H:V.N.E. capítulo 61 al 80
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Datos principales
Desarrollo
CapÍtulo LXI
Cómo ordenamos de ir a la ciudad de México, y por consejo del Cacique fuimos por Tlascala, y de lo que nos acaeció así de rencuentros de guerra como de otras cosas
Después de bien considerada la partida para México, tomamos consejo sobre el camino que habíamos de llevar, y fue acordado por los principales de Cempoal que el mejor y más conveniente era por la provincia de Tlascala, porque eran sus amigos y mortales enemigos de mexicanos, e ya tenían aparejados cuarenta principales, y todos hombres de guerra, que fueron con nosotros y nos ayudaron mucho en aquella jornada, y más nos dieron doscientos tamemes para llevar el artillería; que para nosotros los pobres soldados no habíamos menester ninguno, porque en aquel tiempo no teníamos que llevar, porque nuestras armas, así lanzas como escopetas y ballestas y rodelas, y todo otro género dellas, con ellas dormíamos y caminábamos, y calzados nuestros alpargates, que era nuestro calzado, y como he dicho siempre, muy apercibidos para pelear; y partimos de Cempoal demediado el mes de agosto de 1519 años, y siempre con muy buena orden, y los corredores del campo y ciertos soldados muy sueltos delante; y la primera jornada fuimos a un pueblo que se dice Jalapa, y desde allí a Socochima, y estaba muy fuerte y mala entrada, y en él había muchas parras de uvas de la tierra; y en estos pueblos se les dijo con doña Marina y Jerónimo de Aguilar, nuestras lenguas, todas las cosas tocantes a nuestra santa fe, y cómo éramos vasallos del emperador don Carlos, e que nos envió para quitar que no haya más sacrificios de hombres ni se robasen unos a otros, y se les declaró muchas cosas que se les convenía decir; y como eran amigos de Cempoal y no tributaban a Montezuma, hallábamos en ellos muy buena voluntad y nos daban de comer, y se puso en cada pueblo una cruz, y se les declaró lo que significaba e que la tuviesen en mucha reverencia; y desde Socochima pasamos unas altas sierras y puertos, y llegamos a otro pueblo que se dice Texutla, y también hallamos en ellos buena voluntad, porque tampoco daban tributo como los demás; y desde aquel pueblo acabamos de subir todas las tierras y entramos en el despoblado, donde hacían muy gran frío y granizó aquella noche, donde tuvimos falta de comida, y venía un viento de la sierra nevada, que estaba a un lado, que nos hacia temblar de frío; porque, como habíamos venido de la isla de Cuba y de la Villa Rica, y toda aquella costa es muy calurosa, y entramos en tierra fría, y no teníamos con que nos abrigar sino con nuestras armas, sentíamos las heladas, como no éramos acostumbrados al frío; y desde allí pasamos a otro puerto, donde hallamos unas caserías y grandes adoratorios de ídolos, que ya he dicho que se dicen cues, y tenían grandes rimeros de leña para el servicio de los ídolos que estaban en aquellos adoratorios; y tampoco tuvimos que comer, y hacía recio frío; y desde allí entramos en tierra de un pueblo que se decía Zocotlan, y enviamos dos indios de Cempoal a decirle al cacique cómo íbamos, que tuviesen por bien nuestra llegada a sus casas; y era sujeto este pueblo a México, y siempre caminábamos muy apercibidos y con gran concierto, porque veíamos que ya era otra manera de tierra, y cuando vimos blanquear muchas azoteas, y las casas del cacique y los cues, y adoratorios, que eran muy altos y encalados, parecían muy bien, como algunos pueblos de nuestra España, pusímosle nombre Castilblanco, porque dijeron unos soldados portugueses que parecía la villa de Casteloblanco de Portugal, y así se llama ahora; y como supieron en aquel pueblo por mí nombrado, por los mensajeros que enviábamos, cómo íbamos, salió el cacique a recibirnos con otros principales junto a sus casas; el cual cacique se llamaba Olintecle, y nos llevaron a unos aposentos y nos dieron de comer poca cosa y de mala voluntad.
Y después que hubimos comido, Cortés les preguntó con nuestras lenguas de las cosas de su señor Montezuma; y dijo de sus grandes poderes de guerreros que tenla en todas las provincias sujetas, sin otros muchos ejércitos que tenía en las fronteras y provincias comarcanas; y luego dijo de la gran fortaleza de México y cómo estaban fundadas las casas sobre agua, y que de una casa a otro no se podía pasar sino por puentes que tenían hechas y en canoas; y las casas todas de azoteas, y en cada azotea si querían poner mamparos eran fortalezas; y que para entrar dentro en la ciudad que había tres calzadas, y en cada calzada cuatro o cinco aberturas por donde se pasaba el agua de una parte a otra; y en cada una de aquellas aberturas había una puente, y con alzar cualquiera dellas, que son hechas de madera, no pueden entrar en México; y luego dijo del mucho oro y plata y piedras chalchiuites y riquezas que tenía Montezuma, su señor, que nunca acababa de decir otras muchas cosas de cuán gran señor era, que Cortés y todos nosotros estábamos admirados de lo oír; y con todo cuanto contaban de su gran fortaleza y puentes, como somos de tal calidad los soldados españoles, quisiéramos ya estar probando ventura, y aunque nos parecía cosa imposible, según lo señalaba y decía el Olintecle. Y verdaderamente era México muy más fuerte y tenía mayores pertrechos de albarradas que todo lo que decía; porque una cosa es haberlo visto de la manera y fuerzas que tenía, y no como lo escribo; y dijo que era tan gran señor Montezuma, que todo lo que quería señoreaba, y que no sabía si sería contento cuando supiese nuestra estada allí en aquel aposento del pueblo, por nos haber aposentado y dado de comer sin su licencia; y Cortés le dijo con nuestras lenguas: «Pues hágoos saber que nosotros venimos de lejanas tierras por mandado de nuestro rey y señor, que es el emperador don Carlos, de quien son vasallos muchos y grandes señores, y envía a mandar a ese vuestro gran Montezuma que no sacrifique ni mate ningunos indios, ni robe sus vasallos ni tome ningunas tierras, y para que dé la obediencia a nuestro rey y señor; y ahora lo digo asimismo a vos.
Olintecle, y a todos los demás caciques que aquí estáis, que dejéis vuestros sacrificios y no comáis carnes de vuestros prójimos, ni hagáis sodomías, ni las cosas feas que soléis hacer, porque así lo manda nuestro señor Dios, que es el que adoramos y creemos, y nos da la vida y la muerte y nos ha de llevar a los cielos»; y se les declaró otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe, y ellos a todo callaban. Y dijo Cortés a los soldados que allí nos hallamos: «Paréceme, señores, que ya que no podemos hacer otra cosa, que se ponga una cruz.» Y respondió el padre fray Bartolomé de Olmedo: «Paréceme, Señor, que en estos pueblos no es tiempo para dejarles cruz en su poder, porque son algo desvergonzados y sin temor; y como son vasallos de Montezuma, no la quemen o hagan alguna cosa mala; y esto que se les dijo basta hasta que tengan más conocimiento de nuestra santa fe»; y así, se quedó sin poner la cruz. Dejemos esto y de las santas amonestaciones que les hacíamos, y digamos que como llevávamos un lebrel de muy gran cuerpo, que era de Francisco de Lugo, y ladraba mucho de noche, parece ser preguntaban aquellos caciques del pueblo a los amigos que traíamos de Cempoal que si era tigre o león, o cosa con que mataban los indios; y respondieron: «Tráenle para que cuando alguno los enoja los mate.» Y también les preguntaron que aquellas bombardas que traíamos, qué hacíamos con ellas; y respondieron que con unas piedras que metíamos dentro dellas matábamos a quien queríamos; y que los caballos corrían como venados, y alcanzábamos con ellos a quien les mandábamos.
Y dijo el Olintecle y los demás principales: «Luego desa manera teules deben de ser.» Ya he dicho otras veces que a los ídolos o sus dioses o cosas malas llamaban teules. Y respondieron nuestros amigos: «Pues ¡cómo!, ¿ahora lo veis? Mirad que no hagáis cosa con que los enojéis, de luego sabrán, que saben lo que tenéis en el pensamiento; porque estos teules son los que prendieron a los recaudadores del vuestro gran Montezuma, y mandaron que no les diesen más tributo en todas las sierras ni en nuestro pueblo de Cempoal; y éstos son los que nos derrocaron de nuestros templos nuestros teules, y pusieron los suyos, y han vencido los de Tabasco y Cingapacinga. Y además desto, ya habréis visto cómo el gran Montezuma, aunque tiene tantos poderes, les envía oro y mantas, y ahora han venido a este vuestro pueblo y veo que no les dais nada; andad presto y traedles algún presente.» Por manera que traíamos con nosotros buenos echacuervos, porque luego trajeron cuatro pinjantes y tres collares y unas lagartijas, aunque eran de oro todo muy bajo; y más trajeron cuatro indias, que eran buenas para moler pan, y una carga de mantas. Cortés las recibió con alegre voluntad y con grandes ofrecimientos. Acuérdome que tenían en una plaza, adonde estaban unos adoratorios, puestos tantos rimeros de calaveras de muertos, que se podían bien contar, según el concierto con que estaban puestas, que me parece que eran más de cien mil, y digo otra vez sobre cien mil; y en otra parte de la plaza estaban otros tantos rimeros de zancarrones y huesos de muertos que no se podían contar, y tenían en unas vigas muchas cabezas colgadas de una parte a otra, y estaban guardando aquellos huesos y calaveras tres papas que, según entendimos, tenían cargo dellos; de lo cual tuvimos que mirar más después que entramos más la tierra adentro; y en todos los pueblos estaban de aquella manera, e también en lo de Tlascala.
Pasado todo esto que aquí he dicho, acordamos de ir nuestro camino por Tlascala, porque decían nuestros amigos estaban muy cerca, y que los términos estaban allí junto donde tenían puestos por señales unos mojones; y sobre ello se preguntó al cacique Olintecle que cuál era mejor camino y más llano para ir a México; y dijo que por un pueblo muy grande que se decía Cholula; y los de Cempoal dijeron a Cortés: «Señor, no vayáis por Cholula, que son muy traidores y tiene allí siempre Montezuma sus guarniciones de guerra»; y que fuésemos por Tlascala, que eran sus amigos, y enemigos de mexicanos; y así, acordamos de tomar el consejo de los de Cempoal, que Dios lo encaminaba todo; y Cortés demandó luego al Olintecle veinte hombres principales guerreros que fuesen con nosotros, y luego nos los dieron; y otro día de mañana fuimos camino de Tlascala, y llegamos a un pueblezuelo que era de los de Xalacingo, y de allí enviamos por mensajeros dos indios de los principales de Cempoal, de los indios que solían decir muchos bienes y loas de los tlascaltecas y que eran sus amigos, y les enviamos una carta, puesto que sabíamos que no lo entenderían, y también un chapeo de los vedijudos colorados de Flandes, que entonces se usaban; y lo que se hizo diremos adelante
Y después que hubimos comido, Cortés les preguntó con nuestras lenguas de las cosas de su señor Montezuma; y dijo de sus grandes poderes de guerreros que tenla en todas las provincias sujetas, sin otros muchos ejércitos que tenía en las fronteras y provincias comarcanas; y luego dijo de la gran fortaleza de México y cómo estaban fundadas las casas sobre agua, y que de una casa a otro no se podía pasar sino por puentes que tenían hechas y en canoas; y las casas todas de azoteas, y en cada azotea si querían poner mamparos eran fortalezas; y que para entrar dentro en la ciudad que había tres calzadas, y en cada calzada cuatro o cinco aberturas por donde se pasaba el agua de una parte a otra; y en cada una de aquellas aberturas había una puente, y con alzar cualquiera dellas, que son hechas de madera, no pueden entrar en México; y luego dijo del mucho oro y plata y piedras chalchiuites y riquezas que tenía Montezuma, su señor, que nunca acababa de decir otras muchas cosas de cuán gran señor era, que Cortés y todos nosotros estábamos admirados de lo oír; y con todo cuanto contaban de su gran fortaleza y puentes, como somos de tal calidad los soldados españoles, quisiéramos ya estar probando ventura, y aunque nos parecía cosa imposible, según lo señalaba y decía el Olintecle. Y verdaderamente era México muy más fuerte y tenía mayores pertrechos de albarradas que todo lo que decía; porque una cosa es haberlo visto de la manera y fuerzas que tenía, y no como lo escribo; y dijo que era tan gran señor Montezuma, que todo lo que quería señoreaba, y que no sabía si sería contento cuando supiese nuestra estada allí en aquel aposento del pueblo, por nos haber aposentado y dado de comer sin su licencia; y Cortés le dijo con nuestras lenguas: «Pues hágoos saber que nosotros venimos de lejanas tierras por mandado de nuestro rey y señor, que es el emperador don Carlos, de quien son vasallos muchos y grandes señores, y envía a mandar a ese vuestro gran Montezuma que no sacrifique ni mate ningunos indios, ni robe sus vasallos ni tome ningunas tierras, y para que dé la obediencia a nuestro rey y señor; y ahora lo digo asimismo a vos.
Olintecle, y a todos los demás caciques que aquí estáis, que dejéis vuestros sacrificios y no comáis carnes de vuestros prójimos, ni hagáis sodomías, ni las cosas feas que soléis hacer, porque así lo manda nuestro señor Dios, que es el que adoramos y creemos, y nos da la vida y la muerte y nos ha de llevar a los cielos»; y se les declaró otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe, y ellos a todo callaban. Y dijo Cortés a los soldados que allí nos hallamos: «Paréceme, señores, que ya que no podemos hacer otra cosa, que se ponga una cruz.» Y respondió el padre fray Bartolomé de Olmedo: «Paréceme, Señor, que en estos pueblos no es tiempo para dejarles cruz en su poder, porque son algo desvergonzados y sin temor; y como son vasallos de Montezuma, no la quemen o hagan alguna cosa mala; y esto que se les dijo basta hasta que tengan más conocimiento de nuestra santa fe»; y así, se quedó sin poner la cruz. Dejemos esto y de las santas amonestaciones que les hacíamos, y digamos que como llevávamos un lebrel de muy gran cuerpo, que era de Francisco de Lugo, y ladraba mucho de noche, parece ser preguntaban aquellos caciques del pueblo a los amigos que traíamos de Cempoal que si era tigre o león, o cosa con que mataban los indios; y respondieron: «Tráenle para que cuando alguno los enoja los mate.» Y también les preguntaron que aquellas bombardas que traíamos, qué hacíamos con ellas; y respondieron que con unas piedras que metíamos dentro dellas matábamos a quien queríamos; y que los caballos corrían como venados, y alcanzábamos con ellos a quien les mandábamos.
Y dijo el Olintecle y los demás principales: «Luego desa manera teules deben de ser.» Ya he dicho otras veces que a los ídolos o sus dioses o cosas malas llamaban teules. Y respondieron nuestros amigos: «Pues ¡cómo!, ¿ahora lo veis? Mirad que no hagáis cosa con que los enojéis, de luego sabrán, que saben lo que tenéis en el pensamiento; porque estos teules son los que prendieron a los recaudadores del vuestro gran Montezuma, y mandaron que no les diesen más tributo en todas las sierras ni en nuestro pueblo de Cempoal; y éstos son los que nos derrocaron de nuestros templos nuestros teules, y pusieron los suyos, y han vencido los de Tabasco y Cingapacinga. Y además desto, ya habréis visto cómo el gran Montezuma, aunque tiene tantos poderes, les envía oro y mantas, y ahora han venido a este vuestro pueblo y veo que no les dais nada; andad presto y traedles algún presente.» Por manera que traíamos con nosotros buenos echacuervos, porque luego trajeron cuatro pinjantes y tres collares y unas lagartijas, aunque eran de oro todo muy bajo; y más trajeron cuatro indias, que eran buenas para moler pan, y una carga de mantas. Cortés las recibió con alegre voluntad y con grandes ofrecimientos. Acuérdome que tenían en una plaza, adonde estaban unos adoratorios, puestos tantos rimeros de calaveras de muertos, que se podían bien contar, según el concierto con que estaban puestas, que me parece que eran más de cien mil, y digo otra vez sobre cien mil; y en otra parte de la plaza estaban otros tantos rimeros de zancarrones y huesos de muertos que no se podían contar, y tenían en unas vigas muchas cabezas colgadas de una parte a otra, y estaban guardando aquellos huesos y calaveras tres papas que, según entendimos, tenían cargo dellos; de lo cual tuvimos que mirar más después que entramos más la tierra adentro; y en todos los pueblos estaban de aquella manera, e también en lo de Tlascala.
Pasado todo esto que aquí he dicho, acordamos de ir nuestro camino por Tlascala, porque decían nuestros amigos estaban muy cerca, y que los términos estaban allí junto donde tenían puestos por señales unos mojones; y sobre ello se preguntó al cacique Olintecle que cuál era mejor camino y más llano para ir a México; y dijo que por un pueblo muy grande que se decía Cholula; y los de Cempoal dijeron a Cortés: «Señor, no vayáis por Cholula, que son muy traidores y tiene allí siempre Montezuma sus guarniciones de guerra»; y que fuésemos por Tlascala, que eran sus amigos, y enemigos de mexicanos; y así, acordamos de tomar el consejo de los de Cempoal, que Dios lo encaminaba todo; y Cortés demandó luego al Olintecle veinte hombres principales guerreros que fuesen con nosotros, y luego nos los dieron; y otro día de mañana fuimos camino de Tlascala, y llegamos a un pueblezuelo que era de los de Xalacingo, y de allí enviamos por mensajeros dos indios de los principales de Cempoal, de los indios que solían decir muchos bienes y loas de los tlascaltecas y que eran sus amigos, y les enviamos una carta, puesto que sabíamos que no lo entenderían, y también un chapeo de los vedijudos colorados de Flandes, que entonces se usaban; y lo que se hizo diremos adelante
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CapÍtulo LXII
Cómo se determinó que fuésemos por Tlascala, y les enviábamos mensajeros para que tuviesen por bien nuestra ida por su tierra, y cómo prendieron a los mensajeros, y lo que más se hizo
Como salimos de Castilblanco, y fuimos por nuestro camino, los corredores del campo siempre delante y muy apercibidos, en gran concierto los escopeteros y ballesteros, como convenía, y los de a caballo mucho mejor, y siempre nuestras armas vestidas, como lo teníamos de costumbre.
Dejemos esto; no sé para qué gasto más palabras sobre ello, sino que estábamos tan apercibidos, así de día como de noche, que si diesen la arma diez veces, en aquel punto nos hallaran muy puestos, calzados nuestros alpargates, y las espadas y rodelas y lanzas puesto todo muy a mano; y con aquesta orden llegamos a un pueblezuelo de Xalacingo, y allí nos dieron un collar de oro y unas mantas y dos indias, y desde aquel pueblo enviamos dos mensajeros principales de los de Cempoal a Tlascala con una carta y con un chapeo vedijudo de Flandes, colorado, que se usaban entonces, y puesto que la carta bien entendimos que no la sabrían leer, sino que como viesen el papel diferenciado de lo suyo, conocerían que era de mensajería; y lo que les enviamos a decir con los mensajeros como íbamos a su pueblo, y que lo tuviesen por bien, que no les íbamos a hacer enojo, sino tenerlos por amigos; y esto fue porque en aquel pueblezuelo nos certificaron que toda Tlascala estaba puesta en armas contra nosotros, porque, según pareció, ya tenían noticias cómo íbamos y que llevábamos con nosotros muchos amigos, así de Cempoal como los de Zototlán y de otros pueblos por donde habíamos pasado, y todos solían dar tributo a Montezuma, tuvieron por cierto que íbamos contra ellos, porque les tenían por enemigos; y como otras veces los mexicanos con mañas y cautelas les entraban en la tierra y se la saqueaban, así creyeron querían hacer ahora; por manera que luego como llegaron los dos nuestros mensajeros con la carta y el chapeo, y comenzaron a decir su embajada, los mandaron prender sin ser más oídos, y estuvimos aguardando respuesta aquel día y otro; y como no venían, después de haber hablado Cortés a los principales de aquel pueblo, y dicho las cosas que convenían decir acerca de nuestra santa fe, y cómo éramos vasallos de nuestro rey y señor, que nos envió a estas partes para quitar que no sacrifiquen y no maten hombres ni coman carne humana, ni hagan las torpedades que suelen hacer; y les dijo otras muchas cosas que en los más pueblos por donde pasábamos les solíamos decir, y después de muchos ofrecimientos que les hizo que les ayudaría, les demandó veinte indios de guerra que fuesen con nosotros, y ellos nos los dieron de buena voluntad, y con la buena ventura, encomendándonos a Dios, partimos otro día para Tlascala; e yendo por nuestro camino con el concierto que ya he dicho, vienen nuestros mensajeros que tenían presos: que parece ser, como andaban revueltos en la guerra los indios que los tenían a cargo y guarda, se descuidaron, y de hecho, como eran amigos, los soltaron de las prisiones; y vinieron tan medrosos de lo que habían visto e oído, que no lo acertaban a decir; porque, según dijeron, cuando estaban presos los amanezaban y decían: «Ahora hemos de matar a esos que llamáis teules y comer sus carnes, y veremos si son tan esforzados como publicáis, y también comeremos vuestras carnes, pues venís con traiciones y con embustes de aquel traidor de Montezuma»; y por más que les decían los mensajeros, que éramos contra los mexicanos, que a todos los tlascaltecas los teníamos por hermanos, no aprovechaban nada sus razones; y cuando Cortés y todos nosotros entendíamos aquellas soberbias palabras, y cómo estaban de guerra; puesto que nos dio bien que pensar en ello, dijimos todos: «Pues que así es, adelante en buena hora»; encomendándonos a Dios, y nuestra bandera tendida, que llevaba el alférez Corral; porque ciertamente nos certificaron los indios del pueblezuelo donde dormimos, que habían de salir al camino a nos defender la entrada en Tlascala; y asimismo nos los dijeron los de Cempoal, como dicho tengo.
Pues yendo desta manera que he dicho, siempre íbamos hablando cómo habían de entrar y salir los de a caballo a media rienda y las lanzas algo terciadas, y de tres en tres porque se ayudasen; e que cuando rompiésemos por los escuadrones, que llevasen las lanzas por las caras y no parasen a dar lanzadas, porque no les echasen mano dellas, y que si acaeciese que les echasen mano, que con toda fuerza la tuviesen, y debajo del brazo se ayudasen, y poniendo espuelas con la furia del caballo, se la tornarían a sacar o llevarían al indio arrastrando. Dirán ahora que para qué tanta diligencia sin ver contrarios guerreros que nos acometiesen. A esto respondo, y digo que decía Cortés: «Mirad, señores compañeros, ya veis que somos pocos hemos de estar siempre tan apercibidos y aparejados como si ahora viésemos venir los contrarios a pelear, y no solamente verlos venir, sino hacer cuenta que estamos ya en la batalla con ellos; y que, como acaece muchas veces que echan mano de la lanza, por eso hemos de estar avisados para el tal menester, así dello como de otras cosas que convienen en lo militar; que ya bien he entendido que en el pelear no tenemos necesidad de aviso, porque he conocido que por bien que yo lo quiera decir, lo haréis muy más animosamente». Y desta manera caminamos obra de dos leguas, y hallamos una fuerza bien fuerte hecha de cal y canto y de otro betún tan recio, que con picos de hierro era forzoso deshacerla, y hecha de tal manera, que para defensa era harto recia de tomar; y detuvímonos a mirar en ella, y preguntó Cortés a los indios de Zocotlan que a qué fin tenían aquella fuerza hecha de aquella manera; y dijeron que, como entre su señor Montezuma y los de Tlascala tenían guerras a la continua, que los tlascaltecas para defender mejor sus pueblos la habían hecho tan fuerte, porque ya aquella es su tierra; y reparamos un rato, y nos dio bien que pensar en ello y en la fortaleza.
Y Cortés, dijo: «Señores, sigamos nuestra bandera, que es la señal de la santa cruz, que con ella venceremos». Y todos a una le respondimos que vamos mucho en buen hora, que Dios es fuerza verdadera; y así, comenzamos a caminar con el concierto que he dicho, y no muy lejos vieron nuestros corredores del campo hasta obra de treinta indios que estaban por espías, y tenían espadas de dos manos, rodelas, lanzas y penachos, y las espadas son de pedernales, que cortan más que navajas, puestas de arte que no se pueden quebrar ni quitar las navajas, y son largas como montantes, y tenían sus divisas y penachos; y como nuestros corredores del campo los vieron, volvieron a dar mandado. Y Cortés mandó a los mismos de a caballo que corriesen tras ellos y que procurasen tomar algunos sin heridas; y luego envió otros cinco de a caballo, porque si hubiese alguna celada, para que se ayudasen; y con todo nuestro ejército dimos priesa y el paso largo, y con gran concierto, porque los amigos que teníamos nos dijeron que ciertamente traían gran copia de guerreros en celadas; y desque los treinta indios que estaban por espías vieron que los de a caballo iban hacia ellos y los llamaban con la mano, no quisieron aguardar, hasta que los alcanzaron y quisieron tomar a algunos dellos; mas defendiéronse muy bien, que con los montantes y sus lanzas hirieron los caballos; y cuando los nuestros vieron tan bravosamente pelear, y sus caballos heridos, procuraron de hacer lo que eran obligados, y mataron cinco dellos; y estando en esto, viene muy de presto y con gran furia un escuadrón de tlascaltecas, que estaba en celada, de más de tres mil dellos, y comenzaron a flechar en todos los nuestros de a caballo, que ya estaban juntos todos, y dan una refriega; y en este instante llegamos con nuestra artillería, escopetas y ballestas, y poco a poco comenzaron a volver las espaldas, puesto que se detuvieron buen rato peleando con buen concierto; y en aquel encuentro hirieron a cuatro de los nuestros, y paréceme que desde allí a pocos días murió el uno de las heridas; y como era tarde, se fueron los tlascaltecas recogiendo, y no los seguimos; y quedaron muertos hasta diez y siete dellos, sin muchos heridos; y desde aquellas sierras pasamos adelante, y era llano y había muchas casas de labranza de maíz y magüeyales, que es de lo que hacen el vino; y dormimos cabe un arroyo, y con el unto de un indio gordo que allí matamos, que se abrió, se curaron los heridos; que aceite no lo había, y tuvimos muy bien de cenar de unos perrillos que ellos crían, puesto que estaban todas las casas despobladas, y alzado el hato, y aunque los perrillos llevaban consigo, de noche se volvían a sus casas, y allí los apañábamos, que era harto buen mantenimiento; y estuvimos toda la noche muy a punto con escuchas y buenas rondas y corredores del campo, y los caballos ensillados y enfrentados, por temor no diesen sobre nosotros.
