El sigilo portugués y Colón
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Desarrollo
El sigilo portugués y Colón Sagacidad, perspicacia, aprendizaje rápido, capacidad de observación son algunas cualidades que nadie le discute a Cristóbal Colón. Inmerso en la vida portuguesa, se dio cuenta de que una cosa era lo que Portugal daba a conocer sobre sus descubridores en el Océano y otra bien distinta la que permanecía bien guardada, como secreto de Estado, en las bibliotecas y archivos reales. El reino portugués, en cualquier otro acto trascendente de su vida colectiva, nunca olvidaba mirar, aunque fuera de reojo, a sus vecinos castellanos. Desconfiando siempre, a pesar del triunfo en Aljubarrota frente a Castilla, y con el temor de perder su independencia, procuraba hacer el menor ruido posible cuando emprendía grandes empresas. El mar era una de ellas, por ser su única vía de expansión, convirtiéndose a lo largo de unas décadas en avanzada de Europa. Mas, como Castilla no olvidaba su tradición marinera, pronto se encontraron en agua comunes ambos reinos ibéricos. El mar de las Canarias fue zona de forcejeo diplomático y violento. A los lusitanos les iba más en el empeño; por ello, pusieron más tenacidad y sus reyes lo convirtieron en cuestión de Estado. Todo quedaba justificado con tal de cortar el paso a la expansión castellana. Portugal se salió con la suya --y no seria la última vez--: según quedó estipulado en el tratado de Alca?ova, Castilla no podría navegar al sur de Canarias. Pues bien: el éxito que acompañaría a los reyes portugueses, se debió en buena medida a la llamada política de sigilo51, es decir, el secreto a toda costa en materia de descubrimientos, navegaciones y rutas comerciales.
Hay quienes consideran que se le da más importancia de la que realmente tuvo. Tal vez desconocemos lo que de verdad significó para el pueblo portugués este período de su historia. Todos los monarcas lusos siguieron, en mayor o menor medida, esta política. Quien alcanzó su mayor altura fue don Juan II, digno rival de los católicos Isabel y Fernando. El Príncipe Perfeito, lo llamaban sus compatriotas. Para la reina de Castilla era el Hombre, nadie sabe por qué, pero suena mucho a elogio. Debía admirar la firmeza con que gobernaba el Estado y la energía que mostró al enfrentarse a los poderosos nobles y eliminar a su cabeza, el duque de Braganza. ¡Cómo supo manejar a la Excelente Señora doña Juana la Beltraneja, sombra política de Isabel la Católica y de la sucesión castellana, aún no consolidada! Le dio un convento por palacio con mucho servicio y atenciones, pero siempre aireaba su nombre cuando Castilla amenazaba. Fue una baza que no dudó en jugar cuando hacía el caso. Desde muy pronto demostró Juan II una capacidad extraordinaria para las cosas del mar. Ya se encargo de ellas cuando era príncipe (1475), y luego continuó cuando era rey (1481-1495). Era expeditivo y sus órdenes tajantes para los navíos intrusos: hundirlos sin contemplación en el mismo sitio en que se les hallara. Sus navegantes debían guardar secreto de lo que vieran; el traidor sería perseguido aun en tierra extranjera. Y sobre los castigos, ¡para qué contar! Los culpables terminaban a veces descuartizados.
