Introducción. Visión del mundo prehispánico
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Datos principales
Desarrollo
Visión del mundo prehispánico Es obvio que por lo dicho hasta ahora sobre Motolinia, ciertos intereses emocionales e intelectuales son más notorios que otros, y se puede pensar que, para nuestro fraile, existieron dos historias de los indígenas: la prehispánica y la que vivió él mismo con ellos a partir de los años inmediatos que siguieron a la conquista de Tenochtitlán. La primera es una fase que colocaba a Motolinia en la posición estricta de historiador. Esto es, estudiaba y reconstruía hechos de un pasado que él no había vivido. La segunda corresponde a una fase que compartió con los indígenas y que, por lo mismo, le fue contemporánea. En cierto modo, esta última es autobiográfica y tiene el carácter de una etnografía ciertamente basada en juicios de valor y en intereses de conocimiento aplicado. Se trata de saber cómo es la gente indígena para mejor actuar sobre ella en el propósito de modificar su vida religiosa y, por ende, sus formas de existencia. Conviene ofrecer al lector un avance de lo que describe Motolinia en esta Historia y que, por lo mismo, tuvo por conocimiento más principal. En lo que atañe a la época prehispánica, el lector hallará información sobre los siguientes temas. En primer lugar, y al igual que otros cronistas, destaca en Motolinia su preocupación por determinar la etnogénesis de las diferentes naciones indígenas, sobre todo las del altiplano central. Para ello, nos habla de cómo por medio de los textos ideográficos y pictográficos conservados por los tlacuiloque podían obtenerse noticias sobre dichos orígenes.
Así, en el contexto de las indagaciones que hizo en las fuentes indígenas que tuvo a su disposición, pudo llegar a ciertas primeras conclusiones, entre otras, las de que el poblamiento indígena de los altiplanos centrales lo hicieron, primero, los llamados chichimeca, a los que atribuye la mayor antigüedad y que serían, en este caso, gente dedicada a la caza y a la recolección ##probablemente también algo de agricultura de temporal## y que, por lo tanto, estaban en movimiento constante. Aparecieron en estos altiplanos relativamente tarde, a tenor de que los datos de la Arqueología contemporánea señalan, para el México de los recolectores arqueológicos, una antigüedad de ocupación aproximada de doce mil a quince mil años16. Dada la adicción étnica de las fuentes prehispánicas, y dado, por lo tanto, el hecho de que sus cronologías e historias relataban sucesos de sus naciones, esta primera conclusión nos lleva a suponer que los chichimeca aparecen en el siglo V de nuestra era y deben ser considerados, en las historias indígenas guardadas por los tlacuiloque, como abuelos de los que luego serían los nahuamexica. En gran manera, pues, los chichimeca ocuparían un lugar histórico estratégico en la etnogénesis de lo que siglos más tarde sería la estirpe de los fundadores de Tenochtitlán. El que los chichimeca aparezcan figurados en estas menciones cronológicas no resulta ser una casualidad; es más bien indicio no sólo de antigüedad, sino que en nuestra consideración vendría a indicar el parentesco directo de estos grupos con las naciones nahuas del altiplano.
Y especialmente, estos chichimeca serían posteriores, y obtendrían, por eso, un carácter plenamente histórico en el recuerdo, a los que podemos llamar grupos indígenas arqueológicos. En estas historias étnicas, Motolinia coloca en segundo lugar cronológico a los colhua, gente procedente de las regiones orientales, lo cual permite avanzar la hipótesis de que se trataba de pueblos no sólo más avanzados que los chichimeca, que continuaban vagando y, con toda probabilidad, practicando algo de agricultura, sino que eran también pueblos relacionados, a su vez, con otros del gran mundo maya. En realidad, estos colhua entroncarían, en nuestra opinión, con una cepa madre, la de los llamados olmecas, y así se explicaría el enigma de la retirada que hiciera de Tula el divinizado Quetzalcóatl hacia el Oriente, área en la que se perdió su pista, y también patria difusa de sus abuelos y lugar de refugio ancestral, culturalmente más identificable que podía serlo, por ejemplo, la región del norte mítico. El mundo colhua surgiría en el altiplano mexicano como una gran oleada cultural civilizadora y sería, con toda probabilidad, y a manera de hipótesis, la formación étnica que desarrolló en los valles centrales la civilización urbana más avanzada y demográficamente más densa de Mesoamérica. Por añadidura, el hecho de que fuera una intermediación entre el mundo maya y el mundo chichimeca, y el hecho de que los colhua figuren en los Anales que tratan de los orígenes mexicanos, permite determinar su filiación directamente nahua con grandes probabilidades de que hayan constituido una rama étnica inicialmente nororiental que, por contagio cultural con el mundo mayense, y desprendida de sus primeras cepas bárbaras, transformó sus bases culturales sin, en cambio, perder, digamos, su nahualidad lingüística, esto es, su primera y ancestral filiación chichimeca desviada.
