El pensamiento religioso de la época tardía

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El pensamiento religioso de la época tardía El lector que se adentre por primera vez en los intrincados vericuetos verbales y simbólicos del Chilam Balam de Chumayel, encontrará de inmediato paralelos estilísticos con los respectivos libros doctrinales y sagrados de otras religiones de la antigüedad o de las culturas que están fuera de la corriente occidental. Muchos fragmentos del libro egipcio de los muertos, por ejemplo, tienen un cierto aire de familia con los textos mayas. En este sentido, puede afirmarse que los manuscritos yucatecos pertenecen al género de obras esotéricas comunes a casi todos los pueblos letrados del pasado y del presente. No obstante, hay un rasgo particular que singulariza estos textos y los hace todavía más enrevesados. Fueron compuestos durante un largo y turbulento período de contacto entre civilizaciones muy diferentes, que eran a su vez producto de largos y complejos procesos evolutivos. Nunca antes el Viejo y el Nuevo Mundo habían mantenido clase alguna de relación, ni sospecharon siquiera la existencia el uno del otro. Esto, desde luego, hasta donde llegan las pruebas controladas científicamente, y fuera del campo de las remotas hipótesis de los visionarios, las oscuras profecías y las leyendas de carácter platónico. Nada igual sucedió en Egipto, la India, Camboya o China. Desde los tiempos de los cazadores y recolectores nómadas del Paleolítico, las diversas regiones americanas construyeron con total independencia sus propias vías de desarrollo y adaptación cultural, creando los mitos que daban orden y sentido al universo y las leyes que hacían posible y lógica la convivencia de los miembros de la sociedad.

El penetrante espíritu religioso fácil de apreciar en el Chumayel es, por tanto, resultado de un colosal replanteamiento de todos aquellos pilares que sustentan la vida de las gentes en colectividad y evitan la locura. Es, por decirlo así, la expresión del doloroso intento de un pueblo por restaurar su conciencia, por salir del estado de estupor causado por un repentino y formidable impacto intelectual y emocional. No corresponde, consecuentemente, al momento histórico, corto o largo, en que una sociedad cambiante puede hallarse; representa, por el contrario, la capacidad de supervivencia, la voluntad de perduración, el ansia de saber y comprender, de unas gentes sometidas a un choque brutal y consternadas por el derrumbamiento de su realidad. En lugar de refugiarse en el letargo o la resignación, los mayas hicieron suya una parte, una mínima parte, de la cultura española, y con tal herramienta iniciaron el análisis de la nueva situación. Revueltas y luchas intermitentes fueron las consecuencias en el terreno político, los libros de Chilam Balam fueron los resultados en el terreno ideológico. Para comprobar hasta qué punto son, contemplados desde esa perspectiva, obras originales, podemos hacer un ligero repaso de la información usual sobre la mentalidad religiosa de los yucatecos en los dos siglos anteriores a la conquista. Previamente, sin embargo, cabe mencionar los nombres de los principales grupos de parentesco o étnicos que ocupaban la mitad septentrional de la península hacia finales del siglo XV.

Muchos de ellos poseían sus divinidades y cultos propios, que habían traído quizá desde las ciénagas de Tabasco, los lagos y los ríos del Petén o Chiapas, e incluso desde las frías cumbres de las altiplanicies mexicanas. El linaje Cocom fue probablemente el más poderoso de Yucatán en las últimas décadas de independencia. Los documentos aseguran que gobernaba Chichén Itzá y la isla de Cozumel, y que sólo posteriormente trasladó su residencia a la provincia (cuchcabal, en maya) de Sotuta. Los señores de Mayapán, la populosa y dominadora ciudad de los siglos XIII y XIV, pertenecían también -en parte y, quizá, en determinados períodos de tiempo- a la familia de los Cocom. Algunos autores suponen que eran itzaes procedentes de la Chontalpa, en el sur, y que hablaban la lengua mayachontal, emparentados, por tanto, con las gentes que visitó Hernán Cortés en Itzamkanac durante su épica marcha a las Hibueras. Ellos se decían descendientes del caudillo-dios Kukulcán, la serpiente con plumas. Los Tutul-Xiu (o simplemente Xiu) fueron los enemigos permanentes del linaje Cocom. Llegaron igualmente desde el sur, tal vez de tierra mexicana, pero se establecieron en Uxmal durante algunos años. Las Relaciones de Yucatán afirman que el primero de los Tutul-Xiu que reinó en Uxmal se llamaba Hun Uitzil Chac: (cinco generaciones antes de la conquista española, según el árbol genealógico de la familia Xiu que se encuentra en el museo Peabody de la Universidad de Harvard), aunque otras fuentes sugieren que el fundador de Uxmal fue Ah Zuytok Tutul-Xiu en un katún 10 Ahau (posiblemente entre 1421 y 1441).

