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Reyes Católicos

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A primeros de septiembre de 1504 era ya una evidencia la enfermedad de la reina Isabel. El año anterior había sido muy ajetreado; la reina había recorrido buena parte de las principales ciudades de Castilla, y la fiebre y la depresión habían prendido en su cuerpo y en su alma. Las desavenencias conyugales de su hija Juana, la constatación de su demencia y un infinito cansancio presiden la percepción de una muerte que se siente próxima. El 23 de septiembre, su marido requiere de la Universidad de Salamanca la presencia junto a los reyes de un jurista, el doctor Carvajal, y de un médico, don Fernando Alvarez, para que asistan a un final que se presume inmediato. Hacía más de una semana que la reina no encabezaba ni firmaba las órdenes escritas de la monarquía, y la soledad de la firma del rey presagiaba un desenlace cuyo primer signo fue la incapacidad debida a la gravedad de la enferma. La reina Isabel se encontraba en Medina del Campo, donde el 12 de octubre de 1504 dictó testamento, "estando enferma de mi cuerpo, de la enfermedad que Dios me quiso mandar, e sana e libre de mi entendimiento", ante su fiel secretario Gaspar de Gricio, y con la presencia de los obispos de Córdoba, Calahorra y Ciudad Rodrigo; del Arcediano de Talavera, de los consejeros Pedro de Oropesa y Luis Zapata, y de su camarero Sancho de Paredes. Cuando se cumplían los dos meses del requerimiento de su marido a la Universidad de Salamanca, la reina dictó un codicilo ante su secretario, y lo firmó delante de los Obispos de Calahorra y Ciudad Rodrigo, y ante el Arcediano y los Consejeros que habían estado presentes en su testamento.

Tres días más tarde, en el mediodía del 26 de noviembre, la reina moría en una casa de la plaza de Medina del Campo. La noticia llegaba a Murcia y Cataluña una semana más tarde y, a los quince días, ya se conocía en Navarra y en Roma. Estuvo próxima a contar los 54 años de edad, y la reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de Canarias; condesa de Barcelona, señora de Vizcaya y de Molina, duquesa de Atenas y de Neopatria, condesa del Rosellón y de Cerdeña, marquesa de Oristán y de Gociano, daba fin a casi treinta años de reinado y abría el camino a una herencia singular y a un recuerdo imborrable que todavía hoy resulta ser polémico. En sus últimas voluntades disponía ser enterrada con el hábito de San Francisco en el monasterio franciscano de la Alhambra de Granada y, si no era posible su traslado, en San Juan de los Reyes de Toledo, en San Antonio de Segovia, o en el monasterio franciscano más cercano al lugar donde muriese. Sus restos deberían reposar en una simple sepultura guardados bajo una losa plana y sin más adorno que las letras de su nombre. La sencillez de la decisión acerca del destino de su cuerpo, y de los auxilios espirituales que necesitaba su alma -veinte mil misas encargadas por su salvación a iglesias y monasterios de franciscanos observantes, con el apoyo de disposiciones solidarias de reconocido valor religioso, vestidos para 200 pobres, dinero para redimir a 200 cautivos, dos millones de maravedís, a partes iguales, para dotar el matrimonio, o el ingreso en religión de doncellas pobres, además de limosnas para la catedral de Toledo y para el monasterio de Guadalupe-, contrasta con el conjunto de disposiciones políticas, que son la parte más importante del testamento y del codicilo; revelando, sin embargo, una forma de morir que caracterizará a toda la Edad Moderna.

