El Chilam Balam de Chumayel
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El Chilam Balam de Chumayel El texto que publicamos en este volumen puede ser considerado el más importante de los que redactaron los mayas de Yucatán después de la conquista, aunque siempre cabe la posibilidad de que un día aparezca en cualquier remoto poblado o en los polvorientos anaqueles de un convento algún otro todavía superior. Es un extenso compendio de historia y etnografía, resume el juicio y los intereses espirituales de los hombres doctos de la época colonial, constituye con toda probabilidad el horizonte del saber maya de toda una era. La información que proporciona es rica y compleja, el lenguaje y las construcciones idiomáticas que contiene están llenos de dificultades -tanto para los lingüistas como para los mismos indígenas actuales-, y la cantidad de referencias, oscuras, esotéricas, de un sutil misticismo o de una profunda religiosidad con resonancias ancestrales, es abrumadora. No hay duda que el estudio minucioso de sus páginas, cada paso que se avanza en la comprensión de su significado, toda palabra traducida por fin con justicia, nos acerca decididamente a la antigua mentalidad, a la cultura que sucumbió a mediados del siglo XVI. Por la virtud de un esfuerzo semejante la esplendorosa civilización de Tikal o de Uxmal se hace vulnerable a nuestra inteligencia, no transparente, que es empeño sin esperanza, pero sí recupera el nervio de la vida social y la traza de una forma de pensar extraña y distante, cuyos signos parecen ahora, sin embargo, muy humanos.
Si algunos fragmentos de los libros de Chilam Balam son transcripciones a la escritura europea de los textos jeroglíficos prehispánicos, es en el manuscrito de Chumayel donde se concentran indudablemente en mayor proporción, y el lector apreciará el aire arcaico de ciertos capítulos. Aunque toda la obra está cruzada por frases enigmáticas o aparentemente absurdas, es en esas secciones que conservan doctrinas y creencias nacidas en la noche de los tiempos donde la lectura se hace penosa y el sentido de las oraciones desaparece en un mar de símbolos y metáforas. Debemos tener siempre presente que se trata de un libro sagrado de una cultura lejana, que encierra intenciones semejantes a las que guiaron el cálamo o la herramienta de los escribas de los féretros egipcios, de los sacerdotes tibetanos o de los encargados de preparar las tablillas religiosas sumerias. El manuscrito de Chumayel es un pequeño volumen en cuarto que parece haber tenido cincuenta y ocho hojas numeradas, aunque sólo hay ciento siete páginas escritas en la reproducción hecha por la Universidad de Pennsylvania. Las hojas 1, 50 y 55 se han perdido, y las otras que faltan pueden haber estado en blanco; en la cubierta de piel hay un agujero producido por el fuego. Posiblemente la fecha de la redacción es el año 1782, pero el estilo corresponde mejor al siglo anterior, lo que significa que el escriba tuvo quizá fuentes de inspiración más tempranas. Esa persona fue, según han deducido varios investigadores de la propia información del manuscrito, Juan José Hoil, quien estampó su firma tras una anotación en el mismo tipo de letra que el resto del libro y al lado de la datación citada, 20 de enero de 1782.
Únicamente escasas interpolaciones posteriores rompen tal unidad, por ejemplo, de un sacerdote o sacristán llamado Justo Balam, que inscribió dos bautizos llevados a cabo en 1832 y 1833. Cinco años después Pedro de Alcántara Briceño escribió en la misma página que había obtenido el cuaderno por la suma de un peso, tal vez de las manos de Diego Hoil, hijo del compilador. Entre 1858 y 1868 fue adquirido a su vez por Audomaro Molina, el cual comunicaba hacia 1910 al erudito yucateco Juan Martínez Hernández que lo había cedido al obispo Crescencio Carrillo y Ancona. Cuando ya estaba en posesión del famoso prelado, por el año 1868, el incansable lingüista Carl Hermann Berendt hizo una copia del Chilam Balam de Chumayel, y el arqueólogo Teobert Maler, la primera reproducción fotográfica en 1887. Al morir el obispo, diez años más tarde, el libro pasó a poder de su albacea, J. R. Figueroa y, merced a la intercesión de Molina, fue prestado en 1910 a George B. Gordon, director del Museo de la Universidad de Pennsylvania, que lo fotografió de nuevo ese mismo año. El original fue devuelto a Figueroa, en cuya casa pudo verlo el mayista Sylvanus Morley en 1913, pero una vez fallecido aquél y expropiado el libro, lo depositaron en la Biblioteca Cepeda de Mérida, en 1915, de donde, según dijimos antes, fue sustraído junto a otros valiosos documentos. Morley revisó los fondos de la biblioteca en 1918 y difundió la triste noticia; al publicar su monumental trabajo sobre las inscripciones jeroglíficas de Copán, no pudo por menos que deplorar el destino del manuscrito, aunque juzgase también providencial la existencia de las copias fidelísimas conseguidas en las décadas anteriores.
