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Desarrollo


El Viejo Continente representaba aproximadamente el 25 por 100 de la población mundial (decreciente según pasen los años). Mejor dotada en recursos que la población de los demás continentes, Europa se beneficia de los ingresos procedentes de los intereses de los capitales invertidos en las colonias y en las zonas de influencia hacia donde dirigirá la emigración. Sin embargo, dentro de Europa, no todos los países presentan la misma evolución: En el Reino Unido la revolución demográfica tiene caracteres claros, pues su población se duplica (de 22 a 44.000.000) entre 1851 y 1921. Este aumento fue debido al crecimiento natural, favorecido por la evolución económica (a la que a su vez también presiona la población para que siga ascendiendo). La mortalidad empieza a bajar desde fines del XVIII, así se pasa de un 28,8 por 1.000 (año 1780) a 23,1 por 1.000 (1880), pero tiene un descenso brusco en el período finisecular y llega a un 14 por 1.000 en 1914. La natalidad, por su parte, se estanca en torno al 35 por 1.000 hasta 1880, para, desde entonces, empezar a cambiar la pirámide de población (disminuyendo los jóvenes en relación con los ancianos, cada vez más numerosos). Aparte de este crecimiento cuantitativo, es preciso hacer referencia a la gran movilidad de esta población, que dará lugar a un éxodo rural en beneficio de las ciudades, al tiempo que se produce una potente corriente de emigración hacia América y las posesiones coloniales.

Alemania presenta una evolución análoga al Reino Unido pero desfasada en unos cuarenta años. Pasa de 36.000.000 en 1850 a 41 en 1871 y a 65 en vísperas de la Gran Guerra. Como pone de manifiesto Maurice Niveau, este crecimiento puede tener como causa específica el impulso moral derivado de la unificación y el crecimiento económico experimentado desde entonces. Por lo que respecta a la natalidad, entre 1850 y 1914, desciende un poco (de un 36 por 1.000 a un 33 por 1.000), pero se compensa con la caída del índice de mortalidad (26 por 1.000 a 18 por 1.000). Como el Reino Unido, Alemania proporciona un fuerte contingente de emigrantes. Esta demografía "sana" produce en Alemania un cambio en la psicología colectiva en el sentido de provocar confianza en el destino nacional y explica un sentimiento de optimismo, aspecto sobre el que ha llamado la atención Pierre Renouvin. El crecimiento de la población es modesto en Francia, comparado con otros países europeos. Pasa de 27.000.000 de habitantes en 1801 a 39,5 en 1911. Durante la primera mitad del XIX, la población aumentó -gracias a los excedentes de nacimientos- en un 30 por 100, mientras que en el conjunto de Europa se acerca al 50 por 100. A partir de 1850, la lentitud de crecimiento se hace aún mayor (37.500.000 en 1851 y 39,5 en 1911). Como consecuencia de este lento ascenso demográfico, Francia va a tener una escasa emigración (prácticamente sólo al norte de África) y, por el contrario, será el único país europeo que reciba emigrantes en cantidad notable.