Su muerte individualizada se convertía en un acto solidario: la reina necesitaba de los franciscanos observantes, amortajarse con su hábito, siendo fiel transmisora de una tradición que monopolizará mortajas, enterramientos y sufragios durante más de tres siglos, como demuestran incluso los testamentos de la gente común. Los vestidos para los pobres, la redención de cautivos y la dote a doncellas casaderas o deseosas de entrar en religión, reproduce y perpetúa la idea de buscar la solidaridad en la colectivización de la propia muerte. Su última voluntad es el deseo de satisfacer la necesidad de intentar administrar su ausencia definitiva; por eso, como muchos otros, elige en vida mortaja, cortejo y sepultura, confiando en sus testamentarios el cumplimiento de su voluntad y la elección de un escenario irrepetible. Si el testamento revela la preocupación de la reina por corregir desequilibrios nacidos de la burocratización del Estado, de la presión nobiliar y de una constante que es la incertidumbre de la sucesión al trono, el codicilo se desarrolla para complementar aspectos descuidados en el testamento: privilegiar a la Iglesia en sus tres realidades más concretas del momento -obispados, órdenes Militares, Santa Sede-, lograr un eficaz funcionamiento de la justicia y ampliar la solidaridad con veinte mil misas más por las almas de los difuntos que le prestaron servicio, son los asuntos más destacables de su contenido. Las últimas voluntades de Isabel la Católica resumen el final de un reinado bastante semejante a su principio.

A partir de 1504 Castilla padece una crisis que reproduce en buena parte contradicciones políticas preexistentes: frente a un aparente poder monárquico establecido a la muerte de la reina, ciertamente preeminente gracias al desarrollo alcanzado por los aparatos burocráticos, de justicia y de gobierno, continúan insistiendo en sus reivindicaciones de privilegio las viejas aspiraciones de los grupos sociales más estamentalizados y de las ciudades. Además, se reproducen formaciones sociales partidistas que si bien no cuestionan con problemas de fondo la sucesión, sí se polarizan en torno a los intereses de los personajes más directamente afectados: por un lado, la princesa doña Juana, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, casada con Felipe el Hermoso, heredera del trono castellano por la desaparición física de su hermano el príncipe don Juan, muerto en 1497, y de su hermana Isabel, casada con Manuel de Portugal, muerta un año más tarde al dar a luz a Miguel quien, pese a sobrevivir a su madre y ser jurado heredero de Castilla, Aragón y Portugal, murió en 1500; por otro lado, el rey Fernando, quien a la muerte de su mujer Isabel dejó de ser rey de Castilla, y a quien sin embargo se le reconoce en el testamento la gobernación del reino en ausencia de su hija doña Juana, que vivía en Flandes. En fecha muy próxima al fallecimiento de la reina, 23 de enero de 1505, las Cortes de Castilla reunidas en Toro reconocían a su viudo como Gobernador de Castilla, hasta el momento en que regresase al reino Juana, a quien proclaman su reina aun con las reservas propias que inspiraba una enfermedad de la que ya se tenían noticias bien ciertas.

Desde febrero de 1505 hasta mayo de 1506, Fernando el Católico se empeñó en una triple tarea cuyo objetivo final era preservar la unión de los reinos castellano y aragonés; frente a la oposición interna de buena parte de la nobleza castellana, que le consideraba un extranjero y que estaba representada por los títulos de Béjar, Benavente, Medinasidonia, Villena, que junto con el rey de Navarra formaron partido favorable a su hija doña Juana y a su yerno Felipe el Hermoso, el Rey Católico opuso su condición de Gobernador de Castilla para exigir el exacto cumplimiento del testamento de la reina Isabel. Ayudado por los procuradores en Cortes, por el aparato burocrático del Estado, por el clero y por los escasos miembros de la nobleza que lograron coaligar Cisneros y el duque de Alba, el segundo empeño de Fernando fue asociarse al poder que representaba su yerno; así, pueden interpretarse los intentos fracasados de Fernando de obtener plenos poderes de su hija para gobernar Castilla, y hasta la concordia de Salamanca, de noviembre de 1505, por la que se intentó basar la asociación en el poder mediante el reparto por mitad de las rentas reales entre Felipe y Fernando, el reconocimiento de la perpetuidad del cargo de gobernador para Fernando y del título de rey para Felipe, la firma conjunta de documentos reales y el mutuo acuerdo de declarar incapaz a la reina doña Juana.