Y quedarse ha aquí, y diré las guerras que nos dieron.
Dejemos esto; no sé para qué gasto más palabras sobre ello, sino que estábamos tan apercibidos, así de día como de noche, que si diesen la arma diez veces, en aquel punto nos hallaran muy puestos, calzados nuestros alpargates, y las espadas y rodelas y lanzas puesto todo muy a mano; y con aquesta orden llegamos a un pueblezuelo de Xalacingo, y allí nos dieron un collar de oro y unas mantas y dos indias, y desde aquel pueblo enviamos dos mensajeros principales de los de Cempoal a Tlascala con una carta y con un chapeo vedijudo de Flandes, colorado, que se usaban entonces, y puesto que la carta bien entendimos que no la sabrían leer, sino que como viesen el papel diferenciado de lo suyo, conocerían que era de mensajería; y lo que les enviamos a decir con los mensajeros como íbamos a su pueblo, y que lo tuviesen por bien, que no les íbamos a hacer enojo, sino tenerlos por amigos; y esto fue porque en aquel pueblezuelo nos certificaron que toda Tlascala estaba puesta en armas contra nosotros, porque, según pareció, ya tenían noticias cómo íbamos y que llevábamos con nosotros muchos amigos, así de Cempoal como los de Zototlán y de otros pueblos por donde habíamos pasado, y todos solían dar tributo a Montezuma, tuvieron por cierto que íbamos contra ellos, porque les tenían por enemigos; y como otras veces los mexicanos con mañas y cautelas les entraban en la tierra y se la saqueaban, así creyeron querían hacer ahora; por manera que luego como llegaron los dos nuestros mensajeros con la carta y el chapeo, y comenzaron a decir su embajada, los mandaron prender sin ser más oídos, y estuvimos aguardando respuesta aquel día y otro; y como no venían, después de haber hablado Cortés a los principales de aquel pueblo, y dicho las cosas que convenían decir acerca de nuestra santa fe, y cómo éramos vasallos de nuestro rey y señor, que nos envió a estas partes para quitar que no sacrifiquen y no maten hombres ni coman carne humana, ni hagan las torpedades que suelen hacer; y les dijo otras muchas cosas que en los más pueblos por donde pasábamos les solíamos decir, y después de muchos ofrecimientos que les hizo que les ayudaría, les demandó veinte indios de guerra que fuesen con nosotros, y ellos nos los dieron de buena voluntad, y con la buena ventura, encomendándonos a Dios, partimos otro día para Tlascala; e yendo por nuestro camino con el concierto que ya he dicho, vienen nuestros mensajeros que tenían presos: que parece ser, como andaban revueltos en la guerra los indios que los tenían a cargo y guarda, se descuidaron, y de hecho, como eran amigos, los soltaron de las prisiones; y vinieron tan medrosos de lo que habían visto e oído, que no lo acertaban a decir; porque, según dijeron, cuando estaban presos los amanezaban y decían: «Ahora hemos de matar a esos que llamáis teules y comer sus carnes, y veremos si son tan esforzados como publicáis, y también comeremos vuestras carnes, pues venís con traiciones y con embustes de aquel traidor de Montezuma»; y por más que les decían los mensajeros, que éramos contra los mexicanos, que a todos los tlascaltecas los teníamos por hermanos, no aprovechaban nada sus razones; y cuando Cortés y todos nosotros entendíamos aquellas soberbias palabras, y cómo estaban de guerra; puesto que nos dio bien que pensar en ello, dijimos todos: «Pues que así es, adelante en buena hora»; encomendándonos a Dios, y nuestra bandera tendida, que llevaba el alférez Corral; porque ciertamente nos certificaron los indios del pueblezuelo donde dormimos, que habían de salir al camino a nos defender la entrada en Tlascala; y asimismo nos los dijeron los de Cempoal, como dicho tengo.
Pues yendo desta manera que he dicho, siempre íbamos hablando cómo habían de entrar y salir los de a caballo a media rienda y las lanzas algo terciadas, y de tres en tres porque se ayudasen; e que cuando rompiésemos por los escuadrones, que llevasen las lanzas por las caras y no parasen a dar lanzadas, porque no les echasen mano dellas, y que si acaeciese que les echasen mano, que con toda fuerza la tuviesen, y debajo del brazo se ayudasen, y poniendo espuelas con la furia del caballo, se la tornarían a sacar o llevarían al indio arrastrando. Dirán ahora que para qué tanta diligencia sin ver contrarios guerreros que nos acometiesen. A esto respondo, y digo que decía Cortés: «Mirad, señores compañeros, ya veis que somos pocos hemos de estar siempre tan apercibidos y aparejados como si ahora viésemos venir los contrarios a pelear, y no solamente verlos venir, sino hacer cuenta que estamos ya en la batalla con ellos; y que, como acaece muchas veces que echan mano de la lanza, por eso hemos de estar avisados para el tal menester, así dello como de otras cosas que convienen en lo militar; que ya bien he entendido que en el pelear no tenemos necesidad de aviso, porque he conocido que por bien que yo lo quiera decir, lo haréis muy más animosamente». Y desta manera caminamos obra de dos leguas, y hallamos una fuerza bien fuerte hecha de cal y canto y de otro betún tan recio, que con picos de hierro era forzoso deshacerla, y hecha de tal manera, que para defensa era harto recia de tomar; y detuvímonos a mirar en ella, y preguntó Cortés a los indios de Zocotlan que a qué fin tenían aquella fuerza hecha de aquella manera; y dijeron que, como entre su señor Montezuma y los de Tlascala tenían guerras a la continua, que los tlascaltecas para defender mejor sus pueblos la habían hecho tan fuerte, porque ya aquella es su tierra; y reparamos un rato, y nos dio bien que pensar en ello y en la fortaleza.
Y Cortés, dijo: «Señores, sigamos nuestra bandera, que es la señal de la santa cruz, que con ella venceremos». Y todos a una le respondimos que vamos mucho en buen hora, que Dios es fuerza verdadera; y así, comenzamos a caminar con el concierto que he dicho, y no muy lejos vieron nuestros corredores del campo hasta obra de treinta indios que estaban por espías, y tenían espadas de dos manos, rodelas, lanzas y penachos, y las espadas son de pedernales, que cortan más que navajas, puestas de arte que no se pueden quebrar ni quitar las navajas, y son largas como montantes, y tenían sus divisas y penachos; y como nuestros corredores del campo los vieron, volvieron a dar mandado. Y Cortés mandó a los mismos de a caballo que corriesen tras ellos y que procurasen tomar algunos sin heridas; y luego envió otros cinco de a caballo, porque si hubiese alguna celada, para que se ayudasen; y con todo nuestro ejército dimos priesa y el paso largo, y con gran concierto, porque los amigos que teníamos nos dijeron que ciertamente traían gran copia de guerreros en celadas; y desque los treinta indios que estaban por espías vieron que los de a caballo iban hacia ellos y los llamaban con la mano, no quisieron aguardar, hasta que los alcanzaron y quisieron tomar a algunos dellos; mas defendiéronse muy bien, que con los montantes y sus lanzas hirieron los caballos; y cuando los nuestros vieron tan bravosamente pelear, y sus caballos heridos, procuraron de hacer lo que eran obligados, y mataron cinco dellos; y estando en esto, viene muy de presto y con gran furia un escuadrón de tlascaltecas, que estaba en celada, de más de tres mil dellos, y comenzaron a flechar en todos los nuestros de a caballo, que ya estaban juntos todos, y dan una refriega; y en este instante llegamos con nuestra artillería, escopetas y ballestas, y poco a poco comenzaron a volver las espaldas, puesto que se detuvieron buen rato peleando con buen concierto; y en aquel encuentro hirieron a cuatro de los nuestros, y paréceme que desde allí a pocos días murió el uno de las heridas; y como era tarde, se fueron los tlascaltecas recogiendo, y no los seguimos; y quedaron muertos hasta diez y siete dellos, sin muchos heridos; y desde aquellas sierras pasamos adelante, y era llano y había muchas casas de labranza de maíz y magüeyales, que es de lo que hacen el vino; y dormimos cabe un arroyo, y con el unto de un indio gordo que allí matamos, que se abrió, se curaron los heridos; que aceite no lo había, y tuvimos muy bien de cenar de unos perrillos que ellos crían, puesto que estaban todas las casas despobladas, y alzado el hato, y aunque los perrillos llevaban consigo, de noche se volvían a sus casas, y allí los apañábamos, que era harto buen mantenimiento; y estuvimos toda la noche muy a punto con escuchas y buenas rondas y corredores del campo, y los caballos ensillados y enfrentados, por temor no diesen sobre nosotros.
Y quedarse ha aquí, y diré las guerras que nos dieron.
CapÍtulo LXIII
De las guerras y batallas muy peligrosas que tuvimos con los tlascaltecas, y de lo que más pasó
Otro día, después de habernos encomendado a Dios, partimos de allí muy concertados todos nuestros escuadrones, y los de a caballo muy avisados e cómo habían de entrar rompiendo y salir; y en todo caso procurar que no nos rompiesen ni nos apartasen unos de otros; e yendo así como dicho tengo, viénense a encontrar con nosotros dos escuadrones, que habría seis mil, con grandes gritas, atambores y trompetas, y flechando y tirando varas, y haciendo como fuertes guerreros. Cortés mandó que estuviésemos quedos, y con tres prisioneros que les habíamos tomado el día antes les enviamos a decir y a requerir que no nos diesen guerra, que los queremos tener por hermanos; y dijo a uno de nuestros soldados, que se decía Diego de Godoy, que era escribano de su majestad, mirase lo que pasaba, y diese testimonio dello si se hubiese menester, porque en algún tiempo no nos demandasen las muertes y daños que se recreciesen, pues les requeríamos con la paz; y como les hablaron los tres prisioneros que les enviábamos, mostráronse muy más recios y nos daban tanta guerra, que no les podíamos sufrir. Entonces dijo Cortés: «Santiago y a ellos»; y de hecho arremetimos de manera, que les matamos y herimos muchas de sus gentes con los tiros, y entre ellos tres capitanes.
íbanse retrayendo hacia unos arcabuezos, donde estaban en celada sobre más de cuarenta mil guerreros con su capitán general, que se decía Xicotenga, y con sus divisas de blanco y colorado, porque aquella divisa y librea era de aquel Xicotenga; y como había allí unas quebradas, no nos podíamos aprovechar de los caballos, y con mucho concierto los pasamos. Al pasar tuvimos muy gran peligro, porque se aprovechaban de su buen flechar, y con sus lanzas y montantes nos hacían mala obra, y aun las hondas y piedras como granizo eran harto malas; y como nos vimos en lo llano con los caballos y artillería, nos lo pagaban, que matábamos muchos; mas no osábamos deshacer nuestro escuadrón, porque el soldado que en algo se desmandaba para seguir algunos indios de los montantes o capitanes, luego era herido y corría gran peligro. Y andando en estas batallas, nos cercan por todas partes, que no nos podíamos valer poco ni mucho; que no osábamos arremeter a ellos si no era todos juntos, porque no nos desconcertasen y rompiesen; y si arremetíamos como dicho tengo, hallábamos sobre veinte escuadrones sobre nosotros, que nos resistían; y estaban nuestras vidas en mucho peligro, porque eran tantos guerreros, que a puñados de tierra nos cegaran, sino que la gran misericordia de Dios nos socorría y nos guardaba. Y andando en estas priesas entre aquellos grandes guerreros y sus temerosos montantes, parece ser acordaron de se Juntar muchos dellos y de mayores fuerzas para tomar a manos algún caballo, y lo pusieron por obra, y arremetieron, y echan mano a una muy buena yegua y bien revuelta, de juego y de carrera, y el caballero que en ella iba muy buen jinete, que se decía Pedro de Morón; y como entró rompiendo con otros tres de a caballo entre los escuadrones de los contrarios, porque así les era mandado, porque se ayudasen unos a otros, échanle mano de la lanza, que no la pudo sacar, y otros le dan de cuchilladas con los montantes y le hirieron malamente, y entonces dieron una cuchillada a la yegua, que le cortaron el pescuezo en redondo, y allí quedó muerta; y si de presto no socorrieran los dos compañeros de a caballo al Pedro de Morón, también le acabaran de matar ¡pues quizá podíamos con todo nuestro escuadrón ayudarle! Digo otra vez que por temor que nos desbaratasen o acabasen de desbaratar, no podíamos ir ni a una parte ni a otra; que harto teníamos que sustentar no nos llevasen de vencida, que estábamos muy en peligro; y todavía acudíamos a la presa de la yegua, y tuvimos lugar de salvar al Morón y quitársele de su poder, que ya le llevaban medio muerto; y cortamos la cincha de la yegua, porque no se quedase allí la silla; y allí en aquel socorro hirieron diez de los nuestros; y tengo en mí que matamos entonces cuatro capitanes, porque andábamos juntos pie con pie, y con las espadas les hacíamos mucho daño; porque como aquello pasó se comenzaron a retirar y llevaron la yegua, la cual hicieron pedazos para mostrar en todos los pueblos de Tlascala; y después supimos que habían ofrecido a sus ídolos las herraduras y el chapeo de Flandes vedijudo, y las dos cartas que les enviamos para que viniesen de paz.
La yegua que mataron era de un Juan Sedeño; y porque en aquella sazón estaba herido el Sedeño de tres heridas del día antes, por esta causa se la dio al Morón, que era muy buen jinete, y murió el Morón entonces de allí a dos días de las heridas, porque no me acuerdo verle más. Volvamos a nuestra batalla: que, como había bien una hora que estábamos en las rencillas peleando, y los tiros les debían de hacer mucho mal; porque, como eran muchos, andaban tan juntos, que por fuerza les habían de llevar copia dellos; pues los de a caballo, escopetas, ballestas, espadas, rodelas y lanzas, todos a una peleábamos como valientes soldados por salvar nuestras vidas y hacer lo que éramos obligados, porque ciertamente las teníamos en grande peligro, cual nunca estuvieron, y a lo que después supimos, en aquella batalla les matamos muchos indios, y entre ellos ocho capitanes muy principales, hijos de los viejos caciques que estaban en el pueblo cabecera mayor; a esta causa se retrajeron con muy buen concierto, y a nosotros que no nos pesó dello; y no los seguimos porque no nos podíamos tener en los pies, de cansados; allí nos quedamos en aquel pueblezuelo, que todos aquellos campos estaban muy poblados, y aun tenían hechas otras casas debajo de tierra como cuevas, en que vivían muchos indios; y llamábase donde pasó esta batalla Tehuacingo o Tehuacacingo, y fue dada en 2 días del mes de septiembre de 1519 años; y desque nos vimos con victoria, dimos muchas gracias a Dios, que nos libró de tan grandes peligros; y desde allí nos retrajimos luego a unos cues que estaban buenos y altos como en fortaleza, y con el unto del indio que ya he dicho otras veces se curaron nuestros soldados, que fueron quince, y murió uno de las heridas; y también se curaron cuatro o cinco caballos que estaban heridos.
Y reposamos y cenamos muy bien aquella noche, porque teníamos muchas gallinas y perrillos que hubimos en aquellas casas; con muy buen recaudo de escuchas y rondas y los corredores del campo, y descansamos hasta otro día por la mañana. En aquesta batalla tomamos y prendimos quince indios y los dos dellos principales; y una cosa tenían los tlascaltecas en esta batalla y en todas las demás, que en hiriéndoles cualquiera indio, luego lo llevaban, y no podíamos ver los muertos.
íbanse retrayendo hacia unos arcabuezos, donde estaban en celada sobre más de cuarenta mil guerreros con su capitán general, que se decía Xicotenga, y con sus divisas de blanco y colorado, porque aquella divisa y librea era de aquel Xicotenga; y como había allí unas quebradas, no nos podíamos aprovechar de los caballos, y con mucho concierto los pasamos. Al pasar tuvimos muy gran peligro, porque se aprovechaban de su buen flechar, y con sus lanzas y montantes nos hacían mala obra, y aun las hondas y piedras como granizo eran harto malas; y como nos vimos en lo llano con los caballos y artillería, nos lo pagaban, que matábamos muchos; mas no osábamos deshacer nuestro escuadrón, porque el soldado que en algo se desmandaba para seguir algunos indios de los montantes o capitanes, luego era herido y corría gran peligro. Y andando en estas batallas, nos cercan por todas partes, que no nos podíamos valer poco ni mucho; que no osábamos arremeter a ellos si no era todos juntos, porque no nos desconcertasen y rompiesen; y si arremetíamos como dicho tengo, hallábamos sobre veinte escuadrones sobre nosotros, que nos resistían; y estaban nuestras vidas en mucho peligro, porque eran tantos guerreros, que a puñados de tierra nos cegaran, sino que la gran misericordia de Dios nos socorría y nos guardaba. Y andando en estas priesas entre aquellos grandes guerreros y sus temerosos montantes, parece ser acordaron de se Juntar muchos dellos y de mayores fuerzas para tomar a manos algún caballo, y lo pusieron por obra, y arremetieron, y echan mano a una muy buena yegua y bien revuelta, de juego y de carrera, y el caballero que en ella iba muy buen jinete, que se decía Pedro de Morón; y como entró rompiendo con otros tres de a caballo entre los escuadrones de los contrarios, porque así les era mandado, porque se ayudasen unos a otros, échanle mano de la lanza, que no la pudo sacar, y otros le dan de cuchilladas con los montantes y le hirieron malamente, y entonces dieron una cuchillada a la yegua, que le cortaron el pescuezo en redondo, y allí quedó muerta; y si de presto no socorrieran los dos compañeros de a caballo al Pedro de Morón, también le acabaran de matar ¡pues quizá podíamos con todo nuestro escuadrón ayudarle! Digo otra vez que por temor que nos desbaratasen o acabasen de desbaratar, no podíamos ir ni a una parte ni a otra; que harto teníamos que sustentar no nos llevasen de vencida, que estábamos muy en peligro; y todavía acudíamos a la presa de la yegua, y tuvimos lugar de salvar al Morón y quitársele de su poder, que ya le llevaban medio muerto; y cortamos la cincha de la yegua, porque no se quedase allí la silla; y allí en aquel socorro hirieron diez de los nuestros; y tengo en mí que matamos entonces cuatro capitanes, porque andábamos juntos pie con pie, y con las espadas les hacíamos mucho daño; porque como aquello pasó se comenzaron a retirar y llevaron la yegua, la cual hicieron pedazos para mostrar en todos los pueblos de Tlascala; y después supimos que habían ofrecido a sus ídolos las herraduras y el chapeo de Flandes vedijudo, y las dos cartas que les enviamos para que viniesen de paz.
La yegua que mataron era de un Juan Sedeño; y porque en aquella sazón estaba herido el Sedeño de tres heridas del día antes, por esta causa se la dio al Morón, que era muy buen jinete, y murió el Morón entonces de allí a dos días de las heridas, porque no me acuerdo verle más. Volvamos a nuestra batalla: que, como había bien una hora que estábamos en las rencillas peleando, y los tiros les debían de hacer mucho mal; porque, como eran muchos, andaban tan juntos, que por fuerza les habían de llevar copia dellos; pues los de a caballo, escopetas, ballestas, espadas, rodelas y lanzas, todos a una peleábamos como valientes soldados por salvar nuestras vidas y hacer lo que éramos obligados, porque ciertamente las teníamos en grande peligro, cual nunca estuvieron, y a lo que después supimos, en aquella batalla les matamos muchos indios, y entre ellos ocho capitanes muy principales, hijos de los viejos caciques que estaban en el pueblo cabecera mayor; a esta causa se retrajeron con muy buen concierto, y a nosotros que no nos pesó dello; y no los seguimos porque no nos podíamos tener en los pies, de cansados; allí nos quedamos en aquel pueblezuelo, que todos aquellos campos estaban muy poblados, y aun tenían hechas otras casas debajo de tierra como cuevas, en que vivían muchos indios; y llamábase donde pasó esta batalla Tehuacingo o Tehuacacingo, y fue dada en 2 días del mes de septiembre de 1519 años; y desque nos vimos con victoria, dimos muchas gracias a Dios, que nos libró de tan grandes peligros; y desde allí nos retrajimos luego a unos cues que estaban buenos y altos como en fortaleza, y con el unto del indio que ya he dicho otras veces se curaron nuestros soldados, que fueron quince, y murió uno de las heridas; y también se curaron cuatro o cinco caballos que estaban heridos.
Y reposamos y cenamos muy bien aquella noche, porque teníamos muchas gallinas y perrillos que hubimos en aquellas casas; con muy buen recaudo de escuchas y rondas y los corredores del campo, y descansamos hasta otro día por la mañana. En aquesta batalla tomamos y prendimos quince indios y los dos dellos principales; y una cosa tenían los tlascaltecas en esta batalla y en todas las demás, que en hiriéndoles cualquiera indio, luego lo llevaban, y no podíamos ver los muertos.
CapÍtulo LXIV
Cómo tuvimos nuestro real asentado en unos pueblos y caseríos que se dicen Teoacingo o Teuacingo, y lo que allí hicimos
Como nos sentimos muy trabajados de las batallas pasadas y estaban muchos soldados y caballos heridos, y teníamos necesidad de adobar las ballestas y alistar almacén de saetas, estuvimos un día sin hacer cosa que de contar sea; y otro día por la mañana dijo Cortés que sería bueno ir a correr el campo con los de a caballo que estaban buenos para ello, porque no pensasen los tlascaltecas que dejábamos de guerrear por la batalla pasada, y porque viesen que siempre los habíamos de seguir; y el día pasado, como he dicho, habíamos estado sin salirlos a buscar, e que era mejor irles nosotros a acometer que ellos a nosotros, porque no sintiesen nuestra flaqueza; y porque aquel campo es muy llano y muy poblado. Por manera que con siete de a caballo y pocos ballesteros y escopeteros, y obra de doscientos soldados y con nuestros amigos, salimos y dejamos en el real buen recaudo, según nuestra posibilidad, y por las casas y pueblos por donde íbamos prendimos hasta veinte indios e indias sin hacerles ningún mal; y los amigos, como son crueles, quemaron muchas casas y trajeron bien de comer gallinas.
y perrillos; y luego nos volvimos al real, que era cerca. Y acordó Cortés de soltar los prisioneros, y se les dio primero de comer, y doña Marina y Aguilar les halagaron y dieron cuentas, y les dijeron que no fuesen más locos, e que viniesen de paz que nosotros les queremos ayudar y tener por hermanos: y entonces también soltamos los dos prisioneros primeros, que eran principales, y se les dio otra carta para que fuesen a decir a los caciques mayores, que estaban en el pueblo cabecera de todos los demás pueblos de aquella provincia, que no les veníamos a hacer mal ni enojo, sino para pasar por su tierra e ir a México a hablar a Montezuma; y los dos mensajeros fueron al real de Xicotenga, que estaba de allí obra de dos leguas, en unos pueblos y casas que me parece que se llamaban Tecuacinpacingo; y como les dieron la carta y dijeron nuestra embajada, la respuesta que les dio su capitán Xicotenga «el mozo» fue que fuésemos a su pueblo, adonde está su padre; que allá harían las paces con hartarse de nuestras carnes y honrar sus dioses con nuestros corazones y sangre, e que para otro día de mañana veríamos su respuesta; y cuando Cortés y todos nosotros oímos aquellas tan soberbias palabras, como estábamos hostigados de las pasadas batallas e encuentros, verdaderamente no lo tuvimos por bueno, y a aquellos mensajeros halagó Cortés con blandas palabras, porque les pareció que habían perdido el miedo, y les mandó dar unos sartalejos de cuentas, y esto para tornarles a enviar por mensajeros sobre la paz.
Entonces se informó muy por extenso cómo y de qué manera estaba el capitán Xicotenga, y qué poderes tenía consigo, y le dijeron que tenía muy más gente que la otra vez cuando nos dio guerra, porque traía cinco capitanes consigo, y que cada capitanía traía diez mil guerreros. Fue desta manera que lo contaba, que de la parcialidad de Xicotenga, que ya no veía de viejo, padre del mismo capitán venían diez mil, y de la parte de otro gran cacique que se decía Mase-Escaci, otros diez mil, y de otro gran principal que se decía Chichimecatecle, otros tantos, y de otro gran cacique señor de Topeyanco, que se decía Tecapaneca cincuenta mil, e de otro cacique que se decía Guaxocingo, otros diez mil; por manera que eran a la cuenta cincuenta mil, y que habían de sacar su bandera y seña, que era un ave blanca, tendidas las alas como que quería volar, que parece como avestruz, y cada capitán con su divisa y librea; porque cada cacique así las tenía diferenciadas. Digamos ahora como en nuestra Castilla tienen los duques y condes; y todo esto que aquí he dicho tuvímoslo por muy cierto, porque ciertos indios de los que tuvimos presos, que soltamos aquel día, lo decían muy claramente, aunque no eran creídos. Y cuando aquello vimos, como somos hombres y temíamos la muerte, muchos de nosotros y aun todos los más, nos confesamos con el padre de la Merced y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvieron en oír de penitencia y encomendándonos a Dios que nos librase no fuésemos vencidos; y desta manera pasamos hasta otro día; y la batalla que nos dieron, aquí lo diré.
y perrillos; y luego nos volvimos al real, que era cerca. Y acordó Cortés de soltar los prisioneros, y se les dio primero de comer, y doña Marina y Aguilar les halagaron y dieron cuentas, y les dijeron que no fuesen más locos, e que viniesen de paz que nosotros les queremos ayudar y tener por hermanos: y entonces también soltamos los dos prisioneros primeros, que eran principales, y se les dio otra carta para que fuesen a decir a los caciques mayores, que estaban en el pueblo cabecera de todos los demás pueblos de aquella provincia, que no les veníamos a hacer mal ni enojo, sino para pasar por su tierra e ir a México a hablar a Montezuma; y los dos mensajeros fueron al real de Xicotenga, que estaba de allí obra de dos leguas, en unos pueblos y casas que me parece que se llamaban Tecuacinpacingo; y como les dieron la carta y dijeron nuestra embajada, la respuesta que les dio su capitán Xicotenga «el mozo» fue que fuésemos a su pueblo, adonde está su padre; que allá harían las paces con hartarse de nuestras carnes y honrar sus dioses con nuestros corazones y sangre, e que para otro día de mañana veríamos su respuesta; y cuando Cortés y todos nosotros oímos aquellas tan soberbias palabras, como estábamos hostigados de las pasadas batallas e encuentros, verdaderamente no lo tuvimos por bueno, y a aquellos mensajeros halagó Cortés con blandas palabras, porque les pareció que habían perdido el miedo, y les mandó dar unos sartalejos de cuentas, y esto para tornarles a enviar por mensajeros sobre la paz.
