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Fuentes Está claro, porque así lo confiesa el propio autor (Prólogo al lector y cap. VIII), que las fuentes que Rodríguez Freyle utilizó para la redacción de su obra fueron las Elegías de Juan Castellanos y las Noticias historiales de fray Pedro Simón. También cita en una ocasión al inca Garcilaso en sus Comentarios Reales. Además, a lo largo del texto (Prólogo al lector y caps. III, XI, XII, XIII, XV, XVII, XVIII, XIX, XX Y XXI) hace una gran cantidad de citas de la Biblia, la Historia clásica de Grecia y de Roma, los Santos Padres, la Historia de España al final de la época visigótica, la Historia castellana medieval y algunos hechos concretos de la Historia moderna española. Así, los nombres de Hércules, Alejandro Magno, César, Pompeyo, Virgilio, Platón, Marco Aurelio, Nerón, Agripina, Juvenal, Séneca, Mitrídates, Horacio, el rey Baltasar, Holofernes, David, Saúl, Moisés, Herodes, Isaías, jeremías, Abel, Caín, Job, Salomón, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Inocencio, Florinda (hija del conde don Julián), don Rodrigo, don Fernando de Castilla, don García de Navarra, don Álvaro de Luna, el marqués de Santillana, fray Antonio de Guevara y fray Luis de Granada figuran, entre otros muchos, sacados a colación por el autor con motivo, casi siempre, de apoyar una idea o ilustrar una moraleja extraída de algún hecho, generalmente malo o inmoral. Pese a ello, no hay nada en esas citas que demuestre especial erudición ni conocimientos de especialista en ninguna de aquellas materias.

Es cierto, sin duda, que todo ese alarde permite imaginar que era hombre de aspiraciones intelectuales, inquieto por aprender lo que estuviera a su alcance. Pero me parece excesivo afirmar que se observa en la cita de opiniones morales de los patriarcas o de los clásicos de la era cristiana, que hay seso y concatenación, y que no se echa de ver la sola manía de mostrarse erudito, así como hablar de la versación de Rodríguez Freyle en materias bíblicas, mitológicas, patrísticas y acerca de la historia política de griegos y romanos19. Por ejemplo: el relato bíblico que aparece en el capítulo V de El carnero no es nada más que la transcripción de lo que comúnmente se sabía y creía en la época sobre el origen del mundo y de la humanidad, y lo mismo puede afirmarse de lo que se refiere a la historia del pueblo hebreo y a la de griegos y romanos. Comparto en este aspecto el juicio de Mariano Picón-Salas, cuando escribe: ese simpático chismoso del siglo XVII que es Juan Rodríguez Freyle, autor de El carnero, crónica de la Nueva Granada y especialmente de la ciudad de Bogotá, equilibra los elementos de picardía y murmuración que pueblan su historia, con alusiones a la Biblia y la teología, materias en que el autor parece deliciosamente lego20. Ello no quiere decir, naturalmente, que Juan Rodríguez Freyle careciera absolutamente de conocimientos y, menos aún, que no estuviera interesado siempre en documentarse profunda y ampliamente para lograr la máxima veracidad en sus relatos.

Como es sabido, el autor tuvo acceso a no pocos documentos oficiales. Por la precisión matemática de algunas referencias, se echa de ver --escribe Aguilera-- que no le fue impedida la consulta de los libros del Acuerdo de la Real Audiencia21. Y Mario Germán Romero dice: Me retiro de los autos. Esta frase la estampa en más de una ocasión22. Por otra parte, no parece excesivo afirmar que el cronista debió poseer una biblioteca, siquiera reducida o de no muchos volúmenes, y escribir notas y observaciones sobre los acontecimientos, así como recoger testimonios de los testigos presenciales de aquéllos. Poseyó algunos libros --leo en Aguilera--. Ellos fueron sus inseparables y fieles consejeros. También, por la claridad y precisión de la reminiscencia, se colige que llevaba apuntes y observaciones para auxiliar la memoria. Los testimonios orales conseguidos fueron frecuentes y numerosos. La tradicción de este otro don Juan, cacique sucesor del Guatavita, hombre de edad y bien instruido en el pasado de su tribu, constituyó lo esencial para clarificar la posición y poderío de los grandes bandos indígenas trabados en el conflicto armado cuando don Gonzalo Jiménez de Quesada arribó al altiplano andino23. Pero no es solamente eso. Rodríguez Freyle aduce siempre el testimonio personal de lo que vió, oyó o le contaron, y cita a sus informadores, como en el caso de don Francisco de Porras Mejía, maestrescuela y provisor y vicario general del arzobispado de Bogotá, de quien dice (cap.