En la práctica, y según nos dice Motolinia, los colhua fueron los primeros que comenzaron a escribir sus historias y memoriales en los códices, lo cual es una demostración de que en el altiplano central de México la civilización nahua comenzó precisamente a manifestarse con función histórica. Los memoriales que Motolinia consultó daban a los mexicanos de Tenochtitlán, y a los demás grupos nahuas que luego ocuparon posiciones de poder (tezcocano, tlaxcalteca, tehuacano, mixteca, otomíe y nicarao), un origen único por lo común de su punto de partida ancestral, en cierto modo, y para los aztecas, el Aztlan mítico. Cabalmente, esta tercera oleada poliétnica, constituida por siete capitanes dirigentes o caudillos de siete clanes o familias, emigró hacia el centro de México desde un llamado Chicomoztoc, asimismo interpretado como lugar de siete cuevas situadas en la región indefinida del noroeste. En lo fundamental, y según nos cuenta Motolinia, se trataba de grupos que entraron por Tula, al norte de la actual ciudad de México, y que fueron poblando y creando ciudades y pueblos a medida que se aposentaban establemente en distintos puntos de la región central. Esta última historia, la de los nahua-mexicanos, es la que recordaban, por ser también más reciente, con mayor precisión los tlacuiloque y representaba la tradición política más importante de los azteca y de las tribus diferentes, ya mencionadas. En dicho momento, esta tradición derivada de Chicomostoc, y hasta 1521, ya conquistada Tenochtitlán por los españoles, venía a sumar un total de aproximadamente cuatro siglos de presencia nahua-mexica en estos valles.
La Historia de Motolinia concerniente a los orígenes étnicos no se detuvo en estas indagaciones. Nuestro fraile se ocupó de la descripción del mundo religioso prehispánico, básicamente del sacrificio humano, del papel de los sacerdotes y de las divinidades a que rendían culto los nativos. Desde luego, y esta era opinión general entre los frailes, Motolinia condena radicalmente la antropofagia ritual. Esta la atribuyó, especialmente, a los privilegios canibalísticos de las clases altas, esto es, constituidas por guerreros, sacerdotes, comerciantes y, sobre todo, por los linajes reales, en tanto éstos gozaban del poder de disposición sobre los cuerpos de los sacrificados. Aparte de describirnos esta liturgia con horror, Motolinia establece el carácter de hecatombe permanente que llegó a alcanzar el sacrificio humano en México, pues no sólo eran a millares los que se ofrecían anualmente a las divinidades, sino que se impuso como costumbre de monopolio el comer estas carnes sólo quienes, los guerreros, capturaban en guerra a sus adversarios y quienes, los pochteca o comerciantes, los adquirían como esclavos en los mercados. Sobre la particularidad de la exclusiva de este consumo, Motolinia subraya el hecho de que aparte de las condiciones en que se hacían los sacrificios, y de los orígenes míticos de su implantación, así como de los valores de comunión con el dios y alimento simbólico de éste, utilizados como justificación ritual, virtualmente sólo podían comer estos cautivos los que disponían de poder ##militar, eclesiástico y civil## para consumirlos, hasta el extremo de que Motolinia llega a exclamar que a los humildes sólo les alcanzaba un bocadillo.