Entonces se informó muy por extenso cómo y de qué manera estaba el capitán Xicotenga, y qué poderes tenía consigo, y le dijeron que tenía muy más gente que la otra vez cuando nos dio guerra, porque traía cinco capitanes consigo, y que cada capitanía traía diez mil guerreros. Fue desta manera que lo contaba, que de la parcialidad de Xicotenga, que ya no veía de viejo, padre del mismo capitán venían diez mil, y de la parte de otro gran cacique que se decía Mase-Escaci, otros diez mil, y de otro gran principal que se decía Chichimecatecle, otros tantos, y de otro gran cacique señor de Topeyanco, que se decía Tecapaneca cincuenta mil, e de otro cacique que se decía Guaxocingo, otros diez mil; por manera que eran a la cuenta cincuenta mil, y que habían de sacar su bandera y seña, que era un ave blanca, tendidas las alas como que quería volar, que parece como avestruz, y cada capitán con su divisa y librea; porque cada cacique así las tenía diferenciadas. Digamos ahora como en nuestra Castilla tienen los duques y condes; y todo esto que aquí he dicho tuvímoslo por muy cierto, porque ciertos indios de los que tuvimos presos, que soltamos aquel día, lo decían muy claramente, aunque no eran creídos. Y cuando aquello vimos, como somos hombres y temíamos la muerte, muchos de nosotros y aun todos los más, nos confesamos con el padre de la Merced y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvieron en oír de penitencia y encomendándonos a Dios que nos librase no fuésemos vencidos; y desta manera pasamos hasta otro día; y la batalla que nos dieron, aquí lo diré.
CapÍtulo LXV
De la gran batalla que hubimos con el poder de tlascaltecas, y quiso Dios nuestro señor darnos victoria, y lo que más pasó
Otro día de mañana, que fueron 5 de septiembre de 1519 años, pusimos los caballos en concierto, que no quedó ninguno de los heridos que allí no saliesen para hacer cuerpo e ayudasen lo que pudiesen, y apercibidos los ballesteros que con gran concierto gastasen el almacén, unos armando y otros soltando, y los escopeteros por el consiguiente, y los de espada y rodela que la estocada o cuchillada que diésemos, que pasasen a las entrañas, porque no se osasen juntar tanto como la otra vez, y el artillería bien apercibida iba; y como ya tenían aviso los de a caballo que se ayudasen unos a otros, y las lanzas terciadas, sin pararse a alancear sino por las caras y ojos, entrando y saliendo a media rienda, y que ningún soldado saliese del escuadrón, y con nuestra bandera tendida, y cuatro compañeros guardando al alférez Corral. Así salimos de nuestro real, y no habíamos andado medio cuarto de legua, cuando vimos asomar los campos llenos de guerreros con grandes penachos y sus divisas, y mucho ruido de trompetillas y bocinas. Aquí había. bien que escribir y ponerlo en relación lo que en esta peligrosa y dudosa batalla pasamos; porque nos cercaron por todas partes tantos guerreros, que se podía comparar como si hubiese unos grandes prados de dos leguas de ancho y otras tantas de largo, y en medio dellos cuatrocientos hombres; así era: todos los campos llenos dellos, y nosotros obra de cuatrocientos, muchos heridos y dolientes; y supimos de cierto que esta vez venían con pensamiento que no hablan de dejar ninguno de nosotros a vida, que no había de ser sacrificado a sus ídolos.
Volvamos a nuestra batalla: pues como comenzaron a romper con nosotros, ¡qué granizo de piedra de los honderos! Pues flechas, todo el suelo hecho parva de varas, todas de a dos gajos, que pasan cualquiera arma y las entrañas, adonde no hay defensa, y los de espada y rodela, y de otras mayores que espadas, como montantes y lanzas, ¡qué priesa nos daban y con qué braveza se juntaban con nosotros, y con qué grandísimos gritos y alaridos! Puesto que nos ayudábamos con tan gran concierto con nuestra artillería y escopetas y ballestas, que les hacíamos harto daño, y a los que se nos llegaban con sus espadas y montantes les dábamos buenas estocadas, que les hacíamos. apartar, y no se juntaban tanto como la otra vez pasada; y los de a caballo estaban tan diestros y hacíanlo tan varonilmente, que, después de Dios, que es el que nos guardaba, ellos fueron fortaleza. Yo vi entonces medio desbaratado nuestro escuadrón, que no aprovechaban voces de Cortés ni de otros capitanes para que tornásemos a cerrar; tanto número de indios se cargó entonces sobre nosotros, sino que a puras estocadas les hicimos que nos diesen lugar; con que volvimos a ponernos en concierto. Una cosa nos daba la vida, y era que, como eran muchos y estaban amontonados, los tiros les hacían mucho mal; y demás desto, no se sabían capitanear, porque no podían allegar todos los capitanes con sus gentes; y a lo que supimos, desde la otra batalla pasada habían tenido pendencias y rencillas entre el capitán Xicotenga con otro capitán hijo de Chichimecatecle, sobre que decía el un capitán al otro que no lo había hecho bien en la batalla pasada, y el hijo de Chichimecatecle respondió que muy mejor que él, y se lo haría conocer de su persona a la suya de Xicotenga; por manera que en esta batalla no quiso ayudar con su gente el Chichimecatecle al Xicotenga; antes supimos muy ciertamente que convocó a la capitanía de Guaxocingo que no pelease.
Y demás desto, desde la batalla pasada temían los caballos y tiros y espadas y ballestas y nuestro bien pelear; y sobre todo, la gran misericordia de Dios, que nos daba esfuerzo para nos sustentar. Y como el Xicotenga no era obedecido de dos capitanes, y nosotros les hacíamos muy gran daño, que les matábamos muchas gentes; las cuales encubrían, porque, como eran muchos, en hiriéndolos a cualquiera de los suyos, luego le apañaban y le llevaban a cuestas: y así en esta batalla como en la pasada no podíamos ver ningún muerto. Y como ya peleaban de mala gana, y sintieron que las capitanías de los dos capitanes por mí nombrados no les acudían, comenzaron a aflojar; porque, según pareció, en aquella batalla matamos un capitán muy principal, que de los otros no los cuento, y comenzaron a retraerse con buen criterio, y los de a caballo a media rienda siguiéndolos poco trecho, porque no se podían ya tener de cansados; y cuando nos vimos libres de aquella tanta multitud de guerreros, dimos muchas gracias a Dios. Allí nos mataron un soldado y hirieron más de sesenta, y también hirieron a todos los caballos; y a mí me dieron dos heridas: la una en la cabeza, de pedrada, y otra en un muslo, de un flechazo, mas no eran para dejar de pelear y velar y ayudar a nuestros soldados. Y asimismo lo hacían todos los soldados que estaban heridos, que si no eran muy peligrosas las heridas, habíamos de pelear y velar con ellos, porque de otra manera pocos quedaron que estuviesen sin heridas; y luego nos fuimos a nuestro real muy contentos y dando muchas gracias a Dios, y enterramos los muertos en una de aquellas casas que tenían hechas en los soterraños, porque no viesen los indios que éramos mortales, sino que creyesen que éramos teules, como ellos decían; y derrocamos mucha tierra encima de la casa porque no oliesen los cuerpos, y se curaron todos los heridos con el unto del indio que otras veces he dicho.
¡Oh que mal refrigerio teníamos, que aun aceite para curar heridas ni sal no había! Otra falta teníamos, y grande, que era ropa para nos abrigar; que venía un viento tan frío de la sierra nevada, que nos hacía tiritar (aunque mostrábamos buen ánimo siempre), porque las lanzas y escopetas y ballestas mal nos cobijaban. Aquella noche dormimos con más sosiego que la pasada, puesto que teníamos mucho recaudo de corredores y espías, velas y rondas. Y dejarlo he aquí, e diré lo que otro día hicimos en esta batalla: y prendimos tres indios principales.
Volvamos a nuestra batalla: pues como comenzaron a romper con nosotros, ¡qué granizo de piedra de los honderos! Pues flechas, todo el suelo hecho parva de varas, todas de a dos gajos, que pasan cualquiera arma y las entrañas, adonde no hay defensa, y los de espada y rodela, y de otras mayores que espadas, como montantes y lanzas, ¡qué priesa nos daban y con qué braveza se juntaban con nosotros, y con qué grandísimos gritos y alaridos! Puesto que nos ayudábamos con tan gran concierto con nuestra artillería y escopetas y ballestas, que les hacíamos harto daño, y a los que se nos llegaban con sus espadas y montantes les dábamos buenas estocadas, que les hacíamos. apartar, y no se juntaban tanto como la otra vez pasada; y los de a caballo estaban tan diestros y hacíanlo tan varonilmente, que, después de Dios, que es el que nos guardaba, ellos fueron fortaleza. Yo vi entonces medio desbaratado nuestro escuadrón, que no aprovechaban voces de Cortés ni de otros capitanes para que tornásemos a cerrar; tanto número de indios se cargó entonces sobre nosotros, sino que a puras estocadas les hicimos que nos diesen lugar; con que volvimos a ponernos en concierto. Una cosa nos daba la vida, y era que, como eran muchos y estaban amontonados, los tiros les hacían mucho mal; y demás desto, no se sabían capitanear, porque no podían allegar todos los capitanes con sus gentes; y a lo que supimos, desde la otra batalla pasada habían tenido pendencias y rencillas entre el capitán Xicotenga con otro capitán hijo de Chichimecatecle, sobre que decía el un capitán al otro que no lo había hecho bien en la batalla pasada, y el hijo de Chichimecatecle respondió que muy mejor que él, y se lo haría conocer de su persona a la suya de Xicotenga; por manera que en esta batalla no quiso ayudar con su gente el Chichimecatecle al Xicotenga; antes supimos muy ciertamente que convocó a la capitanía de Guaxocingo que no pelease.
Y demás desto, desde la batalla pasada temían los caballos y tiros y espadas y ballestas y nuestro bien pelear; y sobre todo, la gran misericordia de Dios, que nos daba esfuerzo para nos sustentar. Y como el Xicotenga no era obedecido de dos capitanes, y nosotros les hacíamos muy gran daño, que les matábamos muchas gentes; las cuales encubrían, porque, como eran muchos, en hiriéndolos a cualquiera de los suyos, luego le apañaban y le llevaban a cuestas: y así en esta batalla como en la pasada no podíamos ver ningún muerto. Y como ya peleaban de mala gana, y sintieron que las capitanías de los dos capitanes por mí nombrados no les acudían, comenzaron a aflojar; porque, según pareció, en aquella batalla matamos un capitán muy principal, que de los otros no los cuento, y comenzaron a retraerse con buen criterio, y los de a caballo a media rienda siguiéndolos poco trecho, porque no se podían ya tener de cansados; y cuando nos vimos libres de aquella tanta multitud de guerreros, dimos muchas gracias a Dios. Allí nos mataron un soldado y hirieron más de sesenta, y también hirieron a todos los caballos; y a mí me dieron dos heridas: la una en la cabeza, de pedrada, y otra en un muslo, de un flechazo, mas no eran para dejar de pelear y velar y ayudar a nuestros soldados. Y asimismo lo hacían todos los soldados que estaban heridos, que si no eran muy peligrosas las heridas, habíamos de pelear y velar con ellos, porque de otra manera pocos quedaron que estuviesen sin heridas; y luego nos fuimos a nuestro real muy contentos y dando muchas gracias a Dios, y enterramos los muertos en una de aquellas casas que tenían hechas en los soterraños, porque no viesen los indios que éramos mortales, sino que creyesen que éramos teules, como ellos decían; y derrocamos mucha tierra encima de la casa porque no oliesen los cuerpos, y se curaron todos los heridos con el unto del indio que otras veces he dicho.
¡Oh que mal refrigerio teníamos, que aun aceite para curar heridas ni sal no había! Otra falta teníamos, y grande, que era ropa para nos abrigar; que venía un viento tan frío de la sierra nevada, que nos hacía tiritar (aunque mostrábamos buen ánimo siempre), porque las lanzas y escopetas y ballestas mal nos cobijaban. Aquella noche dormimos con más sosiego que la pasada, puesto que teníamos mucho recaudo de corredores y espías, velas y rondas. Y dejarlo he aquí, e diré lo que otro día hicimos en esta batalla: y prendimos tres indios principales.
CapÍtulo LXVI
Cómo otro día enviamos mensajeros a los caciques de Tlascala rogándoles con la paz, y lo que sobre ellos hicieron
Después de pasada la batalla por mí contada, que prendimos en ella los tres indios principales, enviólos luego nuestro capitán Cortés, y con los dos que estaban en nuestro real, que habían ido otras veces por, mensajeros, les mandó que dijesen a los caciques de Tlascala que les rogábamos que vengan luego de paz y que nos den pasada por su tierra para ir a México, como otras veces les hemos enviado a decir, e que si ahora no vienen, que les mataremos todas sus gentes; y porque los queremos mucho y tener por hermanos, no les quisiéramos enojar si ellos no hubiesen dado causa a ello, y se les dijo muchos halagos para atraerlos a nuestra amistad; y aquellos mensajeros fueron de buena gana luego a la cabecera de Tlascala, y dijeron su embajada a todos los caciques por mi ya nombrados; los cuales hallaron juntos con otros muchos viejos y papas, y estaban muy tristes, así del mal suceso de la guerra como de la muerte de los capitanes parientes o hijos suyos que en las batallas murieron, y dice que no les quisieron escuchar de buena gana; y lo que sobre ello acordaron, fue que luego mandaron llamar todos los adivinos y papas, y otros que echaban suertes, que llaman tacalnaguas, que son como hechiceros, y dijeron que mirasen por sus adivinanzas y hechizos y suertes qué gente éramos, y si podríamos ser vencidos dándonos guerra de día y de noche a la continua, y también para saber si éramos teules, así como lo decían los de Cempoal; que ya he dicho otras veces que son cosas malas, como demonios; e qué cosas comíamos, e que mirasen todo esto con mucha diligencia; y después que se juntaron los adivinos y hechiceros y muchos papas, y hechas sus adivinanzas y echadas sus suertes y todo lo que solían hacer, parece ser dijeron que en las suertes hallaron que éramos hombres de hueso y de carne, y que comíamos gallinas y perros y pan y fruta cuando lo teníamos, y que no comíamos carnes de indios ni corazones de los que matábamos; porque, según pareció, los indios amigos que traíamos de Cempoal les hicieron en creyente que éramos teules e que comíamos corazones de indios, que las bombardas echaban rayos como caen del cielo, que el lebrel, que era tigre o león, y que los caballos eran para lancear a los indios cuando los queríamos matar; y les dijeron otras muchas niñerías.
E volvamos a los papas: y lo peor de todo que les dijeron sus papas e adivinos fue que de día no podíamos ser vencidos, sino de noche, porque como anochecía se nos quitaban las fuerzas; y más les dijeron los hechiceros, que éramos esforzados, y que todas estas virtudes teníamos de día hasta que se ponía el sol, y desque anochecía no teníamos fuerzas ningunas. Y cuando aquello oyeron los caciques, y lo tuvieron por muy cierto, se lo enviaron a decir a su capitán general Xicotenga, para que luego con brevedad venga una noche con grandes poderes a nos dar guerra. El cual, como lo supo, juntó obra de diez mil indios, los más esforzados que tenla, y vino a nuestro real, y por tres partes nos comenzó a dar una mano de flechas y tirar varas con sus, tiraderas de un gajo y de dos, y los de espadas y macanas y montantes por otra parte; por manera que de repente tuvieron por cierto que llevarían alguno de nosotros para sacrificar; y mejor lo hizo nuestro señor Dios, que por muy secretamente que ellos venían, nos hallaron muy apercibidos; porque, como sintieron su gran ruido que traían, a mata caballo vinieron nuestros corredores del campo y las espías a dar el arma, y como estábamos tan acostumbrados a dormir calzados y las armas vestidas y los caballos ensillados y enfrenados, y todo género de armas muy a punto, les resistimos con las escopetas y ballestas y a estocadas; de presto, vuelven las espadas, y como era el campo llano y hacía luna, los de a caballo los siguieron un poco, donde por la mañana hallamos tendidos muertos y heridos hasta veinte dellos; por manera que se vuelven con gran pérdida y muy arrepentidos de la venida de noche.
Y aun oí decir que, como no les sucedió bien lo que los papas y las suertes y hechiceros les dijeron, que sacrificaron a dos dellos. Aquella noche mataron un indio de nuestros amigos de Cempoal, e hirieron dos soldados y un caballo, y allí prendimos cuatro dellos; y como nos vimos libres de aquella arrebatada refriega, dimos gracias a Dios, y enterramos el amigo de Cempoal, y curamos los heridos y al caballo, y dormimos lo que quedó de la noche con grande recaudo en el real, así como lo teníamos de costumbre; y desque amaneció, y nos vimos todos heridos a dos y a tres heridas, y muy cansados, y otros dolientes y entrapajados, y Xicotenga que siempre nos seguía, y faltaban ya sobre cuarenta y cinco soldados, que se habían muerto en las batallas y dolencias y fríos, y estaban dolientes otros doce, y asimismo nuestro capitán Cortés también tenía calenturas, y aun el padre de la Merced, con el trabajo y peso de las armas, que siempre traíamos a cuestas, y otras malas venturas de fríos y falta de sal, que no la comíamos ni la hallábamos; y demás desto, dábamos qué pensar qué fin habríamos en aquestas guerras, e ya que allí se acabasen, qué sería de nosotros, adónde habíamos de ir; porque entrar en México teníamoslo por cosa de rica a causa de sus grandes fuerzas, y decíamos que cuando aquellos de Tlascala nos habían puesto en aquel punto, y nos hicieron creer nuestros amigos de Cempoal que estaban de paz, que cuando nos viésemos en la guerra con los grandes poderes de Montezuma, que ¿qué podríamos hacer? Y demás desto, no sabíamos de los que quedaron poblados en la Villa-Rica, ni ellos de nosotros; y como entre todos nosotros había caballeros y soldados tan excelentes varones y tan esforzados y de buen consejo, que Cortés ninguna cosa decía ni hacía sin primero tomar sobre ello muy maduro consejo y acuerdo con nosotros; puesto que el cronista Gómara diga: «Hizo Cortés esto, fue allá, vino acullá»; dice otras cosas que no llevan camino; y aunque Cortés fuera de hierro, según lo cuenta el Gómara en su Historia, no podía acudir a todas partes; bastaba que dijera que lo hacía como buen capitán, como siempre lo fue; y esto digo, porque después de las grandes mercedes que nuestro señor nos hacía en todos nuestros hechos y en las victorias pasadas y en todo lo demás, parece ser que a los soldados nos daba gracia y consejo para aconsejar que Cortés hiciese todas las cosas muy bien hechas.
Dejemos de hablar en loas pasadas, pues no hacen mucho a nuestra historia, y digamos cómo todos a una esforzábamos a Cortés, y le dijimos que curase de su persona, que allí estábamos, y que con el ayuda de Dios, que pues habíamos escapado, de tan peligrosas batallas, que para algún buen fin era nuestro señor servido de guardarnos; y que luego soltase a los prisioneros y que los enviase a los caciques mayores otra vez por mí nombrados, que vengan de paz se les perdonará todo lo hecho y la muerte de la yegua. Dejemos esto, y digamos cómo doña Marina, con ser mujer de la tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes, y habernos visto cercados en las batallas pasadas, y que ahora todos estábamos heridos y dolientes, jamás vimos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer, y a los mensajeros que ahora enviábamos les habló la doña Marina y Jerónimo de Aguilar, que vengan luego de paz, y que si no vienen dentro de dos días, les iremos a matar y destruir sus tierras, e iremos a buscarlos a su ciudad; y con estas resueltas palabras fueron a la cabecera donde estaba Xicotenga «el viejo». Dejemos esto, y diré otra cosa que he visto, que el cronista Gómara no escribe en su Historia ni hace mención si nos mataban o estábamos heridos, ni pasábamos trabajos ni adolecíamos, sino todo lo que escribe es como si lo halláramos hecho. ¡Oh cuán mal le informaron los que tal le aconsejaron que lo pusiese así en su Historia! Y a todos los conquistadores nos ha dado qué pensar en lo que ha escrito, no siendo así; y debía de pensar que cuando viésemos su Historia hablamos de decir la verdad.
Olvidemos al cronista Gómara, y digamos cómo nuestros mensajeros fueron a la cabecera de Tlascala con nuestro mensaje; y paréceme que llevaron una carta, que aunque sabíamos que no la habían de entender, sino porque se tenía por cosa de mandamiento, y con ella una saeta; y hallaron a los dos caciques mayores que estaban hablando con otros principales, y lo que sobre ello respondieron adelante lo diré.
E volvamos a los papas: y lo peor de todo que les dijeron sus papas e adivinos fue que de día no podíamos ser vencidos, sino de noche, porque como anochecía se nos quitaban las fuerzas; y más les dijeron los hechiceros, que éramos esforzados, y que todas estas virtudes teníamos de día hasta que se ponía el sol, y desque anochecía no teníamos fuerzas ningunas. Y cuando aquello oyeron los caciques, y lo tuvieron por muy cierto, se lo enviaron a decir a su capitán general Xicotenga, para que luego con brevedad venga una noche con grandes poderes a nos dar guerra. El cual, como lo supo, juntó obra de diez mil indios, los más esforzados que tenla, y vino a nuestro real, y por tres partes nos comenzó a dar una mano de flechas y tirar varas con sus, tiraderas de un gajo y de dos, y los de espadas y macanas y montantes por otra parte; por manera que de repente tuvieron por cierto que llevarían alguno de nosotros para sacrificar; y mejor lo hizo nuestro señor Dios, que por muy secretamente que ellos venían, nos hallaron muy apercibidos; porque, como sintieron su gran ruido que traían, a mata caballo vinieron nuestros corredores del campo y las espías a dar el arma, y como estábamos tan acostumbrados a dormir calzados y las armas vestidas y los caballos ensillados y enfrenados, y todo género de armas muy a punto, les resistimos con las escopetas y ballestas y a estocadas; de presto, vuelven las espadas, y como era el campo llano y hacía luna, los de a caballo los siguieron un poco, donde por la mañana hallamos tendidos muertos y heridos hasta veinte dellos; por manera que se vuelven con gran pérdida y muy arrepentidos de la venida de noche.
Y aun oí decir que, como no les sucedió bien lo que los papas y las suertes y hechiceros les dijeron, que sacrificaron a dos dellos. Aquella noche mataron un indio de nuestros amigos de Cempoal, e hirieron dos soldados y un caballo, y allí prendimos cuatro dellos; y como nos vimos libres de aquella arrebatada refriega, dimos gracias a Dios, y enterramos el amigo de Cempoal, y curamos los heridos y al caballo, y dormimos lo que quedó de la noche con grande recaudo en el real, así como lo teníamos de costumbre; y desque amaneció, y nos vimos todos heridos a dos y a tres heridas, y muy cansados, y otros dolientes y entrapajados, y Xicotenga que siempre nos seguía, y faltaban ya sobre cuarenta y cinco soldados, que se habían muerto en las batallas y dolencias y fríos, y estaban dolientes otros doce, y asimismo nuestro capitán Cortés también tenía calenturas, y aun el padre de la Merced, con el trabajo y peso de las armas, que siempre traíamos a cuestas, y otras malas venturas de fríos y falta de sal, que no la comíamos ni la hallábamos; y demás desto, dábamos qué pensar qué fin habríamos en aquestas guerras, e ya que allí se acabasen, qué sería de nosotros, adónde habíamos de ir; porque entrar en México teníamoslo por cosa de rica a causa de sus grandes fuerzas, y decíamos que cuando aquellos de Tlascala nos habían puesto en aquel punto, y nos hicieron creer nuestros amigos de Cempoal que estaban de paz, que cuando nos viésemos en la guerra con los grandes poderes de Montezuma, que ¿qué podríamos hacer? Y demás desto, no sabíamos de los que quedaron poblados en la Villa-Rica, ni ellos de nosotros; y como entre todos nosotros había caballeros y soldados tan excelentes varones y tan esforzados y de buen consejo, que Cortés ninguna cosa decía ni hacía sin primero tomar sobre ello muy maduro consejo y acuerdo con nosotros; puesto que el cronista Gómara diga: «Hizo Cortés esto, fue allá, vino acullá»; dice otras cosas que no llevan camino; y aunque Cortés fuera de hierro, según lo cuenta el Gómara en su Historia, no podía acudir a todas partes; bastaba que dijera que lo hacía como buen capitán, como siempre lo fue; y esto digo, porque después de las grandes mercedes que nuestro señor nos hacía en todos nuestros hechos y en las victorias pasadas y en todo lo demás, parece ser que a los soldados nos daba gracia y consejo para aconsejar que Cortés hiciese todas las cosas muy bien hechas.
Dejemos de hablar en loas pasadas, pues no hacen mucho a nuestra historia, y digamos cómo todos a una esforzábamos a Cortés, y le dijimos que curase de su persona, que allí estábamos, y que con el ayuda de Dios, que pues habíamos escapado, de tan peligrosas batallas, que para algún buen fin era nuestro señor servido de guardarnos; y que luego soltase a los prisioneros y que los enviase a los caciques mayores otra vez por mí nombrados, que vengan de paz se les perdonará todo lo hecho y la muerte de la yegua. Dejemos esto, y digamos cómo doña Marina, con ser mujer de la tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes, y habernos visto cercados en las batallas pasadas, y que ahora todos estábamos heridos y dolientes, jamás vimos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer, y a los mensajeros que ahora enviábamos les habló la doña Marina y Jerónimo de Aguilar, que vengan luego de paz, y que si no vienen dentro de dos días, les iremos a matar y destruir sus tierras, e iremos a buscarlos a su ciudad; y con estas resueltas palabras fueron a la cabecera donde estaba Xicotenga «el viejo». Dejemos esto, y diré otra cosa que he visto, que el cronista Gómara no escribe en su Historia ni hace mención si nos mataban o estábamos heridos, ni pasábamos trabajos ni adolecíamos, sino todo lo que escribe es como si lo halláramos hecho. ¡Oh cuán mal le informaron los que tal le aconsejaron que lo pusiese así en su Historia! Y a todos los conquistadores nos ha dado qué pensar en lo que ha escrito, no siendo así; y debía de pensar que cuando viésemos su Historia hablamos de decir la verdad.
Olvidemos al cronista Gómara, y digamos cómo nuestros mensajeros fueron a la cabecera de Tlascala con nuestro mensaje; y paréceme que llevaron una carta, que aunque sabíamos que no la habían de entender, sino porque se tenía por cosa de mandamiento, y con ella una saeta; y hallaron a los dos caciques mayores que estaban hablando con otros principales, y lo que sobre ello respondieron adelante lo diré.
