El pensamiento económico del XVIII
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Datos principales
Rango
España de los Borbones
Desarrollo
Los intentos de hacer crecer las fuerzas productivas para alcanzar un mayor desarrollo de la sociedad y una presencia más consistente en el foro internacional, condujeron a una pléyade de intelectuales y políticos reformistas a frecuentar la economía como la ciencia más útil para conseguir esos propósitos. La ciencia económica se fue revelando como un instrumento de combate eficaz frente al pensamiento escolástico y como una disciplina con gran capacidad analítica respecto a los problemas concretos de orden material que había que abordar para lograr la felicidad de los súbditos y la grandeza de la monarquía. Mediante traducciones, con lecturas directas, a través de la correspondencia privada, gracias a la conversación con viajeros extranjeros o a las informaciones que aportaron los españoles que recorrieron la Europa de la época, bastantes pensadores se ampararon en la economía al reconocer en ella la ciencia social del siglo. La economía fue a la sociedad lo que la física a la naturaleza. Es bien cierto que el pensamiento económico español no tuvo ni la fuerza ni la novedad que pueden encontrarse en los mercantilistas tardíos italianos, en los fisiócratas franceses o en los liberales ingleses. Uztáriz , Campomanes o Jovellanos no eran leídos en Europa como una novedad teórica sino como una fuente de información sobre España, como así lo hizo Adam Smith . En esta escasa originalidad influyó sin duda el propio contexto hispano, escaso de libertad para la reflexión, así como el carácter moderado y pragmático de los reformadores españoles.
Cuestión esta última que impidió tener una visión de conjunto de la economía nacional y sus políticas: en la mayoría de los casos se buscaron soluciones concretas a problemas inmediatos. La falta de una teoría económica global facilitó el éxito de un pensamiento básicamente ecléctico en bastantes autores que podían manifestar influencias de diferentes escuelas económicas a veces antitéticas. No es fácil, pues, etiquetar a los economistas españoles del Setecientos. Si andamos por el siempre peligroso camino de la generalización, bien puede afirmarse que el mercantilismo (comercial, agrario o industrial) fue la corriente que dispuso de la hegemonía durante la mayor parte del siglo. Uztáriz, Campillo , Ulloa, Campomanes, Capmany o Floridablanca , con los matices pertinentes entre ellos, estuvieron básicamente en este camino. Un sendero de reflexión económica que buscaba en esencia desarrollar una balanza comercial favorable mediante un incremento de las fuerzas productivas nacionales que impidiese tener que traer del extranjero mercancías pagaderas con nuestra plata americana. Es decir, fomento de la agricultura y la industria nacional como vehículo ideal para conseguir un comercio exterior floreciente que aportara a las arcas del Estado mayores cantidades de numerario, base esencial para la riqueza nacional y el aumento de la población .
Y en el logro de estos objetivos tenía que respetarse la iniciativa privada al tiempo que el Estado debía convertirse también en un agente económico activo, tanto en la creación de infraestructuras como en la promulgación de leyes que favorecieran la conquista de tan preciadas metas. Sin embargo, a medida que el siglo avanzó, fueron planteándose los problemas ocasionados por un crecimiento previo que no veía confirmación segura en el marco del sistema tardofeudal. Ante esta evidencia, los pensadores económicos españoles empezaron a variar posiciones buscando en otras doctrinas las soluciones prácticas. Así comenzaron anotarse paulatinamente las influencias de la fisiocracia primero y del liberalismo después. La fisocracia fue la doctrina económica que preponderó entre los políticos franceses de la segunda mitad del Setecientos. Su ideario central consistía en creer en un orden natural organizado por las leyes físicas que posibilitaban que la naturaleza no consumiera más de lo que producía, permitiendo así la existencia de un excedente neto a distribuir entre las diferentes clases sociales . Este sobrante se conseguía aumentar a través de grandes explotaciones y debía tener a su vez una libre circulación para mantener vivo el cuerpo social. La producción agrícola adquiría así un carácter prioritario que llevaba a los fisiócratas a reclamar una mejor preparación de los agricultores, a demandar una ley agraria general, a pedir la formación de un impuesto único y a exigir la implantación del comercio libre.
A pesar del relativo afrancesamiento de la cultura española, la fisiocracia tuvo una implantación muy relativa al no conseguir más que una difusa influencia en algunos de los autores más afamados del siglo que nunca llegaron a admitir el conjunto de la doctrina. De todas maneras, la fisiocracia tuvo que medir sus fuerzas con los nuevos aires liberales que empezaban a recorrer algunos países de Europa, especialmente Inglaterra. En efecto, la obra de Adam Smith tuvo en España una tardía pero eficaz acogida. Primero con timidez y vacilación en los trabajos de Valentín de Foronda o Francisco Cabarrús y luego más decididamente en pensadores de la talla de Vicente Alcalá Galiano o el propio Jovellanos . En realidad, con variados matices, todo ellos creían en la libre iniciativa privada y en el interés individual como principios centrales de la acción económica, siendo el Estado una institución que debía únicamente tratar de evitar las trabas que pudieran oponerse al pleno desarrollo del individuo y sus necesidades. Estos planteamientos fueron llevando a los liberales a posturas cada vez más críticas respecto al sistema social y al orden político de la monarquía absoluta. Las objeciones aparecieron con toda nitidez en el marco de la crisis finisecular, cuando quedaron patentes los límites y contradicciones del feudalismo tardío en su fase final. Hasta entonces, el absolutismo ilustrado había resultado un marco político generalmente aceptado, puesto que al menos había garantizado secularmente un cierto crecimiento económico y una modesta pero perceptible mejora en las condiciones de vida de una parte importante de los españoles en medio de una relativa pero aceptable paz social.
