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La edad de las masas
Desarrollo
La segunda revolución industrial fue, ante todo, la revolución del acero y de la electricidad, de las máquinas-herramientas, del sector químico, del automóvil y de los medios de comunicación. Fue el resultado de la coincidencia y acumulación de una serie de circunstancias y factores favorables: a) innovaciones tecnológicas como las ya mencionadas; b) disponibilidad abundante de recursos básicos como carbón, mineral de hierro, saltos de agua y bosques; c) gran dinamismo empresarial; d) efecto acumulado de la extensión desde mediados de siglo de la educación y de la alfabetización; e) formidable expansión de los medios de transporte (ferrocarriles, grandes barcos de vapor, carreteras) y de los tráficos internacionales de mercancías, capital, mano de obra y tecnología; f) cambios en la organización de las empresas (sociedades anónimas, grandes corporaciones, grandes grupos financieros y bancarios, grandes factorías integradas : U.S.Steel Corporation, Krupp , Schneider-Creusot, Cockerill, Ford Motor Company, A.E.G., Siemens , Vickers, etc); g) desarrollo de los mercados domésticos y del comercio internacional, sobre todo entre los propios países desarrollados, favorecido por la estabilidad del sistema monetario internacional tras la aceptación general del patrón oro como valor de reserva, comercio que resistió bien el "retorno al proteccionismo" que se produjo en todas las economías europeas -salvo Gran Bretaña, Holanda, Bélgica y Dinamarca- y en la norteamericana desde 1879-80.
A pesar de que entre 1876 y 1914 los países europeos adquirieron unos 17 millones de kilómetros cuadrados, los imperios coloniales tuvieron, en cambio, incidencia menor. La colonización sistemática de Angola y Mozambique por Portugal, realizada precisamente en esta época, o la ocupación de Libia por Italia en 1912, no aliviaron la situación de atraso de las economías italiana y portuguesa. El valor que para las industrias química y eléctrica, motores del desarrollo de Alemania, pudieron tener el Camerún, Tanganika o el África Sudoccidental -territorios adquiridos por aquel país a partir de 1884- resultó literalmente nulo. La India fue, ciertamente, un buen mercado para la industria textil británica y Francia, por su parte, rentabilizó de distintas formas la colonización del norte de África. Pero los gastos que para las economías británica y francesa -los dos mayores imperios coloniales- supusieron el mantenimiento de los ejércitos y de las administraciones imperiales y las inversiones en infraestructuras (caso de la India) probablemente sobrepasaron a los beneficios derivados del control de aquellos mercados y de la explotación de determinadas materias primas de los mismos (y en todo caso, muchas de las colonias -por ejemplo, el Sáhara- eran territorios escasamente poblados y muy pobres). El capital británico prefirió invertir en territorios de colonización anglosajona (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) y en economías y mercados que le garantizasen altas tasas de reembolso y una fuerte demanda, como Estados Unidos o Argentina.
Europa, Norteamérica e Iberoamérica , esto es, los continentes no colonizados, recibían en 1914 el 70 por 100 del total de las inversiones extranjeras (de las que el 43 por 100 eran británicas, el 20 por 100 francesas y el 13 por 100 alemanas). Para el capital británico, importaban más las rentas de fletes, seguros y depósitos en los bancos londinenses que la inversión en aventuras industriales en, el Imperio. Para la economía francesa- una economía que hasta 1945 siguió siendo mayoritariamente agraria y cuyos sectores más dinámicos como los vinos, el champaña, el turismo, los cosméticos o los automóviles se orientaron desde antes de 1914 al consumo de lujo-, las inversiones exteriores más rentables fueron los ferrocarriles en Rusia, América Latina, España y Portugal, no las colonias, que sólo absorbieron un 10 por 100 del total de la inversión exterior francesa. En 1914, debido a la importancia que en sus economías tenía la venta de equipos industriales, los mejores mercados para los países desarrollados eran los otros países desarrollados. La aportación de las colonias a la renta nacional de los imperios coloniales no fue porcentualmente relevante. Aunque las colonias beneficiaron "decisivamente" a ciertos sectores económicos y a determinadas empresas -que, por otra parte, habrían obtenido probablemente similares beneficios por vía comercial, sin necesidad de conquista militar-, el imperialismo resultó, desde el punto de vista económico, atávico "y falto de objetivos", como observó en 1919 el economista austriaco Joseph Schumpeter, y motivado más por razones militares y de prestigio que por razones económicas.
La segunda revolución industrial afectó desigualmente a los distintos países, aunque sus consecuencias se dejaron sentir en todo el mundo. Gran Bretaña, el país de la primera revolución industrial, retenía aún un formidable potencial económico y era, a fines del siglo XIX, el país más desarrollado del planeta. En 1907, la agricultura suponía ya sólo el 7 por 100 del Producto Interior Bruto (frente al 43 por 100 de la industria y el 50 por 100 de los servicios). En 1880, la población urbana representaba el 67,9 por 100 de la población total (41,9 millones en 1901). En 1913, Gran Bretaña, merced a su marina mercante, puertos y astilleros, y a sus exportaciones de tejidos, carbón, acero y maquinaria, seguía liderando el comercio mundial: controlaba el 17 por 100 del total, frente al 15 por 100 de Estados Unidos y el 12 por 100 de Alemania. Era el segundo país productor de carbón (292 millones de toneladas; Estados Unidos, 571; Alemania, 279); el tercero, en acero (8,5 millones de toneladas; Estados Unidos, 34,4; Alemania, 17,6); y ocupaba las primeras posiciones, con Estados Unidos y Alemania, en consumo y producción de electricidad, número de vehículos de motor producidos o matriculados, y en actividad portuaria y densidad ferroviaria por kilómetro cuadrado. La City de Londres era el gran centro financiero del mundo. Entre 1870 y 1913, la economía británica había crecido a la nada desdeñable tasa del 2,2 por 100 anual, a pesar de la desaceleración que sufrió durante la llamada "gran depresión" de 1873 a 1896.
Gran Bretaña , sin embargo, no ejercía ya el incuestionable liderazgo industrial del mundo desarrollado como había ocurrido hasta entonces. Fue perdiendo gradualmente posiciones ante Estados Unidos y Alemania. Ello pudo deberse a varias razones: al mismo desarrollo industrial de esos otros países; al desinterés que en adaptarse al cambio mostró una economía que, pese a todo, seguía siendo próspera y competitiva; al creciente trasvase de recursos desde la industria al sector de servicios (mayor que en ningún otro país); a la complacencia y prudente conservadurismo del empresariado y capital británicos que prefirieron las rentas seguras de las industrias tradicionales y de las bolsas, seguros, préstamos e inversión urbana a los riesgos implícitos en las innovaciones tecnológicas y en las aventuras industriales; al fracaso de una educación elitista que prefirió la formación en las humanidades clásicas en Oxford y Cambridge a la preparación técnica y científica; a los propios ideales dominantes entre las clases dirigentes británicas- la respetabilidad social, el club exclusivista, las buenas maneras, la mansión en el campo, el ocio elegante-, demasiado impregnados de valores aristocráticos y de nostalgia por el mundo rural (tal como ejemplificó en forma novelada John Galsworthy en su conocida obra La saga de los Forsyte, cuyo primer volumen se publicó en 1906). En cualquier caso, la irrupción de Alemania (y fuera de Europa, de Estados Unidos) como gran potencia industrial y económica y como centro del pensamiento científico constituyó el hecho más trascendente y de mayores consecuencias de la segunda revolución industrial.