CapÍtulo LXVII
Cómo tornamos a enviar mensajeros a los caciques de Tlascala para que vengan de paz, y lo que sobre ello hicieron y acordaron
Como llegaron a Tlascala los mensajeros que enviamos a tratar de las paces, les hallaron que estaban en consulta los dos más principales caciques, que se decía Mase-Escaci y Xicotenga «el viejo», padre del capitán general, que también se decía Xicotenga «el mozo», otras muchas veces por mí nombrado, como les oyeron su embajada, estuvieron suspensos un rato que no hablaron, y quiso Dios que inspiró en sus pensamientos que hiciesen paces con nosotros, y luego enviaron a llamar a todos los más caciques y capitanes que había en sus poblaciones, y a los de una provincia que están junto con ellos, que se dice Guaxocingo, que eran sus amigos y confederados; y todos juntos en aquel pueblo que estaban, que era cabecera, les hizo Mase-Escaci y el viejo Xicotenga, que eran bien entendidos, un razonamiento casi que fue desta manera, según después supimos, aunque no las palabras formales: «Hermanos y amigos nuestros, ya habéis visto cuántas veces estos teules que están en el campo esperando guerras nos han enviado mensajeros a demandar paz, y dicen que nos vienen a ayudar y tener en lugar de hermanos; y asimismo habéis visto cuántas veces han llevado presos muchos de nuestros vasallos, que no les hacen mal y luego los sueltan; bien veis cómo les hemos dado guerra tres veces con todos nuestros poderes, así de día como de noche, y no han sido vencidos, y ellos nos han muerto en los cambotes que les hemos dado muchas de nuestras gentes e hijos y parientes y capitanes; ahora de nuevo vuelven a demandar paz, y los de Cempoal, que traen en su compañía, dicen que son contrarios de Montezuma y sus mexicanos, y que les ha mandado que no le den tributo los pueblos de las sierras Totonaque ni los de Cempoal; pues bien se os acordará que los mexicanos nos dan guerra cada año, de más de cien años a esta parte, y bien veis que estamos en estas nuestras tierras como acorralados, que no osamos salir a buscar sal, ni aun la comemos, ni aun algodón, que pocas mantas dello traemos; pues si salen o han salido algunos de los nuestros a buscar, pocos vuelven con las vidas, que estos traidores de mexicanos y sus confederados nos los matan o hacen esclavos; ya nuestros tacalnaguas y adivinos y papas nos han dicho lo que sienten de sus personas destos teules, y que son esforzados.
Lo que me parece es, que procuremos de tener amistad con ellos, y si no fueran hombres, sino teules, de una manera y de otra les hagamos buena compañía, y luego vayan cuatro nuestros principales y les lleven muy bien de comer, y mostrémosles amor y paz, porque nos ayuden y defiendan de nuestros enemigos, y traigámoslos aquí luego con nosotros, y démosles mujeres para que de su generación tengamos parientes, pues según dicen los embajadores que nos envían a tratar las paces, que traen mujeres entre ellos». Y como oyeron este razonamiento, a todos los caciques les pareció bien, y dijeron que era cosa acertada, y que luego vayan a entender en las paces, y que se le envíe a hacer saber a su capitán Xicotenga y a los demás capitanes que consigo tiene, para que luego vengan sin dar más guerras, y les digan que ya tenemos hechas paces; y enviaron luego mensajeros sobre ello; y el capitán Xicotenga «el mozo» no los quiso escuchar a los cuatro principales, y mostró tener enojo, y los trató mal de palabra, y que no estaba por las paces; y dijo que ya habían muerto muchos teules y la yegua, y que él quería dar otra noche sobre nosotros y acabarnos de vencer y matar; la cual respuesta, desque la oyó su padre Xicotenga «el viejo» y Mase-Escaci y los demás caciques, se enojaron de manera, que luego enviaron a mandar a los capitanes y a todo su ejército que no fuesen con el Xicotenga a nos dar guerra, ni en tal caso le obedeciesen en cosa que les mandase si no fuese para hacer paces; y tampoco lo quiso obedecer; y cuando vieron la desobediencia de su capitán, luego enviaron los cuatro principales, que otra vez les habían mandado que viniesen a nuestro real y trajesen bastimento y para tratar las paces en nombre de toda Tlascala y Guexocingo; y los cuatro viejos por temor de Xicotenga «el mozo» no vinieron en aquella sazón.
Y porque en un instante acaecen dos y tres cosas, así en nuestro real como en este tratar de paces, y por fuerza tengo de tomar entre manos lo que más viene a propósito, dejaré de hablar de los cuatro indios principales que enviaron a tratar las Paces, que aun no venían por temor de Xicotenga: en este tiempo fuimos con Cortés a un pueblo junto a nuestro real, y lo que pasó diré adelante.
Lo que me parece es, que procuremos de tener amistad con ellos, y si no fueran hombres, sino teules, de una manera y de otra les hagamos buena compañía, y luego vayan cuatro nuestros principales y les lleven muy bien de comer, y mostrémosles amor y paz, porque nos ayuden y defiendan de nuestros enemigos, y traigámoslos aquí luego con nosotros, y démosles mujeres para que de su generación tengamos parientes, pues según dicen los embajadores que nos envían a tratar las paces, que traen mujeres entre ellos». Y como oyeron este razonamiento, a todos los caciques les pareció bien, y dijeron que era cosa acertada, y que luego vayan a entender en las paces, y que se le envíe a hacer saber a su capitán Xicotenga y a los demás capitanes que consigo tiene, para que luego vengan sin dar más guerras, y les digan que ya tenemos hechas paces; y enviaron luego mensajeros sobre ello; y el capitán Xicotenga «el mozo» no los quiso escuchar a los cuatro principales, y mostró tener enojo, y los trató mal de palabra, y que no estaba por las paces; y dijo que ya habían muerto muchos teules y la yegua, y que él quería dar otra noche sobre nosotros y acabarnos de vencer y matar; la cual respuesta, desque la oyó su padre Xicotenga «el viejo» y Mase-Escaci y los demás caciques, se enojaron de manera, que luego enviaron a mandar a los capitanes y a todo su ejército que no fuesen con el Xicotenga a nos dar guerra, ni en tal caso le obedeciesen en cosa que les mandase si no fuese para hacer paces; y tampoco lo quiso obedecer; y cuando vieron la desobediencia de su capitán, luego enviaron los cuatro principales, que otra vez les habían mandado que viniesen a nuestro real y trajesen bastimento y para tratar las paces en nombre de toda Tlascala y Guexocingo; y los cuatro viejos por temor de Xicotenga «el mozo» no vinieron en aquella sazón.
Y porque en un instante acaecen dos y tres cosas, así en nuestro real como en este tratar de paces, y por fuerza tengo de tomar entre manos lo que más viene a propósito, dejaré de hablar de los cuatro indios principales que enviaron a tratar las Paces, que aun no venían por temor de Xicotenga: en este tiempo fuimos con Cortés a un pueblo junto a nuestro real, y lo que pasó diré adelante.
CapÍtulo LXVIII
Cómo acordamos de ir a un pueblo que estaba cerca de nuestro real, y lo que sobre ello se hizo
Como había dos días que estábamos sin hacer cosa que de contar sea, fue acordado, y aun aconsejamos a Cortés, que un pueblo que estaba obra de una legua de nuestro real, que le habíamos enviado a llamar de paz y no venía, que fuésemos una noche y diésemos sobre él, no para hacerles mal, digo matarles ni herirles ni traerles presos, mas de traer comida y atemorizarles o hablarles de paz, según viésemos lo que ellos hacían; y llámase este pueblo Zumpancingo, y era cabecera de muchos pueblos chicos, y era sujeto el pueblo donde estábamos allí donde teníamos nuestro real, que se dice Tecoadzumpancingo, que todo alrededor estaba muy poblado de casas e pueblos; por manera que una noche al cuarto de la modorra madrugamos para ir a aquel pueblo con seis de a caballo de los mejores, y con los más sanos soldados y con diez ballesteros y ocho escopeteros, y Cortés por nuestro capitán, puesto que tenía calenturas o tercianas; dejamos el mejor recaudo que pudimos en el real.
Antes que amaneciese con dos horas, caminamos y hacía un viento tan frío aquella mañana, que venía de la sierra nevada, que nos hacía temblar e tiritar, y bien lo sintieron los caballos que llevábamos, porque dos de ellos se atorozaron y estaban temblando, de lo cual nos pesó en gran manera, temiendo no muriesen; y Cortés mandó que se volviesen al real los caballeros dueños cuyos eran, a curarlos; y como estaba cerca el pueblo, llegamos a él antes que fuese de día; y como nos sintieron los naturales de él, fuéronse huyendo de sus casas, dando voces unos a otros que se guardasen de los teules, que les íbamos a matar; que no se aguardaban padres a hijos; y como los vimos, hicimos alto en un patio hasta que fuera de día, que no se les hizo daño alguno; y como unos papas que estaban en unos cues, los mayores del pueblo y otros viejos principales vieron que estábamos allí sin les hacer enojo ninguno, vienen a Cortés y le dicen que les perdonen porque no han ido a nuestro real de paz ni llevar de comer cuando los enviamos a llamar, y la causa ha sido que el capitán Xicotenga, que está de allí muy cerca, se lo ha enviado a decir que no lo den; y porque de aquel pueblo y otros muchos le abastecen su real, e que tiene consigo todos los hombres de guerra y de toda la tierra de Tlascala; y Cortés les dijo con nuestras lenguas, doña Marina y Aguilar (que siempre iban con nosotros a cualquier entrada que íbamos y aunque fuese de noche) que no hubiesen miedo, y que luego fuesen a decir a sus caciques a la cabecera que vengan de paz, porque la guerra es mala para ellos; y envió a aquestos papas, porque de los otros mensajeros que habíamos enviado aún no teníamos respuesta ninguna sobre que enviaban a tratar las paces los caciques de Tlascala con los cuatro principales, que aún no habían venido; e aquellos papas de aquel pueblo buscaron de presto más de cuarenta gallinas e gallos, y dos indias para moler tortillas, y las trajeron, y Cortés se lo agradeció, y mandó luego le llevasen veinte indios de aquel pueblo a nuestro real, y sin temor ninguno fueron con el bastimento, y se estuvieron en el real hasta la tarde, y se les dio contezuelas, con que volvieron muy contentos a sus casas.
E a todas aquellas caserías, nuestros vecinos decían que éramos buenos, que no les enojábamos, y aquellos viejos y papas avisaron dello al capitán Xicotenga cómo habían dado la comida y las indias, y riñó mucho con ellos, y fueron luego a la cabecera a hacerlo saber a los caciques viejos; y como supieron que no les hacíamos mal ninguno, y aunque pudiéramos matarles aquella noche muchos de sus gentes, y les enviábamos a demandar paces, se holgaron y les mandaron que cada día nos trajesen todo lo que hubiésemos menester; y tornaron otra vez a mandar a los cuatro principales, que otras veces les encargaron las paces, que luego en aquel instante fuesen a nuestro real y llevasen toda la comida y aparato que les mandaban; y así, nos volvimos luego a nuestro real con el bastimento e indias y muy contentos; e quedarse ha aquí, y diré lo que pasó en el real entretanto que habíamos ido a aquel pueblo.
Antes que amaneciese con dos horas, caminamos y hacía un viento tan frío aquella mañana, que venía de la sierra nevada, que nos hacía temblar e tiritar, y bien lo sintieron los caballos que llevábamos, porque dos de ellos se atorozaron y estaban temblando, de lo cual nos pesó en gran manera, temiendo no muriesen; y Cortés mandó que se volviesen al real los caballeros dueños cuyos eran, a curarlos; y como estaba cerca el pueblo, llegamos a él antes que fuese de día; y como nos sintieron los naturales de él, fuéronse huyendo de sus casas, dando voces unos a otros que se guardasen de los teules, que les íbamos a matar; que no se aguardaban padres a hijos; y como los vimos, hicimos alto en un patio hasta que fuera de día, que no se les hizo daño alguno; y como unos papas que estaban en unos cues, los mayores del pueblo y otros viejos principales vieron que estábamos allí sin les hacer enojo ninguno, vienen a Cortés y le dicen que les perdonen porque no han ido a nuestro real de paz ni llevar de comer cuando los enviamos a llamar, y la causa ha sido que el capitán Xicotenga, que está de allí muy cerca, se lo ha enviado a decir que no lo den; y porque de aquel pueblo y otros muchos le abastecen su real, e que tiene consigo todos los hombres de guerra y de toda la tierra de Tlascala; y Cortés les dijo con nuestras lenguas, doña Marina y Aguilar (que siempre iban con nosotros a cualquier entrada que íbamos y aunque fuese de noche) que no hubiesen miedo, y que luego fuesen a decir a sus caciques a la cabecera que vengan de paz, porque la guerra es mala para ellos; y envió a aquestos papas, porque de los otros mensajeros que habíamos enviado aún no teníamos respuesta ninguna sobre que enviaban a tratar las paces los caciques de Tlascala con los cuatro principales, que aún no habían venido; e aquellos papas de aquel pueblo buscaron de presto más de cuarenta gallinas e gallos, y dos indias para moler tortillas, y las trajeron, y Cortés se lo agradeció, y mandó luego le llevasen veinte indios de aquel pueblo a nuestro real, y sin temor ninguno fueron con el bastimento, y se estuvieron en el real hasta la tarde, y se les dio contezuelas, con que volvieron muy contentos a sus casas.
E a todas aquellas caserías, nuestros vecinos decían que éramos buenos, que no les enojábamos, y aquellos viejos y papas avisaron dello al capitán Xicotenga cómo habían dado la comida y las indias, y riñó mucho con ellos, y fueron luego a la cabecera a hacerlo saber a los caciques viejos; y como supieron que no les hacíamos mal ninguno, y aunque pudiéramos matarles aquella noche muchos de sus gentes, y les enviábamos a demandar paces, se holgaron y les mandaron que cada día nos trajesen todo lo que hubiésemos menester; y tornaron otra vez a mandar a los cuatro principales, que otras veces les encargaron las paces, que luego en aquel instante fuesen a nuestro real y llevasen toda la comida y aparato que les mandaban; y así, nos volvimos luego a nuestro real con el bastimento e indias y muy contentos; e quedarse ha aquí, y diré lo que pasó en el real entretanto que habíamos ido a aquel pueblo.
CapÍtulo LXIX
Cómo después que volvimos con Cortés de Zumpancingo, hallamos en nuestro real ciertas pláticas, y lo que Cortés respondió a ellas
Vueltos de Zumpancingo, que así se dice, con bastimentos y muy contentos en dejarlos de paz, hallamos en el real corrillos y pláticas sobre los grandísimos peligros en que cada día estábamos en aquella guerra, y cuando llegamos avivaron más las pláticas; y los que más en ello hablaban e insistían, eran los que en la isla de Cuba dejaban sus casas y repartimientos de indios; y juntáronse hasta siete dellos, que aquí no quiero nombrar por su honor, y fueron al rancho y aposento de Cortés, y uno dellos, que habló por todos, que tenía buena expresiva, y aun tenía bien en la memoria lo que había de proponer, dijo como a manera de aconsejarle a Cortés, que mirase cuál andábamos malamente heridos y flacos y corridos, y los grandes trabajos que teníamos, así de noche con velas y con espías, y rondas y corredores del campo, como de día e de noche peleando; y que por la cuenta que han echado, que desde que salimos de Cuba que faltaban ya sobre cincuenta y cinco compañeros, y que no sabemos de los de la Villa-Rica que dejamos poblados; e que pues Dios nos había dado victoria en las batallas y rencuentros que desde que venimos en aquella provincia habíamos habido, y con su gran misericordia nos sostenía, que no le debíamos tentar tantas veces; e que no quiera ser peor que Pedro Carbonero, que nos había metido en parte que no se esperaba, sino, que un día u otro habíamos de ser sacrificados a los ídolos: lo cual plega Dios tal no permita; e que sería bueno volver a nuestra villa, y que en la fortaleza que hicimos, y entre los pueblos de los totonaques, nuestros amigos, nos estaríamos hasta que hiciésemos un navío que fuese a dar mandado a Diego Velázquez y a otras partes e islas para que nos enviasen socorro e ayudas; e que ahora fueran buenos los navíos que dimos con todos al través, o que se quedaran siquiera dos dellos para la necesidad si ocurriese, y que sin dalles parte dello ni de cosa ninguna, por consejo de quien no sabe considerar las cosas de fortuna, mandó dar con todos al través; y que plegue a Dios que él y los que tal consejo le dieron no se arrepientan dello.
Y que ya no podíamos sufrir la carga, cuanto más muchas sobrecargas, y que andábamos peores que bestias: porque a las bestias que han hecho sus jornadas les quitan las albardas y les dan de comer y reposan, y que nosotros de día y de noche siempre andamos cargados de armas y calzados. Y más le dijeron, que mirase en todas las historias, así de romanos como las de Alejandro ni de otros capitanes de los muy nombrados que en el mundo ha habido, no se atrevieron a dar con los navíos al través, y con tan poca gente meterse en tan grandes poblaciones y de muchos guerreros, como él ha hecho. Y que parece que es autor de su muerte y de la de todos nosotros, e que quiera conservar su vida y las nuestras, y que luego nos volviésemos a la Villa-Rica, pues estaba de paz la tierra. Y que no se lo habían dicho hasta entonces porque no han visto tiempo para ello, por los muchos guerreros que teníamos cada día por delante y en los lados; y pues ya no tornaban de nuevo, los cuales creían que volverían, y pues Xicotenga con su gran poder no nos ha venido a buscar aquellos tres días pasados, que debe estar allegando gente, y que no debíamos aguardar otra como las pasadas; le dijeron otras cosas sobre el caso. E viendo Cortés que se lo decían algo como soberbios, puesto que iba a manera de consejo, les respondió muy mansamente, y dijo que bien conocido tenía muchas cosas de las que habían dicho, e que a lo que ha visto y tiene creído, que en el universo no hubiese otros españoles más fuertes ni que con tanto ánimo hayan peleado ni pasado tan excesivos trabajos como nosotros; e que andar con las armas a cuestas a la continua, y velas, rondas y fríos, que si así no lo hubiéramos hecho ya fuéramos perdidos, y que por salvar nuestras vidas, que aquellos trabajos y otros mayores habíamos de tomar.
E dijo: «¿para qué es, señores, contar en esto cosas de valentías, que verdaderamente nuestro señor es servido ayudarnos?; e que cuando se me acuerda vernos cercados de tantas capitanías de contrarios, y verles esgrimir sus montantes y andar tan junto sobre de nosotros, ahora me pone grima, especial cuando nos mataron la yegua de una cuchillada, cuán perdidos y desbaratados estábamos; y entonces conocí vuestro muy grandísimo ánimo más que nunca. Y pues Dios nos libró de tan gran peligro, que esperanza tenía en él que así había de ser de allí adelante, pues en todos estos peligros no me conoceríais tener pereza, que en ellos me hallaba con vuestras mercedes.» Y tuvo razón de lo decir, porque ciertamente en todas las batallas se hallaba de los primeros. «He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues nuestro señor fue servido guardarnos, tengamos esperanza que así será de aquí adelante, pues desque entramos en la tierra, en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos deshacer sus ídolos. Y pues que ya veíamos que el capitán Xicotenga ni sus capitanías no parecían, y que de miedo no debían de osar volver, porque les debiéramos de hacer mala obra en las batallas pasadas, y que no podría juntar sus gentes, habiendo sido ya desbaratado tres veces, y que por esta causa tenía confianza en Dios y en su abogado señor san Pedro, que era fenecida la guerra de aquella provincia; y ahora, como habéis visto, traen de comer los de Cimpancingo y quedan de paz, y estos nuestros vecinos que están por aquí poblados en sus casas; y que en cuanto dar con los navíos al través, fue muy bien aconsejado, y que si no llamó a alguno dellos al consejo, como a otros caballeros, fue por lo que sintió en el arenal, que no lo quisiera ahora traer a la memoria; y que el acuerdo y consejo que ahora le dan y el que entonces le dieron es todo de una manera y todo uno, y que miren que hay otros muchos caballeros en el real que serán muy contrarios de lo que ahora piden y aconsejan: que encaminemos siempre todas las cosas a Dios, y seguirlas en su santo servicio será mejor.
Y a lo que, señores, decís, que jamás capitanes romanos de los muy nombrados han acometido tan grandes hechos como nosotros, vuestras mercedes dicen verdad. E ahora en adelante, mediante Dios, dirán en las historias, que desto harán memoria, mucho más que de los antepasados; pues, como he dicho, todas nuestras cosas en servicio de Dios y de nuestro gran emperador don Carlos, y aun debajo de su recta justicia y cristiandad, serán ayudadas de la misericordia de nuestro señor, y nos sostendrá que vamos de bien en mejor. Así que, señores, no es cosa bien acertada volver un paso atrás; que si nos viesen volver estas gentes y los que dejamos atrás de paz, las piedras se levantarían contra nosotros; y como ahora nos tienen por dioses y ídolos, que así nos llaman, nos juzgarían por muy cobardes y de pocas fuerzas. Y a lo que decís de estar entre los amigos totonaques, nuestros aliados, si nos viesen que damos vuelta sin ir a México se levantarían contra nosotros, y la causa dello sería que, como les quitamos que no diesen tributo a Montezuma, enviaría sus poderes mexicanos contra ellos para que los tornasen a tributar y sobre ello darles guerra, y aun les mandaría que nos den a nosotros; y ello, por no ser destruidos, porque les temen en gran manera, lo pondrían por obra; así que, donde pensábamos tener amigos, serían enemigos; pues desque lo supiese el gran Montezuma que nos habíamos vuelto, ¿qué diría? ¿en qué tendría nuestras palabras ni lo que le enviamos a decir? que todo era cosa de burla o juego de niños.
Así que, señores, mal allá y peor acullá, más vale que estemos aquí donde estamos, que es bien llano y todo bien poblado, y este nuestro real bien abastecido: unas veces gallinas, otras perros, gracias a Dios no falta de comer, si tuviésemos sal, que es la mayor falta que al presente tenemos, y ropa para guarecernos del frío. Y a lo que decís, señores, que se han muerto desde que salimos de la isla de Cuba cincuenta y cinco soldados de heridas, hambres, fríos, dolencias y trabajos, e que somos pocos, e todos heridos y dolientes; Dios nos da esfuerzo por muchos; porque vista cosa es que las guerras gastan hombres y caballos, y que unas veces comemos bien; y no venimos al presente para descansar, sino para pelear cuando se ofreciere; por tanto os pido, señores, por merced, que pues sois caballeros y personas que antes habíais de esforzar a quien viésedes mostrar flaqueza: que de aquí adelante se os quite del pensamiento la isla de Cuba y lo que allá dejáis, y procuremos de hacer lo que siempre habéis hecho como buenos soldados; que después de Dios, que es nuestro socorro e ayuda, han de ser nuestros valerosos brazos.» Y como Cortés hubo dado esta respuesta, volvieron aquellos soldados a repetir en la plática, y dijeron que todo lo que decía estaba bien dicho; mas que cuando salimos de la villa que dejábamos poblada, nuestro intento era, y ahora lo es, de ir a México, pues hay tan gran fama de tan fuerte ciudad y tanta multitud de guerreros, y que aquellos tlascaltecas decían los de Cempoal que eran pacíficos, y no había fama dellos, como de los de México; y habemos estado tan a riesgo nuestras vidas, que si otro día nos dieran otra batalla como alguna de las pasadas, ya no nos podíamos tener de cansados, ya que no nos diesen más guerras; que la ida de México les parecía muy terrible cosa, y que mirase lo que decía y ordenaba.
Y Cortés respondió, medio enojado, que valía más morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados; y demás desto que Cortés les dijo, todos los más soldados que le fuimos en alzar capitán y dimos consejo sobre dar al través con los navíos, dijimos en alta voz que no curase de corrillos ni de oír semejantes pláticas, sino que con el ayuda de Dios con buen concierto estemos apercibidos para hacer lo que convenga, y así cesaron todas las pláticas; verdad es que murmuraban de Cortés e le maldecían, y aun de, nosotros, que le aconsejábamos, y de los de Cempoal, que por tal camino nos trajeron, y decían otras cosas no bien dichas; mas en tales tiempos se disimulaban. En fin, todos obedecieron muy bien. Y dejaré de hablar en esto, y diré cómo los caciques viejos de la cabecera de Tlascala enviaron otra vez mensajeros de nuevo a su capitán general Xicotenga, que en todo caso no nos de guerra, y que vaya de paz luego a nos ver y llevar de comer porque así está ordenado por todos los caciques y principales de aquella tierra y de Guaxocingo; y también enviaron a mandar a los capitanes que tenía en su compañía que si no fuese para tratar paces, que en cosa ninguna le obedeciesen; y esto le tornaron a enviar a decir tres veces, porque sabían cierto que no les quería obedecer, y tenía determinado el Xicotenga que una noche había de dar otra vez en nuestro real, porque para ello tenía juntos veinte mil hombres; y como era soberbio y muy porfiado, así ahora como las otras veces no quiso obedecer.
Y lo que sobre ello hizo diré adelante.
Y que ya no podíamos sufrir la carga, cuanto más muchas sobrecargas, y que andábamos peores que bestias: porque a las bestias que han hecho sus jornadas les quitan las albardas y les dan de comer y reposan, y que nosotros de día y de noche siempre andamos cargados de armas y calzados. Y más le dijeron, que mirase en todas las historias, así de romanos como las de Alejandro ni de otros capitanes de los muy nombrados que en el mundo ha habido, no se atrevieron a dar con los navíos al través, y con tan poca gente meterse en tan grandes poblaciones y de muchos guerreros, como él ha hecho. Y que parece que es autor de su muerte y de la de todos nosotros, e que quiera conservar su vida y las nuestras, y que luego nos volviésemos a la Villa-Rica, pues estaba de paz la tierra. Y que no se lo habían dicho hasta entonces porque no han visto tiempo para ello, por los muchos guerreros que teníamos cada día por delante y en los lados; y pues ya no tornaban de nuevo, los cuales creían que volverían, y pues Xicotenga con su gran poder no nos ha venido a buscar aquellos tres días pasados, que debe estar allegando gente, y que no debíamos aguardar otra como las pasadas; le dijeron otras cosas sobre el caso. E viendo Cortés que se lo decían algo como soberbios, puesto que iba a manera de consejo, les respondió muy mansamente, y dijo que bien conocido tenía muchas cosas de las que habían dicho, e que a lo que ha visto y tiene creído, que en el universo no hubiese otros españoles más fuertes ni que con tanto ánimo hayan peleado ni pasado tan excesivos trabajos como nosotros; e que andar con las armas a cuestas a la continua, y velas, rondas y fríos, que si así no lo hubiéramos hecho ya fuéramos perdidos, y que por salvar nuestras vidas, que aquellos trabajos y otros mayores habíamos de tomar.