Al referirse a este punto del sacrificio humano, cabe destacar no sólo el hecho de la prolijidad de detalles con que describe este ritual y su teoría, sino también vale considerar el hecho de que atribuye a razones económicas la continuidad de este holocausto permanente, pues, al respecto, dice que los esclavos eran muy baratos debido a que sobraba gente en esta tierra; esto es, había un excedente demográfico que permitía un consumo ritualmente justificado. Siendo las alternativas religiosas un interés principal de Motolinia, éste no desperdició la oportunidad de referirse a la organización sacerdotal y a las diversas funciones que ésta reunía. Las descripciones son, en este sentido, la ocasión para que Motolinia efectúe frecuentes condenaciones del papel espiritual de los sacerdotes, presentados como inductores de prácticas demoníacas; al mismo tiempo, revela el profundo sentimiento religioso exhibido por las bases sociales indígenas, esencialmente vinculadas al temor de que sus dioses las desposeyeran de sus recursos o de que las hicieran objeto de castigos terribles que sólo una permanente devoción idolátrica les permitía conjurar. En tales puntos, el lector encontrará a un Motolinia condenatorio de los sacerdotes prehispánicos, a los que consideraba como embaucadores que explotaban a su favor y privilegio la ingenuidad aterrorizada de los humilde s indígenas que acudían a soportar con su presencia y apoyo místico la liturgia que consideraba demoníaca.
Estas descripciones incluyen la referencia a las cualidades propiamente simbólicas de cada dios, si bien las que mayormente destaca son las relacionadas con funciones específicas de los dioses epónimos. Para Motolinia es, además, obvio que dada la religiosidad profunda de los indígenas mexicanos, el poder eclesiástico se ejercía no sólo sobre la conciencia de las masas sociales de base, sino que también acababa manifestándose como una opción espiritual prioritaria en la vida de los grupos indígenas. Motolinia se demuestra grandemente impresionado por estas tendencias de la población indígena a realizar penitencias y ofrendas a las divinidades que incluían el autosacrificio como acto de disciplina del cuerpo y de reconocimiento cotidiano de la dependencia del ser humano respecto de la voluntad dinamizada de los dioses. Aquí Motolinia destaca el valor espiritual de los ayunos practicados por los indígenas y el canto que acompañaba a sus ritos. De hecho, le impresionaba grandemente el que los indígenas se traspasaran la lengua para indicar que con ello frenaban toda propensión a la insidia, y en este extremo consideraba un despilfarro de generosidad el que esta energía fuera tan mal aprovechada al ser empleada en actos propiamente demoníacos. Motolinia atribuye a la superstición y al planteamiento equivocado de su teología las desviaciones o aberraciones que le parecía observar en estas prácticas religiosas. Conforme con su perspectiva, los indígenas permanecían embrutecidos por una religión que estimulaba los peores instintos de la irracionalidad mediante actos crueles que, como el sacrificio humano, estaban inspirados por la alienación que resultaba de estar heridos por la esclavitud y la idolatría espiritual y material, dos fenómenos que siguieron muy vivos en México hasta 1526.
En este contexto, Motolinia destaca que el 1 de enero de 1525, los frailes de su orden decidieron irrumpir en los teocali o templos mayores de Texcoco cuando, durante la noche, sabían que los indígenas celebraban ceremonias relacionadas con el sacrificio humano. Con este motivo, y en presencia de los congregados para el desarrollo de esta liturgia, destruyeron sus ídolos y pesquisaron por todos los rincones y subterráneos hasta quebrar todas cuantas imágenes paganas hallaron. Después de este acto, los frailes predicaron decididamente el Cristianismo ante una multitud que propiamente se inclinaba ante la fuerza de esta mística de contestación. Al margen de esta repulsa por las prácticas demoníacas, Motolinia ponía gran énfasis en describir el paisaje, los climas y la naturaleza viva de Nueva España con gran entusiasmo. E igualmente hace referencia a sus organizaciones sociales, a la calidad de su cultura técnica, al papel social absoluto de los señores, a la estructuración del parentesco, al matrimonio en sus alternativas de monogamia y poliginia, con especial condenación de esta última por considerarla contraria a la ley de Dios. La forma cómo luchaban y se organizaban sus ejércitos de guerreros, sus valores de honor y las ideas comparativas a ser en la guerra como sus dioses, forman capítulos excelentes en esta obra de Motolinia. A pesar de ser contrario Motolinia a las formas y creencias religiosas indígenas en su manifestación formal y en su explicación teológica, sin embargo, se muestra extremadamente favorable a su disciplina social, a sus conocimientos agrícolas, a la austeridad de su alimentación y modo de vivir en casas humildes de una sola habitación, y en su vestir brevemente.