El tercer empeño utilizó los recursos diplomáticos que permitieran un cambio en las relaciones con Francia y, al tiempo, el que el rey francés adoptase una posición recelosa respecto a la vecindad de los Habsburgo: mediante el tratado de Blois, de octubre de 1505, Fernando el Católico se comprometía con Luis XII de Francia a contraer matrimonio con Germana de Foix y, si del matrimonio naciese un hijo, a titularle rey de Nápoles y de Jerusalén, o en el caso contrario a reconocer con tal titulación a Luis XII y a sus herederos. El contrato matrimonial entre Fernando el Católico y Germana de Foix, sobrina de Luis XII, fue el resultado de una larga negociación que comenzó en la primavera de 1505 y terminó en octubre del mismo año con la firma del tratado de Blois; siete días más tarde, el 19 de octubre, se celebró la boda por poderes, y el 18 de marzo de 1606 los recién casados se velaron en Dueñas. La proximidad de las fechas ayuda a explicar la aceleración de la crisis; a finales de abril de 1506 Felipe el Hermoso desembarcó en La Coruña siendo recibido por la gran mayoría de la nobleza castellana, obligando en cierta manera a que Fernando abandone Castilla y se refugie en Aragón, desde donde a primeros de septiembre parte hacia al reino de Nápoles. Días más tarde, el 25 de septiembre, moría repentinamente en Burgos Felipe el Hermoso. Este acontecimiento fue el punto de partida de una serie de revueltas nobiliarias y del afloramiento de una serie de reivindicaciones territoriales, que dividieron a la nobleza en dos partidos; uno, más cercano a Cisneros, defendía el respeto al testamento de Isabel y, en consecuencia, solicitaba la vuelta de Fernando desde Nápoles para que se hiciese cargo de la gobernación del reino.

El otro partido nobiliar, más próximo a las tesis políticas del desaparecido Felipe, defendía la entrega de la gobernación de Castilla a Maximiliano de Austria, que actuaría como regente hasta tanto su nieto Carlos no fuera proclamado rey de Castilla. Además existieron otros problemas añadidos; por una parte, la formación de un tercer partido nobiliar en torno a Fernando, hermano de Carlos, que residía en Castilla, y que más adelante sería nombrado en el testamento de Fernando el Católico regente de Castilla y maestre de las Ordenes Militares, en el caso de que el reino quedase vacante, decisión que se modificó en enero de 1516 en beneficio de Cisneros, que sería regente hasta tanto no llegase el futuro emperador. Por otra parte, la viuda doña Juana podría volver a casarse y, de tener hijos, podría complicar la sucesión al trono. Por último, el tardío regreso a Castilla de Fernando el Católico, en el verano de 1507, fue seguido en mayo de 1509 por el nacimiento del príncipe Juan, hijo habido con Germana de Foix, que murió a las pocas horas de haber nacido. Pero los problemas más importantes continuaban siendo la nobleza hostil a Fernando y partidaria de don Carlos y la incapacidad de la reina doña Juana. Como ocurrió en el principio con Juana, apodada la Beltraneja, Juana, apodada la Loca, verá cuestionada su posibilidad de gobernar; si la sospecha de ilegitimidad produjo un paulatino aislamiento, la certeza de una enfermedad, más declarada y agravada a partir de la prematura muerte de su marido, Felipe el Hermoso, convirtió a la reina en una reclusa encerrada en Tordesillas desde 1509 por orden de su padre Fernando.

Pero, aparte de las evidencias de la incapacidad debida a la enfermedad, existió una pugna por el control del ejercicio del poder y una separación efectiva de la reina de los asuntos del Estado, que primero fue decidida por su marido, después por su padre y, y más tarde, por su hijo Carlos quien, el 14 de marzo de 1516, se proclamaría rey de Castilla y Aragón en su residencia de Bruselas, una vez conocido el fallecimiento del Rey Católico, ocurrido el 23 de enero de 1516 en el pequeño lugar extremeño de Madrigalejo. Aunque nominalmente la reina doña Juana continuó figurando en los documentos reales, hacía mucho tiempo que había sido apartada del poder y, contra lo dispuesto en el testamento de Isabel la Católica, existieron suficientes intereses y tensiones como para poner en peligro una compleja herencia familiar.

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