Después de habitar Mayapán junto a los Cocom, los Xiu pasaron a residir en la provincia de Maní. El linaje Chel se estableció en la provincia de Ah Kin Chel luego del abandono de Mayapán hacia la mitad del siglo XV. Ah Kin Chel significa el sacerdote Chel, pues este grupo de aventureros y soldados era mandado por un individuo que portaba el título religioso. La ciudad más importante de su jurisdicción territorial era Izamal, centro sagrado durante el período Clásico, conquistada por los toltecas de Kak-u-Pacal y Uilo, y más tarde ocupada por los seguidores del gran rey Kinich Kakmo, que fue deificado y venerado en los templos del lugar. Avanzado ya el siglo XV, un discípulo del profeta Ah Xupan (o Ah Xupan Nauat) que vivía en Mayapán, de nombre Mo Chel, se hizo nombrar sacerdote y emigró con un nutrido séquito de gentes a la costa norte, para asentarse después definitivamente en Ah Kin Chel y fijar la capital en Tecoh. El linaje Cupul daba nombre también a su provincia, aunque en ella el poder no estaba centralizado, sino dividido en muchas localidades autónomas. Los documentos del siglo XVII informan que Kukum Cupul fue uno de los jefes guerreros que llegaron de México, y, si bien el grueso del grupo se hallaba en los alrededores de Valladolid (la Saci indígena) cuando la invasión española, parece que esta unidad étnica estuvo relacionada con Chichén Itzá y con Mayapán. El linaje Canul o Ah Canul había salido de Mayapán en el momento de la dispersión, guiado por nueve jefes a cuya cabeza figuraban Ah Paal Canul y Ah Dzun Canul.

Poblaron una de las mayores provincias prehispánicas al noroeste de la península, y se organizaron en una confederación de ciudades regidas por señores que eran mayoritariamente del grupo de parentesco. Los documentos históricos indican que eran un pueblo del oriente, venido de Suyua, hombres mayas o del Petén Itzá. La crónica fundamental para el conocimiento de los Canul es la encontrada en Calkiní. El linaje Couoh gobernaba la provincia de Chanputún, la más sureña de la costa occidental yucateca. El lugar fue probablemente el Chakanputún de los manuscritos mayas, por tanto el punto de origen y de retiro de los enigmáticos itzaes. Era un pueblo de valientes guerreros, que se enfrentó con éxito a los españoles dirigido por Moch Couoh y que vivía sobre todo de la pesca y del comercio. Por esa tierra, frente a la actual ciudad de Champotón, dice la leyenda que entró en el mar Quetzalcoatl-Kukulcán luego de haber conquistado Chichen Itzá, y que hizo erigir un edificio sobre un islote para eterna memoria de su partida. El linaje Cochuah gobernaba la provincia del mismo nombre, en el centro-este de la península. Se trata de un grupo que podría estar emparentado con los señores de Chichén Itzá, controlar la región de la bahía de la Ascensión y poseer factorías comerciales en el río Ulúa, en Honduras. Es decir, algo semejante a lo que hacían los Cocom y los chontales de la provincia de Acalan. Al linaje Pech, finalmente, pertenecía el halach uinic o gobernador de la provincia de Cehpech, en el impenetrable litoral noroccidental.

La capital estaba situada en Motul, donde el fundador Nohcabal Pech se había instalado con sus parciales después de la caída de Mayapán. La sal constituía una de las principales riquezas del territorio29. La religión maya de todos los tiempos ha descansado en el extendido y polifacético culto a los antepasados. Desde el momento remoto, allá por los siglos V o IV antes de nuestra era, de la construcción de la primera pirámide que debía perpetuar el recuerdo del linaje gobernante descendiente directo del dios fundador de la sociedad, hasta los modestos ritos contemporáneos en lugares como Chichicastenango, siempre ha estado presente en el núcleo de sus creencias la idea de que el orden social es un reflejo del orden universal. Como resultan básicas las relaciones de parentesco para la integración solidaria de las comunidades que habitan regiones selváticas, la organización parental llega a erigirse en el modelo y la medida de la armonía total del mundo percibido. Entonces se explican y respaldan las normas de comportamiento colectivo por referencia a las características de la realidad exterior que está fuera del control humano. Es decir, los grandes fenómenos de la naturaleza, el movimiento o la existencia misma del sol, la desaparición periódica de Venus, la lluvia y las tempestades, el viento huracanado y la inagotable fertilidad de la tierra, se convierten en visibles ejemplos de la ley divina a la que tiene que someterse e imitar la norma que regula la vida grupal.