E dijo: «¿para qué es, señores, contar en esto cosas de valentías, que verdaderamente nuestro señor es servido ayudarnos?; e que cuando se me acuerda vernos cercados de tantas capitanías de contrarios, y verles esgrimir sus montantes y andar tan junto sobre de nosotros, ahora me pone grima, especial cuando nos mataron la yegua de una cuchillada, cuán perdidos y desbaratados estábamos; y entonces conocí vuestro muy grandísimo ánimo más que nunca. Y pues Dios nos libró de tan gran peligro, que esperanza tenía en él que así había de ser de allí adelante, pues en todos estos peligros no me conoceríais tener pereza, que en ellos me hallaba con vuestras mercedes.» Y tuvo razón de lo decir, porque ciertamente en todas las batallas se hallaba de los primeros. «He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues nuestro señor fue servido guardarnos, tengamos esperanza que así será de aquí adelante, pues desque entramos en la tierra, en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos deshacer sus ídolos. Y pues que ya veíamos que el capitán Xicotenga ni sus capitanías no parecían, y que de miedo no debían de osar volver, porque les debiéramos de hacer mala obra en las batallas pasadas, y que no podría juntar sus gentes, habiendo sido ya desbaratado tres veces, y que por esta causa tenía confianza en Dios y en su abogado señor san Pedro, que era fenecida la guerra de aquella provincia; y ahora, como habéis visto, traen de comer los de Cimpancingo y quedan de paz, y estos nuestros vecinos que están por aquí poblados en sus casas; y que en cuanto dar con los navíos al través, fue muy bien aconsejado, y que si no llamó a alguno dellos al consejo, como a otros caballeros, fue por lo que sintió en el arenal, que no lo quisiera ahora traer a la memoria; y que el acuerdo y consejo que ahora le dan y el que entonces le dieron es todo de una manera y todo uno, y que miren que hay otros muchos caballeros en el real que serán muy contrarios de lo que ahora piden y aconsejan: que encaminemos siempre todas las cosas a Dios, y seguirlas en su santo servicio será mejor.
Y a lo que, señores, decís, que jamás capitanes romanos de los muy nombrados han acometido tan grandes hechos como nosotros, vuestras mercedes dicen verdad. E ahora en adelante, mediante Dios, dirán en las historias, que desto harán memoria, mucho más que de los antepasados; pues, como he dicho, todas nuestras cosas en servicio de Dios y de nuestro gran emperador don Carlos, y aun debajo de su recta justicia y cristiandad, serán ayudadas de la misericordia de nuestro señor, y nos sostendrá que vamos de bien en mejor. Así que, señores, no es cosa bien acertada volver un paso atrás; que si nos viesen volver estas gentes y los que dejamos atrás de paz, las piedras se levantarían contra nosotros; y como ahora nos tienen por dioses y ídolos, que así nos llaman, nos juzgarían por muy cobardes y de pocas fuerzas. Y a lo que decís de estar entre los amigos totonaques, nuestros aliados, si nos viesen que damos vuelta sin ir a México se levantarían contra nosotros, y la causa dello sería que, como les quitamos que no diesen tributo a Montezuma, enviaría sus poderes mexicanos contra ellos para que los tornasen a tributar y sobre ello darles guerra, y aun les mandaría que nos den a nosotros; y ello, por no ser destruidos, porque les temen en gran manera, lo pondrían por obra; así que, donde pensábamos tener amigos, serían enemigos; pues desque lo supiese el gran Montezuma que nos habíamos vuelto, ¿qué diría? ¿en qué tendría nuestras palabras ni lo que le enviamos a decir? que todo era cosa de burla o juego de niños.
Así que, señores, mal allá y peor acullá, más vale que estemos aquí donde estamos, que es bien llano y todo bien poblado, y este nuestro real bien abastecido: unas veces gallinas, otras perros, gracias a Dios no falta de comer, si tuviésemos sal, que es la mayor falta que al presente tenemos, y ropa para guarecernos del frío. Y a lo que decís, señores, que se han muerto desde que salimos de la isla de Cuba cincuenta y cinco soldados de heridas, hambres, fríos, dolencias y trabajos, e que somos pocos, e todos heridos y dolientes; Dios nos da esfuerzo por muchos; porque vista cosa es que las guerras gastan hombres y caballos, y que unas veces comemos bien; y no venimos al presente para descansar, sino para pelear cuando se ofreciere; por tanto os pido, señores, por merced, que pues sois caballeros y personas que antes habíais de esforzar a quien viésedes mostrar flaqueza: que de aquí adelante se os quite del pensamiento la isla de Cuba y lo que allá dejáis, y procuremos de hacer lo que siempre habéis hecho como buenos soldados; que después de Dios, que es nuestro socorro e ayuda, han de ser nuestros valerosos brazos.» Y como Cortés hubo dado esta respuesta, volvieron aquellos soldados a repetir en la plática, y dijeron que todo lo que decía estaba bien dicho; mas que cuando salimos de la villa que dejábamos poblada, nuestro intento era, y ahora lo es, de ir a México, pues hay tan gran fama de tan fuerte ciudad y tanta multitud de guerreros, y que aquellos tlascaltecas decían los de Cempoal que eran pacíficos, y no había fama dellos, como de los de México; y habemos estado tan a riesgo nuestras vidas, que si otro día nos dieran otra batalla como alguna de las pasadas, ya no nos podíamos tener de cansados, ya que no nos diesen más guerras; que la ida de México les parecía muy terrible cosa, y que mirase lo que decía y ordenaba.
Y Cortés respondió, medio enojado, que valía más morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados; y demás desto que Cortés les dijo, todos los más soldados que le fuimos en alzar capitán y dimos consejo sobre dar al través con los navíos, dijimos en alta voz que no curase de corrillos ni de oír semejantes pláticas, sino que con el ayuda de Dios con buen concierto estemos apercibidos para hacer lo que convenga, y así cesaron todas las pláticas; verdad es que murmuraban de Cortés e le maldecían, y aun de, nosotros, que le aconsejábamos, y de los de Cempoal, que por tal camino nos trajeron, y decían otras cosas no bien dichas; mas en tales tiempos se disimulaban. En fin, todos obedecieron muy bien. Y dejaré de hablar en esto, y diré cómo los caciques viejos de la cabecera de Tlascala enviaron otra vez mensajeros de nuevo a su capitán general Xicotenga, que en todo caso no nos de guerra, y que vaya de paz luego a nos ver y llevar de comer porque así está ordenado por todos los caciques y principales de aquella tierra y de Guaxocingo; y también enviaron a mandar a los capitanes que tenía en su compañía que si no fuese para tratar paces, que en cosa ninguna le obedeciesen; y esto le tornaron a enviar a decir tres veces, porque sabían cierto que no les quería obedecer, y tenía determinado el Xicotenga que una noche había de dar otra vez en nuestro real, porque para ello tenía juntos veinte mil hombres; y como era soberbio y muy porfiado, así ahora como las otras veces no quiso obedecer.
Y lo que sobre ello hizo diré adelante.
CapÍtulo LXX
Cómo el capitán Xicotenga tenía apercibidos veinte mil hombres guerreros escogidos, para dar en nuestro real, y lo que sobre ello se hizo
Como Mase-Escaci y Xicotenga «el viejo», y todos los demás caciques de la cabecera de Tlascala enviaron cuatro veces a decir a su capitán que no nos diese guerra, sino que nos fuese a hablar de paz, pues estaba. cerca de nuestro real, y mandaron a los demás capitanes que con él estaban que no le siguiesen si no fuese para acompañarle si nos iba a ver de paz; como el Xicontenga era de mala condición, porfiado y soberbio, acordó de nos enviar cuarenta indios con comida de gallinas, pan y fruta, y cuatro mujeres indias viejas y de ruin manera, y mucho copal y plumas de papagayos, y los indios que lo traían al parecer creímos que venían de paz; y llegados a nuestro real, zahumaron a Cortés, y sin hacer acato, como suelen entre ellos, dijeron: «Esto os envía el capitán Xicotenga, que comáis si sois teules, como dicen los de Cempoal; e si queréis sacrificios, tomad esas cuatro mujeres que sacrifiquéis, y podéis comer de sus carnes y corazones; y porque no sabemos de qué manera lo hacéis, por eso no las hemos sacrificado ahora delante de vosotros; y si sois hombres, comed de las gallinas, pan y fruta; y si sois teules mansos, aquí os traemos copal (que ya he dicho que es como incienso) y plumas de papagayos; haced vuestro sacrificio con ello».
Y Cortés respondió con nuestras lenguas que ya les había enviado a decir que quiere paz y que no venía a dar guerra, y les venían a rogar y manifestar de parte de nuestro señor Jesucristo, que es en quien creemos y adoramos, y el emperador don Carlos (cuyos vasallos somos), que no maten ni sacrifiquen a ninguna persona, como lo suelen hacer; y que todos nosotros somos hombres de hueso y de carne como ellos, y no teules, sino cristianos, y que no tenemos por costumbre de matar a ningunos; que si matar quisiéramos, que todas las veces que nos dieron guerra de día y de noche había en ellos hartos en que pudiéramos hacer crueldades, y que por aquella comida que allí traen se lo agradece, y que no sean más locos de lo que han sido, y vengan de paz. Y parece ser aquellos indios que envió el Xicotenga con la comida, eran espías para mirar nuestras chozas y entradas y salidas, y todo lo que en nuestro real había, y ranchos y caballos y artillería, y cuántos estábamos en cada choza; y estuvieron aquel día y la noche, y se iban unos con mensajes a su Xicotenga y venían otros; y los amigos que traíamos de Cempoal miraron y cayeron en ello, que no era cosa acostumbrada estar de día ni de noche nuestros enemigos en el real sin propósito ninguno, y que cierto eran espías, y tomaron dellos más sospecha porque cuando fuimos a lo del pueblezuelo Zumpancingo, dijeron dos viejos de aquel pueblo a los de Cempoal, que estaba apercibido Xicotenga con muchos guerreros para dar en nuestro real de noche de manera que no fuesen sentidos, y los de Cempoal entonces tuviéronlo por burla y cosa de fieros, y por no saberlo muy de cierto no se lo habían dicho a Cortés; y súpolo luego doña Marina, y ella lo dijo a Cortés; y para saber la verdad mandó Cortés apartar dos de los tlascaltecas que parecían más hombres de bien, y confesaron que eran espías de Xicotenga, y todo a la fin que venían; y Cortés les mandó soltar, y tomamos otros dos, y ni más ni menos confesaron que eran espías; y tomáronse otros dos ni más ni menos, y más dijeron, que estaba su capitán Xicotenga aguardando la respuesta para dar aquella noche con todas sus capitanías en nosotros; y como Cortés lo hubo entendido, lo hizo saber en todo el real para que estuviésemos muy alerta, creyendo que había de venir, como lo tenían concertado; y luego mandó prender hasta diez y siete indios de aquellas espías, y dellos se cortaron las manos y a otros los dedos pulgares, y los enviamos a su capitán Xicotenga, y se les dijo que por el atrevimiento de venir de aquella manera se les ha hecho ahora aquel castigo, e digan que venga cuando quisiere, de día o de noche; que allí le aguardaríamos dos días, y que si dentro de los dos días no viniese, que lo iríamos a buscar a su real; y que ya hubiéramos ido a les dar guerra y matarles, sino porque los queremos mucho; y que no sean más locos, y vengan de paz.
Y como fueron aquellos indios de las manos cortadas y dedos, en aquel instante dicen que Xicotenga quería salir de su real con todos sus poderes para dar sobre nosotros de noche, como lo tenían concertado; y como vio ir a sus espías de aquella manera, se maravilló y preguntó la causa dello, y le contaron todo lo acaecido, y desde entonces perdió el brío y soberbia; y demás desto, ya se le había ido del real una capitanía con toda su gente, con quien había tenido contienda y bandos en las batallas pasadas. Dejemos esto aquí, e pasemos adelante.
Y Cortés respondió con nuestras lenguas que ya les había enviado a decir que quiere paz y que no venía a dar guerra, y les venían a rogar y manifestar de parte de nuestro señor Jesucristo, que es en quien creemos y adoramos, y el emperador don Carlos (cuyos vasallos somos), que no maten ni sacrifiquen a ninguna persona, como lo suelen hacer; y que todos nosotros somos hombres de hueso y de carne como ellos, y no teules, sino cristianos, y que no tenemos por costumbre de matar a ningunos; que si matar quisiéramos, que todas las veces que nos dieron guerra de día y de noche había en ellos hartos en que pudiéramos hacer crueldades, y que por aquella comida que allí traen se lo agradece, y que no sean más locos de lo que han sido, y vengan de paz. Y parece ser aquellos indios que envió el Xicotenga con la comida, eran espías para mirar nuestras chozas y entradas y salidas, y todo lo que en nuestro real había, y ranchos y caballos y artillería, y cuántos estábamos en cada choza; y estuvieron aquel día y la noche, y se iban unos con mensajes a su Xicotenga y venían otros; y los amigos que traíamos de Cempoal miraron y cayeron en ello, que no era cosa acostumbrada estar de día ni de noche nuestros enemigos en el real sin propósito ninguno, y que cierto eran espías, y tomaron dellos más sospecha porque cuando fuimos a lo del pueblezuelo Zumpancingo, dijeron dos viejos de aquel pueblo a los de Cempoal, que estaba apercibido Xicotenga con muchos guerreros para dar en nuestro real de noche de manera que no fuesen sentidos, y los de Cempoal entonces tuviéronlo por burla y cosa de fieros, y por no saberlo muy de cierto no se lo habían dicho a Cortés; y súpolo luego doña Marina, y ella lo dijo a Cortés; y para saber la verdad mandó Cortés apartar dos de los tlascaltecas que parecían más hombres de bien, y confesaron que eran espías de Xicotenga, y todo a la fin que venían; y Cortés les mandó soltar, y tomamos otros dos, y ni más ni menos confesaron que eran espías; y tomáronse otros dos ni más ni menos, y más dijeron, que estaba su capitán Xicotenga aguardando la respuesta para dar aquella noche con todas sus capitanías en nosotros; y como Cortés lo hubo entendido, lo hizo saber en todo el real para que estuviésemos muy alerta, creyendo que había de venir, como lo tenían concertado; y luego mandó prender hasta diez y siete indios de aquellas espías, y dellos se cortaron las manos y a otros los dedos pulgares, y los enviamos a su capitán Xicotenga, y se les dijo que por el atrevimiento de venir de aquella manera se les ha hecho ahora aquel castigo, e digan que venga cuando quisiere, de día o de noche; que allí le aguardaríamos dos días, y que si dentro de los dos días no viniese, que lo iríamos a buscar a su real; y que ya hubiéramos ido a les dar guerra y matarles, sino porque los queremos mucho; y que no sean más locos, y vengan de paz.
Y como fueron aquellos indios de las manos cortadas y dedos, en aquel instante dicen que Xicotenga quería salir de su real con todos sus poderes para dar sobre nosotros de noche, como lo tenían concertado; y como vio ir a sus espías de aquella manera, se maravilló y preguntó la causa dello, y le contaron todo lo acaecido, y desde entonces perdió el brío y soberbia; y demás desto, ya se le había ido del real una capitanía con toda su gente, con quien había tenido contienda y bandos en las batallas pasadas. Dejemos esto aquí, e pasemos adelante.
CapÍtulo LXXI
Cómo vinieron a nuestro real los cuatro principales que habían enviado a tratar paces, y el razonamiento que hicieron, y lo que más pasó
Estando en nuestro real sin saber que habían de venir de paz, puesto que la deseábamos en gran manera, y estábamos entendiendo en aderezar armas y en hacer saetas, y cada uno en lo que había menester para en cosas de la guerra; en este instante vino uno de nuestros corredores del campo a gran priesa, y dijo que por el camino principal de Tlascala vienen muchos indios e indias con cargas, y que sin torcer por el camino, vienen hacia nuestro real, e que el otro su compañero de a caballo, corredor del campo, está atalayando para ver a qué parte van; y estando en esto llegó el otro su compañero de a caballo, y dijo que muy cerca de allí venían derechos donde estábamos, y que de rato en rato hacían paradillas; y Cortés y todos nosotros nos alegramos con aquellas nuevas, porque creímos cierto ser de paz, como lo fue, y mandó Cortés que no se hiciese alboroto ni sentimiento, y que disimulados nos estuviésemos en nuestras chozas; y luego, de todas aquellas gentes que venían con las cargas se adelantaron cuatro principales que traían cargo de entender en las paces, como les fue mandado por los caciques viejos; y haciendo señas de paz, que era abajar la cabeza se vinieron derechos a la choza y aposento de Cortés, y pusieron la mano en el suelo y besaron la tierra, e hicieron tres reverencias y quemaron sus copales, y dijeron que todos los caciques de Tlascala y vasallos y aliados, y amigos y confederados suyos, se vienen a meter debajo de la amistad y paces de Cortés y de todos sus hermanos los teules que consigo estaban, y que los perdone por que no han salido de paz y por la guerra que nos han dado, porque creyeron y tuvieron por cierto que éramos amigos de Montezuma y sus mexicanos, los cuales son sus enemigos mortales de tiempos muy antiguos, porque vieron que venían con nosotros en nuestra compañía muchos de sus vasallos que le dan tributos; y que con engaño y traiciones les querían entrar en su tierra, como lo tenían de costumbre, para llevar robados sus hijos y mujeres, y que por esta causa no creían a los mensajeros que les enviábamos, y demás desto dijeron que los primeros indios que nos salieron a dar guerra así como entr4mos en sus tierras, que no fue por su mandado y consejo, sino por los chontales e otomíes, que son gentes como monteses y sin razón; y que como vieron que éramos tan pocos, que creyeron de tomarnos a manos y llevarnos presos a sus señores y ganar gracias con ello, y que ahora vienen a demandar perdón de su atrevimiento, y que cada día traerán más bastimento del que allí traían, y que lo recibamos con el amor que lo envían, y que de allí a dos días vendrá el capitán Xicotenga con otros caciques, y dará más relación de la buena voluntad que toda Tlascala tiene de nuestra buena amistad.
Y luego que hubieron acabado su razonamiento bajaron sus cabezas y pusieron las manos en el suelo y besaron la tierra; y luego Cortés les habló con nuestras lenguas con gravedad e hizo del enojado, e dijo que, puesto que había causas para no los oír ni tener amistad con ellos, porque desde que entramos por su tierra les enviamos a demandar paces y les envió a decir que los quería favorecer contra sus enemigos los de México, e no lo quisieron creer y querían matar nuestros embajadores, y no contentos con aquello, nos dieron guerra tres veces, y de noche, que tenían espías y asechanzas sobre nosotros, y en las guerras que nos daban les pudiéramos matar muchos de sus vasallos; «y no quise, y que los que murieron me pesa por ello, que ellos dieron causa a ello»; y que tenía determinado de ir adonde están los caciques viejos a darles guerra; que pues ahora vienen de paz de parte de aquella provincia, que él los recibe en nombre de nuestro rey y señor, y les agradece el bastimento que traen; y les mandó que luego fuesen a sus señores a les decir vengan o envíen a tratar las paces con más certificación; y si no vienen, que iríamos a su pueblo a les dar guerra; y les mandó dar cuentas azules para que diesen a los caciques en señal de paz; y se les amonestó que cuando viniesen a nuestro real fuese de día, y no de noche, porque los mataríamos; y luego se fueron aquellos cuatro principales mensajeros, y dejaron en unas casas de indios algo apartadas de nuestro real las indias que traían para hacer pan, y gallinas y todo servicio, y veinte indios que les traían agua y leña, y desde allí adelante nos traían muy bien de comer; y cuando aquello vimos, y nos pareció que eran verdaderas las paces, dimos muchas gracias a Dios por ello; y vinieron en tiempo que ya estábamos tan flacos y trabajados y descontentos con las guerras, sin saber el fin que habría dellas, cual se puede colegir.
Y en los capítulos pasados dice el cronista Gómara que Cortés se subió en unas peñas, y que vio al pueblo de Zumpancingo; digo que estaba junto a nuestro real, que harto ciego era el soldado que lo quería ver y no lo veía muy claro. También dice que se le querían amotinar y rebelar los soldados, e dice otras cosas que yo no las quiero escribir, porque es gastar palabras, porque dice que lo sabe por información. Digo que capitán nunca fue tan obedecido en el mundo, según adelante lo verán; que tal por pensamiento no pasé a ningún soldado desde que entramos en tierra adentro, sino fue cuando lo de los arenales, y las palabras que le decían en el capítulo pasado era por vía de aconsejarle y porque les parecía que eran bien dichas, y no por otra vía, porque siempre le siguieron muy bien y lealmente; y no es mucho que en los ejércitos algunos buenos soldados aconsejen a su capitán, y más si se ven tan trabajados como nosotros andábamos; y quien viera su Historia lo que dice, creerá que es verdad, según lo refiere con tanta elocuencia, siendo muy contrario de lo que pasó. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más adelante nos avino con unos mensajeros que envió el gran Montezuma.
Y luego que hubieron acabado su razonamiento bajaron sus cabezas y pusieron las manos en el suelo y besaron la tierra; y luego Cortés les habló con nuestras lenguas con gravedad e hizo del enojado, e dijo que, puesto que había causas para no los oír ni tener amistad con ellos, porque desde que entramos por su tierra les enviamos a demandar paces y les envió a decir que los quería favorecer contra sus enemigos los de México, e no lo quisieron creer y querían matar nuestros embajadores, y no contentos con aquello, nos dieron guerra tres veces, y de noche, que tenían espías y asechanzas sobre nosotros, y en las guerras que nos daban les pudiéramos matar muchos de sus vasallos; «y no quise, y que los que murieron me pesa por ello, que ellos dieron causa a ello»; y que tenía determinado de ir adonde están los caciques viejos a darles guerra; que pues ahora vienen de paz de parte de aquella provincia, que él los recibe en nombre de nuestro rey y señor, y les agradece el bastimento que traen; y les mandó que luego fuesen a sus señores a les decir vengan o envíen a tratar las paces con más certificación; y si no vienen, que iríamos a su pueblo a les dar guerra; y les mandó dar cuentas azules para que diesen a los caciques en señal de paz; y se les amonestó que cuando viniesen a nuestro real fuese de día, y no de noche, porque los mataríamos; y luego se fueron aquellos cuatro principales mensajeros, y dejaron en unas casas de indios algo apartadas de nuestro real las indias que traían para hacer pan, y gallinas y todo servicio, y veinte indios que les traían agua y leña, y desde allí adelante nos traían muy bien de comer; y cuando aquello vimos, y nos pareció que eran verdaderas las paces, dimos muchas gracias a Dios por ello; y vinieron en tiempo que ya estábamos tan flacos y trabajados y descontentos con las guerras, sin saber el fin que habría dellas, cual se puede colegir.
Y en los capítulos pasados dice el cronista Gómara que Cortés se subió en unas peñas, y que vio al pueblo de Zumpancingo; digo que estaba junto a nuestro real, que harto ciego era el soldado que lo quería ver y no lo veía muy claro. También dice que se le querían amotinar y rebelar los soldados, e dice otras cosas que yo no las quiero escribir, porque es gastar palabras, porque dice que lo sabe por información. Digo que capitán nunca fue tan obedecido en el mundo, según adelante lo verán; que tal por pensamiento no pasé a ningún soldado desde que entramos en tierra adentro, sino fue cuando lo de los arenales, y las palabras que le decían en el capítulo pasado era por vía de aconsejarle y porque les parecía que eran bien dichas, y no por otra vía, porque siempre le siguieron muy bien y lealmente; y no es mucho que en los ejércitos algunos buenos soldados aconsejen a su capitán, y más si se ven tan trabajados como nosotros andábamos; y quien viera su Historia lo que dice, creerá que es verdad, según lo refiere con tanta elocuencia, siendo muy contrario de lo que pasó. Y dejarlo he aquí, y diré lo que más adelante nos avino con unos mensajeros que envió el gran Montezuma.
CapÍtulo LXXII
Cómo vinieron a nuestro real embajadores de Montezuma, gran señor de México, y del presente que trajeron
Como nuestro señor Dios, por su gran misericordia, fue servido darnos victoria de aquellas batallas de Tlascala, voló nuestra fama por todas aquellas comarcas, y fue a oídos del gran Montezuma a la gran ciudad de México, y si antes nos tenían por teules, que son como sus ídolos, de allí adelante nos tenían en muy mayor reputación y por fuertes guerreros; y puso espanto en toda la tierra como, siendo nosotros tan pocos y los tlascaltecas de muy grandes poderes, los vencimos, y ahora enviarnos a demandar paz.
Por manera que Montezuma, gran señor de México, de muy bueno que era, o temió nuestra ida a su ciudad, despachó cinco principales hombres de mucha cuenta a Tlascala y a nuestro real para darnos el bien venido, y a decir que se había holgado mucho de nuestra gran victoria y que hubimos contra tantos escuadrones de guerreros, y envió un presente, obra de mil pesos de oro, en joyas muy ricas y de muchas maneras labradas, y veinte cargas de ropa fina de algodón, y envió a decir que se holgaba porque estábamos ya cerca de su ciudad, por la buena voluntad que tenía a Cortés y a todos los teules sus hermanos que con él estábamos, que así nos llamaba, y que viese cuánto quería de tributo cada año para nuestro gran emperador, que lo dará en oro, plata y joyas y ropa, con tal que no fuésemos a México; y esto que no lo hacía porque no fuésemos, que de muy buena voluntad nos acogiera, sino por ser la tierra estéril y fragosa, y que le pesaría de nuestro trabajo si nos lo viese pasar, e que por ventura que no lo podía remediar tan bien como querría. Cortés le respondió y dijo que le tenía en merced la voluntad que mostraba y el presente que envió, y el ofrecimiento de dar a su majestad el tributo que decía; y luego rogó a los mensajeros que no se fuesen hasta ir a la cabecera de Tlascala, y que allí los despacharía, porque viese en lo que paraba aquello de la guerra; y no les quiso dar luego la respuesta porque estaba purgado del día antes, y purgóse con unas manzanillas que hay en la isla de Cuba, y son muy buenas para quien sabe cómo se han de tomar.
Dejaré esta materia, y diré lo que más en nuestro real pasó.
