La arquitectura y la escultura
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Rango
Luvio-aramea
Desarrollo
La escultura y la arquitecutra luvio-aramea están tan íntimamente ligadas que difícilmente puede encararse su estudio por separado. Es notorio por ejemplo, que el arquitecto que concibió la escalinata de acceso al palacio real de Karkemis jugaba con el efecto óptico de los grandes ortostatos esculpidos que integraban el muro del templo. En la historia del arte, pocas veces han estado tan unidas las prácticas de escultores y arquitectos. Y la ventaja estética de esta colaboración debió ser ampliamente entendida. Como dice E. Akurgal, puede incluso que los comienzos del arte griego traicionen influjos mucho más profundos y duraderos que los simples bronces luvio-arameos. Como su más o menos directo y lejano antepasado hitita, el artista luvio-arameo vivía n mundo de creencias y costumbres propio, moraba en un paisaje singular y utilizaba unos materiales definidos que la geografía circundante o el comercio le proporcionaban. La mayor parte de los Estados luvitas y algún arameo como Sam'al, fijaron su territorio en las regiones montañosas del sureste anatólico, en las inmediaciones del Tauro o en las estribaciones que bajan suavemente hacia el Eufrates o la costa sirio-turca. Las alturas de sus montes ejercieron un papel protector y, a la vez facilitaron la falta de cohesión política que, vista la experiencia del rápido hundimiento hitita, en modo alguno resultó negativa. Otros Estados, particularmente los luvio-arameos de la Yazira, se asentaron en regiones distintas, llanuras cerealeras o ambientes mediterráneos.
Pero todos dispusieron de un medio que, más o menos cerca, les proporcionaba madera, piedras y metales en abundancia. Porque en sus manos estuvo, durante casi cinco siglos, la mayor parte de los yacimientos de hierro, los bosques maderables más importantes, las canteras más útiles y las regiones agrícolas de explotación más extensa y rentable. Es claro pues que la obsesión asiria por el Aram y el Gran Hatti no fue un simple capricho. En ese medio, los arquitectos y artesanos luvitas y arameos disponían sin límite de los materiales precisos para su trabajo porque -además de la nueva metalurgia del hierro en la que fueron maestros-, en la senda tecnológica de la tradición anatólica, su arquitectura y su arte utilizaban fundamentalmente tres materiales: la piedra, la madera y la arcilla. Como en el caso hitita, la abundante caliza indígena sería la piedra preferida en la construcción. Con ella se dio cuerpo a lo esencial de los recios muros y las escalinatas de los grandes edificios públicos , y sirvió además para el tallado de esculturas y ortostatos. El basalto sería la piedra preferida en segundo lugar, muy empleada en relieves y esculturas también. Una traquita ya usada en el período hitita, la andesita verdosa, parece haberse reservado a la realización de piezas estimadas especialmente, como el tondo de Warpalawa, conservado en el museo de Ankara. Y en fin, como en la vieja Anatolia, el interior de no pocos muros con piedra vista de caliza se rellenó con brecha bruta.
Los bosques cercanos -coníferas y otras variedades de los montes de Kammanu, Gurgum y el Tauro- se emplearon también en la arquitectura y la artesanía. Y la arcilla, con el tradicional desgrasante de paja picada y fabricado con las mismas técnicas que en el resto de Oriente, les permitió a sus maestros levantar una arquitectura flexible y no excesivamente costosa. Frente a los problemas de extracción y transporte, los canteros luvio-arameos recurrieron a técnicas semejantes a las usadas durante el II milenio -taladros y cuñas de madera mojada-, pero aunque dispusieran de herramientas de hierro de mejor calidad -o acaso por ello mismo-, evitaron el gigantismo hitita. Además, los bloques empleados en la construcción -tallados o lisos- y salvo excepciones señaladas -como los ortostatos pequeños de Guzana, posiblemente rehusados-, aparecen mejor cortados y ajustados, con una evidente tendencia a la regularidad. Tal cuidado técnico se tradujo en una arquitectura sólida. En la mayor parte del área cultural en cuestión, los cimientos de piedras semirregulares en zanjas de cimentación profunda, los zócalos vistos de piedra hasta cierta altura -decorados con ortostatos esculpidos o no- y los muros de entramado de madera y adobe parecen haber sido la norma. No sólo en Sam'al, Hamat, Marqasi o Karkemis, sino hasta en la lejana Guzana aramea, los arquitectos utilizaron con profusión la madera en los muros de sus edificios. Los artistas y artesanos luvio-arameos, como sus homólogos de otras regiones y épocas, vivían dentro de un mundo en el que el mito, lo sagrado y lo misterioso tenían peso decisivo.