Pero también demostraba su admiración por el lujo y la magnificencia exhibidos por las clases superiores indígenas, según las noticias y observaciones empíricas de que podía disponer. Sobre todo en su tiempo de residencia entre éstos, Motolinia pudo darse cuenta del extraordinario poder e influencia acumulados que absorbían los señores locales y tribales sobre sus vasallos, y pudo confirmar que se había establecido una larga tradición aristocrática basada en rígidos modos de estratificación social. A partir de este reconocimiento, se habían producido profundas dependencias económicas y de status, y hasta de personalidad, que luego serían aprovechadas, en muchos casos, por los mismos frailes, para penetrar en las mentes de los indígenas, utilizando esta misma estratificación para maniobrar con el mismo poder de convencimiento que podían permitirse estos señores sobre sus vasallos. De hecho, y en tales casos, casi bastaba con lograr la conversión de estos señores para luego tener relativamente fácil la consiguiente cristianización de sus masas sociales dependientes. Motolinia, y los demás frailes misioneros, alternó la técnica de conversión especial de señores con la predicación a las multitudes convocadas expresamente para estos fines, y también utilizó grandemente la idea de que la liturgia católica, exhibida en su máximo esplendor ceremonial, impresionaba favorablemente a las masas indígenas y las atraía profundamente en una mezcla de barroquismo estético combinado con seducción ética.
Pero si Motolinia y sus frailes se mostraban duros en sus comentarios a la religión indígena, se mantenía, en cambio, muy comprensivo y elocuente en su defensa de la personalidad que aparentaban constituir sus masas indígenas. Así, mientras había rechazado los comportamientos litúrgicos, idolátricos, en los que, decía, se bailaba escandalosamente, y en los que producían borracheras y se ingerían hongos alucinógenos que contribuían a la alienación de la consciencia, en cambio, elogia a estas gentes cuando mantenían un estado normal, el de su vida cotidiana. En este punto, los consideraba pacíficos, de buena razón y dotados de conciencia equilibrada sobre las cosas. De hecho, le impresionaba la austeridad del indio en sus comidas, que hacía permaneciendo en silencio y evitando hacer ruidos, sus continuas abstinencias y su escaso apetito por las riquezas. Le sorprendía positivamente el considerarlos pacíficos y mansos como ovejas, según su expresión, carentes de rencores, obedientes a sus superiores, propensos a ignorar agravios, y especialmente disciplinados en sus costumbres habituales. Por añadidura, dice Motolinia, el indio parece nacido para obedecer, es temeroso ante el poder y sincero en su decir. Atribuye a este indio otras cualidades a su ver positivas: es de gran ingenio, de entendimiento vivo, sosegado y controlado en sus actos, y apenas exhibe orgullo en sus conductas. Para el caso, señala Motolinia, los indígenas son hábiles para los oficios, tienen muy buena memoria, y aunque son descuidados en agradecer los favores, sin embargo, no los olvidan.
