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Desarrollo
El objetivo de los Tokugawa era perpetuar su dominación. Si lo consiguieron fue gracias al establecimiento del sistema político de los baku-han, basado en el equilibrio e interacción del shogunado (bakufu), convertido en una autoridad nacional, y los señoríos (han) de los daimios, con el papel de gobernadores regionales. Unidos por lazos feudales apoyados en juramentos de fidelidad, dentro de sus territorios ejercían su autoridad a través de un cuerpo de burócratas. La fuerza de la autoridad subyacente en el seno del sistema era feudal; sin embargo, la autoridad de los sectores administrativos, dentro de las jurisdicciones directas del shogun o de los daimios había encontrado el camino idóneo para su consolidación al descansar sobre bases administrativas. La estabilidad política trajo consigo la transmisión del mando a los herederos, quienes, renunciando a una absoluta centralización, inviable por la existencia del emperador, se valieron del sistema de daimios, de sobra conocido. Sin embargo, los Tokugawa no olvidaron que el origen de su poder estaba en el emperador y procuraron aumentar el respeto y el prestigio que tenía entre el pueblo, a pesar de la distancia que, por razones de protocolo, lo mantenía como algo lejano e inalcanzable. Un gobernador militar establecido con su guarnición en Kyoto, y dos funcionarios cortesanos shogunales evitaban cualquier contacto con los daimios, vigilaban la recepción de informes y fiscalizaban la concesión de favores. La estructuración del nuevo sistema político y administrativo tomó casi su forma definitiva en la época del tercer shogun.
En el siglo XVIII estaba ya, pues, perfectamente consolidada, atendiendo a dos líneas fundamentales de desarrollo: en primer lugar, la aplicación de nuevos principios confucianos a la conducta de gobierno, de modo que se puso en práctica lo que se ha llamado "gobierno por la persuasión moral y, en segundo lugar, la creciente tendencia hacia la impersonalidad administrativa y hacia la eficiencia funcional del gobierno, es decir, una tendencia hacia la burocratización y la legalización. La base del entramado eran los daimios convertidos ahora en unidades de administración local. El daimio, desde su ciudad-castillo, tenía jurisdicción sobre la tierra y los hombres. Para el gobierno recurría a un grupo de leales, pertenecientes al estamento militar, organizados por rangos según sus funciones y obligados por juramentos privados. Los colaboradores de más alta categoría eran los ancianos, componentes del Consejo de Asesores, con obligaciones cortesanas. Les seguían los de alto rango o jefes de los departamentos del dominio; los de rango medio, con cargos administrativos más específicos, y los de rango inferior, dedicados a tareas serviles y de menor importancia. El verdadero eje de la administración estaba formado por los cargos intermedios, como por ejemplo los intendentes del departamento rural, que difundían y hacían cumplir las órdenes del señor para el buen gobierno de la población, centrado en el desarrollo de los recursos económicos y en el mantenimiento del orden.
En teoría los daimios eran vasallos del shogun y la investidura confirmaba sus posesiones hereditarias de autonomía interna. Pero lazos tan débiles no eran suficientes para garantizar su fidelidad y el peligro existente aconsejaba la adopción de medidas adicionales. En consecuencia, el shogunato exigió tres responsabilidades implícitas en el juramento: el servicio militar o administrativo, las prestaciones especiales y el buen gobierno del territorio. Cada daimio se comprometía, con una promesa privada ante el shogun, a obedecer las disposiciones y a no participar en coaliciones. Es decir, renunciaba a plantear cualquier oposición. Según la costumbre, cada daimio podía repartir entre los altos cargos militares feudos denominados tierras otorgadas, o arroz entre los de menor categoría. Los primeros recibían parcelas diseminadas donde tenían autoridad para recaudar impuestos e imponer corveas a los campesinos. Los repartos no dejaban de suponer un problema por la duplicidad de jurisdicciones que esta práctica generaba. La tendencia fue, así, reducir las tierras otorgadas y aumentar el número de pensionados, ya que cada donación significaba la disminución del poder del daimio. Desde mediados del siglo XVII se habían establecido reformas del sistema, ya que, si bien el concesionario poseía el control directo de los campesinos de sus tierras, la tasa de impuestos era fijada por el daimio y la justicia recaía en un magistrado señorial. Así evitaban la formación de una clase de pequeños propietarios con una comunidad de intereses con el campesinado, fortalecían la autoridad del daimio y disminuía el peligro de levantamientos.
