El hambre y las enfermedades que los mexicanos pasaban con mucho ánimo
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Desarrollo
El hambre y las enfermedades que los mexicanos pasaban con mucho ánimo Dos mexicanos, hombres de poca manera, se escaparon de noche, de puro hambrientos, y se vinieron al real de Cortés; los cuales dijeron que sus vecinos estaban muy amedrentados, muertos de hambre y dolencias, y que amontonaban los muertos en las casas por encubrirlos, y que salían por las noches a pescar entre las casas y a donde no les cogiesen los bergantines, y a buscar leña y coger hierbas y raíces que comer. Cortés quiso saber aquello con más seguridad. Hizo que los bergantines rodeasen la ciudad, y él, con unos quince de a caballo y cien peones españoles y muchos indios amigos, fue allá antes de que amaneciese, se metió tras unas casas, y puso espías que le avisasen con cierta señal cuando hubiese gente. Cuando fue de día, comenzó a salir mucha gente a buscar de comer. Salió Cortés, por la señal que tuvo, e hizo gran matanza en ellos, puesto que la mayoría eran mujeres y muchachos, y los hombres iban casi desarmados. Murieron allí ochocientos. Los bergantines tomaron también muchos hombres y barcos pescando. Sintieron el ruido los centinelas de la ciudad; mas los vecinos, espantados de ver andar por allí españoles a hora desacostumbrada, se temieron otra emboscada y no pelearon. Al día siguiente, que era víspera de Santiago, patrón de España, entró Cortés a combatir como solía la ciudad. Acabó de tomar la calle de Tlacopan, y quemó las casas de Cuahutimoccín, que eran grandes y fuertes y estaban cercadas de agua.
Ya con esto estaban, de cuatro partes de México, ganadas tres de ellas, y se podía ir con seguridad del campamento de Cortés al de Albarado. Como se derribaban o quemaban todas las casas de lo ganado, decían aquellos mexicanos a los de Tlaxcallan y a los de los otros pueblos: "Así, así, daos prisa; quemad y asolad bien esas casas; que vosotros las volveréis a hacer, mal que os pese, a vuestra costa y trabajo; porque si somos vencedores, las haréis para nosotros, y si vencidos, para los españoles". De allí a cuatro días entró Cortés por su parte y Albarado por la suya; el cual trabajó lo posible por tomar dos torres del Tlatelulco, para estrechar a los enemigos por su estancia, como hacía su capitán; hizo, en fin, tanto, que las tomó, aunque perdió tres caballos. Al otro día se paseaban los de a caballo por la plaza, y los enemigos miraban desde las azoteas. Andando por la ciudad hallaron montones de cuerpos por las casas y calles y en el agua, y muchas cortezas y raíces de árboles roídos, y a los hombres tan flacos y amarillos, que dieron lástima a nuestros españoles. Cortés les movió partido. Ellos, aunque flacos de cuerpo, estaban recios de corazón, y le respondieron que no hablase de amistad ni esperase despojo ninguno de ellos, porque habían de quemar todo lo que tenían, o echarlo al agua, donde nunca pareciese, y que uno solo de ellos quedase y había de morir peleando. Faltaba ya la pólvora, aunque sobraban las saetas y picas, ya que se hacían todos los días; y para dañar, o al menos espantar a los enemigos, se hizo un trabuco y se puso en el teatro de la plaza, con el cual nuestros indios amenazaban mucho a los de la ciudad.
No lo acertaron a hacer los carpinteros, y así no aprovechó. Los españoles disimularon con que no querían hacer más daño de lo hecho. Como habían estado cuatro días ocupados en hacer el trabuco, no habían entrado a combatir la ciudad, y cuando después entraron, hallaron llenas las calles de mujeres, niños, viejos y otros hombres mezquinos que se traspasaban de hambre y enfermedad. Mandó Cortés a los suyos no hiciesen mal a personas tan miserables. La gente principal y sana estaba en las azoteas sin armas y con mantas, cosa nueva y que causó admiración. Creo que guardaban fiesta. Les requirió con la paz; respondieron con disimulos. Al día siguiente dijo Cortés a Pedro de Albarado que combatiese un barrio de unas mil casas, que estaba por ganar, y que él ayudaría por la otra parte. Los vecinos se defendieron muy bien un gran rato; mas al cabo huyeron, no pudiendo sufrir la furia y prisa de los contrarios. Los nuestros tomaron todo aquel barrio, y mataron doce mil ciudadanos. Hubo tanta mortandad porque anduvieron tan crueles y encarnizados los indios nuestros amigos, que a ningún mexicano daban vida, por más reprendidos que fueron. Quedaron tan arrinconados al perder este barrio, que apenas cabían en pie en las casas que tenían, y estaban las calles tan llenas de muertos y enfermos, que no podían pisar sino en cuerpos. Cortés quiso ver lo que tenía por ganar de la ciudad; se subió a una torre, miró, y le pareció que una octava parte. Al otro día volvió a combatir lo que le quedaba.