Estas cualidades las estimaba Motolinia para los indígenas de la región de Teoacan, o sea de Tehuacán, y al compararlas con las de otras etnias, en especial con los mexica, señalaba que los primeros las poseían en mejor grado que estos últimos. De hecho, sin embargo, lo que parece claro es que las cualidades que advertía como propias de los indígenas referían mayormente a las bases sociales constituidas por los macehuales o gente dedicada a la labranza y a tamemes o cargadores que se daban en gran número a causa de la falta de transportes animales. Las noticias que se tienen de las clases formadas por los guerreros y las estirpes señoriales, así como las que estaban ocupadas en el comercio y las artes suntuarias y gente sabia y de prestigio, no coinciden con estas apreciaciones, sobre todo cuando se piensa en el poder social distanciado que practicaban los señores mexicanos y en la soberbia y capacidad de decisión última con que trataban a sus vasallos. Al respecto, parece indudable que Motolinia contemplaba el patrón de actitudes que gobernaba las relaciones de las bases sociales con sus superiores jerárquicos, relaciones que, por otra parte, suponían el desarrollo de dos tipos de personalidad, una temerosa y acostumbrada a obedecer en la humildad, y constituida por las clases tributarias situadas en la base de la pirámide social, y otra agresiva y señorial educada en el poder y en la capacidad de someter. Por esta razón, las cualidades de personalidad que describe Motolinia habría que reconocerlas en las bases sociales más que en las referidas capas dirigentes o manipuladoras de la realidad política total.
Así, en el contexto de las indagaciones que hizo en las fuentes indígenas que tuvo a su disposición, pudo llegar a ciertas primeras conclusiones, entre otras, las de que el poblamiento indígena de los altiplanos centrales lo hicieron, primero, los llamados chichimeca, a los que atribuye la mayor antigüedad y que serían, en este caso, gente dedicada a la caza y a la recolección ##probablemente también algo de agricultura de temporal## y que, por lo tanto, estaban en movimiento constante. Aparecieron en estos altiplanos relativamente tarde, a tenor de que los datos de la Arqueología contemporánea señalan, para el México de los recolectores arqueológicos, una antigüedad de ocupación aproximada de doce mil a quince mil años16. Dada la adicción étnica de las fuentes prehispánicas, y dado, por lo tanto, el hecho de que sus cronologías e historias relataban sucesos de sus naciones, esta primera conclusión nos lleva a suponer que los chichimeca aparecen en el siglo V de nuestra era y deben ser considerados, en las historias indígenas guardadas por los tlacuiloque, como abuelos de los que luego serían los nahuamexica. En gran manera, pues, los chichimeca ocuparían un lugar histórico estratégico en la etnogénesis de lo que siglos más tarde sería la estirpe de los fundadores de Tenochtitlán. El que los chichimeca aparezcan figurados en estas menciones cronológicas no resulta ser una casualidad; es más bien indicio no sólo de antigüedad, sino que en nuestra consideración vendría a indicar el parentesco directo de estos grupos con las naciones nahuas del altiplano.
Y especialmente, estos chichimeca serían posteriores, y obtendrían, por eso, un carácter plenamente histórico en el recuerdo, a los que podemos llamar grupos indígenas arqueológicos. En estas historias étnicas, Motolinia coloca en segundo lugar cronológico a los colhua, gente procedente de las regiones orientales, lo cual permite avanzar la hipótesis de que se trataba de pueblos no sólo más avanzados que los chichimeca, que continuaban vagando y, con toda probabilidad, practicando algo de agricultura, sino que eran también pueblos relacionados, a su vez, con otros del gran mundo maya. En realidad, estos colhua entroncarían, en nuestra opinión, con una cepa madre, la de los llamados olmecas, y así se explicaría el enigma de la retirada que hiciera de Tula el divinizado Quetzalcóatl hacia el Oriente, área en la que se perdió su pista, y también patria difusa de sus abuelos y lugar de refugio ancestral, culturalmente más identificable que podía serlo, por ejemplo, la región del norte mítico. El mundo colhua surgiría en el altiplano mexicano como una gran oleada cultural civilizadora y sería, con toda probabilidad, y a manera de hipótesis, la formación étnica que desarrolló en los valles centrales la civilización urbana más avanzada y demográficamente más densa de Mesoamérica. Por añadidura, el hecho de que fuera una intermediación entre el mundo maya y el mundo chichimeca, y el hecho de que los colhua figuren en los Anales que tratan de los orígenes mexicanos, permite determinar su filiación directamente nahua con grandes probabilidades de que hayan constituido una rama étnica inicialmente nororiental que, por contagio cultural con el mundo mayense, y desprendida de sus primeras cepas bárbaras, transformó sus bases culturales sin, en cambio, perder, digamos, su nahualidad lingüística, esto es, su primera y ancestral filiación chichimeca desviada.