También las causas fueron varias: primero, la existencia de formidables yacimientos de carbón en el Ruhr, en el Saar y en Silesia, de yacimientos de hierro en Lorena- ocupada desde 1871- y en la región de Sauerland, y de potasio en Stassfurt-Leopoldshall; segundo, la estrecha relación entre la industria y la banca, en particular de los cuatro bancos D (Deutsche, Dresdener, Diskontogesellschaft y Darmstädter); tercero, la cartelización de la economía, esto es, la tendencia a la unión monopolista de las empresas de un sector (como el Sindicato Westfaliano-Renano del Carbón, la Unión de Acero, I.G. Farben, A.E.G., Siemens -Schuckert, Krupp , Thyssen ...); cuarto, la atención de la industria a la investigación científica, notable sobre todo en el sector químico; quinto, la fuerte demanda interna, por lo menos en el caso del acero y del carbón, impulsada por la construcción de ferrocarriles, por el crecimiento de la flota mercante y por el desarrollo de la industria de armamentos (la red ferroviaria alemana creció de 18.876 kilómetros en 1870 a 61.749 en 1914; el tamaño de la flota pasó de 982.000 toneladas en 1870 a 3.000.000 en 1912); sexto, el talento de los nuevos empresarios, como Emil Rathenau, el impulsor de A.E.G. , Werner von Siemens y muchos otros. Pero igualmente decisivos pudieron ser otros dos factores: el fuerte sentimiento nacional alemán, revigorizado tras la unificación del país y la proclamación del Imperio en 1871, después de la victoria sobre Francia en la guerra francoprusiana de 1870; y la ética del trabajo, el sentido de la disciplina laboral, que desde pronto mostraron empresarios, técnicos y trabajadores alemanes (por lo que no sorprende que Max Weber escribiera su conocido estudio sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo en 1901, justo cuando culminaba el formidable despegue industrial alemán).
Fuese como fuese, el crecimiento de la economía alemana entre 1870 y 1914 fue extraordinario especialmente en las industrias del acero y del carbón y en los sectores eléctrico y químico, con esa doble característica ya mencionada: grandes concentraciones empresariales y alianza banca-industria. A pesar de las recesiones de 1900 y 1907-8, la economía alemana creció entre 1870 y 1913 a una tasa del 2,9 por 100 anual y el sector industrial, al 3,7 por 100. Entre 1880 y 1910, la producción de acero se multiplicó 25 veces (690.000 toneladas en 1880; 17,6 millones, en 1913); la de carbón pasó de 89 millones de toneladas en 1890, a 279 millones en 1913; la producción de ácido sulfúrico buen exponente del sector químico- creció de 420.000 toneladas en 1890 a 1.727.000 toneladas en 1913; la de electricidad, de 1 a 8 millones de kilovatios-hora entre 1900 y 1913. El valor del comercio exterior alemán se cuadruplicó entre 1870 y 1913. En 1913, Alemania era el segundo país industrial del mundo por detrás de Estados Unidos y por delante de Gran Bretaña. Aunque en 1910-13 el sector primario aún empleaba al 35,1 por 100 de la población activa, un 37,9 por 100 de ésta trabajaba en la industria y un 21,8 por 100 en el sector servicios. La industria representaba, además, el 44,6 por 100 del PIB. Bélgica, que merced a su tradición textil y a sus recursos carboníferos y minerales se había industrializado muy tempranamente, desarrolló, sobre todo desde 1880, una importante industria siderúrgica -la empresa Cockerill, de Lieja, vino a ser una de las principales de Europa-, se especializó en la instalación de tranvías y trenes eléctricos y, a raíz de los trabajos de Ernest Solvay (1838-1922), en la producción de sosa cáustica.
El crecimiento del comercio internacional, más la electricidad, impulsaron el desarrollo económico de países previamente no industriales y sin recursos carboníferos, como Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia (que tenía, en cambio, grandes reservas de mineral de hierro). Ello dio pie a la industrialización y comercialización de productos alimenticios derivados de la agricultura y ganadería -la mantequilla de Dinamarca, las maderas y el pescado de Noruega y Suecia, la hortifloricultura de Holanda, quesos, leche condensada y chocolates de Suiza-, y a la especialización en sectores nuevos como la electrotecnia (caso de la empresa holandesa Phillips, de Eindhoven) y la industria química y sus múltiples manifestaciones. Suiza se convirtió en uno de los grandes fabricantes de productos farmacéuticos; Holanda, de fertilizantes y Suecia, de estos últimos más papel, explosivos y rodamientos metálicos. Países en situación geográfica muy ventajosa por su proximidad a Gran Bretaña y Alemania, sin grandes desequilibrios o territoriales o demográficos, con poblaciones relativamente alfabetizadas, con buenas comunicaciones, Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia se integraron entre 1870 y 1913 en la Europa del desarrollo: todos ellos tuvieron en esos años tasas de crecimiento medias anuales iguales o superiores a las de Gran Bretaña y, en algunos casos, superiores incluso a las de Alemania. Francia fue un caso singular al menos por tres razones: por su bajo crecimiento demográfico, por el considerable peso de la agricultura en su economía- una agricultura, además, de pequeños propietarios y fuertemente protegida tras el desastre que para los viñedos supuso la invasión de filoxera en la década de 1870-, y por el dominio de la pequeña empresa en el sector industrial.
Así, debido al continuado descenso de la natalidad, la población francesa creció sólo de 37 millones de habitantes en 1880 a 39 millones en 1900 y a 39,6 millones en 1910. En 1896, la agricultura representaba el 44,7 por 100 del total de la población activa del país y la población rural suponía cerca del 60 por 100 de la población total. En 1901, Francia sólo tenía 15 ciudades de más de 100.000 habitantes (frente a 50 en Gran Bretaña y 42 en Alemania). Según el censo de 1906, sólo 574 empresas, el 10 por 100 del total, empleaban más de 500 obreros; el 80 por 100 eran talleres con menos de 5 empleados cada uno. La estructura social y económica de la Francia de la "belle époque" era, pues, muy estable y conservadora (como revelaría, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, de Proust , cuyo primer volumen se publicó en 1913). A diferencia del resto de los europeos, los franceses emigraron muy poco: entre 1880 y 1914, sólo lo hicieron unos 885.000, la mayoría a Argelia. El éxodo campo-ciudad fue también comparativamente menor: en 1906, uno de cada veinte franceses vivía aún en la provincia de nacimiento. Francia parecía haber optado por una vía equilibrada y relativamente armónica hacia el desarrollo. Era, por descontado, un país con obvios desequilibrios regionales y sociales, como revelaron los violentos conflictos que, a partir de 1906-07, estallaron tanto en el sector vitícola, como en distintos sectores industriales. Pero el dinamismo de su economía era mayor que lo que parecía sugerir aquella imagen de estabilidad.