Mandó a todos los suyos que no matasen sino al que se defendiese. Los de México, llorando su desventura, rogaban a los españoles que los acabasen de matar, y algunos caballeros llamaron a Cortés con mucha prisa. Él fue corriendo allí, pensando que era para tratar de algún acuerdo. Se puso a la orilla de un puente, y te dijeron: "¡Ah, capitán Cortés!, pues eres hijo del Sol, ¿por qué no acabas con él que nos acabe? ¡Oh Sol!, que puedes dar vuelta al mundo en tan breve espacio de tiempo como es un día con su noche, mátanos ya, y sácanos de tanto y tan largo penar; que deseamos la muerte para ir a descansar con Quetzalcouatlh, que nos está esperando". Tras esto lloraban y llamaban a sus dioses a grandes voces. Cortés les respondió lo que te pareció, mas no pudo convencerlos. Gran compasión les tenían nuestros españoles.
Ya con esto estaban, de cuatro partes de México, ganadas tres de ellas, y se podía ir con seguridad del campamento de Cortés al de Albarado. Como se derribaban o quemaban todas las casas de lo ganado, decían aquellos mexicanos a los de Tlaxcallan y a los de los otros pueblos: "Así, así, daos prisa; quemad y asolad bien esas casas; que vosotros las volveréis a hacer, mal que os pese, a vuestra costa y trabajo; porque si somos vencedores, las haréis para nosotros, y si vencidos, para los españoles". De allí a cuatro días entró Cortés por su parte y Albarado por la suya; el cual trabajó lo posible por tomar dos torres del Tlatelulco, para estrechar a los enemigos por su estancia, como hacía su capitán; hizo, en fin, tanto, que las tomó, aunque perdió tres caballos. Al otro día se paseaban los de a caballo por la plaza, y los enemigos miraban desde las azoteas. Andando por la ciudad hallaron montones de cuerpos por las casas y calles y en el agua, y muchas cortezas y raíces de árboles roídos, y a los hombres tan flacos y amarillos, que dieron lástima a nuestros españoles. Cortés les movió partido. Ellos, aunque flacos de cuerpo, estaban recios de corazón, y le respondieron que no hablase de amistad ni esperase despojo ninguno de ellos, porque habían de quemar todo lo que tenían, o echarlo al agua, donde nunca pareciese, y que uno solo de ellos quedase y había de morir peleando. Faltaba ya la pólvora, aunque sobraban las saetas y picas, ya que se hacían todos los días; y para dañar, o al menos espantar a los enemigos, se hizo un trabuco y se puso en el teatro de la plaza, con el cual nuestros indios amenazaban mucho a los de la ciudad.
No lo acertaron a hacer los carpinteros, y así no aprovechó. Los españoles disimularon con que no querían hacer más daño de lo hecho. Como habían estado cuatro días ocupados en hacer el trabuco, no habían entrado a combatir la ciudad, y cuando después entraron, hallaron llenas las calles de mujeres, niños, viejos y otros hombres mezquinos que se traspasaban de hambre y enfermedad. Mandó Cortés a los suyos no hiciesen mal a personas tan miserables. La gente principal y sana estaba en las azoteas sin armas y con mantas, cosa nueva y que causó admiración. Creo que guardaban fiesta. Les requirió con la paz; respondieron con disimulos. Al día siguiente dijo Cortés a Pedro de Albarado que combatiese un barrio de unas mil casas, que estaba por ganar, y que él ayudaría por la otra parte. Los vecinos se defendieron muy bien un gran rato; mas al cabo huyeron, no pudiendo sufrir la furia y prisa de los contrarios. Los nuestros tomaron todo aquel barrio, y mataron doce mil ciudadanos. Hubo tanta mortandad porque anduvieron tan crueles y encarnizados los indios nuestros amigos, que a ningún mexicano daban vida, por más reprendidos que fueron. Quedaron tan arrinconados al perder este barrio, que apenas cabían en pie en las casas que tenían, y estaban las calles tan llenas de muertos y enfermos, que no podían pisar sino en cuerpos. Cortés quiso ver lo que tenía por ganar de la ciudad; se subió a una torre, miró, y le pareció que una octava parte. Al otro día volvió a combatir lo que le quedaba.
Mandó a todos los suyos que no matasen sino al que se defendiese. Los de México, llorando su desventura, rogaban a los españoles que los acabasen de matar, y algunos caballeros llamaron a Cortés con mucha prisa. Él fue corriendo allí, pensando que era para tratar de algún acuerdo. Se puso a la orilla de un puente, y te dijeron: "¡Ah, capitán Cortés!, pues eres hijo del Sol, ¿por qué no acabas con él que nos acabe? ¡Oh Sol!, que puedes dar vuelta al mundo en tan breve espacio de tiempo como es un día con su noche, mátanos ya, y sácanos de tanto y tan largo penar; que deseamos la muerte para ir a descansar con Quetzalcouatlh, que nos está esperando". Tras esto lloraban y llamaban a sus dioses a grandes voces. Cortés les respondió lo que te pareció, mas no pudo convencerlos. Gran compasión les tenían nuestros españoles.