Por manera que Montezuma, gran señor de México, de muy bueno que era, o temió nuestra ida a su ciudad, despachó cinco principales hombres de mucha cuenta a Tlascala y a nuestro real para darnos el bien venido, y a decir que se había holgado mucho de nuestra gran victoria y que hubimos contra tantos escuadrones de guerreros, y envió un presente, obra de mil pesos de oro, en joyas muy ricas y de muchas maneras labradas, y veinte cargas de ropa fina de algodón, y envió a decir que se holgaba porque estábamos ya cerca de su ciudad, por la buena voluntad que tenía a Cortés y a todos los teules sus hermanos que con él estábamos, que así nos llamaba, y que viese cuánto quería de tributo cada año para nuestro gran emperador, que lo dará en oro, plata y joyas y ropa, con tal que no fuésemos a México; y esto que no lo hacía porque no fuésemos, que de muy buena voluntad nos acogiera, sino por ser la tierra estéril y fragosa, y que le pesaría de nuestro trabajo si nos lo viese pasar, e que por ventura que no lo podía remediar tan bien como querría. Cortés le respondió y dijo que le tenía en merced la voluntad que mostraba y el presente que envió, y el ofrecimiento de dar a su majestad el tributo que decía; y luego rogó a los mensajeros que no se fuesen hasta ir a la cabecera de Tlascala, y que allí los despacharía, porque viese en lo que paraba aquello de la guerra; y no les quiso dar luego la respuesta porque estaba purgado del día antes, y purgóse con unas manzanillas que hay en la isla de Cuba, y son muy buenas para quien sabe cómo se han de tomar.
Dejaré esta materia, y diré lo que más en nuestro real pasó.
CapÍtulo LXXIII
Cómo vino Xicotenga, capitán general de Tlascala; a entender en las paces, y lo que dijo, y lo que nos avino
Estando platicando Cortés con los embajadores de Montezuma, como dicho habemos, y quería reposar porque estaba malo de calenturas y purgado de otro día antes, viénenle a decir que venía el capitán Xicotenga con muchos caciques y capitanes, y que traen cubiertas mantas blancas y coloradas, digo la mitad de las mantas blancas y la otra mitad coloradas, que era su divisa y librea, y muy de paz, y traía consigo hasta cincuenta hombres principales que le acompañaban; y llegado al aposento de Cortés, le hizo muy grande acato en sus reverencias, como entre ellos se usa, y mandó quemar mucho copal y Cortés con gran amor le mandó sentar cabe sí; y dijo el Xicotenga que él venía de parte de su padre y de Mase-Escaci, y de todos los caciques y república de Tlascala, a rogarle que los admitiese a nuestra amistad; y que venía a dar la obediencia a nuestro rey y señor, y a demandar perdón por haber tomado armas y habernos dado guerra; y que si lo hicieron, que fue por no saber quién éramos, porque tuvieron por cierto que veníamos de la parte de su enemigo Montezuma; que como muchas veces suelen tener astucias y mañas para entrar en sus tierras y robarles y saquearles, que así creyeron que lo quería hacer ahora; y que por esta causa procuraron de defender sus personas y patria, y fue forzado pelear; y que ellos eran muy pobres, que no alcanzan oro ni plata, ni piedras ricas ni ropa de algodón, ni aun sal para comer, porque Montezuma no les da lugar a ello para salir a buscarlo; y que si sus antepasados tenía algún oro o piedras de valor, que al Montezuma se los habían dado cuando algunas veces hacían paces o treguas porque no los destruyesen, y esto en los tiempos muy atrás pasados; y porque al presente no tienen que dar, que los perdone, que su pobreza era causa dello, y no la buena voluntad; y dio muchas quejas de Montezuma y de sus aliados, que todos eran contra ellos y les daban guerra, puesto que se habían defendido muy bien; y que ahora quisiera hacer lo mismo contra nosotros, y no pudieron, aunque se habían juntado tres veces con todos sus guerreros, y que éramos invencibles; y que como conocieron esto de nuestras personas, que quieren ser nuestros amigos, y vasallos del gran señor emperador don Carlos, porque tienen por cierto que con nuestra compañía serían siempre guardadas y amparadas sus personas, mujeres e hijos, y no estarán siempre con sobresalto de los traidores mexicanos; y dijo otras muchas palabras de ofrecimientos con sus personas y ciudad.
Era este Xicotenga alto de cuerpo y de grande espalda y bien hecho, y la cara tenía larga y como hoyosa y robusta, y era de hasta treinta y cinco años, y en el parecer mostraba en su persona gravedad; y Cortés le dio las gracias muy cumplidas con halagos que le mostró, y dijo que él los recibía por tales vasallos de nuestro rey y señor y amigos nuestros; y luego dijo el Xicotenga que nos rogaba fuésemos a su ciudad, porque estaban todos los caciques viejos y papas aguardándonos con mucho regocijo; y Cortés le respondió que él iría presto, y que luego fuera, sino porque estaba entendiendo en negocios del gran Montezuma, y como despache aquellos mensajeros, que él será allá; y tornó Cortés a decir algo más áspero y con gravedad de las guerras que nos habían dado de día y de noche; e que pues ya no puede haber enmienda en ello, que se lo perdona, y que miren que las paces que ahora les damos que sean firmes y no haya mudamiento, porque si otra cosa hacen, que los matará y destruirá a su ciudad, y que no aguardasen otras palabras de paces, sino de guerra. Y como aquello oyó el Xicotenga y todos los principales que con él venían, respondieron a una que serían firmes y verdaderas, y que para ello quedaban todos en rehenes; y pasaron otras pláticas de Cortés a Xicotenga y de todos los demás principales, y se les dieron unas cuentas verdes y azules para su padre y para él y los demás caciques, y les mandó que dijesen que iría presto a su ciudad.
E a todas estas pláticas y ofrecimientos que he dicho estaban presentes los embajadores mexicanos, de lo cual les pesó en gran manera de las paces, porque bien entendieron que por ellas no les había de venir bien ninguno. Y desque se hubo despedido el Xicotenga, dijeron a Cortés los embajadores de Montezuma, medio riendo, que si creía algo de aquellos ofrecimientos e paces que habían hecho de parte de toda Tlascala, que todo era burla y que no los creyesen, que eran palabras muy de traidores y engañosas; que lo hacían para que desque nos tuviesen en su ciudad en parte donde nos pudiesen tomar a salvo darnos guerra y matarnos; y que tuviésemos en la memoria cuántas veces nos había venido con todos sus poderes a matar, y cómo no pudieron, y fueron dellos muchos muertos y otros heridos, que se querían ahora vengar con demandas y paz fingida. Y Cortés respondió con semblante muy esforzado, y dijo que no se le daba nada porque tuviesen tal pensamiento como decía; e ya que todo fuese verdad, que él se holgaría dello para castigarles con quitarles las vidas, y que eso se le da que den guerra de día que de noche, ni que sea en el campo que en la ciudad; que en tanto tenía lo uno como lo otro; y para ver si es verdad, que por esta causa determina de ir allá. Y viendo aquellos embajadores su determinación, rogándole que aguardásemos allí en nuestro real seis días, porque querían enviar dos de sus compañeros a su señor Montezuma, y que vendrían dentro de los seis días con respuesta; y Cortés se lo prometió, lo uno porque, como he dicho, estaba con calenturas, y lo otro, como aquellos embajadores le dijeron aquellas palabras, puesto que hizo semblante no hacer caso dellas, miró que si por ventura serían verdad, hasta ver más certidumbre en las paces, porque eran tales, que había que pensar en ellas; y como en aquella sazón vio que había venido de paz, y en todo el camino por donde venimos de nuestra Villa Rica de la Veracruz eran los pueblos nuestros amigos y confederados, escribió Cortés a Juan de Escalante, que ya he dicho que quedó en la villa para acabar de hacer la fortaleza y por capitán de obra de sesenta soldados viejos y dolientes que allí quedaron; en las cuales cartas les hizo saber las grandes mercedes que nuestro señor Jesucristo nos ha hecho en las batallas que hubimos, en las victorias y rencuentros desde que entramos en la provincia de Tlascala, donde ahora han venido de paz, y que todos diesen gracias a Dios por ello; y que mirasen que siempre favoreciesen a los pueblos totonaques, nuestros amigos, y que le enviasen luego en posta dos botijes de vino que había dejado soterradas en cierta parte señalada de su aposento, y asimismo trajeron hostias de las que habíamos traído de la isla de Cuba, porque las que trajimos de aquella entrada ya se habían acabado.
En las cuales cartas dice que hubieron mucho placer en la villa, y escribió el Escalante lo que allí había sucedido, y todo vino muy presto; y en aquellos días en nuestro real pusimos una cruz muy suntuosa y alta, y mandó Cortés a los indios de Zumpancingo y a los de las casas que estaban junto de nuestro real que encalasen un cu y estuviese bien aderezado. Dejemos de escribir desto, y volvamos a nuestros nuevos amigos los caciques de Tlascala, que como vieron que no íbamos a su pueblo, ellos venían a nuestro real con gallinas y tunas, que era tiempo dellas, y cada día traían el bastimiento que tenían en su casa, y con buena voluntad nos lo daban, sin que quisiesen tomar por ello cosa ninguna aunque se lo dábamos, y siempre rogando a Cortés que se fuese luego con ellos a su ciudad; y como estábamos aguardando a los mexicanos los seis días, como les prometió, con palabras blandas les detenía; y luego, cumplido el plazo que habían dicho, vinieron de México seis principales, hombres de mucha estima, y trajeron un rico presente que envió el gran Montezuma, que fueron más de tres mil pesos de oro en ricas joyas de diversas maneras, y doscientas piezas de ropa de mantas muy ricas de pluma y de otras labores, y dijeron a Cortés cuando lo presentaron, que su señor Montezuma se huelga de nuestra buena andanza, y que le ruega muy ahincadamente que ni en bueno ni malo no fuese con los de Tlascala a su pueblo ni se confiase dellos, porque son muy pobres, que una manta buena de algodón no alcanza; e que por saber que el Montezuma nos tiene por amigos y nos envía aquel oro y joyas y mantas, lo procurarán de robar muy mejor; y Cortés recibió con alegría aquel presente, y dijo que se lo tenía en merced y que él lo pagaría al señor Montezuma en buenas obras; y que si se sintiese que los tlascaltecas les pasase por el pensamiento lo que Montezuma les enviaba a avisar, que se lo pagaría con quitarles todos las vidas, y que él sabe muy cierto que no harán villanía ninguna, y que todavía quiere ir a ver lo que hacen.
Y estando en estas razones vienen otros muchos mensajeros de Tlascala a decir a Cortés cómo vienen cerca de allí todos los caciques viejos de la cabecera de toda la provincia a nuestros ranchos y chozas a ver a Cortés y a todos nosotros para llevarnos a su ciudad; y como Cortés lo supo, rogó a los embajadores mexicanos que aguardasen tres días por los despachos para su señor, porque tenía al presente que hablar y despachar sobre la guerra pasada e paces que ahora tratan; y ellos dijeron que aguardarían. Y lo que los caciques viejos dijeron a Cortés se dirá adelante.
Era este Xicotenga alto de cuerpo y de grande espalda y bien hecho, y la cara tenía larga y como hoyosa y robusta, y era de hasta treinta y cinco años, y en el parecer mostraba en su persona gravedad; y Cortés le dio las gracias muy cumplidas con halagos que le mostró, y dijo que él los recibía por tales vasallos de nuestro rey y señor y amigos nuestros; y luego dijo el Xicotenga que nos rogaba fuésemos a su ciudad, porque estaban todos los caciques viejos y papas aguardándonos con mucho regocijo; y Cortés le respondió que él iría presto, y que luego fuera, sino porque estaba entendiendo en negocios del gran Montezuma, y como despache aquellos mensajeros, que él será allá; y tornó Cortés a decir algo más áspero y con gravedad de las guerras que nos habían dado de día y de noche; e que pues ya no puede haber enmienda en ello, que se lo perdona, y que miren que las paces que ahora les damos que sean firmes y no haya mudamiento, porque si otra cosa hacen, que los matará y destruirá a su ciudad, y que no aguardasen otras palabras de paces, sino de guerra. Y como aquello oyó el Xicotenga y todos los principales que con él venían, respondieron a una que serían firmes y verdaderas, y que para ello quedaban todos en rehenes; y pasaron otras pláticas de Cortés a Xicotenga y de todos los demás principales, y se les dieron unas cuentas verdes y azules para su padre y para él y los demás caciques, y les mandó que dijesen que iría presto a su ciudad.
E a todas estas pláticas y ofrecimientos que he dicho estaban presentes los embajadores mexicanos, de lo cual les pesó en gran manera de las paces, porque bien entendieron que por ellas no les había de venir bien ninguno. Y desque se hubo despedido el Xicotenga, dijeron a Cortés los embajadores de Montezuma, medio riendo, que si creía algo de aquellos ofrecimientos e paces que habían hecho de parte de toda Tlascala, que todo era burla y que no los creyesen, que eran palabras muy de traidores y engañosas; que lo hacían para que desque nos tuviesen en su ciudad en parte donde nos pudiesen tomar a salvo darnos guerra y matarnos; y que tuviésemos en la memoria cuántas veces nos había venido con todos sus poderes a matar, y cómo no pudieron, y fueron dellos muchos muertos y otros heridos, que se querían ahora vengar con demandas y paz fingida. Y Cortés respondió con semblante muy esforzado, y dijo que no se le daba nada porque tuviesen tal pensamiento como decía; e ya que todo fuese verdad, que él se holgaría dello para castigarles con quitarles las vidas, y que eso se le da que den guerra de día que de noche, ni que sea en el campo que en la ciudad; que en tanto tenía lo uno como lo otro; y para ver si es verdad, que por esta causa determina de ir allá. Y viendo aquellos embajadores su determinación, rogándole que aguardásemos allí en nuestro real seis días, porque querían enviar dos de sus compañeros a su señor Montezuma, y que vendrían dentro de los seis días con respuesta; y Cortés se lo prometió, lo uno porque, como he dicho, estaba con calenturas, y lo otro, como aquellos embajadores le dijeron aquellas palabras, puesto que hizo semblante no hacer caso dellas, miró que si por ventura serían verdad, hasta ver más certidumbre en las paces, porque eran tales, que había que pensar en ellas; y como en aquella sazón vio que había venido de paz, y en todo el camino por donde venimos de nuestra Villa Rica de la Veracruz eran los pueblos nuestros amigos y confederados, escribió Cortés a Juan de Escalante, que ya he dicho que quedó en la villa para acabar de hacer la fortaleza y por capitán de obra de sesenta soldados viejos y dolientes que allí quedaron; en las cuales cartas les hizo saber las grandes mercedes que nuestro señor Jesucristo nos ha hecho en las batallas que hubimos, en las victorias y rencuentros desde que entramos en la provincia de Tlascala, donde ahora han venido de paz, y que todos diesen gracias a Dios por ello; y que mirasen que siempre favoreciesen a los pueblos totonaques, nuestros amigos, y que le enviasen luego en posta dos botijes de vino que había dejado soterradas en cierta parte señalada de su aposento, y asimismo trajeron hostias de las que habíamos traído de la isla de Cuba, porque las que trajimos de aquella entrada ya se habían acabado.
En las cuales cartas dice que hubieron mucho placer en la villa, y escribió el Escalante lo que allí había sucedido, y todo vino muy presto; y en aquellos días en nuestro real pusimos una cruz muy suntuosa y alta, y mandó Cortés a los indios de Zumpancingo y a los de las casas que estaban junto de nuestro real que encalasen un cu y estuviese bien aderezado. Dejemos de escribir desto, y volvamos a nuestros nuevos amigos los caciques de Tlascala, que como vieron que no íbamos a su pueblo, ellos venían a nuestro real con gallinas y tunas, que era tiempo dellas, y cada día traían el bastimiento que tenían en su casa, y con buena voluntad nos lo daban, sin que quisiesen tomar por ello cosa ninguna aunque se lo dábamos, y siempre rogando a Cortés que se fuese luego con ellos a su ciudad; y como estábamos aguardando a los mexicanos los seis días, como les prometió, con palabras blandas les detenía; y luego, cumplido el plazo que habían dicho, vinieron de México seis principales, hombres de mucha estima, y trajeron un rico presente que envió el gran Montezuma, que fueron más de tres mil pesos de oro en ricas joyas de diversas maneras, y doscientas piezas de ropa de mantas muy ricas de pluma y de otras labores, y dijeron a Cortés cuando lo presentaron, que su señor Montezuma se huelga de nuestra buena andanza, y que le ruega muy ahincadamente que ni en bueno ni malo no fuese con los de Tlascala a su pueblo ni se confiase dellos, porque son muy pobres, que una manta buena de algodón no alcanza; e que por saber que el Montezuma nos tiene por amigos y nos envía aquel oro y joyas y mantas, lo procurarán de robar muy mejor; y Cortés recibió con alegría aquel presente, y dijo que se lo tenía en merced y que él lo pagaría al señor Montezuma en buenas obras; y que si se sintiese que los tlascaltecas les pasase por el pensamiento lo que Montezuma les enviaba a avisar, que se lo pagaría con quitarles todos las vidas, y que él sabe muy cierto que no harán villanía ninguna, y que todavía quiere ir a ver lo que hacen.
Y estando en estas razones vienen otros muchos mensajeros de Tlascala a decir a Cortés cómo vienen cerca de allí todos los caciques viejos de la cabecera de toda la provincia a nuestros ranchos y chozas a ver a Cortés y a todos nosotros para llevarnos a su ciudad; y como Cortés lo supo, rogó a los embajadores mexicanos que aguardasen tres días por los despachos para su señor, porque tenía al presente que hablar y despachar sobre la guerra pasada e paces que ahora tratan; y ellos dijeron que aguardarían. Y lo que los caciques viejos dijeron a Cortés se dirá adelante.
CapÍtulo LXXIV
Cómo vinieron a nuestro real los caciques viejos de Tlascala a rogar a Cortés y a todos nosotros que luego nos fuésemos con ellos a su ciudad, y lo que sobre ello pasó
Como los caciques viejos de Tlascala vieron que no íbamos a su ciudad, acordaron de venir en andas, y otros en hamacas e a cuestas, y otros a pie, los cuales eran los por mí ya nombrados, que se decían Mase-Escaci, Xicotenga, el viejo e ciego, e Guaxocingo, Chichimecatecle y Tecapaneca de Tepeyanco; los cuales llegaron a nuestro real con otra gran compañía de principales, y con gran acato hicieron a Cortés y a todos nosotros tres reverencias, y quemaron copal y tocaron las manos en el suelo y besaron la tierra; y el Xicotenga, el viejo, comenzó de hablar a Cortés desta manera, y díjole: «Malinche, Malinche, muchas veces te hemos enviado a rogar que nos perdones porque salimos de guerra, e ya te enviamos a dar nuestro descargo, que fue por defendernos del malo de Montezuma y sus grandes poderes, porque creímos que eras de su bando y confederados; y si supiéramos lo que ahora sabemos, no digo yo saliros a recibir a los caminos con muchos bastimientos, sino tenéroslos barridos, y aun fuéramos por vosotros a la mar donde teníades vuestros acales (que son navíos); y pues ya nos habéis perdonado, lo que ahora os venimos a rogar yo y todos estos caciques es, que vayáis luego con nosotros a nuestra ciudad, y allí os daremos de lo que tuviéremos, e os serviremos con nuestras personas y hacienda; y mirad, Malinche, no hagas otra cosa, sino luego nos vamos; y porque tememos que por ventura te habrán dicho esos mexicanos algunas cosas de falsedades y mentiras de las que suelen decir de nosotros, no los creas ni los oigas; que en todo son falsos, y tenemos entendido que por causa dellos no has querido ir a nuestra ciudad».
Y Cortés respondió con alegre semblante, y dijo que bien sabía, desde muchos años antes que a estas sus tierras viniésemos, como eran buenos, y que deso se maravilló cuando nos salieron de guerra, y que los mexicanos que allí estaban aguardaban respuesta para su señor Montezuma; e a lo que decían que fuésemos luego a su ciudad, y por el bastimiento que siempre traían e otros cumplimientos, que se lo agradecía mucho y lo pagaría en buenas obras; e que ya se hubiera ido si tuviera quien nos llevase los tepuzques, que son las bombardas; y como oyeron aquella palabra sintieron tanto placer, que en los rostros se conoció, y dijeron: «Pues cómo, ¿por esto has estado, y no lo has dicho?» Y en menos de media hora traen sobre quinientos indios de carga, y otro día muy de mañana comenzamos a marchar camino de la cabecera de Tlascala con mucho concierto, así de la artillería como de los caballos y escopetas y ballesteros, y todos los demás, según lo teníamos de costumbre; y había rogado Cortés a los mensajeros de Montezuma que se fuesen con nosotros para ver en qué paraba lo de Tlascala, y desde allí les despacharía, y que en su aposento estarían porque no recibiesen ningún deshonor; porque, según dijeron, temíanse de los tlascaltecas. Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos, o en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche; y así, le nombraré de aquí adelante Malinche en todas las pláticas que tuviéremos con cualesquíer indios, así desta provincia como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para más breve le llamaron Malinche; y también se le quedó este nombre a un Juan Pérez de Arteaga, vecino de la Puebla, por causa que siempre andaba con doña Marina y con Jerónimo de Aguilar deprendiendo la lengua, y a esta causa le llamaban Juan Pérez Malinche, que renombre de Arteaga de obra de dos años a esta parte lo sabemos.
He querido traer esto a la memoria, aunque no había para qué, porque se entienda el nombre de Cortés de aquí adelante, que se dice Malinche; y también quiero decir que, como entramos en tierra de Tlascala hasta que fuimos a su ciudad se pasaron veinte y cuatro días, y entramos en ella a 23 de septiembre de 1519 años; y vamos a otro capítulo, y diré lo que allí nos avino.
Y Cortés respondió con alegre semblante, y dijo que bien sabía, desde muchos años antes que a estas sus tierras viniésemos, como eran buenos, y que deso se maravilló cuando nos salieron de guerra, y que los mexicanos que allí estaban aguardaban respuesta para su señor Montezuma; e a lo que decían que fuésemos luego a su ciudad, y por el bastimiento que siempre traían e otros cumplimientos, que se lo agradecía mucho y lo pagaría en buenas obras; e que ya se hubiera ido si tuviera quien nos llevase los tepuzques, que son las bombardas; y como oyeron aquella palabra sintieron tanto placer, que en los rostros se conoció, y dijeron: «Pues cómo, ¿por esto has estado, y no lo has dicho?» Y en menos de media hora traen sobre quinientos indios de carga, y otro día muy de mañana comenzamos a marchar camino de la cabecera de Tlascala con mucho concierto, así de la artillería como de los caballos y escopetas y ballesteros, y todos los demás, según lo teníamos de costumbre; y había rogado Cortés a los mensajeros de Montezuma que se fuesen con nosotros para ver en qué paraba lo de Tlascala, y desde allí les despacharía, y que en su aposento estarían porque no recibiesen ningún deshonor; porque, según dijeron, temíanse de los tlascaltecas. Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos, o en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche; y así, le nombraré de aquí adelante Malinche en todas las pláticas que tuviéremos con cualesquíer indios, así desta provincia como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para más breve le llamaron Malinche; y también se le quedó este nombre a un Juan Pérez de Arteaga, vecino de la Puebla, por causa que siempre andaba con doña Marina y con Jerónimo de Aguilar deprendiendo la lengua, y a esta causa le llamaban Juan Pérez Malinche, que renombre de Arteaga de obra de dos años a esta parte lo sabemos.
He querido traer esto a la memoria, aunque no había para qué, porque se entienda el nombre de Cortés de aquí adelante, que se dice Malinche; y también quiero decir que, como entramos en tierra de Tlascala hasta que fuimos a su ciudad se pasaron veinte y cuatro días, y entramos en ella a 23 de septiembre de 1519 años; y vamos a otro capítulo, y diré lo que allí nos avino.
CapÍtulo LXXV
Cómo fuimos a la ciudad de Tlascala, y lo que los caciques viejos hicieron, de un presente que nos dieron, y cómo trajeron sus hijas y sobrinas, y lo que más pasó
Como los caciques vieron que comenzaba a ir nuestro fardaje camino de su ciudad, luego se fueron adelante para mandar que todo estuviese aparejado para nos recibir y para tener los aposentos muy enramados; e ya que llegábamos a un cuarto de legua de la ciudad, sálennos a recibir los mismos caciques que se habían adelantado, y traen consigo sus hijas y sobrinas y muchos principales, cada parentela y bando y parcialidad por sí; porque en Tlascala había cuatro parcialidades, sin las de Tecapaneca, señor de Topeyanco, que eran cinco; y también vinieron de todos los lugares sus sujetos, y traían sus libreas diferenciadas, que aunque eran de henequén, eran muy primas y de buenas labores y pinturas, porque algodón no lo alcanzaban; y luego vinieron los papas de toda la provincia, que había muchos por los grandes adoratorios que tenían, que ya he dicho que entre ellos se llama cues, que son donde tienen sus ídolos y sacrifican; y traían aquellos papas braseros con brasas, y con sus inciensos zahumando a todos nosotros, y traían vestidos algunos dellos ropas muy largas a manera de sobrepellices, y eran blancas, y traían capillas en ellos, como que querían parecer a las que traen los canónigos, como ya lo tengo dicho, y los cabellos muy largos y enredados, que no se pueden desparcir si no se cortan, y llenos de sangre que les salían de las orejas, que en aquel día se habían sacrificado; y abajaban las cabezas como amanera de humildad cuando nos vieron, y traían las uñas de los dedos de las manos muy largas: e oímos decir que aquellos papas tenían por religiosos y de buena vida; y junto a Cortés se allegaron muchos principales acompañándole; y como entramos en lo poblado no cabían por las calles y azoteas, de tantos indios e indias que nos salían a ver con rostros muy alegres, y trajeron obra de veinte piñas hechas de muchas rosas de la tierra, diferenciadas las colores y de buenos olores, y las dieron a Cortés y a los demás soldados que les parecían capitanes, especial a los de a caballo; y como llegamos a unos buenos patios adonde estaban los aposentos, tomaron luego por la mano a Cortés, Xicotenga «el viejo» y Mase
Escaci, y le meten en los aposentos, y allí tenían aparejado para cada uno de nosotros a su usanza unas camillas de esteras y mantas de henequén; y también se aposentaron los amigos que traíamos de Cempoal y de Zocotlan cerca de nosotros; y mandó Cortés que los mensajeros del gran Montezuma se aposentasen junto con su aposento; y puesto que estábamos en tierra que veíamos claramente que estaban de buenas voluntades y muy de paz, no nos descuidamos de estar muy apercibidos, según teníamos de costumbre; y parece ser que nuestro capitán, a quien cabía el cuarto de poner corredores del campo y espías y velas, dijo a Cortés: «Parece, señor, que están muy de paz, y no habemos menester tanta guardia ni estar tan recatados como solemos».