Primero, por el volumen de su comercio, Francia era en 1914 el cuarto país del mundo después de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania (además de ser, tras las conquistas de los años 1880-1895, el segundo imperio colonial). Era también el cuarto país industrial: su producción de carbón (40 millones de toneladas anuales en 1910-14) y acero (4,5 millones de toneladas en 1914) era, sin duda, muy inferior a la de Gran Bretaña y Alemania, pero no era en absoluto desdeñable: los complejos siderúrgicos creados por Schneider en Le Creusot y por Wendel en Longwy podían equipararse a los mejores de Europa. Segundo, una parte de la agricultura francesa se modernizó sensiblemente antes de 1914, mediante la introducción de maquinaria agrícola, el uso de fertilizantes, la intensificación de los rendimientos y la especialización en productos de calidad como vinos y "champagne": el proteccionismo, sancionado por los aranceles de 1892, fue suficientemente flexible como para no dañar en exceso las exportaciones de esos productos. Tercero, la mentalidad dominante en una sociedad de agricultores, pequeños empresarios, profesionales y rentistas, favoreció el ahorro: los recursos de los cuatro principales bancos de depósito se incrementaron en un 2.500 por 100 entre 1870 y 1913. Cuarto, la industria francesa se incorporó pronto a los nuevos sectores creados por la segunda revolución industrial. Las industrias química (como Poulenc, de Lyon), eléctrica y del automóvil se desarrollaron vigorosamente.
Por ejemplo, la producción francesa de electricidad, basada en la energía hidráulica, se multiplicó ocho veces entre 1900 y 1914. En 1914, Francia producía unos 45.000 vehículos de motor (Panhard, Peugeot, Renault y Citröen), algo más que Gran Bretaña. El país era igualmente uno de los pioneros en la aviación. El ingeniero Louis Bréguet (1880-1955) fue uno de los primeros constructores de aviones. El también ingeniero y constructor Louis Blériot (1872-1936) fue el primer aviador en cruzar el Canal de la Mancha (1909). No sería casual, por tanto, que, como se repetirá más adelante, fuese un escritor francés, Saint Exupéry (1900-1944) quien hiciera, ya en los años 30, la primera evocación poética y romántica de la aviación. En suma, la economía francesa registró una tasa de crecimiento medio anual entre 1870 y 1913 del 1,6 por 100; la producción industrial del 2 al 2,8 por 100. Superada la depresión de las décadas de 1870 y 1880, la economía francesa conoció un verdadero "boom" desde 1896, y sobre todo, entre 1905 y 1914 en que creció a una tasa del 5,2 por 100 anual. La evolución de Italia, Rusia, Imperio austro-húngaro y Europa del Sur (Portugal, Grecia, España) fue muy distinta. En casi todos esos países, se crearon enclaves industriales, a veces regiones enteras (casos de Bohemia y Lombardía), equiparables por su modernidad, capacidad y calidad productivas a las zonas más dinámicas de la Europa desarrollada. Pero, en general, esos países constituían antes de 1914, y aun mucho después, otra Europa, una Europa atrasada y marginal, en la que se integraban también los importantes enclaves de subdesarrollo que aún subsistían en la Europa industrial, urbana y moderna, como Irlanda, parte de Escocia y del norte de Inglaterra, y zonas del centro y sur de Francia y del este de Alemania.
Era una Europa marcada por la pobreza, el analfabetismo, los bajos niveles de vida y las bajas condiciones sanitarias, anclada o en unas agricultura y ganadería de subsistencia- casos del Mezzogiorno italiano, de Grecia, de la Galicia polaca, de Serbia, Bulgaria y de muchos territorios balcánicos y caucásicos de los imperios austro-húngaro, otomano y húngaro-, o en la gran propiedad latifundista, perteneciente a la nobleza absentista y explotada por colonos, arrendatarios y jornaleros, caso de una gran parte de la Europa del Este y en especial, de Prusia, Rusia, Hungría y Rumanía. Baste ver los casos italiano y ruso . Italia experimentó entre 1896 y 1914 su primer milagro económico. El PIB pudo haber crecido en esos años en un 45 por 100; el valor de la producción industrial se duplicó entre 1896 y 1911. Entre 1896 y 1908, la producción de hierro y acero -de las acerías de Piombino, Savona, Terni, Portoferraio y Bagnoli- creció a una tasa del 12,4 por 100 anual, alcanzando el millón de toneladas en vísperas de la I Guerra Mundial. La red ferroviaria pasó de 9.290 kilómetros en 1880 a 18.873 en 1913; la producción de electricidad, basada en los saltos de agua de los Alpes, de 140.000 kilovatios-hora en 1900 a 2 millones en 1913, cifra superior incluso a la de Francia. El milagro se apoyó, además, en industrias nuevas -maquinaria, metalurgia, química-, que desplazaron como motor de la economía a los sectores tradicionales (textil, alimentación), algunos de los cuales, no obstante, se modernizaron considerablemente como, por ejemplo, la industria de la seda con centro en Milán, uno de los principales sectores de las exportaciones italianas, la fabricación de pasta, el alimento nacional italiano, o la de aceite de oliva envasado.
Parte de ese desarrollo -que se desaceleró, conviene advertirlo, entre 1908 y 1913- se debió al apoyo del Estado, a través del estímulo que dio a la construcción ferroviaria y a la construcción naval, y a través de la política de protección arancelaria adoptada en 1887. Pero se debió en gran medida a la capacidad que los empresarios italianos, apoyados en una banca nueva creada a fines del siglo XIX según los esquemas de la banca alemana, mostraron para competir en los mercados creados por las innovaciones técnicas e industriales del momento. Ya quedó dicho que Agnelli creó FIAT en 1899. Para 1907, había otras seis importantes fábricas de automóviles (como Alfa Romeo de Milán, Lancia de Turín y Maserati de Bolonia) y un número muy elevado de empresas dedicadas a la producción de motocicletas y bicicletas y de materiales auxiliares de la industria del motor (como neumáticos, sector en el que la iniciativa de G. B. Pirelli daría lugar a otro de los grandes éxitos empresariales del país). Los italianos destacarían desde el primer momento por la calidad y elegancia de las carrocerías y la potencia de sus automóviles y motos de competición. Antes de 1914, los automóviles italianos rivalizaban en plano de igualdad con los franceses, ingleses y alemanes por el mercado europeo. FIAT construyó, además, su primer aeroplano en 1907. Camillo Olivetti, empresario socialista y judío, se implantó pronto en otro mercado de vanguardia, las máquinas de escribir, que empezó a fabricar en Ivrea (Piamonte) en 1908.