Cuestión esta última que impidió tener una visión de conjunto de la economía nacional y sus políticas: en la mayoría de los casos se buscaron soluciones concretas a problemas inmediatos. La falta de una teoría económica global facilitó el éxito de un pensamiento básicamente ecléctico en bastantes autores que podían manifestar influencias de diferentes escuelas económicas a veces antitéticas. No es fácil, pues, etiquetar a los economistas españoles del Setecientos. Si andamos por el siempre peligroso camino de la generalización, bien puede afirmarse que el mercantilismo (comercial, agrario o industrial) fue la corriente que dispuso de la hegemonía durante la mayor parte del siglo. Uztáriz, Campillo , Ulloa, Campomanes, Capmany o Floridablanca , con los matices pertinentes entre ellos, estuvieron básicamente en este camino. Un sendero de reflexión económica que buscaba en esencia desarrollar una balanza comercial favorable mediante un incremento de las fuerzas productivas nacionales que impidiese tener que traer del extranjero mercancías pagaderas con nuestra plata americana. Es decir, fomento de la agricultura y la industria nacional como vehículo ideal para conseguir un comercio exterior floreciente que aportara a las arcas del Estado mayores cantidades de numerario, base esencial para la riqueza nacional y el aumento de la población .
Y en el logro de estos objetivos tenía que respetarse la iniciativa privada al tiempo que el Estado debía convertirse también en un agente económico activo, tanto en la creación de infraestructuras como en la promulgación de leyes que favorecieran la conquista de tan preciadas metas. Sin embargo, a medida que el siglo avanzó, fueron planteándose los problemas ocasionados por un crecimiento previo que no veía confirmación segura en el marco del sistema tardofeudal. Ante esta evidencia, los pensadores económicos españoles empezaron a variar posiciones buscando en otras doctrinas las soluciones prácticas. Así comenzaron anotarse paulatinamente las influencias de la fisiocracia primero y del liberalismo después. La fisocracia fue la doctrina económica que preponderó entre los políticos franceses de la segunda mitad del Setecientos. Su ideario central consistía en creer en un orden natural organizado por las leyes físicas que posibilitaban que la naturaleza no consumiera más de lo que producía, permitiendo así la existencia de un excedente neto a distribuir entre las diferentes clases sociales . Este sobrante se conseguía aumentar a través de grandes explotaciones y debía tener a su vez una libre circulación para mantener vivo el cuerpo social. La producción agrícola adquiría así un carácter prioritario que llevaba a los fisiócratas a reclamar una mejor preparación de los agricultores, a demandar una ley agraria general, a pedir la formación de un impuesto único y a exigir la implantación del comercio libre.
A pesar del relativo afrancesamiento de la cultura española, la fisiocracia tuvo una implantación muy relativa al no conseguir más que una difusa influencia en algunos de los autores más afamados del siglo que nunca llegaron a admitir el conjunto de la doctrina. De todas maneras, la fisiocracia tuvo que medir sus fuerzas con los nuevos aires liberales que empezaban a recorrer algunos países de Europa, especialmente Inglaterra. En efecto, la obra de Adam Smith tuvo en España una tardía pero eficaz acogida. Primero con timidez y vacilación en los trabajos de Valentín de Foronda o Francisco Cabarrús y luego más decididamente en pensadores de la talla de Vicente Alcalá Galiano o el propio Jovellanos . En realidad, con variados matices, todo ellos creían en la libre iniciativa privada y en el interés individual como principios centrales de la acción económica, siendo el Estado una institución que debía únicamente tratar de evitar las trabas que pudieran oponerse al pleno desarrollo del individuo y sus necesidades. Estos planteamientos fueron llevando a los liberales a posturas cada vez más críticas respecto al sistema social y al orden político de la monarquía absoluta. Las objeciones aparecieron con toda nitidez en el marco de la crisis finisecular, cuando quedaron patentes los límites y contradicciones del feudalismo tardío en su fase final. Hasta entonces, el absolutismo ilustrado había resultado un marco político generalmente aceptado, puesto que al menos había garantizado secularmente un cierto crecimiento económico y una modesta pero perceptible mejora en las condiciones de vida de una parte importante de los españoles en medio de una relativa pero aceptable paz social.