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revolución teórica

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Se trata, en efecto, de una batalla artística de larga trayectoria, que entra también ahora en un momento crucial. Merece la pena introducirse en ella a través de un texto de Jenofonte, en el que se nos recuerda cómo Sócrates, conversando con Parrasio, le insistió en la posibilidad de reflejar en los ojos de los personajes pintados los caracteres y las vivencias del alma: "Y con motivo de las dichas y las desgracias de los amigos, ¿te parece que tienen igual el rostro los que se preocupan de ellas y los que no?" "A fe mía que no, desde luego -dijo (Parrasio)-: pues con las dichas se les ponen radiantes y con las desgracias sombríos." "Así que entonces -dijo él- también esos rasgos es posible reproctucirlos." "Ya lo creo", respondió. "Bien, pues lo cierto es que también la arrogancia y la dignidad, así como la humillación y la vileza, la templanza y la inteligencia, igual que la desmesura y la zafiedad, así por el rostro como por las actitudes de los hombres, ya parados ya en movimiento, se trasparecen." "Verdad es como dices", respondió. "Así que también entonces son esos rasgos imitables." "Sin duda alguna", dijo." (Comment., III, 10, 4-5; trad. de A. García Calvo). En este importante diálogo, Sócrates plantea, aunque revueltas, distintas problemáticas expresivas del arte griego. Por una parte cita el "éthos", el carácter moral de una persona (dignidad del dios, modestia del atleta, belicosidad del guerrero, salvajismo del centauro), algo que la plástica helénica llegó a dominar ya en la primera mitad del siglo V a.

C., aunque algunos artistas, como Policleto, fuesen impermeables a sus matices. Por otra parte, en cambio, se plantea el "páthos", la expresión de los sentimientos momentáneos. Este campo era mucho menos conocido para los artistas griegos a fines del siglo V a. C., y se puede decir que, salvo en algún campo concreto, como las máscaras teatrales y algunas obras, que parecen derivar de ellas (por ejemplo, el Marsias de Mirón), era prácticamente ignorado: Es efectivamente en la segunda mitad del siglo cuando, como hemos señalado, empieza a ponerse de relieve el amplio mundo del sentimiento personal, y a valorarse las pasiones del alma. En este sentido, ¿cómo no recordar las grandes figuras, femeninas en particular, del teatro de Eurípides, consumidas por el amor, los celos o el odio? Eurípides había sido poco aceptado en vida, e incluso pudo ser objeto de duras sátiras, pero no es casualidad que desde el momento en que murió (406 a. C.) se convirtiese en el maestro más representado e imitado de toda la escena ática, y con diferencia: la hora de los sentimientos había llegado, barriendo la majestuosa dignidad de la tragedia de Sófocles. Frente al destino fatal, que marca una vida entera, se levanta ahora la pasión como motor de tramas inmediatas. El cuadro de Pirítoo muestra unas caras de dramatismo esquemático en el centauro e Hipodamía; en ambas, apenas se oculta el origen de máscara teatral; y es que todavía nos hallamos en el principio del proceso. Según nos cuentan varias fuentes, uno de los cuadros más famosos de la época -fue un Sacrificio de Ifigenia pintado por Timantes de Citnos, rival de Parrasio: "Tras haber pintado la aflicción en los rasgos de todos los asistentes, y sobre todo del tío (Menelao), puso un velo ante la cara del padre (Agamenón), porque se sentía incapaz de darle una expresión dina de su dolor" (Plinio, NH, XXXV, 73). Decididamente, la conquista del páthos empezaba a sentirse como algo necesario, pero no se sabía aún bien cómo conseguirla.

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