Por su parte, la aplicación del sistema de asistencia alterna de los daimios, contribuyó curiosamente a afianzar la unidad del país, a pesar del efecto descentralizador del sistema shogunal, porque con las medidas coercitivas se evitaban las posibles disensiones y la autonomía local. Consistía este sistema en que un daimio pasaba períodos o años alternos entre la corte shogunal y sus territorios, según la lejanía de Edo, núcleo administrativo del Imperio, estando obligado a construir residencias en la capital donde vivían permanentemente la consorte y el heredero, junto con un séquito adecuado a su rango. En el siglo XVIII habían adquirido por este motivo un carácter cortesano que los distanciaba del contacto con la población de sus dominios. Por su parte, la administración shogunal presentaba dos vertientes claramente definidas: la nacional y la privada. El shogun tenía una clara superioridad en tierras y hombres sobre sus más próximos rivales daimios, y además ejercía el control sobre las grandes ciudades de Osaka, Kyoto y Nagasaki y las minas de Izu, Sado y Ashio, razón que explica su dominio sobre los principales centros económicos y financieros del país. El shogun sólo contó con los dos daimios de su casa y los más leales de las casas colaterales, mientras que los daimios exteriores (tozama) estuvieron al margen o fueron excluidos de manera deliberada. El castillo de Edo se convirtió en el centro del gobierno y, por tanto, en el núcleo socio-económico del Japón.
La política nacional y la capacidad de decisión descansaban sobre el Consejo de Ancianos, formado por cuatro o seis personas elegidas entre los vasallos shogunales, cuyas funciones estaban ya definidas en 1634. Entendían en todo lo referente a la política interna y exterior, supervisando los asuntos a través de los cargos administrativos. El gran consejero tenía la función de asesorar en materia de alta política y actuar como regente en los periodos de minoría de edad. Desde 1684 se entregó con carácter hereditario a una misma familia. Pero los sucesivos shogunes minaron la autoridad y el protagonismo de esta figura, pues vieron en el cargo un enemigo de su propio poder, al superponerse al del Consejo de Ancianos en coyunturas especiales. Para las cuestiones privadas shogunales estaba el Consejo de Ancianas menores, formado por cuatro o seis vasallos de posición inferior, con responsabilidades sobre los daimios de la casa y séquito-corte del shogun. Controlaba el funcionamiento de la administración de finanzas, asuntos cortesanos, soldados, inspectores disciplinarios, etcétera, como se estipulaba en las ordenanzas de 1634. Cuando las funciones de ambos Consejos se superponían, primaba la autoridad de los consejeros ancianos, dado el carácter nacional de sus atribuciones. Todos los funcionarios estaban bajo la autoridad de los ancianos, aunque a veces actuaban de manera independiente. Sólo dos cargos shogunales estaban a sus órdenes directas, y tenían un rango casi equivalente al de consejero anciano: el gobernador general de Kyoto y el intendente del castillo de Osaka.