Sobre las leyendas y peligros que rodeaban al Océano o Mar Tenebroso, quien menos los creía era él; ahora bien, hacía todo lo posible por propagarlos a los cuatro vientos, incluso entre sus cortesanos. Una anécdota muy repetida puede reflejar gráficamente lo que decimos. Cuentan que un buen día el rey afirmaba rotundamente en presencia de otros cortesanos, que las naves redondas no podían regresar de Guinea. El piloto Pedro Alenquer mostró su desacuerdo y se comprometió públicamente a demostrarlo con cualquier embarcación de este tipo. Enfadado Juan II, lo tildó de inepto y fanfarrón e hízole callar. Pero a poco lo llamó a solas y le dio explicación de por qué lo había tratado de esa manera, advirtiéndole, eso sí, que mantuviera en secreto lo de Guinea52. Hubo veces en que el astuto monarca empleaba naves redondas, viejas y gastadas para transportar mercancías a Guinea, y una vez allí las desguazaban, haciendo creer que no podían regresar. El Príncipe perfecto tenía entre las principales cortes un servicio de espionaje muy efectivo. Junto a los Reyes Católicos se esmeró, de ahí que estuviera al tanto de todo lo que se discutía entre los monarcas y sus colaboradores. Un cronista portugués nos cuenta, a este respecto, una táctica que empleó con frecuencia, en especial para estar al día de todo lo que se cocía en la corte castellana: obraba (D. Juan II) de manera que al duque del Infantado y a otros señores mandaba dádivas y favores públicos para que los reyes de Castilla se guardasen y no fiasen de ellos, porque sabía que no eran de su secreto, y a aquellos de quienes más se fiaban daban dádivas tan grandes y secretas, que todos los consejos y secretos te eran descubiertos antes de que cosa alguna se hiciese53.
De esta manera las técnicas de navegación, descubrimientos y avances astronómicos quedaron muchas veces guardados y bien guardados o tardaron mucho en difundirse, a la par que se reafirmaba la hegemonía marítima de Portugal. ¿Hicieron desaparecer los monarcas amantes del sigilo --porque Juan II fue sólo el capitán de ellos-- documentos oficiales, crónicas y papeles indiscretos? Muchos historiadores han llegado a ese convencimiento y han puesto un ejemplo: Cristóbal Colón. Diez años aproximadamente pasó en Portugal; años de actividad, fecundos; etapa clave, sin duda, y oficialmente no ha dejado, hasta la fecha, rastro documental alguno. Como si no hubiera existido allí, al menos con ese nombre. ¿Fueron acaso los partidarios del sigilo, los expertos del secreto de Estado quienes borraron su huella? Si tal sucedió, muy bien lo hicieron, demasiado perfecto. Pero, de ninguna manera puede pensarse en la insignificancia del personaje hasta tal punto que no mereciera la más mínima alusión escrita. Un hombre que cuando estaba en Castilla recibió una carta de Juan II llamándole Nuestro especial amigo debió haber tenido mejor tratamiento. Quizá lo tuvo y se nos oculta. Cierto es que existió un Cristóforo Colombo, genovés, cuyo paso por la vida ha dejado alguna huella. Y más cierto aún que siete años antes de 1492 se paseó por Castilla el Cristóbal Colón que descubriría América. En medio, un silencio absoluto, un vacío de casi diez años, dominado por muchas conjeturas y ninguna certeza. ¡Cuántos enigmas colombinos se aclararían si se supiera algo cierto, seguro, firme sobre su estancia portuguesa! Es posible que ahí esté la clave de tantas dudas y contradicciones como lo envuelven.
Hay quienes consideran que se le da más importancia de la que realmente tuvo. Tal vez desconocemos lo que de verdad significó para el pueblo portugués este período de su historia. Todos los monarcas lusos siguieron, en mayor o menor medida, esta política. Quien alcanzó su mayor altura fue don Juan II, digno rival de los católicos Isabel y Fernando. El Príncipe Perfeito, lo llamaban sus compatriotas. Para la reina de Castilla era el Hombre, nadie sabe por qué, pero suena mucho a elogio. Debía admirar la firmeza con que gobernaba el Estado y la energía que mostró al enfrentarse a los poderosos nobles y eliminar a su cabeza, el duque de Braganza. ¡Cómo supo manejar a la Excelente Señora doña Juana la Beltraneja, sombra política de Isabel la Católica y de la sucesión castellana, aún no consolidada! Le dio un convento por palacio con mucho servicio y atenciones, pero siempre aireaba su nombre cuando Castilla amenazaba. Fue una baza que no dudó en jugar cuando hacía el caso. Desde muy pronto demostró Juan II una capacidad extraordinaria para las cosas del mar. Ya se encargo de ellas cuando era príncipe (1475), y luego continuó cuando era rey (1481-1495). Era expeditivo y sus órdenes tajantes para los navíos intrusos: hundirlos sin contemplación en el mismo sitio en que se les hallara. Sus navegantes debían guardar secreto de lo que vieran; el traidor sería perseguido aun en tierra extranjera. Y sobre los castigos, ¡para qué contar! Los culpables terminaban a veces descuartizados.