En la práctica, y según nos dice Motolinia, los colhua fueron los primeros que comenzaron a escribir sus historias y memoriales en los códices, lo cual es una demostración de que en el altiplano central de México la civilización nahua comenzó precisamente a manifestarse con función histórica. Los memoriales que Motolinia consultó daban a los mexicanos de Tenochtitlán, y a los demás grupos nahuas que luego ocuparon posiciones de poder (tezcocano, tlaxcalteca, tehuacano, mixteca, otomíe y nicarao), un origen único por lo común de su punto de partida ancestral, en cierto modo, y para los aztecas, el Aztlan mítico. Cabalmente, esta tercera oleada poliétnica, constituida por siete capitanes dirigentes o caudillos de siete clanes o familias, emigró hacia el centro de México desde un llamado Chicomoztoc, asimismo interpretado como lugar de siete cuevas situadas en la región indefinida del noroeste. En lo fundamental, y según nos cuenta Motolinia, se trataba de grupos que entraron por Tula, al norte de la actual ciudad de México, y que fueron poblando y creando ciudades y pueblos a medida que se aposentaban establemente en distintos puntos de la región central. Esta última historia, la de los nahua-mexicanos, es la que recordaban, por ser también más reciente, con mayor precisión los tlacuiloque y representaba la tradición política más importante de los azteca y de las tribus diferentes, ya mencionadas. En dicho momento, esta tradición derivada de Chicomostoc, y hasta 1521, ya conquistada Tenochtitlán por los españoles, venía a sumar un total de aproximadamente cuatro siglos de presencia nahua-mexica en estos valles.
La Historia de Motolinia concerniente a los orígenes étnicos no se detuvo en estas indagaciones. Nuestro fraile se ocupó de la descripción del mundo religioso prehispánico, básicamente del sacrificio humano, del papel de los sacerdotes y de las divinidades a que rendían culto los nativos. Desde luego, y esta era opinión general entre los frailes, Motolinia condena radicalmente la antropofagia ritual. Esta la atribuyó, especialmente, a los privilegios canibalísticos de las clases altas, esto es, constituidas por guerreros, sacerdotes, comerciantes y, sobre todo, por los linajes reales, en tanto éstos gozaban del poder de disposición sobre los cuerpos de los sacrificados. Aparte de describirnos esta liturgia con horror, Motolinia establece el carácter de hecatombe permanente que llegó a alcanzar el sacrificio humano en México, pues no sólo eran a millares los que se ofrecían anualmente a las divinidades, sino que se impuso como costumbre de monopolio el comer estas carnes sólo quienes, los guerreros, capturaban en guerra a sus adversarios y quienes, los pochteca o comerciantes, los adquirían como esclavos en los mercados. Sobre la particularidad de la exclusiva de este consumo, Motolinia subraya el hecho de que aparte de las condiciones en que se hacían los sacrificios, y de los orígenes míticos de su implantación, así como de los valores de comunión con el dios y alimento simbólico de éste, utilizados como justificación ritual, virtualmente sólo podían comer estos cautivos los que disponían de poder ##militar, eclesiástico y civil## para consumirlos, hasta el extremo de que Motolinia llega a exclamar que a los humildes sólo les alcanzaba un bocadillo.
Al referirse a este punto del sacrificio humano, cabe destacar no sólo el hecho de la prolijidad de detalles con que describe este ritual y su teoría, sino también vale considerar el hecho de que atribuye a razones económicas la continuidad de este holocausto permanente, pues, al respecto, dice que los esclavos eran muy baratos debido a que sobraba gente en esta tierra; esto es, había un excedente demográfico que permitía un consumo ritualmente justificado. Siendo las alternativas religiosas un interés principal de Motolinia, éste no desperdició la oportunidad de referirse a la organización sacerdotal y a las diversas funciones que ésta reunía. Las descripciones son, en este sentido, la ocasión para que Motolinia efectúe frecuentes condenaciones del papel espiritual de los sacerdotes, presentados como inductores de prácticas demoníacas; al mismo tiempo, revela el profundo sentimiento religioso exhibido por las bases sociales indígenas, esencialmente vinculadas al temor de que sus dioses las desposeyeran de sus recursos o de que las hicieran objeto de castigos terribles que sólo una permanente devoción idolátrica les permitía conjurar. En tales puntos, el lector encontrará a un Motolinia condenatorio de los sacerdotes prehispánicos, a los que consideraba como embaucadores que explotaban a su favor y privilegio la ingenuidad aterrorizada de los humilde s indígenas que acudían a soportar con su presencia y apoyo místico la liturgia que consideraba demoníaca.