Socialmente, su condición debió ser estimable o, al menos, altamente reconocidos, como el supuesto arquitecto de Guzana, Abdi-ilmu -el artesano, se dice en la inscripción- a quien E. Akurgal considera uno de los mayores artistas de su tiempo por su construcción del palacio de Kapara, que le hace acreedor de un fino espíritu y una sabiduría profesional notable. Conocemos también distintos talleres regidos por maestros muy personales, perfectamente individualizados en Sam'al, Taïnat, Guzana, Karkemis y, prácticamente, en todas las ciudades conocidas, donde acometieron programas complejos de escultura. Sus mejores clientes serían, como no podía ser menos, la casa real, pero también lo fueron gentes más sencillas, como las que encargaron las notables estatuas funerarias de Marqasi. El mundo de referencias religiosas del maestro luvio-arameo era muy complejo y, a decir verdad, todavía no nos es tan bien conocido como el hitita. Puede que la ausencia de un número tan alto de amuletos como el hallado en la meseta de Anatolia, por ejemplo, signifique algo. Pero la causa podría ser más simple: las habituales carencias de la arqueología luvio-aramea, fruto de una práctica normalmente temprana. No sabemos tanto de su magia -que la habría-, ni de sus ritos de encantamiento. Pero no sería extraño que, como en Hatti, hubiese gozado de notorio influjo. Y de su sistema religioso, tampoco estamos bien informados. Decía A. Dupont-Sommer, que los arameos tendían a asimilar el panteón de la región donde se asentaban.
Así, en el este lejano, la tradición hurrita -con Tessub, Hepat y Sarruma- estaría presente en Guzana, mientras que en el occidental Sam'al, Hadad, Resef o Samas entre otros, serían invocados en la estela de Panammuwa. Para los luvitas, M. Vieyra pensaba que no pocos de sus dioses encuentran correspondencia estrecha en el mundo hitita. Un Dios de la tormenta llamado Tarhunt, Tarhunzai o Tarhunti y la diosa Kubaba, la señora de Karkemis, los dioses supremos, proceden del mundo del pasado; y figuras míticas que alcanzarían una larga vida, como la esfinge tutelar de las puertas o la quimera de Karkemis, procedían del mundo anatólico y, más precisamente, de la época imperial. O el tema del ciervo -de tradición mucho más remota en Anatolia-, que sería también recogido por el artista luvio-arameo y traducido en la iconografía. Pero en la etapa luvita al menos, sabemos que el ciervo era el animal sagrado y símbolo de Ruwa y Karhuha, dioses luvitas de la naturaleza. Y que Tarhu, en el relieve de Ivriz, era un dios de la vegetación. Porque el mundo religioso luvita parece muy ligado al paisaje, a la naturaleza, y como los antiguos hititas, a las montañas y las rocas, llenas de simbolismos y secretos religiosos. Así, en el remoto Kammanu, la vieja Inara seguía aún protegiendo la vida salvaje desde su montaña, y los naturales de Ain Dara debían ver a los dioses montaña que esculpieron en sus relieves, en la línea de su horizonte cercano. El artista luvio-arameo, que traducía con frecuencia en sus representaciones viejos gestos y actitudes del pasado, vivió una época que por fuerza tendía al sincretismo. Mas con todo, los valores religiosos dominantes siguieron siendo muy tradicionales. Acaso como novedad -pues como es sabido, la vida amable en el más allá estaba reservada, durante el período hitita, a la realeza-, debemos considerar el espíritu que emana de las llamadas estelas funerarias que, aún prodigadas en el mundo luvita interior, E. Akurgal atribuye a la mentalidad renovadora de los arameos.
Pero todos dispusieron de un medio que, más o menos cerca, les proporcionaba madera, piedras y metales en abundancia. Porque en sus manos estuvo, durante casi cinco siglos, la mayor parte de los yacimientos de hierro, los bosques maderables más importantes, las canteras más útiles y las regiones agrícolas de explotación más extensa y rentable. Es claro pues que la obsesión asiria por el Aram y el Gran Hatti no fue un simple capricho. En ese medio, los arquitectos y artesanos luvitas y arameos disponían sin límite de los materiales precisos para su trabajo porque -además de la nueva metalurgia del hierro en la que fueron maestros-, en la senda tecnológica de la tradición anatólica, su arquitectura y su arte utilizaban fundamentalmente tres materiales: la piedra, la madera y la arcilla. Como en el caso hitita, la abundante caliza indígena sería la piedra preferida en la construcción. Con ella se dio cuerpo a lo esencial de los recios muros y las escalinatas de los grandes edificios públicos , y sirvió además para el tallado de esculturas y ortostatos. El basalto sería la piedra preferida en segundo lugar, muy empleada en relieves y esculturas también. Una traquita ya usada en el período hitita, la andesita verdosa, parece haberse reservado a la realización de piezas estimadas especialmente, como el tondo de Warpalawa, conservado en el museo de Ankara. Y en fin, como en la vieja Anatolia, el interior de no pocos muros con piedra vista de caliza se rellenó con brecha bruta.