Sobre las leyendas y peligros que rodeaban al Océano o Mar Tenebroso, quien menos los creía era él; ahora bien, hacía todo lo posible por propagarlos a los cuatro vientos, incluso entre sus cortesanos. Una anécdota muy repetida puede reflejar gráficamente lo que decimos. Cuentan que un buen día el rey afirmaba rotundamente en presencia de otros cortesanos, que las naves redondas no podían regresar de Guinea. El piloto Pedro Alenquer mostró su desacuerdo y se comprometió públicamente a demostrarlo con cualquier embarcación de este tipo. Enfadado Juan II, lo tildó de inepto y fanfarrón e hízole callar. Pero a poco lo llamó a solas y le dio explicación de por qué lo había tratado de esa manera, advirtiéndole, eso sí, que mantuviera en secreto lo de Guinea52. Hubo veces en que el astuto monarca empleaba naves redondas, viejas y gastadas para transportar mercancías a Guinea, y una vez allí las desguazaban, haciendo creer que no podían regresar. El Príncipe perfecto tenía entre las principales cortes un servicio de espionaje muy efectivo. Junto a los Reyes Católicos se esmeró, de ahí que estuviera al tanto de todo lo que se discutía entre los monarcas y sus colaboradores. Un cronista portugués nos cuenta, a este respecto, una táctica que empleó con frecuencia, en especial para estar al día de todo lo que se cocía en la corte castellana: obraba (D. Juan II) de manera que al duque del Infantado y a otros señores mandaba dádivas y favores públicos para que los reyes de Castilla se guardasen y no fiasen de ellos, porque sabía que no eran de su secreto, y a aquellos de quienes más se fiaban daban dádivas tan grandes y secretas, que todos los consejos y secretos te eran descubiertos antes de que cosa alguna se hiciese53.
De esta manera las técnicas de navegación, descubrimientos y avances astronómicos quedaron muchas veces guardados y bien guardados o tardaron mucho en difundirse, a la par que se reafirmaba la hegemonía marítima de Portugal. ¿Hicieron desaparecer los monarcas amantes del sigilo --porque Juan II fue sólo el capitán de ellos-- documentos oficiales, crónicas y papeles indiscretos? Muchos historiadores han llegado a ese convencimiento y han puesto un ejemplo: Cristóbal Colón. Diez años aproximadamente pasó en Portugal; años de actividad, fecundos; etapa clave, sin duda, y oficialmente no ha dejado, hasta la fecha, rastro documental alguno. Como si no hubiera existido allí, al menos con ese nombre. ¿Fueron acaso los partidarios del sigilo, los expertos del secreto de Estado quienes borraron su huella? Si tal sucedió, muy bien lo hicieron, demasiado perfecto. Pero, de ninguna manera puede pensarse en la insignificancia del personaje hasta tal punto que no mereciera la más mínima alusión escrita. Un hombre que cuando estaba en Castilla recibió una carta de Juan II llamándole Nuestro especial amigo debió haber tenido mejor tratamiento. Quizá lo tuvo y se nos oculta. Cierto es que existió un Cristóforo Colombo, genovés, cuyo paso por la vida ha dejado alguna huella. Y más cierto aún que siete años antes de 1492 se paseó por Castilla el Cristóbal Colón que descubriría América. En medio, un silencio absoluto, un vacío de casi diez años, dominado por muchas conjeturas y ninguna certeza. ¡Cuántos enigmas colombinos se aclararían si se supiera algo cierto, seguro, firme sobre su estancia portuguesa! Es posible que ahí esté la clave de tantas dudas y contradicciones como lo envuelven.