En la "edad giolittiana", el equivalente italiano de la "belle époque", Italia recuperó, por tanto, parte del terreno perdido respecto a los países más industrializados. La estructura del sistema económico del país se transformó. La mitad norte y sobre todo, el triángulo Milán-Turín-Génova, completado por una magnífica red de ciudades de tipo medio (como Brescia, Cremona, Bérgamo, Mantua, Verona, Florencia, Venecia), bien servido por la electricidad generada en las zonas alpinas, bien integrado tras la terminación de la red ferroviaria -también altamente electrificada- y apoyado en un entorno rural, la cuenca del Po, próspero y moderno, se convirtió en una de las zonas más dinámicas de toda Europa. Con todo, Italia seguía siendo un país predominantemente agrario. En 1913, la agricultura todavía suponía el 38 por 100 del PIB (7 por 100 en Gran Bretaña; 23,4 por 100 en Alemania) y la población activa agraria, unos 9 millones, el 60 por 100 del total de la población activa. Pero la industria generaba ya el 24,2 por 100 del PIB (frente al 19 por 100 en 1900) y, junto con los servicios, empleaban al 40 por 100 de la población activa, esto es, a unos 5 millones y medio de trabajadores. El problema de Italia era el que los llamados "meridionalistas" venían planteando casi desde el mismo momento de la unificación en 1870: que el "Mezzogiorno" -Campania, Molise, Apulia, Basilicata, Calabria, Sicilia, la Sicilia novelada por Giovanni Verga - era una de las regiones más atrasadas de toda Europa.
Esas provincias proporcionaron el grueso de la emigración italiana: 1.580.000 italianos emigraron fuera de Europa, a Estados Unidos y Argentina, principalmente, entre 1891 y 1900; otros 3.615.000 lo hicieron entre 1901 y 1910, y otros 2.194.000 entre 1911 y 1920 (cifras sólo superadas en valor absoluto por las del país más desarrollado del mundo, Gran Bretaña-8 millones de emigrantes en los mismos años- pero no en valor relativo: Italia tenía en 1900 una población de 33,9 millones y Gran Bretaña; de 38,2 millones). Los desequilibrios eran aún más acentuados en Rusia, el gigantesco imperio zarista de 22 millones de kilómetros cuadrados, extensión sólo superada por China, y una población en 1900 estimada en torno a los 132 millones de habitantes, verdadero conglomerado, además, de etnias y pueblos: rusos (55 millones en 1897), ucranianos (22 millones), bielorrusos (6 millones), judíos (5 millones), polacos (25,1 millones), finlandeses (2,7 millones), turco-tártaros (1 millón), georgianos (1,3 millones), armenios (1,1 millones). Merced al esfuerzo del Estado -no del mercado-, esto es, a la fuerte protección arancelaria y a la política de modernización de infraestructuras impulsada por Sergei Witte (1849-1915), ministro de Hacienda entre 1892 y 1903, y a las inversiones de capital extranjero, Rusia experimentó un sensible desarrollo industrial y urbano entre 1870 y 1914. El esfuerzo se basó, esencialmente, en cuatro sectores: la industria textil (algodón y lana); la minería e industria pesada, centradas en la cuenca del Donetz, al sur de Rusia, cerca del mar Azov, zona de grandes recursos de carbón y de mineral de hierro que permitieron la creación de un gran centro siderúrgico en Krivoi Rog; el petróleo, gracias a los pozos de Bakú, en Azerbaiján, y de otras localidades del Cáucaso; y los ferrocarriles.
Los resultados, en términos absolutos, fueron espectaculares. La red de ferrocarril, que en 1860 sólo tenía 1626 kilómetros, era en 1900, con 53.234 kilómetros, la más amplia de Europa y aún seguiría extendiéndose (70.156 kilómetros en 1913): el Transiberiano se completó en 1904. La producción de hierro y acero, insignificante en 1880, llegaba a los 9,5 millones de toneladas en 1913, y la de carbón, a los 32 millones de toneladas. En vísperas de la I Guerra Mundial, Rusia era, por el volumen de su producción industrial, el quinto país del mundo: entre 1885 y 1914, su producción creció a una media anual del 5,72 por 100, cifra probablemente incomparable. Si en 1880 la población urbana se cifraba en unos 10 millones de habitantes, en 1914 se acercaba a los 30 millones, casi el 20 por 100 de la población total. Veinte ciudades tenían a principios de siglo más de 100.000 habitantes: San Petersburgo, con 1.267.000 habitantes en 1900; Moscú, 989.000; Varsovia, 423.000; Odessa, 405.000, Lodz, Riga, Kiev, Tiflis, Vilna, Kazán, Bakú y otras. Al igual que Francia, Rusia vivió un verdadero "boom" entre 1908 y 1914. Rusia era, pese a todo ello, un país atrasado y eminentemente rural. Según el censo de 1897, el 81,5 por 100 de la población eran campesinos. Por lo menos, dos terceras partes vivían en aldeas y trabajaban en tierras de propiedad comunal, mediante un sistema de adjudicación de parcelas individuales. En contraste, las propiedades de la nobleza (el 1 por 100 de la población a fines del siglo XIX) suponían, en 1914, sólo la décima parte del total de la tierra arable; los "kulaks", burguesía rural de propietarios acomodados y producción orientada al mercado, no representarían en 1900 más del 3 por 100 del total de la población campesina.
Tal vez fuese ésa la principal causa del atraso de Rusia: la propiedad comunal de la tierra, particularmente importante en las regiones centrales del Volga y del Don, configuró una agricultura de subsistencia, descapitalizada y sin incentivos, fuertemente endeudada (debido a los impuestos indirectos y al impuesto de capitación que cada comuna debía pagar al Estado), de bajísima productividad, explotada por sistemas y técnicas de trabajo primitivas y tradicionales (se araba por lo general a mano, por la escasez de animales) y sometida a una fuerte presión demográfica. El campo ruso- castigado de forma permanente por una climatología verdaderamente adversa- sufrió gravísimas crisis en 1891-92 (sequías, cosechas desastrosas, hambre, epidemias de cólera y tifus) y de nuevo, en 1900-03. La cuestión de la tierra sería, como habrá ocasión de ver, la gran cuestión rusa en los años inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial. La industrialización, por tanto, avanzó notablemente en toda Europa en los años de la "segunda revolución industrial" y en gran medida, transformó, o estaba empezando a hacerlo, las estructuras básicas de las diversas y muy diferentes economías europeas. La luz eléctrica y los tranvías, que fueron instalándose paulatinamente en las principales ciudades y núcleos de población europeos desde la década de 1890, y luego, sobre todo después de 1914, el teléfono, el automóvil y el cine, más el formidable aumento que registró la oferta de bienes de consumo, cambiaron la vida cotidiana y mejoraron sin duda el nivel medio de vida.