Así, los ancestros deificados suelen ser confundidos con elementos siderales y partes activas de la naturaleza. Los mitos cuentan sus orígenes y el lugar que ocupan en el cosmos, y, a veces, también los lazos que mantienen con los seres humanos. Las manifestaciones cósmicas del tiempo y el espacio son estudiadas y adoptadas por medio de una complicada maquinaria ideológica y práctica llamada calendario. Cualquier cosa encuentra su lugar, su legitimación y su significado, en esa tupida red de conexiones. Los dioses, por último, son los padres-maestros-legisladores, importantes héroes culturales, próximos y distantes simultáneamente, poseedores de una historia ejemplar que es fundamento de la moral para todas y cada una de las situaciones sociales. A partir del siglo X de nuestra era, quizá algunas centurias antes, la religión rígidamente centralista, uniforme y estatalizada, de las tierras bajas mayas, focalizada en la veneración de los reyes-dioses y sus antepasados celestiales, dio paso a otra mucho más variada y familiar. Las gentes que invaden el territorio en sucesivas oleadas introducen multitud de dioses étnicos, númenes tutelares de los grupos de parentesco, receptáculo de viejas y distintas tradiciones. Los grandes dioses del pasado, del período Clásico, son adorados ahora por los linajes en el poder, pero comparten su prestigio con otros muy numerosos y se diversifican en decenas de advocaciones especializadas. Son, principalmente, el dios del cielo Itzamná, el dios solar Kinich Ahau, el dios de la lluvia y las tormentas Chac, el dios de la muerte Yum Cimil, el dios de los mercaderes Ek Chuah, el dios del maíz y de la prosperidad agrícola Ah Mun, la diosa de la luna y de la tierra Ix Chel, y los dioses de los días finales del ciclo anual Bacabes.

Pero la personalidad de alguno de ellos penetra en los demás: el sol, por ejemplo, pertenece al firmamento, y Kinich Ahau puede ser manifestación de Itzamná. Desde otro punto de vista, Itzamná es Chac porque en el cielo se originan las lluvias, es Ah Mun bajo el aspecto de Itzamná Kauil que da los alimentos gracias al agua que desciende de las alturas, es el mayor de los ancestros fundadores Bolon Dzacab porque en él reside la clave del ordenamiento del universo -allí se produce el movimiento de los astros, la sucesión de los días y las noches, el tiempo, en una palabra, como también el espacio, que es definido por los puntos solsticiales-; es igualmente Hunab Ku porque integra la totalidad de los fenómenos posibles, y es el esposo y la versión masculina de Ix Chel, pues el cielo cabalga sobre la tierra y se une a ella de forma permanente, y el sol y la luna se reparten la luz diurna y la luz nocturna. En fin, se trata de una estructura de significados que se imbrican entre sí, ordenada en torno al principio cosmológico de los tres pisos o regiones (el firmamento, la superficie de la tierra y el inframundo) y segmentada por agrupaciones funcionales que sugieren las necesidades de la vida social. Muchas divinidades estaban conectadas con los puntos cardinales, por ejemplo, los cuatro Chaces de la lluvia, los cuatro Pauahtunes del viento, los cuatro Ah Musencabes o dioses abejas, y los cuatro Bacabes que soportaban la bóveda celeste. Esas direcciones eran colores, el rojo para el este, el negro para el oeste, el blanco para el norte y el amarillo para el sur.

