizativos de consolidar el comunismo en ese país.

Coincidiendo con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas latinoamericanos decidieron impulsar Frentes Populares. Esta propuesta obtuvo éxito en Chile, y gracias a ella Pedro Aguirre Cerdá pudo ganar las elecciones de 1938. Por lo general, los partidos de izquierda se interesaban básicamente en el proletariado industrial y otros sectores urbanos, permaneciendo fuera del campo de sus intereses los campesinos, los indígenas y otros grupos marginales. Este vacío fue pronto cubierto por algunos grupos de corte nacionalista que reivindicaban la realización de profundas transformaciones en la estructura agraria y la integración de las masas campesinas a las estructuras políticas. En esta labor, algunos de estos partidos se ganaron la enemistad tanto de los partidos oligárquicos que veían con preocupación el ascenso de grupos marginales, como de los partidos de izquierda, que planteaban que de ese modo se perdía de vista quien era el verdadero objeto histórico del cambio social. Uno de estos grupos era el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre. Su teoría, que intentaba rescatar del olvido a los indígenas andinos, se presentaba como una combinación del marxismo con las ideas de Einstein y con un fuerte influjo de Sun Yat-Sen y de los revolucionarios mexicanos. El APRA había logrado aglutinar a buena parte de la juventud anticivilista que participaba en las movilizaciones estudiantiles a favor de la reforma universitaria.

Desde su fundación en 1924, el APRA se había opuesto a la dictadura de Augusto Leguía. De acuerdo con las pautas establecidas por su fundador, el APRA era un partido de inspiración marxista, que por discrepancias con los planteamientos de la Komintern para América Latina rompió con el comunismo. Las líneas principales sobre las que se basaba la ideología del partido era la peruanidad de sus planteamientos y su consecuente denuncia del imperialismo norteamericano. Si bien sus principales centros de actuación estaban ubicados en la costa (por entonces de claro predominio blanco y mestizo), se proclamaba portavoz de los intereses indígenas. Como su nombre indica, la vocación de Haya de la Torre era convertir al APRA en un partido supranacional, que defendiera los intereses populares en toda "Indoamérica". En su obra El antiimperialismo y el APRA, de 1936, Haya de la Torre desarrolló los cinco puntos más importantes de su programa político: lucha antiimperialista, nacionalización de la tierra, solidaridad entre las clases oprimidas, unidad continental e internacionalización del canal de Panamá.

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