La aplicación del acero a la fabricación y construcción de puentes, edificios -como las estaciones de ferrocarril-, vigas, raíles, barcos, material ferroviario, máquinas, motores y similares permitió un desarrollo formidable de la construcción y de los transportes: más de 100.000 kilómetros de ferrocarril se abrieron en toda Europa entre 1870 y 1914. El aumento de las redes ferroviarias y de las carreteras, la extensión del uso de trenes, tranvías eléctricos, barcos de vapor, automóviles, motocicletas y bicicletas -estas últimas, de excepcional utilidad para las clases trabajadoras por su escaso precio- abarataron y democratizaron los transportes, multiplicando de forma extraordinaria las posibilidades de movilidad física de la población: sin aquéllos, ni el éxodo rural, ni la emigración, ni la expansión de las ciudades fuera de sus cascos históricos, habrían podido alcanzar el volumen que alcanzaron entre 1890 y 1914.
A pesar de que entre 1876 y 1914 los países europeos adquirieron unos 17 millones de kilómetros cuadrados, los imperios coloniales tuvieron, en cambio, incidencia menor. La colonización sistemática de Angola y Mozambique por Portugal, realizada precisamente en esta época, o la ocupación de Libia por Italia en 1912, no aliviaron la situación de atraso de las economías italiana y portuguesa. El valor que para las industrias química y eléctrica, motores del desarrollo de Alemania, pudieron tener el Camerún, Tanganika o el África Sudoccidental -territorios adquiridos por aquel país a partir de 1884- resultó literalmente nulo. La India fue, ciertamente, un buen mercado para la industria textil británica y Francia, por su parte, rentabilizó de distintas formas la colonización del norte de África. Pero los gastos que para las economías británica y francesa -los dos mayores imperios coloniales- supusieron el mantenimiento de los ejércitos y de las administraciones imperiales y las inversiones en infraestructuras (caso de la India) probablemente sobrepasaron a los beneficios derivados del control de aquellos mercados y de la explotación de determinadas materias primas de los mismos (y en todo caso, muchas de las colonias -por ejemplo, el Sáhara- eran territorios escasamente poblados y muy pobres). El capital británico prefirió invertir en territorios de colonización anglosajona (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) y en economías y mercados que le garantizasen altas tasas de reembolso y una fuerte demanda, como Estados Unidos o Argentina.
Europa, Norteamérica e Iberoamérica , esto es, los continentes no colonizados, recibían en 1914 el 70 por 100 del total de las inversiones extranjeras (de las que el 43 por 100 eran británicas, el 20 por 100 francesas y el 13 por 100 alemanas). Para el capital británico, importaban más las rentas de fletes, seguros y depósitos en los bancos londinenses que la inversión en aventuras industriales en, el Imperio. Para la economía francesa- una economía que hasta 1945 siguió siendo mayoritariamente agraria y cuyos sectores más dinámicos como los vinos, el champaña, el turismo, los cosméticos o los automóviles se orientaron desde antes de 1914 al consumo de lujo-, las inversiones exteriores más rentables fueron los ferrocarriles en Rusia, América Latina, España y Portugal, no las colonias, que sólo absorbieron un 10 por 100 del total de la inversión exterior francesa. En 1914, debido a la importancia que en sus economías tenía la venta de equipos industriales, los mejores mercados para los países desarrollados eran los otros países desarrollados. La aportación de las colonias a la renta nacional de los imperios coloniales no fue porcentualmente relevante. Aunque las colonias beneficiaron "decisivamente" a ciertos sectores económicos y a determinadas empresas -que, por otra parte, habrían obtenido probablemente similares beneficios por vía comercial, sin necesidad de conquista militar-, el imperialismo resultó, desde el punto de vista económico, atávico "y falto de objetivos", como observó en 1919 el economista austriaco Joseph Schumpeter, y motivado más por razones militares y de prestigio que por razones económicas.
La segunda revolución industrial afectó desigualmente a los distintos países, aunque sus consecuencias se dejaron sentir en todo el mundo. Gran Bretaña, el país de la primera revolución industrial, retenía aún un formidable potencial económico y era, a fines del siglo XIX, el país más desarrollado del planeta. En 1907, la agricultura suponía ya sólo el 7 por 100 del Producto Interior Bruto (frente al 43 por 100 de la industria y el 50 por 100 de los servicios). En 1880, la población urbana representaba el 67,9 por 100 de la población total (41,9 millones en 1901). En 1913, Gran Bretaña, merced a su marina mercante, puertos y astilleros, y a sus exportaciones de tejidos, carbón, acero y maquinaria, seguía liderando el comercio mundial: controlaba el 17 por 100 del total, frente al 15 por 100 de Estados Unidos y el 12 por 100 de Alemania. Era el segundo país productor de carbón (292 millones de toneladas; Estados Unidos, 571; Alemania, 279); el tercero, en acero (8,5 millones de toneladas; Estados Unidos, 34,4; Alemania, 17,6); y ocupaba las primeras posiciones, con Estados Unidos y Alemania, en consumo y producción de electricidad, número de vehículos de motor producidos o matriculados, y en actividad portuaria y densidad ferroviaria por kilómetro cuadrado. La City de Londres era el gran centro financiero del mundo. Entre 1870 y 1913, la economía británica había crecido a la nada desdeñable tasa del 2,2 por 100 anual, a pesar de la desaceleración que sufrió durante la llamada "gran depresión" de 1873 a 1896.
Gran Bretaña , sin embargo, no ejercía ya el incuestionable liderazgo industrial del mundo desarrollado como había ocurrido hasta entonces. Fue perdiendo gradualmente posiciones ante Estados Unidos y Alemania. Ello pudo deberse a varias razones: al mismo desarrollo industrial de esos otros países; al desinterés que en adaptarse al cambio mostró una economía que, pese a todo, seguía siendo próspera y competitiva; al creciente trasvase de recursos desde la industria al sector de servicios (mayor que en ningún otro país); a la complacencia y prudente conservadurismo del empresariado y capital británicos que prefirieron las rentas seguras de las industrias tradicionales y de las bolsas, seguros, préstamos e inversión urbana a los riesgos implícitos en las innovaciones tecnológicas y en las aventuras industriales; al fracaso de una educación elitista que prefirió la formación en las humanidades clásicas en Oxford y Cambridge a la preparación técnica y científica; a los propios ideales dominantes entre las clases dirigentes británicas- la respetabilidad social, el club exclusivista, las buenas maneras, la mansión en el campo, el ocio elegante-, demasiado impregnados de valores aristocráticos y de nostalgia por el mundo rural (tal como ejemplificó en forma novelada John Galsworthy en su conocida obra La saga de los Forsyte, cuyo primer volumen se publicó en 1906). En cualquier caso, la irrupción de Alemania (y fuera de Europa, de Estados Unidos) como gran potencia industrial y económica y como centro del pensamiento científico constituyó el hecho más trascendente y de mayores consecuencias de la segunda revolución industrial.