Los bosques cercanos -coníferas y otras variedades de los montes de Kammanu, Gurgum y el Tauro- se emplearon también en la arquitectura y la artesanía. Y la arcilla, con el tradicional desgrasante de paja picada y fabricado con las mismas técnicas que en el resto de Oriente, les permitió a sus maestros levantar una arquitectura flexible y no excesivamente costosa. Frente a los problemas de extracción y transporte, los canteros luvio-arameos recurrieron a técnicas semejantes a las usadas durante el II milenio -taladros y cuñas de madera mojada-, pero aunque dispusieran de herramientas de hierro de mejor calidad -o acaso por ello mismo-, evitaron el gigantismo hitita. Además, los bloques empleados en la construcción -tallados o lisos- y salvo excepciones señaladas -como los ortostatos pequeños de Guzana, posiblemente rehusados-, aparecen mejor cortados y ajustados, con una evidente tendencia a la regularidad. Tal cuidado técnico se tradujo en una arquitectura sólida. En la mayor parte del área cultural en cuestión, los cimientos de piedras semirregulares en zanjas de cimentación profunda, los zócalos vistos de piedra hasta cierta altura -decorados con ortostatos esculpidos o no- y los muros de entramado de madera y adobe parecen haber sido la norma. No sólo en Sam'al, Hamat, Marqasi o Karkemis, sino hasta en la lejana Guzana aramea, los arquitectos utilizaron con profusión la madera en los muros de sus edificios. Los artistas y artesanos luvio-arameos, como sus homólogos de otras regiones y épocas, vivían dentro de un mundo en el que el mito, lo sagrado y lo misterioso tenían peso decisivo.
Socialmente, su condición debió ser estimable o, al menos, altamente reconocidos, como el supuesto arquitecto de Guzana, Abdi-ilmu -el artesano, se dice en la inscripción- a quien E. Akurgal considera uno de los mayores artistas de su tiempo por su construcción del palacio de Kapara, que le hace acreedor de un fino espíritu y una sabiduría profesional notable. Conocemos también distintos talleres regidos por maestros muy personales, perfectamente individualizados en Sam'al, Taïnat, Guzana, Karkemis y, prácticamente, en todas las ciudades conocidas, donde acometieron programas complejos de escultura. Sus mejores clientes serían, como no podía ser menos, la casa real, pero también lo fueron gentes más sencillas, como las que encargaron las notables estatuas funerarias de Marqasi. El mundo de referencias religiosas del maestro luvio-arameo era muy complejo y, a decir verdad, todavía no nos es tan bien conocido como el hitita. Puede que la ausencia de un número tan alto de amuletos como el hallado en la meseta de Anatolia, por ejemplo, signifique algo. Pero la causa podría ser más simple: las habituales carencias de la arqueología luvio-aramea, fruto de una práctica normalmente temprana. No sabemos tanto de su magia -que la habría-, ni de sus ritos de encantamiento. Pero no sería extraño que, como en Hatti, hubiese gozado de notorio influjo. Y de su sistema religioso, tampoco estamos bien informados. Decía A. Dupont-Sommer, que los arameos tendían a asimilar el panteón de la región donde se asentaban.
Así, en el este lejano, la tradición hurrita -con Tessub, Hepat y Sarruma- estaría presente en Guzana, mientras que en el occidental Sam'al, Hadad, Resef o Samas entre otros, serían invocados en la estela de Panammuwa. Para los luvitas, M. Vieyra pensaba que no pocos de sus dioses encuentran correspondencia estrecha en el mundo hitita. Un Dios de la tormenta llamado Tarhunt, Tarhunzai o Tarhunti y la diosa Kubaba, la señora de Karkemis, los dioses supremos, proceden del mundo del pasado; y figuras míticas que alcanzarían una larga vida, como la esfinge tutelar de las puertas o la quimera de Karkemis, procedían del mundo anatólico y, más precisamente, de la época imperial. O el tema del ciervo -de tradición mucho más remota en Anatolia-, que sería también recogido por el artista luvio-arameo y traducido en la iconografía. Pero en la etapa luvita al menos, sabemos que el ciervo era el animal sagrado y símbolo de Ruwa y Karhuha, dioses luvitas de la naturaleza. Y que Tarhu, en el relieve de Ivriz, era un dios de la vegetación. Porque el mundo religioso luvita parece muy ligado al paisaje, a la naturaleza, y como los antiguos hititas, a las montañas y las rocas, llenas de simbolismos y secretos religiosos. Así, en el remoto Kammanu, la vieja Inara seguía aún protegiendo la vida salvaje desde su montaña, y los naturales de Ain Dara debían ver a los dioses montaña que esculpieron en sus relieves, en la línea de su horizonte cercano. El artista luvio-arameo, que traducía con frecuencia en sus representaciones viejos gestos y actitudes del pasado, vivió una época que por fuerza tendía al sincretismo. Mas con todo, los valores religiosos dominantes siguieron siendo muy tradicionales. Acaso como novedad -pues como es sabido, la vida amable en el más allá estaba reservada, durante el período hitita, a la realeza-, debemos considerar el espíritu que emana de las llamadas estelas funerarias que, aún prodigadas en el mundo luvita interior, E. Akurgal atribuye a la mentalidad renovadora de los arameos.