Tales excepciones derivaban de los orígenes del shogunato Tokugawa y de la necesidad de vigilancia imperial. Con el tiempo, la mayoría de los shogunes mostró dirigentes no demasiado capaces, hasta el punto de caer en una función en gran parte simbólica. El sistema baku-han facilitó al Japón la posibilidad de gozar de un sistema administrativo vigoroso y amplio. El estamento militar gravitaba sobre las comunidades urbanas y campesinas, se había adueñado de todos los derechos superiores y la administración estaba en manos de la clase samurai. El shogun poseía plenos poderes gubernamentales; al igual que los Tokugawa eran la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz, los samurais se convirtieron en ciudadanos civiles, aunque se suponía que empuñarían las armas en caso necesario. El régimen Tokugawa constituye, pues, un caso de gobierno civil eficiente, administrado por una casta militar profesional, siendo el gobierno del bakufu, literalmente, la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz. Sin embargo, frente a la presión exterior, Japón adoptó una estrategia aislacionista y replegó a la sociedad sobre sí misma. Y la política aislacionista, comenzada en el siglo XVII, continuó durante la siguiente centuria debido, sobre todo, a tres causas principales: la preocupación por estabilizar la política interna, el deseo de los Tokugawa de asegurar el monopolio del comercio exterior y el temor al Cristianismo.
En el siglo XVIII estaba ya, pues, perfectamente consolidada, atendiendo a dos líneas fundamentales de desarrollo: en primer lugar, la aplicación de nuevos principios confucianos a la conducta de gobierno, de modo que se puso en práctica lo que se ha llamado "gobierno por la persuasión moral y, en segundo lugar, la creciente tendencia hacia la impersonalidad administrativa y hacia la eficiencia funcional del gobierno, es decir, una tendencia hacia la burocratización y la legalización. La base del entramado eran los daimios convertidos ahora en unidades de administración local. El daimio, desde su ciudad-castillo, tenía jurisdicción sobre la tierra y los hombres. Para el gobierno recurría a un grupo de leales, pertenecientes al estamento militar, organizados por rangos según sus funciones y obligados por juramentos privados. Los colaboradores de más alta categoría eran los ancianos, componentes del Consejo de Asesores, con obligaciones cortesanas. Les seguían los de alto rango o jefes de los departamentos del dominio; los de rango medio, con cargos administrativos más específicos, y los de rango inferior, dedicados a tareas serviles y de menor importancia. El verdadero eje de la administración estaba formado por los cargos intermedios, como por ejemplo los intendentes del departamento rural, que difundían y hacían cumplir las órdenes del señor para el buen gobierno de la población, centrado en el desarrollo de los recursos económicos y en el mantenimiento del orden.
En teoría los daimios eran vasallos del shogun y la investidura confirmaba sus posesiones hereditarias de autonomía interna. Pero lazos tan débiles no eran suficientes para garantizar su fidelidad y el peligro existente aconsejaba la adopción de medidas adicionales. En consecuencia, el shogunato exigió tres responsabilidades implícitas en el juramento: el servicio militar o administrativo, las prestaciones especiales y el buen gobierno del territorio. Cada daimio se comprometía, con una promesa privada ante el shogun, a obedecer las disposiciones y a no participar en coaliciones. Es decir, renunciaba a plantear cualquier oposición. Según la costumbre, cada daimio podía repartir entre los altos cargos militares feudos denominados tierras otorgadas, o arroz entre los de menor categoría. Los primeros recibían parcelas diseminadas donde tenían autoridad para recaudar impuestos e imponer corveas a los campesinos. Los repartos no dejaban de suponer un problema por la duplicidad de jurisdicciones que esta práctica generaba. La tendencia fue, así, reducir las tierras otorgadas y aumentar el número de pensionados, ya que cada donación significaba la disminución del poder del daimio. Desde mediados del siglo XVII se habían establecido reformas del sistema, ya que, si bien el concesionario poseía el control directo de los campesinos de sus tierras, la tasa de impuestos era fijada por el daimio y la justicia recaía en un magistrado señorial. Así evitaban la formación de una clase de pequeños propietarios con una comunidad de intereses con el campesinado, fortalecían la autoridad del daimio y disminuía el peligro de levantamientos.