Estas descripciones incluyen la referencia a las cualidades propiamente simbólicas de cada dios, si bien las que mayormente destaca son las relacionadas con funciones específicas de los dioses epónimos. Para Motolinia es, además, obvio que dada la religiosidad profunda de los indígenas mexicanos, el poder eclesiástico se ejercía no sólo sobre la conciencia de las masas sociales de base, sino que también acababa manifestándose como una opción espiritual prioritaria en la vida de los grupos indígenas. Motolinia se demuestra grandemente impresionado por estas tendencias de la población indígena a realizar penitencias y ofrendas a las divinidades que incluían el autosacrificio como acto de disciplina del cuerpo y de reconocimiento cotidiano de la dependencia del ser humano respecto de la voluntad dinamizada de los dioses. Aquí Motolinia destaca el valor espiritual de los ayunos practicados por los indígenas y el canto que acompañaba a sus ritos. De hecho, le impresionaba grandemente el que los indígenas se traspasaran la lengua para indicar que con ello frenaban toda propensión a la insidia, y en este extremo consideraba un despilfarro de generosidad el que esta energía fuera tan mal aprovechada al ser empleada en actos propiamente demoníacos. Motolinia atribuye a la superstición y al planteamiento equivocado de su teología las desviaciones o aberraciones que le parecía observar en estas prácticas religiosas. Conforme con su perspectiva, los indígenas permanecían embrutecidos por una religión que estimulaba los peores instintos de la irracionalidad mediante actos crueles que, como el sacrificio humano, estaban inspirados por la alienación que resultaba de estar heridos por la esclavitud y la idolatría espiritual y material, dos fenómenos que siguieron muy vivos en México hasta 1526.
En este contexto, Motolinia destaca que el 1 de enero de 1525, los frailes de su orden decidieron irrumpir en los teocali o templos mayores de Texcoco cuando, durante la noche, sabían que los indígenas celebraban ceremonias relacionadas con el sacrificio humano. Con este motivo, y en presencia de los congregados para el desarrollo de esta liturgia, destruyeron sus ídolos y pesquisaron por todos los rincones y subterráneos hasta quebrar todas cuantas imágenes paganas hallaron. Después de este acto, los frailes predicaron decididamente el Cristianismo ante una multitud que propiamente se inclinaba ante la fuerza de esta mística de contestación. Al margen de esta repulsa por las prácticas demoníacas, Motolinia ponía gran énfasis en describir el paisaje, los climas y la naturaleza viva de Nueva España con gran entusiasmo. E igualmente hace referencia a sus organizaciones sociales, a la calidad de su cultura técnica, al papel social absoluto de los señores, a la estructuración del parentesco, al matrimonio en sus alternativas de monogamia y poliginia, con especial condenación de esta última por considerarla contraria a la ley de Dios. La forma cómo luchaban y se organizaban sus ejércitos de guerreros, sus valores de honor y las ideas comparativas a ser en la guerra como sus dioses, forman capítulos excelentes en esta obra de Motolinia. A pesar de ser contrario Motolinia a las formas y creencias religiosas indígenas en su manifestación formal y en su explicación teológica, sin embargo, se muestra extremadamente favorable a su disciplina social, a sus conocimientos agrícolas, a la austeridad de su alimentación y modo de vivir en casas humildes de una sola habitación, y en su vestir brevemente.