«Mirad, señores, bien veo lo que decís; mas por la buena costumbre hemos de estar apercibidos, aunque sean muy buenos, no habemos de creer en su paz, sino como si nos quisiesen dar guerra y los viésemos venir a encontrar con nosotros; que muchos capitanes por se confiar y descuidar fueron desbaratados, especialmente nosotros, como somos tan pocos, y habiéndonos enviado a avisar el gran Montezuma, puesto que sea fingido, y no verdad, hemos de estar muy alerta.» Dejemos de hablar de tantos cumplimientos e orden como teníamos en nuestras velas y guardias, y volvamos a decir cómo Xicotenga «el viejo» y Mase-Escaci, que eran grandes caciques, se enojaron mucho con Cortés, y le dijeron con nuestras lenguas: «Malinche, o tú nos tienes por enemigo o no; muestras obras en lo que te vemos hacer, que no tienes confianza de nuestras personas y en las paces que nos has dado y nosotros a ti; y esto te decimos porque vemos que, así os veláis y venís por los caminos apercibidos, como cuando veníais a encontrar con nuestros escuadrones; y esto, Malinche, creemos que lo haces por las traiciones y maldades que los mexicanos te han dicho en secreto para que estés mal con nosotros: mira no los creas; que ya aquí estás y te daremos todo lo que quieres, hasta nuestras personas e hijos, y moriremos por vosotros; por eso demanda en rehenes todo lo que quisieres y fuere tu voluntad.» Y Cortés y todos nosotros estábamos espantados de la gracia y amor con que lo decían; y Cortés les respondió con doña Marina que así lo tiene creído, e que no ha menester rehenes, sino ver sus muy buenas voluntades; y que en cuanto a venir apercibidos, que siempre lo teníamos de costumbre y que no lo tuviesen a mal; y por todos los ofrecimientos se lo tenía en merced y se lo pagaría el tiempo andando.
Y pasadas estas pláticas, vienen otros principales con gran aparato de gallinas y pan de maíz y tunas, y otras cosas de legumbres que había en la tierra, y abastecen el real muy cumplidamente, que en veinte días que allí estuvimos todo lo hubo sobrado; y entramos en esta ciudad a 23 días del mes de septiembre de 1519 años e quedaráse aquí, y diré lo que más pasó.
«Mirad, señores, bien veo lo que decís; mas por la buena costumbre hemos de estar apercibidos, aunque sean muy buenos, no habemos de creer en su paz, sino como si nos quisiesen dar guerra y los viésemos venir a encontrar con nosotros; que muchos capitanes por se confiar y descuidar fueron desbaratados, especialmente nosotros, como somos tan pocos, y habiéndonos enviado a avisar el gran Montezuma, puesto que sea fingido, y no verdad, hemos de estar muy alerta.» Dejemos de hablar de tantos cumplimientos e orden como teníamos en nuestras velas y guardias, y volvamos a decir cómo Xicotenga «el viejo» y Mase-Escaci, que eran grandes caciques, se enojaron mucho con Cortés, y le dijeron con nuestras lenguas: «Malinche, o tú nos tienes por enemigo o no; muestras obras en lo que te vemos hacer, que no tienes confianza de nuestras personas y en las paces que nos has dado y nosotros a ti; y esto te decimos porque vemos que, así os veláis y venís por los caminos apercibidos, como cuando veníais a encontrar con nuestros escuadrones; y esto, Malinche, creemos que lo haces por las traiciones y maldades que los mexicanos te han dicho en secreto para que estés mal con nosotros: mira no los creas; que ya aquí estás y te daremos todo lo que quieres, hasta nuestras personas e hijos, y moriremos por vosotros; por eso demanda en rehenes todo lo que quisieres y fuere tu voluntad.» Y Cortés y todos nosotros estábamos espantados de la gracia y amor con que lo decían; y Cortés les respondió con doña Marina que así lo tiene creído, e que no ha menester rehenes, sino ver sus muy buenas voluntades; y que en cuanto a venir apercibidos, que siempre lo teníamos de costumbre y que no lo tuviesen a mal; y por todos los ofrecimientos se lo tenía en merced y se lo pagaría el tiempo andando.
Y pasadas estas pláticas, vienen otros principales con gran aparato de gallinas y pan de maíz y tunas, y otras cosas de legumbres que había en la tierra, y abastecen el real muy cumplidamente, que en veinte días que allí estuvimos todo lo hubo sobrado; y entramos en esta ciudad a 23 días del mes de septiembre de 1519 años e quedaráse aquí, y diré lo que más pasó.
CapÍtulo LXXVI
Cómo se dijo misa estando presentes muchos caciques y de un presente que trajeron los caciques viejos
Otro día de mañana mandó Cortés que se pusiese un altar para que se dijese misa, porque ya teníamos vino e hostias; la cual misa dijo el clérigo Juan Díaz, porque el podre de la Merced estaba con calenturas y muy flaco, y estando presente Mase
Escaci y el viejo Xicotenga y otros caciques; y acabada la misa, Cortés se entró en su aposento, y con él parte de los soldados que le solíamos acompañar, y también los dos caciques viejos y nuestras lenguas, y díjole el Xicotenga que le querían traer un presente, y Cortés les mostraba mucho amor, y les dijo que cuando quisiesen; y luego tendieron unas esteras, y una manta encima, y trajeron seis o siete pecezuelos de oro y piedras de poco valor, y ciertas cargas de ropa de henequén, que toda era muy pobre que no valía veinte pesos; y cuando lo daban, dijeron aquellos caciques riendo: «Malinche, bien creemos que como es poco eso que te damos, no lo recibirás con buena voluntad; ya te hemos enviado a decir que somos pobres, e que no tenemos oro ni ningunas riquezas, y la causa dello es que esos traidores y malos de los mexicanos y Montezuma, que ahora es señor, nos lo han sacado todo cuanto solíamos tener por paces y treguas, que les demandábamos porque no nos diesen guerra; y no mires que es poco valor, sino recíbelo con buena voluntad, como cosa de amigos y servidores que te seremos»; y entonces también trajeron aparte mucho bastimento.
Cortés lo recibió con alegría, y les dijo que en más tenía aquello por ser de su mano y con la voluntad que se lo daban, que si le trajeran otros una casa llena de oro en granos, y que así lo recibe, y les mostró mucho amor; y parece ser tenían concertado entre todos los caciques de darnos sus hijas y sobrinas, las más hermosas que tenían, que fuesen doncellas por casar; y dijo el viejo Xicotenga: «Malinche, porque más claramente conozcáis el bien que os queremos, y deseamos en todo contentaros, nosotros os queremos dar nuestras hijas para que sean vuestras mujeres y hagáis generación, porque queremos teneros por hermanos, pues sois tan buenos y esforzados. Yo tengo una hija muy hermosa, e no ha sido casada, e quiérola para vos»; y asimismo Mase-Escaci y todos los más caciques dijeron que traerían sus hijas y que las recibiésemos por mujeres, y dijeron otros muchos ofrecimientos, y en todo el día no se quitaban así el Mase-Escaci como el Xicotenga, de cabe Cortés; y como era ciego, de viejo, el Xicotenga, con la mano aten taba a Cortés en la cabeza y en las barbas y rostro, y se la traía por todo el cuerpo; y Cortés les respondió a lo de las mujeres, que él y todos nosotros se lo teníamos en merced, y que en buenas obras se lo pagaríamos el tiempo andando; y estaba allí presente el padre de la Merced, y Cortés le dijo: «Señor padre, paréceme que será ahora bien que demos un tiento a estos caciques para que dejen sus ídolos y no sacrifiquen, porque harán cualquier cosa que les mandáremos, por causa del gran temor que tienen a los mexicanos»; y el fraile dijo: «Señor, bien es; pero dejémoslo hasta que traigan las hijas, y entonces habrá materia para ello, y dirá vuesa merced que no las quiere recibir hasta que prometa de no sacrificar: si aprovechare, bien; si no, haremos lo que somos obligados»; y así quedó para otro día, y lo que se hizo se dirá adelante.
Cortés lo recibió con alegría, y les dijo que en más tenía aquello por ser de su mano y con la voluntad que se lo daban, que si le trajeran otros una casa llena de oro en granos, y que así lo recibe, y les mostró mucho amor; y parece ser tenían concertado entre todos los caciques de darnos sus hijas y sobrinas, las más hermosas que tenían, que fuesen doncellas por casar; y dijo el viejo Xicotenga: «Malinche, porque más claramente conozcáis el bien que os queremos, y deseamos en todo contentaros, nosotros os queremos dar nuestras hijas para que sean vuestras mujeres y hagáis generación, porque queremos teneros por hermanos, pues sois tan buenos y esforzados. Yo tengo una hija muy hermosa, e no ha sido casada, e quiérola para vos»; y asimismo Mase-Escaci y todos los más caciques dijeron que traerían sus hijas y que las recibiésemos por mujeres, y dijeron otros muchos ofrecimientos, y en todo el día no se quitaban así el Mase-Escaci como el Xicotenga, de cabe Cortés; y como era ciego, de viejo, el Xicotenga, con la mano aten taba a Cortés en la cabeza y en las barbas y rostro, y se la traía por todo el cuerpo; y Cortés les respondió a lo de las mujeres, que él y todos nosotros se lo teníamos en merced, y que en buenas obras se lo pagaríamos el tiempo andando; y estaba allí presente el padre de la Merced, y Cortés le dijo: «Señor padre, paréceme que será ahora bien que demos un tiento a estos caciques para que dejen sus ídolos y no sacrifiquen, porque harán cualquier cosa que les mandáremos, por causa del gran temor que tienen a los mexicanos»; y el fraile dijo: «Señor, bien es; pero dejémoslo hasta que traigan las hijas, y entonces habrá materia para ello, y dirá vuesa merced que no las quiere recibir hasta que prometa de no sacrificar: si aprovechare, bien; si no, haremos lo que somos obligados»; y así quedó para otro día, y lo que se hizo se dirá adelante.
CapÍtulo LXXVII
Cómo trajeron las hijas a presentar a Cortés y a todos nosotros, y lo que sobre ello se hizo
Otro día vinieron los mismos caciques viejos, y traje ron cinco indias hermosas, doncellas y mozas, y para ser indias eran de buen parecer y bien ataviadas, y traían para cada india otra moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques, y dijo Xicotenga a Cortés: «Malinche, ésta es mi hija, y no ha sido casada, que es doncella; tomadla para vos»; la cual le dio por la mano, y las demás que las diese a los capitanes; y Cortés se lo agradeció, y con buen semblante que mostró dijo que él las recibía y tomaba por suyas, y que ahora al presente que las tuviesen en su poder sus padres; y preguntaron los mismos caciques que por qué causa no las tomábamos ahora; y Cortés respondió: «Porque quiero hacer primero lo que manda Dios nuestro señor; que es en el que creemos y adoramos, y a lo que me envió el rey nuestro señor, que es que quiten sus ídolos, que no sacrifiquen ni maten más hombres, ni hagan otras torpedades malas que suelen hacer, y crean en lo que nosotros creemos, que es en un solo Dios verdadero»; y se les dijo otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe; y verdaderamente fueron muy bien declaradas, porque doña Marina y Aguilar, nuestras lenguas, estaban ya tan expertas en ello, que se les daba a entender muy bien; y se les mostró una imagen de nuestra señora con su hijo precioso en los brazos, y se les dio a entender cómo aquella imagen es figura como la de nuestra señora, que se dice Santa María, que están en los altos cielos, y es la madre de nuestro señor, que es el aquel niño Jesús que tiene en los brazos, y que le concibió por gracia del Espíritu Santo, quedando virgen antes del parto y en el parto y después del parto; y aquesta gran señora ruega por nosotros a su hijo precioso, que es nuestro Dios y señor; y les dijo otras muchas cosas que se convenían decir sobre nuestra santa fe, y si quieren ser nuestros hermanos y tener amistad verdadera con nosotros; y para que con mejor voluntad tomásemos aquellas sus hijas, para tenerlas, como dicen, por mujeres, que luego dejen sus malos ídolos, y crean y adoren en nuestro señor Dios, que es el que nosotros creemos y adoramos, y verán cuánto bien les irá; porque, demás de tener salud y buenos temporales, sus cosas se les harán prósperamente, y cuando se mueran irán sus ánimas a los cielos a gozar de la gloria perdurable; y que si hacen los sacrificios que suelen hacer a aquellos sus ídolos, que son diablos, les llevarían a los infiernos, donde para siempre jamás arderán en vivas llamas.
Y porque en otros razonamientos se les había dicho otras cosas acerca de que dejasen los ídolos, en esta plática no se les dijo más, y lo que respondieron a todo es que dijeron: «Malinche, ya te hemos entendido antes de ahora; y bien creemos que ese vuestro Dios y esa gran señora, que son muy buenos; mas mira: ahora venistes a estas nuestras tierras y casas; el tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas, y veremos cómo son, y haremos lo que sea bueno. ¿Cómo quieres que dejemos nuestros teules, que desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses y les han adorado y sacrificado? E ya que nosotros, que somos viejos, por te complacer lo quisiésemos hacer, ¿qué dirán todos nuestros papas y todos los vecinos mozos y niños desta provincia, sino levantarse contra nosotros? Especialmente que los papas han ya hablado con nuestros teules, y les respondieron que no los olvidásemos en sacrificios de hombres y en todo lo que de antes solíamos hacer; si no, que a toda esta provincia destruirían con hambres, pestilencias y guerra»; así que, dijeron y dieron por respuesta que no curásemos más de les hablar en aquella cosa, porque no los habían de dejar de sacrificar aunque los matasen. Y desque vimos aquella respuesta, que la daban tan de veras y sin temor, dijo el padre de la Merced, que era entendido e teólogo: «Señor, no cure vuesa merced de más les importunar sobre esto, que no es justo que por fuerza les hagamos ser cristianos, y aun lo que hicimos en Cempoal en derrocarles sus ídolos, no quisiera yo que se hiciera hasta que tengan conocimiento de nuestra santa fe; ¿qué aprovecha quitarles ahora sus ídolos de un cu y adoratorio, si los pasan luego a otros? Bien es que vayan sintiendo nuestras amonestaciones, que son santas y buenas, para que conozcan adelante los buenos consejos que les damos»; y también le hablaron a Cortés tres caballeros que fueron Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo, y dijeron a Cortés: «Muy bien dice el padre, y vuesa merced con lo que ha hecho cumple, y no se toque más a estos caciques sobre el caso»; y así se hizo.
Lo que les mandamos con ruegos fue, que luego desembarazasen un cu que estaba allí cerca y era nuevamente hecho, e quitasen unos ídolos, y lo encalasen y limpiasen para poner en él una cruz y la imagen de nuestra señora; lo cual luego lo hicieron, y en él se dijo misa y se bautizaron aquellas cacicas, y se puso nombre a la hija del Xicotenga doña Luisa, y Cortés la tomó por la mano, y se la dio a Pedro de Alvarado, y dijo a Xicotenga que aquel a quien la daba era su hermano y su capitán, y que lo hubiese por bien, porque sería de él muy bien tratada, y el Xicotenga recibió contentamiento dello; y la hija o sobrina de Mase-Escaci se puso nombre doña Elvira, y era muy hermosa; y paréceme que la dio a Juan Velázquez de León; y las demás se pusieron sus nombres de pila, y todas con dones, y Cortés las dio a Cristóbal de Olí y a Gonzalo de Sandoval y a Alonso de Ávila; y después desto hecho se les declaró a qué fin se pusieron dos cruces, e que era porque tienen temor dellas sus ídolos, y que a do quiera que estábamos de asiento o dormíamos se ponen en los caminos; e a todo esto estaban muy atentos. Antes que más pase adelante, quiero decir cómo de aquella cacica hija de Xicotenga, que se llamó doña Luisa, que se la dio a Pedro de Alvarado, que así como se la dieron, toda la mayor parte de Tlascala la acataba y le daban presentes y la tenían por su señora, y della hubo el Pedro de Alvarado, siendo soltero, un hijo que se dijo don Pedro, e una hija que se dice doña Leonor, mujer que ahora es de don Francisco de la Cueva, buen caballero, primo del duque de Alburquerque, e ha habido en ella cuatro o cinco hijos muy buenos caballeros, y aquesta señora doña Leonor es tan excelente señora, en fin como hija de tal padre, que fue comendador de Santiago, adelantado y gobernador de Guatemala, y por la parte de Xicotenga gran señor de Tlascala, que era como rey.
Dejemos estas relaciones y volvamos a Cortés, que se informó de aquestos caciques y les preguntó muy por entero de las cosas de México, y lo que sobre ello dijeron en esto que diré.
Y porque en otros razonamientos se les había dicho otras cosas acerca de que dejasen los ídolos, en esta plática no se les dijo más, y lo que respondieron a todo es que dijeron: «Malinche, ya te hemos entendido antes de ahora; y bien creemos que ese vuestro Dios y esa gran señora, que son muy buenos; mas mira: ahora venistes a estas nuestras tierras y casas; el tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas, y veremos cómo son, y haremos lo que sea bueno. ¿Cómo quieres que dejemos nuestros teules, que desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses y les han adorado y sacrificado? E ya que nosotros, que somos viejos, por te complacer lo quisiésemos hacer, ¿qué dirán todos nuestros papas y todos los vecinos mozos y niños desta provincia, sino levantarse contra nosotros? Especialmente que los papas han ya hablado con nuestros teules, y les respondieron que no los olvidásemos en sacrificios de hombres y en todo lo que de antes solíamos hacer; si no, que a toda esta provincia destruirían con hambres, pestilencias y guerra»; así que, dijeron y dieron por respuesta que no curásemos más de les hablar en aquella cosa, porque no los habían de dejar de sacrificar aunque los matasen. Y desque vimos aquella respuesta, que la daban tan de veras y sin temor, dijo el padre de la Merced, que era entendido e teólogo: «Señor, no cure vuesa merced de más les importunar sobre esto, que no es justo que por fuerza les hagamos ser cristianos, y aun lo que hicimos en Cempoal en derrocarles sus ídolos, no quisiera yo que se hiciera hasta que tengan conocimiento de nuestra santa fe; ¿qué aprovecha quitarles ahora sus ídolos de un cu y adoratorio, si los pasan luego a otros? Bien es que vayan sintiendo nuestras amonestaciones, que son santas y buenas, para que conozcan adelante los buenos consejos que les damos»; y también le hablaron a Cortés tres caballeros que fueron Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo, y dijeron a Cortés: «Muy bien dice el padre, y vuesa merced con lo que ha hecho cumple, y no se toque más a estos caciques sobre el caso»; y así se hizo.
Lo que les mandamos con ruegos fue, que luego desembarazasen un cu que estaba allí cerca y era nuevamente hecho, e quitasen unos ídolos, y lo encalasen y limpiasen para poner en él una cruz y la imagen de nuestra señora; lo cual luego lo hicieron, y en él se dijo misa y se bautizaron aquellas cacicas, y se puso nombre a la hija del Xicotenga doña Luisa, y Cortés la tomó por la mano, y se la dio a Pedro de Alvarado, y dijo a Xicotenga que aquel a quien la daba era su hermano y su capitán, y que lo hubiese por bien, porque sería de él muy bien tratada, y el Xicotenga recibió contentamiento dello; y la hija o sobrina de Mase-Escaci se puso nombre doña Elvira, y era muy hermosa; y paréceme que la dio a Juan Velázquez de León; y las demás se pusieron sus nombres de pila, y todas con dones, y Cortés las dio a Cristóbal de Olí y a Gonzalo de Sandoval y a Alonso de Ávila; y después desto hecho se les declaró a qué fin se pusieron dos cruces, e que era porque tienen temor dellas sus ídolos, y que a do quiera que estábamos de asiento o dormíamos se ponen en los caminos; e a todo esto estaban muy atentos. Antes que más pase adelante, quiero decir cómo de aquella cacica hija de Xicotenga, que se llamó doña Luisa, que se la dio a Pedro de Alvarado, que así como se la dieron, toda la mayor parte de Tlascala la acataba y le daban presentes y la tenían por su señora, y della hubo el Pedro de Alvarado, siendo soltero, un hijo que se dijo don Pedro, e una hija que se dice doña Leonor, mujer que ahora es de don Francisco de la Cueva, buen caballero, primo del duque de Alburquerque, e ha habido en ella cuatro o cinco hijos muy buenos caballeros, y aquesta señora doña Leonor es tan excelente señora, en fin como hija de tal padre, que fue comendador de Santiago, adelantado y gobernador de Guatemala, y por la parte de Xicotenga gran señor de Tlascala, que era como rey.
Dejemos estas relaciones y volvamos a Cortés, que se informó de aquestos caciques y les preguntó muy por entero de las cosas de México, y lo que sobre ello dijeron en esto que diré.
CapÍtulo LXXVIII
Cómo Cortés preguntó a Mase-Escaci e a Xicotenga por las cosas de México, y lo que en la relación dijeron
Luego Cortés apartó aquellos caciques, y les preguntó muy por extenso las cosas de México; y Xicotenga, como era más avisado y gran señor, tomó la mano a hablar, y de cuando en cuando le ayudaba Mase-Escaci, que también era gran señor, y dijeron que tenía Montezuma tan grandes poderes de gente de guerra, que cuando quería tomar un gran pueblo o hacer un asalto en una provincia, que ponla en campo cien mil hombres, y que esto que lo tenía bien experimentado por las guerras y enemistades pasadas que con ellos tienen de más de cien anos; y Cortés le dijo: «Pues con tanto guerrero como decís que venían sobre vosotros, ¿cómo nunca os acabaron de vencer?» Y respondieron que, puesto que algunas veces les desbarataban y mataban, y llevaban muchos de sus vasallos para sacrificar, que también de los contrarios quedaban en el campo muchos muertos y otros presos, y que no venían tan encubiertos, que dello no tuviesen noticia, y cuando lo sabían, que se apercibían con todos sus poderes, y con ayuda de los de Guaxocingo se defendían e ofendían; e que, como todas las provincias y pueblos que ha robado Montezuma y puesto debajo de su dominio estaban muy mal con los mexicanos, y traían dellos por fuerza a la guerra, no pelean de buena voluntad; antes de los mismos tenían avisos, y que a esta causa les defendían sus tierras lo mejor que podían, y que donde más mal les había venido a la continua es de una ciudad muy grande que está de allí andadura de un día, que se dice Cholula, que son grandes traidores, y que allí metía Montezuma secretamente sus capitanías; y como estaban cerca, de noche, hacían salto, y más dijo Mase-Escaci, que tenía Montezuma en todas las provincias puestas guarniciones de muchos guerreros, sin los muchos que sacaba de la ciudad, y que todas aquellas provincias le tributan oro y plata, y plumas, y piedras y ropa de mantas y algodón, e indios e indias para sacrificar, y otros para servir; y que es tan gran señor, que todo lo que quiere tiene, y que las casas en que vive tiene llenas de riquezas y piedras chalchihuites, que han robado y tomado por fuerza a quien no se lo da de grado, y que todas las riquezas de la tierra están en su poder; y luego contaron del gran servicio de su casa, que era para nunca acabar si lo hubiese aquí de decir, pues de las muchas mujeres que tenía, y cómo casaba algunas dellas, de todo daban relación; y luego dicen de la gran fortaleza de su ciudad, de la manera que es la laguna, y la hondura del agua, y de las calzadas que hay por donde han de entrar en la ciudad, y las puentes de madera que tienen en cada calzada, y cómo entra y sale por el estrecho de abertura que hay en cada puente, y cómo en alzando cualquier dellas se pueden quedar aislados entre puente y puente sin entrar en su ciudad; y cómo está toda la mayor parte de la ciudad poblada dentro en la laguna, y no se puede pasar de casa en casa si no es por unas puentes elevadizas que tienen hechas, o en canoas, y todas las casas son de azoteas, y en las azoteas tienen hecho como a maneras de mamparos, y pueden pelear desde encima dellas, y la manera como se provee la ciudad de agua dulce desde una fuente que se dice Chapultepeque, que está de la ciudad obra de media legua, y va el agua por unos edficios, y llega en parte que con canoas la llevan a vender por las calles; y luego contaron de la manera de las armas, que eran varas de a dos gajos, que tiraban con tiraderas, que pasan cualesquier armas, y muchos buenos flecheros, y otros con lanzas de pedernales que tienen una braza de cuchilla, hechas de arte que cortan más que navajas, y rodelas y armas de algodón, y muchos honderos con piedras rollizas e otras lanzas muy largas y espadas de a dos manos de navajas, y trajeron pintados en unos paños grandes de henequén las batallas que con ellos habían habido y la manera de pelear.
Y como nuestro capitán y todos nosotros estábamos ya informados de todo lo que decían aquellos caciques, estorbó la plática y metiólos en otra más honda, y fue que cómo ellos habían venido a poblar aquella tierra, e de qué partes vinieron, que tan diferentes y enemigos eran de los mexicanos, siendo tan cerca unas tierras de otras; y dijeron que les habían dicho sus antecesores que en los tiempos pasados que había allí entre ellos poblados hombres y mujeres muy altos de cuerpo y de grandes huesos, que porque eran muy malos y de malas maneras, que los mataron peleando con ellos, y otros que, quedaban se murieron; e para que viésemos qué tamaños e altos cuerpos tenían, trajeron un hueso o zancarrón de uno dellos, y era muy grueso, el altor del tamaño como un hombre de razonable estatura; y aquel zancarón era desde la rodilla hasta la cadera; yo me medí con él, y tenía tan gran altor como yo, puesto que soy de razonable cuerpo; y trajeron otros pedazos de huesos como el primero, mas estaban ya comidos y deshechos de la tierra; y todos nos espantamos de ver aquellos zancarrones, y tuvimos por cierto haber habido gigantes en esta tierra; y nuestro capitán Cortés nos dijo que sería bien enviar aquel gran hueso a Castilla para que lo viese su majestad, y así lo enviamos con los primeros procuradores que fueron; también dijeron aquellos mismos caciques, que sabían de aquellos sus antecesores que les había dicho su ídolo en quien ellos tenían mucha devoción, que vendrían hombres de las partes de hacia donde sale el sol y de lejanas tierras a les sojuzgar y señorear; que si somos nosotros, holgarán dello, que pues tan esforzados y buenos somos; y cuando trataron las paces se les acordó desto que les había dicho su ídolo, que por aquella causa nos dan sus hijas, para tener parientes que les defiendan de los mexicanos; y cuando acabaron su razonamiento, todos quedamos espantados, y decíamos si por ventura dicen verdad; y luego nuestro capitán Cortés les replicó, y dijo que ciertamente veníamos de hacia donde sale el sol, y que por esta causa nos envió el rey nuestro señor a tenerlos por hermanos, porque tiene noticia dellos, y que plegue a Dios nos dé gracia para que por nuestras manos e intercesión se salven; y dijimos todos: «Amen.