Por su parte, la aplicación del sistema de asistencia alterna de los daimios, contribuyó curiosamente a afianzar la unidad del país, a pesar del efecto descentralizador del sistema shogunal, porque con las medidas coercitivas se evitaban las posibles disensiones y la autonomía local. Consistía este sistema en que un daimio pasaba períodos o años alternos entre la corte shogunal y sus territorios, según la lejanía de Edo, núcleo administrativo del Imperio, estando obligado a construir residencias en la capital donde vivían permanentemente la consorte y el heredero, junto con un séquito adecuado a su rango. En el siglo XVIII habían adquirido por este motivo un carácter cortesano que los distanciaba del contacto con la población de sus dominios. Por su parte, la administración shogunal presentaba dos vertientes claramente definidas: la nacional y la privada. El shogun tenía una clara superioridad en tierras y hombres sobre sus más próximos rivales daimios, y además ejercía el control sobre las grandes ciudades de Osaka, Kyoto y Nagasaki y las minas de Izu, Sado y Ashio, razón que explica su dominio sobre los principales centros económicos y financieros del país. El shogun sólo contó con los dos daimios de su casa y los más leales de las casas colaterales, mientras que los daimios exteriores (tozama) estuvieron al margen o fueron excluidos de manera deliberada. El castillo de Edo se convirtió en el centro del gobierno y, por tanto, en el núcleo socio-económico del Japón.
La política nacional y la capacidad de decisión descansaban sobre el Consejo de Ancianos, formado por cuatro o seis personas elegidas entre los vasallos shogunales, cuyas funciones estaban ya definidas en 1634. Entendían en todo lo referente a la política interna y exterior, supervisando los asuntos a través de los cargos administrativos. El gran consejero tenía la función de asesorar en materia de alta política y actuar como regente en los periodos de minoría de edad. Desde 1684 se entregó con carácter hereditario a una misma familia. Pero los sucesivos shogunes minaron la autoridad y el protagonismo de esta figura, pues vieron en el cargo un enemigo de su propio poder, al superponerse al del Consejo de Ancianos en coyunturas especiales. Para las cuestiones privadas shogunales estaba el Consejo de Ancianas menores, formado por cuatro o seis vasallos de posición inferior, con responsabilidades sobre los daimios de la casa y séquito-corte del shogun. Controlaba el funcionamiento de la administración de finanzas, asuntos cortesanos, soldados, inspectores disciplinarios, etcétera, como se estipulaba en las ordenanzas de 1634. Cuando las funciones de ambos Consejos se superponían, primaba la autoridad de los consejeros ancianos, dado el carácter nacional de sus atribuciones. Todos los funcionarios estaban bajo la autoridad de los ancianos, aunque a veces actuaban de manera independiente. Sólo dos cargos shogunales estaban a sus órdenes directas, y tenían un rango casi equivalente al de consejero anciano: el gobernador general de Kyoto y el intendente del castillo de Osaka.
Tales excepciones derivaban de los orígenes del shogunato Tokugawa y de la necesidad de vigilancia imperial. Con el tiempo, la mayoría de los shogunes mostró dirigentes no demasiado capaces, hasta el punto de caer en una función en gran parte simbólica. El sistema baku-han facilitó al Japón la posibilidad de gozar de un sistema administrativo vigoroso y amplio. El estamento militar gravitaba sobre las comunidades urbanas y campesinas, se había adueñado de todos los derechos superiores y la administración estaba en manos de la clase samurai. El shogun poseía plenos poderes gubernamentales; al igual que los Tokugawa eran la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz, los samurais se convirtieron en ciudadanos civiles, aunque se suponía que empuñarían las armas en caso necesario. El régimen Tokugawa constituye, pues, un caso de gobierno civil eficiente, administrado por una casta militar profesional, siendo el gobierno del bakufu, literalmente, la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz. Sin embargo, frente a la presión exterior, Japón adoptó una estrategia aislacionista y replegó a la sociedad sobre sí misma. Y la política aislacionista, comenzada en el siglo XVII, continuó durante la siguiente centuria debido, sobre todo, a tres causas principales: la preocupación por estabilizar la política interna, el deseo de los Tokugawa de asegurar el monopolio del comercio exterior y el temor al Cristianismo.