También las causas fueron varias: primero, la existencia de formidables yacimientos de carbón en el Ruhr, en el Saar y en Silesia, de yacimientos de hierro en Lorena- ocupada desde 1871- y en la región de Sauerland, y de potasio en Stassfurt-Leopoldshall; segundo, la estrecha relación entre la industria y la banca, en particular de los cuatro bancos D (Deutsche, Dresdener, Diskontogesellschaft y Darmstädter); tercero, la cartelización de la economía, esto es, la tendencia a la unión monopolista de las empresas de un sector (como el Sindicato Westfaliano-Renano del Carbón, la Unión de Acero, I.G. Farben, A.E.G., Siemens -Schuckert, Krupp , Thyssen ...); cuarto, la atención de la industria a la investigación científica, notable sobre todo en el sector químico; quinto, la fuerte demanda interna, por lo menos en el caso del acero y del carbón, impulsada por la construcción de ferrocarriles, por el crecimiento de la flota mercante y por el desarrollo de la industria de armamentos (la red ferroviaria alemana creció de 18.876 kilómetros en 1870 a 61.749 en 1914; el tamaño de la flota pasó de 982.000 toneladas en 1870 a 3.000.000 en 1912); sexto, el talento de los nuevos empresarios, como Emil Rathenau, el impulsor de A.E.G. , Werner von Siemens y muchos otros. Pero igualmente decisivos pudieron ser otros dos factores: el fuerte sentimiento nacional alemán, revigorizado tras la unificación del país y la proclamación del Imperio en 1871, después de la victoria sobre Francia en la guerra francoprusiana de 1870; y la ética del trabajo, el sentido de la disciplina laboral, que desde pronto mostraron empresarios, técnicos y trabajadores alemanes (por lo que no sorprende que Max Weber escribiera su conocido estudio sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo en 1901, justo cuando culminaba el formidable despegue industrial alemán).
Fuese como fuese, el crecimiento de la economía alemana entre 1870 y 1914 fue extraordinario especialmente en las industrias del acero y del carbón y en los sectores eléctrico y químico, con esa doble característica ya mencionada: grandes concentraciones empresariales y alianza banca-industria. A pesar de las recesiones de 1900 y 1907-8, la economía alemana creció entre 1870 y 1913 a una tasa del 2,9 por 100 anual y el sector industrial, al 3,7 por 100. Entre 1880 y 1910, la producción de acero se multiplicó 25 veces (690.000 toneladas en 1880; 17,6 millones, en 1913); la de carbón pasó de 89 millones de toneladas en 1890, a 279 millones en 1913; la producción de ácido sulfúrico buen exponente del sector químico- creció de 420.000 toneladas en 1890 a 1.727.000 toneladas en 1913; la de electricidad, de 1 a 8 millones de kilovatios-hora entre 1900 y 1913. El valor del comercio exterior alemán se cuadruplicó entre 1870 y 1913. En 1913, Alemania era el segundo país industrial del mundo por detrás de Estados Unidos y por delante de Gran Bretaña. Aunque en 1910-13 el sector primario aún empleaba al 35,1 por 100 de la población activa, un 37,9 por 100 de ésta trabajaba en la industria y un 21,8 por 100 en el sector servicios. La industria representaba, además, el 44,6 por 100 del PIB. Bélgica, que merced a su tradición textil y a sus recursos carboníferos y minerales se había industrializado muy tempranamente, desarrolló, sobre todo desde 1880, una importante industria siderúrgica -la empresa Cockerill, de Lieja, vino a ser una de las principales de Europa-, se especializó en la instalación de tranvías y trenes eléctricos y, a raíz de los trabajos de Ernest Solvay (1838-1922), en la producción de sosa cáustica.
El crecimiento del comercio internacional, más la electricidad, impulsaron el desarrollo económico de países previamente no industriales y sin recursos carboníferos, como Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia (que tenía, en cambio, grandes reservas de mineral de hierro). Ello dio pie a la industrialización y comercialización de productos alimenticios derivados de la agricultura y ganadería -la mantequilla de Dinamarca, las maderas y el pescado de Noruega y Suecia, la hortifloricultura de Holanda, quesos, leche condensada y chocolates de Suiza-, y a la especialización en sectores nuevos como la electrotecnia (caso de la empresa holandesa Phillips, de Eindhoven) y la industria química y sus múltiples manifestaciones. Suiza se convirtió en uno de los grandes fabricantes de productos farmacéuticos; Holanda, de fertilizantes y Suecia, de estos últimos más papel, explosivos y rodamientos metálicos. Países en situación geográfica muy ventajosa por su proximidad a Gran Bretaña y Alemania, sin grandes desequilibrios o territoriales o demográficos, con poblaciones relativamente alfabetizadas, con buenas comunicaciones, Holanda, Dinamarca, Suiza, Noruega y Suecia se integraron entre 1870 y 1913 en la Europa del desarrollo: todos ellos tuvieron en esos años tasas de crecimiento medias anuales iguales o superiores a las de Gran Bretaña y, en algunos casos, superiores incluso a las de Alemania. Francia fue un caso singular al menos por tres razones: por su bajo crecimiento demográfico, por el considerable peso de la agricultura en su economía- una agricultura, además, de pequeños propietarios y fuertemente protegida tras el desastre que para los viñedos supuso la invasión de filoxera en la década de 1870-, y por el dominio de la pequeña empresa en el sector industrial.
Así, debido al continuado descenso de la natalidad, la población francesa creció sólo de 37 millones de habitantes en 1880 a 39 millones en 1900 y a 39,6 millones en 1910. En 1896, la agricultura representaba el 44,7 por 100 del total de la población activa del país y la población rural suponía cerca del 60 por 100 de la población total. En 1901, Francia sólo tenía 15 ciudades de más de 100.000 habitantes (frente a 50 en Gran Bretaña y 42 en Alemania). Según el censo de 1906, sólo 574 empresas, el 10 por 100 del total, empleaban más de 500 obreros; el 80 por 100 eran talleres con menos de 5 empleados cada uno. La estructura social y económica de la Francia de la "belle époque" era, pues, muy estable y conservadora (como revelaría, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, de Proust , cuyo primer volumen se publicó en 1913). A diferencia del resto de los europeos, los franceses emigraron muy poco: entre 1880 y 1914, sólo lo hicieron unos 885.000, la mayoría a Argelia. El éxodo campo-ciudad fue también comparativamente menor: en 1906, uno de cada veinte franceses vivía aún en la provincia de nacimiento. Francia parecía haber optado por una vía equilibrada y relativamente armónica hacia el desarrollo. Era, por descontado, un país con obvios desequilibrios regionales y sociales, como revelaron los violentos conflictos que, a partir de 1906-07, estallaron tanto en el sector vitícola, como en distintos sectores industriales. Pero el dinamismo de su economía era mayor que lo que parecía sugerir aquella imagen de estabilidad.