» Hartos estarán ya los caballeros que esto leyeren de oír razonamientos y pláticas de nosotros a los de Tlascala, y ellos a nosotros; querría acabar, y por fuerza me he de detener en otras cosas que con ellos pasamos; y es que el volcán que está cabe Guaxocingo echaba en aquella sazón que estábamos en Tlascala mucho fuego, más que otras veces solía echar; de lo cual nuestro capitán Cortés y todos nosotros, como no habíamos visto tal, nos admiramos dello; y un capitán de los nuestros, que se decía Diego de Ordás, tomóle codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él; la cual licencia le dio, y aún de hecho se lo mandó; y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales de Guaxocingo, y los principales que consigo llevaba poníanle temor con decirle que cuando estuviese a medio camino de Popocatepeque, que así se llamaba aquel volcán, no podría sufrir el temblor de la tierra ni llamas y piedras y ceniza que de él sale o que ellos no se atreverían a subir más de hasta donde tienen unos cues de ídolos, que llaman de teules de Popocatepeque; y todavía el Diego de Ordás con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo; después el Ordás y los dos soldados vieron al subir que comenzó el volcán de echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas y mucha ceniza, y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán, y estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de allí a una hora, que sintieron que había pasado aquella llamarada y que no echaba tanta ceniza ni humo, y subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha, y que había en el anchor un cuarto de legua, y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados; y está este volcán de México obra de doce o trece leguas; y después de bien visto, muy gozoso el Ordás, y admirado de haber visto a México y sus ciudades, volvió a Tlascala con sus compañeros, y los indios de Guaxocingo y los de Tlascala se lo tuvieron a mucho atrevimiento, y cuando la contaban al capitán Cortés y a todos nosotros, como en aquella sazón no habíamos visto ni oído, como ahora, que sabemos lo que es, y han subido encima de la boca muchos españoles y aun frailes franciscanos, nos admirábamos entonces dello; y cuando fue Diego de Ordás a Castilla lo demandó por armas a su majestad, e así las tiene ahora un su sobrino Ordás que vive en la Puebla; y después acá desque estamos en esta tierra no le habemos visto echar tanto fuego ni con tanto ruido como al principio, y aun estuvo ciertos años que no echaba fuego, hasta el año de 1539 que echó muy grandes llamas y piedras y ceniza.
Dejemos de contar del volcán, que ahora, que sabemos qué cosa es y habemos visto otros volcanes, como los de Nicaragua, y los de Guatemala, se podían haber callado los de Guaxocingo sin poner en relación, y diré cómo hallamos en este pueblo de Tlascala casas de madera hechas de redes, y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados e a cebo hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar; las cuales cárceles les quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban de ir a cabo ninguno, sino estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y dende en adelante en todos los pueblos que entrábamos, lo primero que mandaba nuestro capitán era quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente en todas estas tierras las tenían; y como Cortés y todos nosotros vimos aquella gran crueldad, mostró tener mucho enojo de los caciques de Tlascala, y se lo riñó bien enojado, y prometieron desde allí adelante que no matarían ni comerían de aquella manera más indios. Dije yo que qué aprovechaban aquellos prometimientos, que en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades. Y dejémoslo así, y digamos cómo ordenamos de ir a México.
Y como nuestro capitán y todos nosotros estábamos ya informados de todo lo que decían aquellos caciques, estorbó la plática y metiólos en otra más honda, y fue que cómo ellos habían venido a poblar aquella tierra, e de qué partes vinieron, que tan diferentes y enemigos eran de los mexicanos, siendo tan cerca unas tierras de otras; y dijeron que les habían dicho sus antecesores que en los tiempos pasados que había allí entre ellos poblados hombres y mujeres muy altos de cuerpo y de grandes huesos, que porque eran muy malos y de malas maneras, que los mataron peleando con ellos, y otros que, quedaban se murieron; e para que viésemos qué tamaños e altos cuerpos tenían, trajeron un hueso o zancarrón de uno dellos, y era muy grueso, el altor del tamaño como un hombre de razonable estatura; y aquel zancarón era desde la rodilla hasta la cadera; yo me medí con él, y tenía tan gran altor como yo, puesto que soy de razonable cuerpo; y trajeron otros pedazos de huesos como el primero, mas estaban ya comidos y deshechos de la tierra; y todos nos espantamos de ver aquellos zancarrones, y tuvimos por cierto haber habido gigantes en esta tierra; y nuestro capitán Cortés nos dijo que sería bien enviar aquel gran hueso a Castilla para que lo viese su majestad, y así lo enviamos con los primeros procuradores que fueron; también dijeron aquellos mismos caciques, que sabían de aquellos sus antecesores que les había dicho su ídolo en quien ellos tenían mucha devoción, que vendrían hombres de las partes de hacia donde sale el sol y de lejanas tierras a les sojuzgar y señorear; que si somos nosotros, holgarán dello, que pues tan esforzados y buenos somos; y cuando trataron las paces se les acordó desto que les había dicho su ídolo, que por aquella causa nos dan sus hijas, para tener parientes que les defiendan de los mexicanos; y cuando acabaron su razonamiento, todos quedamos espantados, y decíamos si por ventura dicen verdad; y luego nuestro capitán Cortés les replicó, y dijo que ciertamente veníamos de hacia donde sale el sol, y que por esta causa nos envió el rey nuestro señor a tenerlos por hermanos, porque tiene noticia dellos, y que plegue a Dios nos dé gracia para que por nuestras manos e intercesión se salven; y dijimos todos: «Amen.
» Hartos estarán ya los caballeros que esto leyeren de oír razonamientos y pláticas de nosotros a los de Tlascala, y ellos a nosotros; querría acabar, y por fuerza me he de detener en otras cosas que con ellos pasamos; y es que el volcán que está cabe Guaxocingo echaba en aquella sazón que estábamos en Tlascala mucho fuego, más que otras veces solía echar; de lo cual nuestro capitán Cortés y todos nosotros, como no habíamos visto tal, nos admiramos dello; y un capitán de los nuestros, que se decía Diego de Ordás, tomóle codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él; la cual licencia le dio, y aún de hecho se lo mandó; y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales de Guaxocingo, y los principales que consigo llevaba poníanle temor con decirle que cuando estuviese a medio camino de Popocatepeque, que así se llamaba aquel volcán, no podría sufrir el temblor de la tierra ni llamas y piedras y ceniza que de él sale o que ellos no se atreverían a subir más de hasta donde tienen unos cues de ídolos, que llaman de teules de Popocatepeque; y todavía el Diego de Ordás con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo; después el Ordás y los dos soldados vieron al subir que comenzó el volcán de echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas y mucha ceniza, y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán, y estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de allí a una hora, que sintieron que había pasado aquella llamarada y que no echaba tanta ceniza ni humo, y subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha, y que había en el anchor un cuarto de legua, y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados; y está este volcán de México obra de doce o trece leguas; y después de bien visto, muy gozoso el Ordás, y admirado de haber visto a México y sus ciudades, volvió a Tlascala con sus compañeros, y los indios de Guaxocingo y los de Tlascala se lo tuvieron a mucho atrevimiento, y cuando la contaban al capitán Cortés y a todos nosotros, como en aquella sazón no habíamos visto ni oído, como ahora, que sabemos lo que es, y han subido encima de la boca muchos españoles y aun frailes franciscanos, nos admirábamos entonces dello; y cuando fue Diego de Ordás a Castilla lo demandó por armas a su majestad, e así las tiene ahora un su sobrino Ordás que vive en la Puebla; y después acá desque estamos en esta tierra no le habemos visto echar tanto fuego ni con tanto ruido como al principio, y aun estuvo ciertos años que no echaba fuego, hasta el año de 1539 que echó muy grandes llamas y piedras y ceniza.
Dejemos de contar del volcán, que ahora, que sabemos qué cosa es y habemos visto otros volcanes, como los de Nicaragua, y los de Guatemala, se podían haber callado los de Guaxocingo sin poner en relación, y diré cómo hallamos en este pueblo de Tlascala casas de madera hechas de redes, y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados e a cebo hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar; las cuales cárceles les quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban de ir a cabo ninguno, sino estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y dende en adelante en todos los pueblos que entrábamos, lo primero que mandaba nuestro capitán era quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente en todas estas tierras las tenían; y como Cortés y todos nosotros vimos aquella gran crueldad, mostró tener mucho enojo de los caciques de Tlascala, y se lo riñó bien enojado, y prometieron desde allí adelante que no matarían ni comerían de aquella manera más indios. Dije yo que qué aprovechaban aquellos prometimientos, que en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades. Y dejémoslo así, y digamos cómo ordenamos de ir a México.
CapÍtulo LXXIX
Cómo acordó nuestro capitán Hernando Cortés con todos nuestros capitanes y soldados que fuésemos a México, y lo que sobre ello pasó
Viendo nuestro capitán que había diecisiete días que estábamos holgando en Tlascala, y oíamos decir de las grandes riquezas de Montezuma y su próspera ciudad, acordó tomar consejo con todos nuestros capitanes y soldados de quien sentía que le tenían buena voluntad, para ir adelante, y fue acordado que con brevedad fuese nuestra partida; y sobre este camino hubo en el real muchas pláticas de disconformidad, porque decían unos soldados que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros tan pocos, y decían de los grandes poderes de Montezuma.
Cortés respondió que ya no podíamos hacer otra cosa porque siempre nuestra demanda y apellido fue ver al Montezuma, e que por demás eran ya otros consejos; y viendo que tan determinadamente lo decía, y sintieron los del contrario parecer que muchos de los soldados ayudábamos a Cortés de buena voluntad con decir «adelante en buen hora», no hubo más contradicción; y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas; que yo y otros pobres soldados ofrecido tenemos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de nuestro señor y de su majestad. Pues viendo Xicotenga y Mase-Escaci, señores de Tlascala, que de hecho queríamos ir a México, desaváhales en el alma, y siempre estaban con Cortés avisándole que no curase de ir aquel camino, y que no se fiase poco ni mucho de Montezuma ni de ningún mexicano, y que no se creyese de sus grandes reverencias ni de sus palabras tan humildes y llenas de cortesías, ni aun de cuantos presentes le ha enviado ni de otros ningunos ofrecimientos, que todos eran de atraidorados; que en una hora se lo tornarían a tomar cuanto le habían dado, y que de noche y de día se guardase muy bien dellos porque tienen bien entendido que cuando más descuidados estuviésemos nos darían guerra, y que cuando peleáramos con ellos, que los que pudiésemos matar que no quedasen con las vidas, al mancebo porque no tome armas, al viejo porque no dé consejos; Y le dieron otros muchos avisos.
Y nuestro capitán les dijo que se lo agradecía el buen consejo, y les mostró mucho amor con ofrecimientos y dádivas que luego les dio al viejo Xicotenga y al Mase-Escaci y todos los demás caciques, y les dio mucha parte de la ropa fina de mantas que había presentado Montezuma, y les dijo que sería bueno tratar paces entre ellos y los mexicanos, para que tuviesen amistad, y trajesen sal y algodón y otras mercaderías; y el Xicotenga respondió que eran por demás las paces, y que su enemistad tienen siempre en los corazones arraigada, y que son tales los mexicanos, que so color de las paces les harán mayores traiciones, porque jamás mantienen verdad en cosa ninguna que prometen; e que no curase de hablar en ellas, sino que le tornaban a rogar que se guardase muy bien de no caer en manos de tan malas gentes; y estando platicando sobre el camino que habíamos de llevar para México, porque los embajadores de Montezuma que estaban con nosotros, que iban por guías, decían que el mejor camino y más llano era por la ciudad de Cholula, por ser vasallos del gran Montezuma, donde recibiríamos servicios, y a todos nosotros nos pareció bien que fuésemos a aquella ciudad; y los caciques de Tlascala, como entendieron que queríamos ir por donde nos encaminaban los mexicanos, se entristecieron, y tornáron a decir que en todo caso fuésemos por Guaxocingo, que eran sus parientes y nuestros amigos, y no por Cholula, porque en Cholula siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos; y por más que nos dijeron y aconsejaron que no entrásemos en aquella ciudad, siempre nuestro capitán, con nuestro consejo muy bien platicado, acordó de ir por Cholula; lo uno, porque decían todos que era grande población y muy bien torreada, y de altos y grandes cues, y en buen llano asentada, y verdaderamente de lejos parecía en aquella sazón a nuestra gran Valladolid de Castilla la Vieja; y lo otro, porque estaba en parte cercana de grandes poblaciones, y tener muchos bastimentos y tan a la mano a nuestros amigos los de Tlascala, y con intención de estarnos allí hasta ver de qué manera podríamos ir a México sin tener guerra, porque era de temer el gran poder de los mexicanos; si Dios nuestro señor primeramente no ponía su divina mano y misericordia, con que siempre nos ayudaba y nos daba esfuerzo, no podíamos entrar de otra manera.
Y después de muchas pláticas y acuerdos, nuestro camino fue por Cholula; y luego Cortés mandó que fuesen mensajeros a les decir que cómo, estando tan cerca de nosotros, no nos enviaban a visitar y hacer aquel acato que son obligados a mensajeros, como somos, de tan gran rey y señor como es el que nos envió a notificar su salvación; y que los ruega que luego viniesen todos los caciques y papas de aquella ciudad a nos ver, y dar la obediencia a nuestro rey y señor; si no, que los tendría por de malas intenciones. Y estando diciendo esto, y otras cosas que convenía enviarles a decir sobre este caso, vinieron a hacer saber a Cortés cómo el gran Montezuma enviaba cuatro embajadores con presentes de oro, porque jamás, a lo que habíamos visto, envió mensaje sin presentes de oro, y lo tenía por afrenta enviar mensajeros si no enviaba con ellos dádivas; y lo que dijeron aquellos mensajeros diré adelante.
Cortés respondió que ya no podíamos hacer otra cosa porque siempre nuestra demanda y apellido fue ver al Montezuma, e que por demás eran ya otros consejos; y viendo que tan determinadamente lo decía, y sintieron los del contrario parecer que muchos de los soldados ayudábamos a Cortés de buena voluntad con decir «adelante en buen hora», no hubo más contradicción; y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas; que yo y otros pobres soldados ofrecido tenemos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de nuestro señor y de su majestad. Pues viendo Xicotenga y Mase-Escaci, señores de Tlascala, que de hecho queríamos ir a México, desaváhales en el alma, y siempre estaban con Cortés avisándole que no curase de ir aquel camino, y que no se fiase poco ni mucho de Montezuma ni de ningún mexicano, y que no se creyese de sus grandes reverencias ni de sus palabras tan humildes y llenas de cortesías, ni aun de cuantos presentes le ha enviado ni de otros ningunos ofrecimientos, que todos eran de atraidorados; que en una hora se lo tornarían a tomar cuanto le habían dado, y que de noche y de día se guardase muy bien dellos porque tienen bien entendido que cuando más descuidados estuviésemos nos darían guerra, y que cuando peleáramos con ellos, que los que pudiésemos matar que no quedasen con las vidas, al mancebo porque no tome armas, al viejo porque no dé consejos; Y le dieron otros muchos avisos.
Y nuestro capitán les dijo que se lo agradecía el buen consejo, y les mostró mucho amor con ofrecimientos y dádivas que luego les dio al viejo Xicotenga y al Mase-Escaci y todos los demás caciques, y les dio mucha parte de la ropa fina de mantas que había presentado Montezuma, y les dijo que sería bueno tratar paces entre ellos y los mexicanos, para que tuviesen amistad, y trajesen sal y algodón y otras mercaderías; y el Xicotenga respondió que eran por demás las paces, y que su enemistad tienen siempre en los corazones arraigada, y que son tales los mexicanos, que so color de las paces les harán mayores traiciones, porque jamás mantienen verdad en cosa ninguna que prometen; e que no curase de hablar en ellas, sino que le tornaban a rogar que se guardase muy bien de no caer en manos de tan malas gentes; y estando platicando sobre el camino que habíamos de llevar para México, porque los embajadores de Montezuma que estaban con nosotros, que iban por guías, decían que el mejor camino y más llano era por la ciudad de Cholula, por ser vasallos del gran Montezuma, donde recibiríamos servicios, y a todos nosotros nos pareció bien que fuésemos a aquella ciudad; y los caciques de Tlascala, como entendieron que queríamos ir por donde nos encaminaban los mexicanos, se entristecieron, y tornáron a decir que en todo caso fuésemos por Guaxocingo, que eran sus parientes y nuestros amigos, y no por Cholula, porque en Cholula siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos; y por más que nos dijeron y aconsejaron que no entrásemos en aquella ciudad, siempre nuestro capitán, con nuestro consejo muy bien platicado, acordó de ir por Cholula; lo uno, porque decían todos que era grande población y muy bien torreada, y de altos y grandes cues, y en buen llano asentada, y verdaderamente de lejos parecía en aquella sazón a nuestra gran Valladolid de Castilla la Vieja; y lo otro, porque estaba en parte cercana de grandes poblaciones, y tener muchos bastimentos y tan a la mano a nuestros amigos los de Tlascala, y con intención de estarnos allí hasta ver de qué manera podríamos ir a México sin tener guerra, porque era de temer el gran poder de los mexicanos; si Dios nuestro señor primeramente no ponía su divina mano y misericordia, con que siempre nos ayudaba y nos daba esfuerzo, no podíamos entrar de otra manera.
Y después de muchas pláticas y acuerdos, nuestro camino fue por Cholula; y luego Cortés mandó que fuesen mensajeros a les decir que cómo, estando tan cerca de nosotros, no nos enviaban a visitar y hacer aquel acato que son obligados a mensajeros, como somos, de tan gran rey y señor como es el que nos envió a notificar su salvación; y que los ruega que luego viniesen todos los caciques y papas de aquella ciudad a nos ver, y dar la obediencia a nuestro rey y señor; si no, que los tendría por de malas intenciones. Y estando diciendo esto, y otras cosas que convenía enviarles a decir sobre este caso, vinieron a hacer saber a Cortés cómo el gran Montezuma enviaba cuatro embajadores con presentes de oro, porque jamás, a lo que habíamos visto, envió mensaje sin presentes de oro, y lo tenía por afrenta enviar mensajeros si no enviaba con ellos dádivas; y lo que dijeron aquellos mensajeros diré adelante.
CapÍtulo LXXX
Cómo el gran Montezuma envió cuatro principales, hombres de mucha cuenta, con un presente de oro y mantas, y lo que dijeron, a nuestro capitán
Estando platicando Cortés con todos nosotros y con los caciques de Tlascala sobre nuestra partida y en las cosas de la guerra, viniéronle a decir que llegaron a aquel pueblo cuatro embajadores de Montezuma, todos principales, y traían presentes; y Cortés les mandó llamar, y cuando llegaron donde estaba, hiciéronle grande acato, y a todos los soldados que allí nos hallamos; y presentando su presente de ricas joyas de oro y de muchos géneros de hechuras, que valían bien diez mil pesos, y diez cargas de mantas de buenas labores de pluma, Cortés los recibió con buen semblante; y luego dijeron aquellos embajadores por parte de su señor Montezuma que se maravillaba mucho de estar tantos días entre aquellas gentes pobres y sin policía, que aun para esclavos no son buenos, por ser tan malos y traidores y robadores, que cuando más descuidados estuviésemos, de día y de noche nos matarían por nos robar, y que nos rogaba que fuésemos luego a su ciudad y que nos daría de lo que tuviese, y aunque no tan cumplido como nosotros merecíamos y él deseaba; y que puesto que todas las vituallas le entran en su ciudad de acarreo, que mandaría proveernos lo mejor que él pudiese.
Aquesto hacía Montezuma por sacarnos de Tlascala, porque supo que habíamos hecho las amistades que dicho tengo en el capítulo que dello habla, y para ser perfectas, habían dado sus hijas a Malinche; porque bien tuvieron entendido que no les podía venir bien ninguno de nuestras confederaciones, y a esta causa nos cebaba con oro y presentes para que fuésemos a sus tierras, a lo menos porque saliésemos de Tlascala. Volvamos a decir de los embajadores, que los conocieron bien los de Tlascala, y dijeron a nuestro capitán que todos eran señores de pueblos y vasallos, con quien Montezuma enviaba a tratar cosas de mucha importancia. Cortés les dio muchas gracias a los embajadores, con grandes caricias y señales de amor que les mostró, y les dio por respuesta que él iría muy presto a ver al señor Montezuma, y les rogó que estuviesen algunos días allí con nosotros, que en aquella sazón acordó Cortés que fuesen dos de nuestros capitanes, personas señaladas, a ver y hablar al gran Montezuma, e ver la gran ciudad de México y sus grandes fuerzas y fortalezas, e iban ya camino Pedro de Alvarado y Bernardino Vázquez de Tapia, y quedaron en rehenes cuatro de aquellos embajadores que habían traído el presente, y otros embajadores del gran Montezuma de los que solían estar con nosotros fueron en su compañía: porque en aquel tiempo yo estaba mal herido y con calenturas, y harto tenía que curarme, no me acuerdo bien hasta dónde llegaron; mas de que supimos que Cortés había enviado así a la ventura a aquellos caballeros, y se lo tuvimos a mal consejo y le retrajimos, y le dijimos que cómo enviaba a México no más de para ver la ciudad y sus fuerzas; que no era buen acuerdo, y que luego los fuesen a llamar que no pasasen más adelante; y les escribió que se volviesen luego.
Demás desto, el Bernardino Vázquez de Tapia ya había adolecido en el camino de calenturas, y como vieron las cartas, se volvieron; y los embajadores con quien iban dieron relación dello a su Montezuma, y les preguntó que qué manera de rostros y proporción de cuerpos llevaban los dos teules que iban a México, y si eran capitanes; y parece ser que les dijeron que el Pedro de Alvarado era de muy linda gracia, así en el rostro como en su persona, y que parecía como al sol y que era capitán; y demás desto, se lo llevaron figurado muy al natural su dibujo y cara, y desde entonces le pusieron nombre el Tonatio, que quiere decir el sol, hijo del sol, y así le llamaron de allí adelante; y el Bernardino Vázquez: de Tapia dijeron que era hombre robusto y de muy buena disposición, que también era capitán; y al Montezuma le pesó porque se habían vuelto del camino. Y aquellos embajadores tuvieron razón de compararlos, así en los rostros como en el aspecto de las personas y cuerpos, como lo significaron a su señor Montezuma; porque el Pedro de Alvarado era de muy buen cuerpo y ligero, y facciones y presencia, y así en el rostro como en el hablar en todo era agraciado, que parecía que estaba riendo, y el Bernardino Vázquez de Tapia era algo robusto, puesto que tenía buena presencia; y desque volvieron a nuestro real, nos holgamos con ellos, y les decíamos que no era cosa acertada lo que Cortés les mandaba. Y dejemos esta materia, pues no hace mucho a nuestra relación, y diré de los mensajeros que Cortés envió a Cholula, y la respuesta que enviaron.
Aquesto hacía Montezuma por sacarnos de Tlascala, porque supo que habíamos hecho las amistades que dicho tengo en el capítulo que dello habla, y para ser perfectas, habían dado sus hijas a Malinche; porque bien tuvieron entendido que no les podía venir bien ninguno de nuestras confederaciones, y a esta causa nos cebaba con oro y presentes para que fuésemos a sus tierras, a lo menos porque saliésemos de Tlascala. Volvamos a decir de los embajadores, que los conocieron bien los de Tlascala, y dijeron a nuestro capitán que todos eran señores de pueblos y vasallos, con quien Montezuma enviaba a tratar cosas de mucha importancia. Cortés les dio muchas gracias a los embajadores, con grandes caricias y señales de amor que les mostró, y les dio por respuesta que él iría muy presto a ver al señor Montezuma, y les rogó que estuviesen algunos días allí con nosotros, que en aquella sazón acordó Cortés que fuesen dos de nuestros capitanes, personas señaladas, a ver y hablar al gran Montezuma, e ver la gran ciudad de México y sus grandes fuerzas y fortalezas, e iban ya camino Pedro de Alvarado y Bernardino Vázquez de Tapia, y quedaron en rehenes cuatro de aquellos embajadores que habían traído el presente, y otros embajadores del gran Montezuma de los que solían estar con nosotros fueron en su compañía: porque en aquel tiempo yo estaba mal herido y con calenturas, y harto tenía que curarme, no me acuerdo bien hasta dónde llegaron; mas de que supimos que Cortés había enviado así a la ventura a aquellos caballeros, y se lo tuvimos a mal consejo y le retrajimos, y le dijimos que cómo enviaba a México no más de para ver la ciudad y sus fuerzas; que no era buen acuerdo, y que luego los fuesen a llamar que no pasasen más adelante; y les escribió que se volviesen luego.
Demás desto, el Bernardino Vázquez de Tapia ya había adolecido en el camino de calenturas, y como vieron las cartas, se volvieron; y los embajadores con quien iban dieron relación dello a su Montezuma, y les preguntó que qué manera de rostros y proporción de cuerpos llevaban los dos teules que iban a México, y si eran capitanes; y parece ser que les dijeron que el Pedro de Alvarado era de muy linda gracia, así en el rostro como en su persona, y que parecía como al sol y que era capitán; y demás desto, se lo llevaron figurado muy al natural su dibujo y cara, y desde entonces le pusieron nombre el Tonatio, que quiere decir el sol, hijo del sol, y así le llamaron de allí adelante; y el Bernardino Vázquez: de Tapia dijeron que era hombre robusto y de muy buena disposición, que también era capitán; y al Montezuma le pesó porque se habían vuelto del camino. Y aquellos embajadores tuvieron razón de compararlos, así en los rostros como en el aspecto de las personas y cuerpos, como lo significaron a su señor Montezuma; porque el Pedro de Alvarado era de muy buen cuerpo y ligero, y facciones y presencia, y así en el rostro como en el hablar en todo era agraciado, que parecía que estaba riendo, y el Bernardino Vázquez de Tapia era algo robusto, puesto que tenía buena presencia; y desque volvieron a nuestro real, nos holgamos con ellos, y les decíamos que no era cosa acertada lo que Cortés les mandaba. Y dejemos esta materia, pues no hace mucho a nuestra relación, y diré de los mensajeros que Cortés envió a Cholula, y la respuesta que enviaron.