XVII): gran señor mío, a quien yo oí y de quien supe parte de las cosas que tengo dichas. Véanse algunos ejemplos. Ya tengo dicho que todos estos casos, y los más que pusiere, los pongo para ejemplo; y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Todo lo dicho, y lo que adelante diré en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere(cap. XV). En otra ocasión, cuenta que el doctor Francisco de Sandi era de condición cruel y tenía pensado matar a don diego Hidalgo de Montemayor, al contador Juan de Arteaga y al capitán Diego de Ospina. Pero el primero murió de rápida enfermedad, y el segundo de accidente, que el autor presenció y relata así: El Juan de Arteaga, yendo en una mula a ver su estancia que tenía en Tunjuelo, desde el puente de San Agustín revolvió la mula con él asombrado, llegando a la esquina de las casas reales, a donde yo y Juan Ubreta (vizcaíno) estábamos. Ante el hecho, tuve yo la espalda desnuda para cortar las piernas a la mula, porque en toda aquella calle, aunque se le pusieron muchas personas por delante, no la pudieron detener; dejé de ejecutar el intento por consejo del compañero. Debido a ello, la mula, después de una carrera por la plaza, dio con su jinete contra una puerta de cal y canto, lo cual produjo la muerte del contador, tres o cuatro días después, por las heridas (cap XVIII). Otro caso: relatando lo sucedido con dos personas que se habían quedado con dinero del contador Juan Beltrán de Lazarte, dice que una de ellas fue enviada a España, en donde salió bien en unos asuntos; y añade: y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo (cap.

XIX). La misma técnica adopta al narrar lo que vio en unas fiestas de la ciudad de Victoria (Catálogo siguiente al cap. XX), y en su referencia al marqués de Sofraga, cuando dice que éste dejó fama en Nueva Granada de haber hecho una gran fortuna. Y agrega: Lo cierto es que yo no conté la moneda, ni vi las joyas; lo que vi fue que queriendo el marqués confirmar a sus hijos, el señor arzobispo don fray Cristóbal de Torres dijo misa en las casas reales; y este día vide tres salas aderezadas, que se pasaba por ellas a la sala donde se decía la misa; en ésta y en las otras tres vide aparadores de plata labrada de gran valor, según allí se platicaba. Si era toda del marqués o no, por entonces no lo supe, ni sé más de lo que agora se dice (cap. XXI). Tal exagerado afán de precisión y detallismo alcanza a las escasísimas alusiones paisajísticas de la obra, como puede comprobarse en el siguiente párrafo, única --o casi única-- descripción de un paisaje: Estaba el río de Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días, que allegaba basta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por donde iban (cap. XIII). Pero, naturalmente, tal preocupación obsesiva por el detalle no deja margen a la imaginación. A este respecto, pienso que Aguilera se equivoca al escribir: Desde su juventud, la imaginación pareció ejercitarse en conocer intimidades de la vida social del criollo, del mestizo y del aborigen24. Como es sabido, la imaginación no se ejercita en conocer, pues se trata de la facultad anímica que representa las imágenes de las cosas, e imagen es la representación mental de algo percibido por los sentidos. En consecuencia, la imaginación está regañada con el afán de reproducción minuciosa de la realidad. Creo, en fin, apoyándome en su obra, que Rodríguez Freyle no puede figurar entre los grandes ni medianos escritores imaginativos.

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