Seguramente, el verde-azul indicaba el lugar central del universo. También en los distintos rumbos se hallaban las ceibas sagradas imix che, árboles de la abundancia, que enlazaban los niveles o pisos del cosmos hundiendo sus raíces (que adoptaban a veces aspecto de cocodrilo) en el suelo y elevando su copa (imagen de la proliferación del grupo de parientes) hasta las alturas superiores. Gobernaba el abismo infernal el dios Hunhau o Cumhau, llamado en ocasiones Xibalbá y Uacmitún Ahau, o equiparado con el de la muerte Cizin. Los pueblos procedentes de México habían introducido en Yucatán el culto a Quetzalcoatl, la serpiente con plumas, cuyo nombre maya fue Kukulcán; era dios de la guerra, del viento y del planeta Venus, y un importante héroe civilizador que tomó parte en la creación de los primeros hombres y obtuvo para ellos el principal alimento vegetal, el maíz. Los grandes linajes de gobernantes del comienzo del siglo XVI se decían descendientes de Kukulcán, como los Cocom de la provincia de Sotuta, o celebraban festivales en su capital con asistencia de peregrinos y sacerdotes de toda la región, como los Xiu de la provincia de Maní. En esta época tardía otras divinidades mexicanas se habían incorporado al panteón yucateco, la más significativa de las cuales era Tláloc, antiguo señor de las aguas celestiales o terrenales, que llegó ya antaño a la jungla del Petén guatemalteco con los mercaderes y ejércitos de Teotihuacán. El Chilam Balam de Chumayel recoge los nombres de algunos antepasados fundadores de grupos de parentesco, y es muy probable que cada patrilinaje rindiera culto al suyo, aunque sólo los más destacados fueron mencionados por cronistas y escritores indígenas.

Por ejemplo, Sacalpuc, Ah Mex Cuc, Ix Kan Tacay, Holtún Balam, y Hochtún Pot. Podemos afirmar que la mayoría de los centenares de ídolos destruidos por los conquistadores representaban a los ancestros de los habitantes de cada poblado. En lo que toca a la organización sacerdotal, el texto cita a menudo los grandes dignatarios de las jurisdicciones territoriales, empezando por los ahaucanes y ahkines (nombre genérico también para cualquier clase de sacerdote), y siguiendo por chilanes, es decir, profetas o intérpretes de los mensajes divinos, y ah bobates, profetas y adivinos. Los nacomes se encargaban de los sacrificios cruentos, y los chaces prestaban ayuda en las ceremonias y en determinados actos litúrgicos. Igualmente, el supremo jefe político, el halach uinic, figuraba a la cabeza de la iglesia indígena, y los batabes que regían los asentamientos tenían simultáneamente funciones religiosas. Las celebraciones colectivas tenían lugar en los centros monumentales, donde se erguían las pirámides con templos y otros muchos edificios dedicados a las distintas facetas del culto. Los ritos que produjeron perdurable impresión a los españoles, y de los que fueron desgraciados sujetos a veces, eran los sacrificios humanos, en los cuales, por lo general, se extraía el corazón de la víctima en lo alto de los basamentos de los santuarios, entre cánticos y músicas de lúgubre resonancia. Diego de Landa recoge, sin embargo, los festivales periódicos relacionados con el calendario, y también ritos de paso del ciclo Vital, como el llamado caputzihil, cuyo contenido suele ser menos dramático y rico por igual en símbolos de renovación y fertilidad30.

No vamos a extendernos más en la descripción de un sistema religioso de gran complejidad que requeriría espacio del que no disponemos. Pero conviene insistir en las repercusiones que el estudio de los libros de Chilam Balam tiene para su cabal comprensión, y, aunque sean tantos los enigmas que permanecen indescifrados como los que una correcta interpretación de los diferentes pasajes ayuda a resolver, estas obras constituyen la aportación indígena esencial al conocimiento de su propio mundo ideológico. El esfuerzo de los escritores mayas de la colonia por hacer duradera la sabiduría tradicional, bien que no pudieran evitar el sincretismo de los conceptos y la imitación del formato de los populares almanaques europeos, es sin duda el mayor acontecimiento desde que los antiguos sabios redactaron las inscripciones jeroglíficas. Nadie que pretenda entender la cosmovisión, la mentalidad de los hombres que integraron la sociedad precolombina, puede prescindir de los libros de Chilam Balam, y sobre todo del manuscrito de Chumayel. Y para cualquier lector diremos, parafraseando a Rainer María Rilke, que en ese libro hay vidas de las que nunca se hubiera sabido, que surgen y se mezclan con lo que realmente fue, y desplazan pasados que se creía conocer: pues se descubre en ellas una nueva fuerza calmada, mientras lo que siempre estuvo cerca de nosotros aparece cansado del recuerdo excesivamente frecuente. Miguel Rivera Dorado Madrid, invierno de 1986

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