Pero también demostraba su admiración por el lujo y la magnificencia exhibidos por las clases superiores indígenas, según las noticias y observaciones empíricas de que podía disponer. Sobre todo en su tiempo de residencia entre éstos, Motolinia pudo darse cuenta del extraordinario poder e influencia acumulados que absorbían los señores locales y tribales sobre sus vasallos, y pudo confirmar que se había establecido una larga tradición aristocrática basada en rígidos modos de estratificación social. A partir de este reconocimiento, se habían producido profundas dependencias económicas y de status, y hasta de personalidad, que luego serían aprovechadas, en muchos casos, por los mismos frailes, para penetrar en las mentes de los indígenas, utilizando esta misma estratificación para maniobrar con el mismo poder de convencimiento que podían permitirse estos señores sobre sus vasallos. De hecho, y en tales casos, casi bastaba con lograr la conversión de estos señores para luego tener relativamente fácil la consiguiente cristianización de sus masas sociales dependientes. Motolinia, y los demás frailes misioneros, alternó la técnica de conversión especial de señores con la predicación a las multitudes convocadas expresamente para estos fines, y también utilizó grandemente la idea de que la liturgia católica, exhibida en su máximo esplendor ceremonial, impresionaba favorablemente a las masas indígenas y las atraía profundamente en una mezcla de barroquismo estético combinado con seducción ética.
Pero si Motolinia y sus frailes se mostraban duros en sus comentarios a la religión indígena, se mantenía, en cambio, muy comprensivo y elocuente en su defensa de la personalidad que aparentaban constituir sus masas indígenas. Así, mientras había rechazado los comportamientos litúrgicos, idolátricos, en los que, decía, se bailaba escandalosamente, y en los que producían borracheras y se ingerían hongos alucinógenos que contribuían a la alienación de la consciencia, en cambio, elogia a estas gentes cuando mantenían un estado normal, el de su vida cotidiana. En este punto, los consideraba pacíficos, de buena razón y dotados de conciencia equilibrada sobre las cosas. De hecho, le impresionaba la austeridad del indio en sus comidas, que hacía permaneciendo en silencio y evitando hacer ruidos, sus continuas abstinencias y su escaso apetito por las riquezas. Le sorprendía positivamente el considerarlos pacíficos y mansos como ovejas, según su expresión, carentes de rencores, obedientes a sus superiores, propensos a ignorar agravios, y especialmente disciplinados en sus costumbres habituales. Por añadidura, dice Motolinia, el indio parece nacido para obedecer, es temeroso ante el poder y sincero en su decir. Atribuye a este indio otras cualidades a su ver positivas: es de gran ingenio, de entendimiento vivo, sosegado y controlado en sus actos, y apenas exhibe orgullo en sus conductas. Para el caso, señala Motolinia, los indígenas son hábiles para los oficios, tienen muy buena memoria, y aunque son descuidados en agradecer los favores, sin embargo, no los olvidan.
Estas cualidades las estimaba Motolinia para los indígenas de la región de Teoacan, o sea de Tehuacán, y al compararlas con las de otras etnias, en especial con los mexica, señalaba que los primeros las poseían en mejor grado que estos últimos. De hecho, sin embargo, lo que parece claro es que las cualidades que advertía como propias de los indígenas referían mayormente a las bases sociales constituidas por los macehuales o gente dedicada a la labranza y a tamemes o cargadores que se daban en gran número a causa de la falta de transportes animales. Las noticias que se tienen de las clases formadas por los guerreros y las estirpes señoriales, así como las que estaban ocupadas en el comercio y las artes suntuarias y gente sabia y de prestigio, no coinciden con estas apreciaciones, sobre todo cuando se piensa en el poder social distanciado que practicaban los señores mexicanos y en la soberbia y capacidad de decisión última con que trataban a sus vasallos. Al respecto, parece indudable que Motolinia contemplaba el patrón de actitudes que gobernaba las relaciones de las bases sociales con sus superiores jerárquicos, relaciones que, por otra parte, suponían el desarrollo de dos tipos de personalidad, una temerosa y acostumbrada a obedecer en la humildad, y constituida por las clases tributarias situadas en la base de la pirámide social, y otra agresiva y señorial educada en el poder y en la capacidad de someter. Por esta razón, las cualidades de personalidad que describe Motolinia habría que reconocerlas en las bases sociales más que en las referidas capas dirigentes o manipuladoras de la realidad política total.