Primero, por el volumen de su comercio, Francia era en 1914 el cuarto país del mundo después de Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania (además de ser, tras las conquistas de los años 1880-1895, el segundo imperio colonial). Era también el cuarto país industrial: su producción de carbón (40 millones de toneladas anuales en 1910-14) y acero (4,5 millones de toneladas en 1914) era, sin duda, muy inferior a la de Gran Bretaña y Alemania, pero no era en absoluto desdeñable: los complejos siderúrgicos creados por Schneider en Le Creusot y por Wendel en Longwy podían equipararse a los mejores de Europa. Segundo, una parte de la agricultura francesa se modernizó sensiblemente antes de 1914, mediante la introducción de maquinaria agrícola, el uso de fertilizantes, la intensificación de los rendimientos y la especialización en productos de calidad como vinos y "champagne": el proteccionismo, sancionado por los aranceles de 1892, fue suficientemente flexible como para no dañar en exceso las exportaciones de esos productos. Tercero, la mentalidad dominante en una sociedad de agricultores, pequeños empresarios, profesionales y rentistas, favoreció el ahorro: los recursos de los cuatro principales bancos de depósito se incrementaron en un 2.500 por 100 entre 1870 y 1913. Cuarto, la industria francesa se incorporó pronto a los nuevos sectores creados por la segunda revolución industrial. Las industrias química (como Poulenc, de Lyon), eléctrica y del automóvil se desarrollaron vigorosamente.
Por ejemplo, la producción francesa de electricidad, basada en la energía hidráulica, se multiplicó ocho veces entre 1900 y 1914. En 1914, Francia producía unos 45.000 vehículos de motor (Panhard, Peugeot, Renault y Citröen), algo más que Gran Bretaña. El país era igualmente uno de los pioneros en la aviación. El ingeniero Louis Bréguet (1880-1955) fue uno de los primeros constructores de aviones. El también ingeniero y constructor Louis Blériot (1872-1936) fue el primer aviador en cruzar el Canal de la Mancha (1909). No sería casual, por tanto, que, como se repetirá más adelante, fuese un escritor francés, Saint Exupéry (1900-1944) quien hiciera, ya en los años 30, la primera evocación poética y romántica de la aviación. En suma, la economía francesa registró una tasa de crecimiento medio anual entre 1870 y 1913 del 1,6 por 100; la producción industrial del 2 al 2,8 por 100. Superada la depresión de las décadas de 1870 y 1880, la economía francesa conoció un verdadero "boom" desde 1896, y sobre todo, entre 1905 y 1914 en que creció a una tasa del 5,2 por 100 anual. La evolución de Italia, Rusia, Imperio austro-húngaro y Europa del Sur (Portugal, Grecia, España) fue muy distinta. En casi todos esos países, se crearon enclaves industriales, a veces regiones enteras (casos de Bohemia y Lombardía), equiparables por su modernidad, capacidad y calidad productivas a las zonas más dinámicas de la Europa desarrollada. Pero, en general, esos países constituían antes de 1914, y aun mucho después, otra Europa, una Europa atrasada y marginal, en la que se integraban también los importantes enclaves de subdesarrollo que aún subsistían en la Europa industrial, urbana y moderna, como Irlanda, parte de Escocia y del norte de Inglaterra, y zonas del centro y sur de Francia y del este de Alemania.
Era una Europa marcada por la pobreza, el analfabetismo, los bajos niveles de vida y las bajas condiciones sanitarias, anclada o en unas agricultura y ganadería de subsistencia- casos del Mezzogiorno italiano, de Grecia, de la Galicia polaca, de Serbia, Bulgaria y de muchos territorios balcánicos y caucásicos de los imperios austro-húngaro, otomano y húngaro-, o en la gran propiedad latifundista, perteneciente a la nobleza absentista y explotada por colonos, arrendatarios y jornaleros, caso de una gran parte de la Europa del Este y en especial, de Prusia, Rusia, Hungría y Rumanía. Baste ver los casos italiano y ruso . Italia experimentó entre 1896 y 1914 su primer milagro económico. El PIB pudo haber crecido en esos años en un 45 por 100; el valor de la producción industrial se duplicó entre 1896 y 1911. Entre 1896 y 1908, la producción de hierro y acero -de las acerías de Piombino, Savona, Terni, Portoferraio y Bagnoli- creció a una tasa del 12,4 por 100 anual, alcanzando el millón de toneladas en vísperas de la I Guerra Mundial. La red ferroviaria pasó de 9.290 kilómetros en 1880 a 18.873 en 1913; la producción de electricidad, basada en los saltos de agua de los Alpes, de 140.000 kilovatios-hora en 1900 a 2 millones en 1913, cifra superior incluso a la de Francia. El milagro se apoyó, además, en industrias nuevas -maquinaria, metalurgia, química-, que desplazaron como motor de la economía a los sectores tradicionales (textil, alimentación), algunos de los cuales, no obstante, se modernizaron considerablemente como, por ejemplo, la industria de la seda con centro en Milán, uno de los principales sectores de las exportaciones italianas, la fabricación de pasta, el alimento nacional italiano, o la de aceite de oliva envasado.
Parte de ese desarrollo -que se desaceleró, conviene advertirlo, entre 1908 y 1913- se debió al apoyo del Estado, a través del estímulo que dio a la construcción ferroviaria y a la construcción naval, y a través de la política de protección arancelaria adoptada en 1887. Pero se debió en gran medida a la capacidad que los empresarios italianos, apoyados en una banca nueva creada a fines del siglo XIX según los esquemas de la banca alemana, mostraron para competir en los mercados creados por las innovaciones técnicas e industriales del momento. Ya quedó dicho que Agnelli creó FIAT en 1899. Para 1907, había otras seis importantes fábricas de automóviles (como Alfa Romeo de Milán, Lancia de Turín y Maserati de Bolonia) y un número muy elevado de empresas dedicadas a la producción de motocicletas y bicicletas y de materiales auxiliares de la industria del motor (como neumáticos, sector en el que la iniciativa de G. B. Pirelli daría lugar a otro de los grandes éxitos empresariales del país). Los italianos destacarían desde el primer momento por la calidad y elegancia de las carrocerías y la potencia de sus automóviles y motos de competición. Antes de 1914, los automóviles italianos rivalizaban en plano de igualdad con los franceses, ingleses y alemanes por el mercado europeo. FIAT construyó, además, su primer aeroplano en 1907. Camillo Olivetti, empresario socialista y judío, se implantó pronto en otro mercado de vanguardia, las máquinas de escribir, que empezó a fabricar en Ivrea (Piamonte) en 1908.
