La dinastía Valentiniana en el poder
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Datos principales
Desarrollo
A la muerte de Juliano , Jovinano fue elegido emperador por los oficiales del ejército en Mesopotamia. Hubiera probablemente continuado la política de Constantino pues, aunque cristiano, durante los pocos meses de su reinado adoptó una política religiosa de tolerancia hacia los paganos. Su muerte en el 364 truncó las posibilidades de este emperador que (pese a la paz vergonzosa de Persia) parecía ser capaz de aglutinar en torno a sí tanto a los ejércitos de Oriente y Occidente como a los cristianos y paganos. Le sucedió Valentiniano I , que fue proclamado emperador por el ejército a instancias del prefecto de Oriente Secundo Salustio, hombre prudente que había rechazado en dos ocasiones su elección como augusto y que, aunque era pagano, gozaba de gran prestigio. Valentiniano era tribuno de una de las scholae palatinas, originario de Panonia y cristiano, aunque la conciencia de sus obligaciones hacia el Estado le llevó a situar el bien del Imperio por encima de todo, razón por la cual puso toda clase de impedimentos a la creciente intolerancia de los obispos católicos. La historiografía moderna tiende a ver en él al último gran monarca que gobernó en Occidente y la comparación entre las medidas adoptadas durante su gobierno y las de los emperadores posteriores confirma esta opinión. Sin embargo, en una época de crispación entre civiles y militares, honestiores y humiliores, cristianos y paganos, etc., la historiografía antigua ha presentado una imagen poco objetiva de Valentiniano.
Los autores cristianos transmiten la decepción que les causó un emperador cristiano nada fanático, incluso imparcial y sólo obsesionado por la idea de preservar los derechos del Estado. Había proclamado la libertad de cultos, prohibiendo sólo los sacrificios nocturnos. No aumentó los privilegios eclesiásticos acordados por Constantino y controló estrechamente los abusos a que algunos clérigos se prestaban, como la advertencia dirigida al papa Dámaso de prohibir a estos clérigos visitar a las jóvenes o viudas a fin de obtener de ellas la donación de sus bienes. De hecho anuló estos legados, fruto de la coacción. Cuando los obispos solicitaban su intervención en asuntos internos de la Iglesia, su respuesta -según Sozomeno- era: "Yo no soy más que un laico, resolved vosotros mismos nuestros problemas como deseéis". Un cristiano tan neutral no mereció muchos elogios de la historiografía cristiana de la época. Pero tampoco Amiano Marcelino contribuyó lo más mínimo a mejorar la imagen del emperador, que no podía sino salir malparado en la comparación con el que había constituido su ideal de príncipe, Juliano . Tal vez su menor acierto fue la elección de su hermano Valente como colega imperial. Parece que el general occidental Dagalaifus, a quien Valentiniano consulto, le respondió: "Si prefieres a tu familia, tienes un hermano, pero si prefieres al Estado busca alguien mas digno". En este caso la opción familiar se impuso.
De este modo, en marzo del 364, confirió a su hermano Valente -que era un simple protector- el título de augusto. Cierto que Valentiniano no era un hombre muy culto, pero era un valeroso jefe militar, con innegable capacidad política y gran dedicación al Imperio. Por su parte Valente -al menos a juzgar por el retrato que de él hace Amiano Marcelino- era un hombre mediocre, sin grandes dotes militares y tan poco instruido que no sabía griego, cuando era la lengua que se hablaba en Oriente. Tal vez estas condiciones le llevaron a establecer la capital en Antioquía en vez de la sofisticada Constantinopla. Durante dos meses ambos hermanos fijaron sus programas de gobierno y decretaron las medidas que consideraban más urgentes: la libertad de culto, la obligación de pagar los impuestos debidos sin excepciones, la confirmación de la ley de Constancio que contemplaba la creación de los defensores senatoriales (aunque la medida que permitía a los libertos acceder al rango de clarissimi sin duda fue considerada humillante por los senadores) y el edicto de Andrinópolis que reforzaba el principio de la herencia de las condiciones: los curiales sólo podrían ascender al orden senatorial si dejaban un hijo en su lugar. Los hijos de los soldados serían también soldados, a menos que fuesen muy débiles, y los empleados en los despachos de los gobernadores también asegurarían que sus hijos iniciaran la misma carrera que ellos. Posteriormente, procedieron a la división del Imperio, en unas condiciones tan extremas como nunca antes se habían realizado: cada parte del Imperio se separaba de la otra con sus provincias, sus tropas, sus prefecturas y sus funcionarios.