En la estructura por edades de la población francesa decimonónica, prevalecen los ancianos sobre los jóvenes, dentro de un envejecimiento general (102 por 1.000 sexagenarios en 1850, 126 por 1.000 en 1900). En el conjunto europeo, Francia va perdiendo importancia demográfica. Así, mientras en 1850 representa el 14 por 100 del total de la población del continente, en 1914 ya sólo el 9 por 100. Esto explica ciertas dificultades de este país y su relativa decadencia. Como ejemplo, citaremos el factor demográfico, que fue un elemento más, para explicar el estallido de la Gran Guerra, tal como ha observado Duroselle. Los 65.000.000 de alemanes creyeron poder derrotar fácilmente a los 39.000.000 de franceses, sobre todo teniendo en cuenta que la superioridad numérica se acentuaba en el caso de los jóvenes y, por consiguiente, en cuanto a efectivos militares: de 1890 a 1896 (reemplazos de 1910 a 1916) nacieron 22 alemanes por cada 10 franceses. Aunque el régimen demográfico no es el mismo en todos los países de la Europa Oriental, Mediterránea y Septentrional, sin embargo, se aprecian una serie de rasgos comunes: la revolución demográfica, con los caracteres descritos para los países occidentales, analizados anteriormente, no se opera durante el siglo XIX, sino en el siglo XX. El crecimiento de la población tiene su causa en un alto índice de natalidad, más que en un descenso de la mortalidad, todavía muy alta. Su economía, en el siglo XIX, es atrasada (fundamentalmente agrícola), de lo que se derivan tres consecuencias: los recursos producidos apenas pueden hacer frente a una población creciente; las deficiencias de vivienda, higiene y alimentación, propician la enfermedad y la mortalidad, y, por último, el crecimiento del empleo no responde al aumento de la población, por lo que la emigración se convierte en una necesidad de supervivencia.

Entre estos países, destacaremos dos del área mediterránea, para ilustrar y matizar las afirmaciones anteriores: Italia, a principios del siglo XIX, cuenta con 18.000.000 de habitantes, pero hay que destacar la existencia de grandes diferencias regionales: la zona norte y, en concreto, el Piamonte- muy semejante, desde todos los puntos de vista -también en el demográfico-, con el resto del continente, mientras la zona sur de la península -especialmente Calabria y Sicilia- se aleja de la Europa Occidental, no sólo espacialmente, sino por sus características sociales y económicas. Durante la primera mitad del siglo, el crecimiento es lento (24,3 millones en 1859); sin embargo, el Norte evolucionaba mucho más rápidamente. A partir de 1870, la unificación proporciona unas condiciones políticas y económicas más favorables, al mismo tiempo que un clima de opinión mucho más optimista y emprendedor. La expansión es rápida, alcanzando 36.000.000 de habitantes en 1912, momento en el que los doctrinarios del imperialismo italiano insisten en la obligación que tenia el Estado de conseguir territorios coloniales para dirigir el excedente de población sin riesgos de perder la identidad. El crecimiento de la población española es uno de los más bajos del Continente (no duplica su población hasta bien entrado el siglo XX): de 11.500.000 en 1797 (según el censo de Godoy, corregido por Miguel Artola) se pasa a 18.600.000 en 1900.

Entre 1861 y 1900 se produce un ritmo de menor crecimiento (con un promedio anual de 73.025 habitantes), respecto a las etapas anteriores del siglo. Explicable por las epidemias coléricas (1865: 60.000 muertos; 1885: 120.000 muertos); y porque, a pesar de que hay un ligero ascenso del índice de natalidad, el de mortalidad no disminuye sustancialmente. No obstante, el desequilibrio no es tan fuerte como parecen indicar las cifras, puesto que el factor emigración, muy intenso en esta etapa, y casi inexistente en la primera mitad del siglo, hace salir de España un número considerable de sus habitantes. El desfase entre el aumento demográfico y el desarrollo económico, produce un desequilibrio entre recursos y población, impulsor de la emigración, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX. Los españoles se dirigen a Francia, Argelia (emigración frecuentemente sólo temporal) y a América (de manera notable entre 1882 y 1914). La emigración, como hemos visto en otros países, se produce también en el interior del país. Una constante en la edad contemporánea española, que ya se inicia en el siglo XVIII, es la tendencia a una corriente centrífuga en el movimiento de la población, con aumento de las zonas periféricas. El motivo fundamental es un desfase entre el centro y la periferia (especialmente Cataluña, cuya revolución demográfica se da en el siglo XIX). Este desfase se produce en función del avance industrializador de Cataluña, Vascongadas y Asturias. De esta suerte los tres focos industriales, junto con el enclave de Madrid, contribuyen a crear una dualidad cuyas repercusiones más importantes se aprecian en la distribución social y económica del país.

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