En la "edad giolittiana", el equivalente italiano de la "belle époque", Italia recuperó, por tanto, parte del terreno perdido respecto a los países más industrializados. La estructura del sistema económico del país se transformó. La mitad norte y sobre todo, el triángulo Milán-Turín-Génova, completado por una magnífica red de ciudades de tipo medio (como Brescia, Cremona, Bérgamo, Mantua, Verona, Florencia, Venecia), bien servido por la electricidad generada en las zonas alpinas, bien integrado tras la terminación de la red ferroviaria -también altamente electrificada- y apoyado en un entorno rural, la cuenca del Po, próspero y moderno, se convirtió en una de las zonas más dinámicas de toda Europa. Con todo, Italia seguía siendo un país predominantemente agrario. En 1913, la agricultura todavía suponía el 38 por 100 del PIB (7 por 100 en Gran Bretaña; 23,4 por 100 en Alemania) y la población activa agraria, unos 9 millones, el 60 por 100 del total de la población activa. Pero la industria generaba ya el 24,2 por 100 del PIB (frente al 19 por 100 en 1900) y, junto con los servicios, empleaban al 40 por 100 de la población activa, esto es, a unos 5 millones y medio de trabajadores. El problema de Italia era el que los llamados "meridionalistas" venían planteando casi desde el mismo momento de la unificación en 1870: que el "Mezzogiorno" -Campania, Molise, Apulia, Basilicata, Calabria, Sicilia, la Sicilia novelada por Giovanni Verga - era una de las regiones más atrasadas de toda Europa.
Esas provincias proporcionaron el grueso de la emigración italiana: 1.580.000 italianos emigraron fuera de Europa, a Estados Unidos y Argentina, principalmente, entre 1891 y 1900; otros 3.615.000 lo hicieron entre 1901 y 1910, y otros 2.194.000 entre 1911 y 1920 (cifras sólo superadas en valor absoluto por las del país más desarrollado del mundo, Gran Bretaña-8 millones de emigrantes en los mismos años- pero no en valor relativo: Italia tenía en 1900 una población de 33,9 millones y Gran Bretaña; de 38,2 millones). Los desequilibrios eran aún más acentuados en Rusia, el gigantesco imperio zarista de 22 millones de kilómetros cuadrados, extensión sólo superada por China, y una población en 1900 estimada en torno a los 132 millones de habitantes, verdadero conglomerado, además, de etnias y pueblos: rusos (55 millones en 1897), ucranianos (22 millones), bielorrusos (6 millones), judíos (5 millones), polacos (25,1 millones), finlandeses (2,7 millones), turco-tártaros (1 millón), georgianos (1,3 millones), armenios (1,1 millones). Merced al esfuerzo del Estado -no del mercado-, esto es, a la fuerte protección arancelaria y a la política de modernización de infraestructuras impulsada por Sergei Witte (1849-1915), ministro de Hacienda entre 1892 y 1903, y a las inversiones de capital extranjero, Rusia experimentó un sensible desarrollo industrial y urbano entre 1870 y 1914. El esfuerzo se basó, esencialmente, en cuatro sectores: la industria textil (algodón y lana); la minería e industria pesada, centradas en la cuenca del Donetz, al sur de Rusia, cerca del mar Azov, zona de grandes recursos de carbón y de mineral de hierro que permitieron la creación de un gran centro siderúrgico en Krivoi Rog; el petróleo, gracias a los pozos de Bakú, en Azerbaiján, y de otras localidades del Cáucaso; y los ferrocarriles.
Los resultados, en términos absolutos, fueron espectaculares. La red de ferrocarril, que en 1860 sólo tenía 1626 kilómetros, era en 1900, con 53.234 kilómetros, la más amplia de Europa y aún seguiría extendiéndose (70.156 kilómetros en 1913): el Transiberiano se completó en 1904. La producción de hierro y acero, insignificante en 1880, llegaba a los 9,5 millones de toneladas en 1913, y la de carbón, a los 32 millones de toneladas. En vísperas de la I Guerra Mundial, Rusia era, por el volumen de su producción industrial, el quinto país del mundo: entre 1885 y 1914, su producción creció a una media anual del 5,72 por 100, cifra probablemente incomparable. Si en 1880 la población urbana se cifraba en unos 10 millones de habitantes, en 1914 se acercaba a los 30 millones, casi el 20 por 100 de la población total. Veinte ciudades tenían a principios de siglo más de 100.000 habitantes: San Petersburgo, con 1.267.000 habitantes en 1900; Moscú, 989.000; Varsovia, 423.000; Odessa, 405.000, Lodz, Riga, Kiev, Tiflis, Vilna, Kazán, Bakú y otras. Al igual que Francia, Rusia vivió un verdadero "boom" entre 1908 y 1914. Rusia era, pese a todo ello, un país atrasado y eminentemente rural. Según el censo de 1897, el 81,5 por 100 de la población eran campesinos. Por lo menos, dos terceras partes vivían en aldeas y trabajaban en tierras de propiedad comunal, mediante un sistema de adjudicación de parcelas individuales. En contraste, las propiedades de la nobleza (el 1 por 100 de la población a fines del siglo XIX) suponían, en 1914, sólo la décima parte del total de la tierra arable; los "kulaks", burguesía rural de propietarios acomodados y producción orientada al mercado, no representarían en 1900 más del 3 por 100 del total de la población campesina.
Tal vez fuese ésa la principal causa del atraso de Rusia: la propiedad comunal de la tierra, particularmente importante en las regiones centrales del Volga y del Don, configuró una agricultura de subsistencia, descapitalizada y sin incentivos, fuertemente endeudada (debido a los impuestos indirectos y al impuesto de capitación que cada comuna debía pagar al Estado), de bajísima productividad, explotada por sistemas y técnicas de trabajo primitivas y tradicionales (se araba por lo general a mano, por la escasez de animales) y sometida a una fuerte presión demográfica. El campo ruso- castigado de forma permanente por una climatología verdaderamente adversa- sufrió gravísimas crisis en 1891-92 (sequías, cosechas desastrosas, hambre, epidemias de cólera y tifus) y de nuevo, en 1900-03. La cuestión de la tierra sería, como habrá ocasión de ver, la gran cuestión rusa en los años inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial. La industrialización, por tanto, avanzó notablemente en toda Europa en los años de la "segunda revolución industrial" y en gran medida, transformó, o estaba empezando a hacerlo, las estructuras básicas de las diversas y muy diferentes economías europeas. La luz eléctrica y los tranvías, que fueron instalándose paulatinamente en las principales ciudades y núcleos de población europeos desde la década de 1890, y luego, sobre todo después de 1914, el teléfono, el automóvil y el cine, más el formidable aumento que registró la oferta de bienes de consumo, cambiaron la vida cotidiana y mejoraron sin duda el nivel medio de vida.
La aplicación del acero a la fabricación y construcción de puentes, edificios -como las estaciones de ferrocarril-, vigas, raíles, barcos, material ferroviario, máquinas, motores y similares permitió un desarrollo formidable de la construcción y de los transportes: más de 100.000 kilómetros de ferrocarril se abrieron en toda Europa entre 1870 y 1914. El aumento de las redes ferroviarias y de las carreteras, la extensión del uso de trenes, tranvías eléctricos, barcos de vapor, automóviles, motocicletas y bicicletas -estas últimas, de excepcional utilidad para las clases trabajadoras por su escaso precio- abarataron y democratizaron los transportes, multiplicando de forma extraordinaria las posibilidades de movilidad física de la población: sin aquéllos, ni el éxodo rural, ni la emigración, ni la expansión de las ciudades fuera de sus cascos históricos, habrían podido alcanzar el volumen que alcanzaron entre 1890 y 1914.