No se trataba de un reparto de atribuciones entre ambos emperadores, sino de una separación efectiva del Imperio. Valentiniano tomó para sí las dos prefecturas occidentales y Valente la oriental. Que Valentiniano, el personaje más importante, eligiera la parte occidental sin duda obedeció a su convencimiento íntimo de que, siendo ésta mucho más débil que Oriente, no hubiera podido ser controlada por su hermano Valente. Además del problema de las fronteras -común a las dos partes- Occidente ofrecía mayores problemas internos que Oriente, entre ellos las reiteradas insurrecciones que desde hacía muchos años se venían produciendo en las Galias. No obstante, fue en la parte oriental, gobernada por Valente, donde tuvo lugar la insurrección de Procopio. Este, que había conducido una parte del ejército de Juliano durante la guerra persa y había enterrado en Tarso a su emperador muerto, se rebeló en el 365 inducido tal vez por los amigos de Juliano y respaldado no sólo por éstos -entre los que se encontraba la viuda del emperador Constancio- sino también por cuantos despreciaban al cuasi-bárbaro emperador panonio. La contienda presenta la particularidad de que Procopio reclutó gran número de auxilia entre los godos. Gracias al general Arbetio, en mayo del 366 la revuelta fue sofocada. Valente intentó retrasar el conflicto con los persas mediante negociaciones con Sapor II que, por otra parte, no dieron resultado. Éste deseaba quedarse con Iberia, que era un reino vasallo de Roma, y repartirse entre ambos Armenia.
Valente aceptaba repartirse la primera, pero no Armenia. La guerra no llegó a declararse abiertamente porque el peligro de los hunos amenazó también a Persia, durante estos años, en la zona del Caspio. No obstante, el problema más grave que tuvo que afrontar Valente fue la invasión de los godos, unidos a elementos alanos y hunos, en el 377, que traspasaron las fronteras del Bajo Danubio. Los preparativos para resistir la invasión supusieron la movilización general de todas las fuerzas del Imperio. Valente incluso decidió reclutar a visigodos como soldados y los asentó en Tracia. Pero éstos eran despreciados por la sociedad romana y objeto permanente de abusos como el que relata Filóstrato: los jefes militares y el comes de Tracia les vendían los víveres a un precio desorbitado a fin de obligarles a vender a sus hijos como esclavos. Los visigodos se rebelaron y saquearon Tracia, uniéndose a los otros contingentes bárbaros. La defensa frente a la oleada invasora fue inicialmente dirigida por el general romano Sebastiano y en parte por Graciano que, acudiendo desde Occidente en auxilio de su tío Valente, había tenido que combatir con los alamanes a lo largo de su viaje a Oriente, por lo cual retrasó su llegada. Valente, deseoso de demostrar unas dotes militares de las que carecía, dirigió una nueva batalla sin esperar la llegada de los refuerzos de Graciano. El desastre de Andrinópolis -durante el cual murió Valente- supuso una de las mayores crisis de la historia del siglo IV. Los godos llegaron a las puertas de Constantinopla y, aunque no lograron tomar la ciudad, devastaron los campos. En su marcha hacia el Oeste saquearon y arrasaron el Ilírico. Amiano en páginas desgarradoras nos describe a los invasores empujando "a golpes de látigo rebaños de mujeres romanas". El odio romano hacia los bárbaros alcanzó niveles frenéticos, hasta el punto de que el magister militum trans Taurum ordenó que fueran masacrados todos los godos a los que, en épocas anteriores, se les había permitido asentarse en Oriente. La disposición se cumplió escrupulosa y concienzudamente.
Los autores cristianos transmiten la decepción que les causó un emperador cristiano nada fanático, incluso imparcial y sólo obsesionado por la idea de preservar los derechos del Estado. Había proclamado la libertad de cultos, prohibiendo sólo los sacrificios nocturnos. No aumentó los privilegios eclesiásticos acordados por Constantino y controló estrechamente los abusos a que algunos clérigos se prestaban, como la advertencia dirigida al papa Dámaso de prohibir a estos clérigos visitar a las jóvenes o viudas a fin de obtener de ellas la donación de sus bienes. De hecho anuló estos legados, fruto de la coacción. Cuando los obispos solicitaban su intervención en asuntos internos de la Iglesia, su respuesta -según Sozomeno- era: "Yo no soy más que un laico, resolved vosotros mismos nuestros problemas como deseéis". Un cristiano tan neutral no mereció muchos elogios de la historiografía cristiana de la época. Pero tampoco Amiano Marcelino contribuyó lo más mínimo a mejorar la imagen del emperador, que no podía sino salir malparado en la comparación con el que había constituido su ideal de príncipe, Juliano . Tal vez su menor acierto fue la elección de su hermano Valente como colega imperial. Parece que el general occidental Dagalaifus, a quien Valentiniano consulto, le respondió: "Si prefieres a tu familia, tienes un hermano, pero si prefieres al Estado busca alguien mas digno". En este caso la opción familiar se impuso.
De este modo, en marzo del 364, confirió a su hermano Valente -que era un simple protector- el título de augusto. Cierto que Valentiniano no era un hombre muy culto, pero era un valeroso jefe militar, con innegable capacidad política y gran dedicación al Imperio. Por su parte Valente -al menos a juzgar por el retrato que de él hace Amiano Marcelino- era un hombre mediocre, sin grandes dotes militares y tan poco instruido que no sabía griego, cuando era la lengua que se hablaba en Oriente. Tal vez estas condiciones le llevaron a establecer la capital en Antioquía en vez de la sofisticada Constantinopla. Durante dos meses ambos hermanos fijaron sus programas de gobierno y decretaron las medidas que consideraban más urgentes: la libertad de culto, la obligación de pagar los impuestos debidos sin excepciones, la confirmación de la ley de Constancio que contemplaba la creación de los defensores senatoriales (aunque la medida que permitía a los libertos acceder al rango de clarissimi sin duda fue considerada humillante por los senadores) y el edicto de Andrinópolis que reforzaba el principio de la herencia de las condiciones: los curiales sólo podrían ascender al orden senatorial si dejaban un hijo en su lugar. Los hijos de los soldados serían también soldados, a menos que fuesen muy débiles, y los empleados en los despachos de los gobernadores también asegurarían que sus hijos iniciaran la misma carrera que ellos. Posteriormente, procedieron a la división del Imperio, en unas condiciones tan extremas como nunca antes se habían realizado: cada parte del Imperio se separaba de la otra con sus provincias, sus tropas, sus prefecturas y sus funcionarios.
No se trataba de un reparto de atribuciones entre ambos emperadores, sino de una separación efectiva del Imperio. Valentiniano tomó para sí las dos prefecturas occidentales y Valente la oriental. Que Valentiniano, el personaje más importante, eligiera la parte occidental sin duda obedeció a su convencimiento íntimo de que, siendo ésta mucho más débil que Oriente, no hubiera podido ser controlada por su hermano Valente. Además del problema de las fronteras -común a las dos partes- Occidente ofrecía mayores problemas internos que Oriente, entre ellos las reiteradas insurrecciones que desde hacía muchos años se venían produciendo en las Galias. No obstante, fue en la parte oriental, gobernada por Valente, donde tuvo lugar la insurrección de Procopio. Este, que había conducido una parte del ejército de Juliano durante la guerra persa y había enterrado en Tarso a su emperador muerto, se rebeló en el 365 inducido tal vez por los amigos de Juliano y respaldado no sólo por éstos -entre los que se encontraba la viuda del emperador Constancio- sino también por cuantos despreciaban al cuasi-bárbaro emperador panonio. La contienda presenta la particularidad de que Procopio reclutó gran número de auxilia entre los godos. Gracias al general Arbetio, en mayo del 366 la revuelta fue sofocada. Valente intentó retrasar el conflicto con los persas mediante negociaciones con Sapor II que, por otra parte, no dieron resultado. Éste deseaba quedarse con Iberia, que era un reino vasallo de Roma, y repartirse entre ambos Armenia.
Valente aceptaba repartirse la primera, pero no Armenia. La guerra no llegó a declararse abiertamente porque el peligro de los hunos amenazó también a Persia, durante estos años, en la zona del Caspio. No obstante, el problema más grave que tuvo que afrontar Valente fue la invasión de los godos, unidos a elementos alanos y hunos, en el 377, que traspasaron las fronteras del Bajo Danubio. Los preparativos para resistir la invasión supusieron la movilización general de todas las fuerzas del Imperio. Valente incluso decidió reclutar a visigodos como soldados y los asentó en Tracia. Pero éstos eran despreciados por la sociedad romana y objeto permanente de abusos como el que relata Filóstrato: los jefes militares y el comes de Tracia les vendían los víveres a un precio desorbitado a fin de obligarles a vender a sus hijos como esclavos. Los visigodos se rebelaron y saquearon Tracia, uniéndose a los otros contingentes bárbaros. La defensa frente a la oleada invasora fue inicialmente dirigida por el general romano Sebastiano y en parte por Graciano que, acudiendo desde Occidente en auxilio de su tío Valente, había tenido que combatir con los alamanes a lo largo de su viaje a Oriente, por lo cual retrasó su llegada. Valente, deseoso de demostrar unas dotes militares de las que carecía, dirigió una nueva batalla sin esperar la llegada de los refuerzos de Graciano. El desastre de Andrinópolis -durante el cual murió Valente- supuso una de las mayores crisis de la historia del siglo IV. Los godos llegaron a las puertas de Constantinopla y, aunque no lograron tomar la ciudad, devastaron los campos. En su marcha hacia el Oeste saquearon y arrasaron el Ilírico. Amiano en páginas desgarradoras nos describe a los invasores empujando "a golpes de látigo rebaños de mujeres romanas". El odio romano hacia los bárbaros alcanzó niveles frenéticos, hasta el punto de que el magister militum trans Taurum ordenó que fueran masacrados todos los godos a los que, en épocas anteriores, se les había permitido asentarse en Oriente. La disposición se cumplió escrupulosa y concienzudamente.