Lo que entonces no sabía Morley es que mucho tiempo después le sería ofrecido el libro por la suma de cinco mil dólares, cantidad inferior a la que reclamaron los ladrones en 1938 cuando apareció a la venta en Estados Unidos. Pero ni los siete mil primeros, ni los cinco mil que pidieron al célebre epigrafista, fueron pagados por nadie -que se sepa, claro está- y el Chilam Balam de Chumayel continúa casi perdido para el público y los especialistas en el día de hoy. Decimos casi perdido porque David Bolles, en un reciente trabajo sobre la literatura maya posterior a la conquista, afirma tener noticias de que el manuscrito se encuentra actualmente en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. De los negativos de Maler se había sacado además otro juego completo de fotografías que fue a parar por intermedio de Eduard Seler a la colección de William Gates. Las fotografías de Gordon constituyeron una excelente edición facsimilar, con nota previa del propio director del University Museum, que apareció en Filadelfia el año 1913 y que ha sido utilizada ampliamente por nosotros. Chumayel es un poblado cercano a Teabo y a unos veinticinco kilómetros al norte de Oxkutzcab, es decir, situado en la mitad occidental del moderno Estado de Yucatán. El nombre es poético y misterioso, pues se traduce lo mismo por el perfume del chum que haciendo referencia a la pezuña de los animales (may) o al principio y origen de las cosas (chun), incluso a la flauta y el acto de tañerla (chul).
Como todo ello posee ciertas connotaciones esotéricas -may es denominación ritual del venado, mamífero sagrado de la mitología- es probable que este lugar, perteneciente a la vieja provincia prehispánica de Maní, tuviera en el pasado especial importancia religiosa. Ralph L. Roys, uno de los traductores del texto maya, hizo indagaciones en Chumayel buscando a los descendientes de Juan José Hoil, y pudo reconstruir con bastante detalle la línea masculina desde 1782 hasta 1928, año en que entrevistó a Miguel Hoil -cuyo oficio, curiosamente, era el de vigilante en las ruinas de Uxmal-; ello le condujo a comprobar el rango destacado de los varones de la familia en los tiempos de la redacción del Chilam Balam, y a concluir que Diego Hoil, cura en el suburbio meridense de San Cristóbal, fue quien vendió el documento a Briceño en 183825. Partes del Chumayel han sido traducidas a distintos idiomas y publicadas desde 1868 -realmente desde 1633, si tenemos en cuenta que Bernardo de Lizana agregó a su Historia de Yucatán las conocidas profecías que aparecen en varios Chilam Balam-, pero existen sólo dos versiones completas, que nosotros conozcamos (aunque se anuncia una más de publicación inminente en México), una en castellano, la primera, preparada por Antonio Mediz Bolio, escritor y filólogo yucateco, y editada en San José de Costa Rica el año 1930 (que ha tenido sucesivas reediciones más modestas en la Universidad Nacional Autónoma de México a partir de 1941), y otra en inglés, la de Ralph L.
Roys ya mencionada, que apareció en Washington el año 1933 (y que también ha sido reimpresa por la Universidad de Oklahoma desde 1967). La edición española que nosotros presentamos ahora toma como punto de partida la de Mediz Bolio, respetando su sistema de puntuación y el empleo de cursivas, pero ese texto, que muchos autores califican de excesivamente libre y poético, ha sido sometido a revisión, especialmente por los lingüistas yucatecos de la Academia de la Lengua Maya -cuya sede radica en Mérida, capital de Yucatán- Ramón Bastarrachea Manzano y Domingo Dzul Poot, quienes lo han cotejado pacientemente con el original y han corregido numerosos errores, y también por el autor de esta introducción, que se ha apoyado en comentarios filológicos de distintos expertos y en su conocimiento del idioma y la cultura mayas. La edición de Ralph Roys fue objeto de una severa crítica del investigador Alfredo Barrera Vásquez, en la que se demostraban no sólo sus insuficiencias y errores sino también los problemas básicos que entraña una labor de esta clase y los requisitos mínimos para emprenderla con ciertas garantías. El mismo Barrera Vásquez, con Silvia Rendón, puso su método en práctica algo más tarde para realizar un cotejo sistemático de las secciones comunes a los diferentes libros de Chilam Balam, y obtuvo una plausible reconstrucción que, por desgracia, no contó paralelamente con los abundantes comentarios y notas que se pueden exigir y que todo estudioso necesita26.
La situación hoy es complicada para cualquier interesado en esta fuente antropológica, pues resulta rarísimo que haya un fragmento de las diferentes traducciones del Chumayel que coincida con las demás, y las discordancias son a veces notablemente aparatosas. Como vemos, las dificultades que encierra la traducción del Chilam Balam de Chumayel son innumerables, primero debido a la naturaleza misma del manuscrito, compuesto de retazos y breves anotaciones, que debían sugerir o recordar al lector maya versado en la cultura ancestral las ideas, plegarias, rituales o mitos, pero que no formaban en absoluto verdaderos relatos, tratados completos y extensas formulaciones. Al igual que sucedía con los analtés prehispánicos, el Chumayel, y todos los escritos de su género, pretendían servir de ayuda al oficiante o predicador, quien seguramente los miraba por encima para hallar la guía de las ceremonias o los discursos. El estilo oscuro o hermético, característico de cualquier libro religioso perteneciente a civilizaciones exóticas, se hace aquí por tanto todavía más intrincado. También sucede que el amanuense omitió los signos de puntuación habituales, y, aunque existen algunas marcas dispuestas regularmente con semejante fin, se convierte en ardua tarea decidir dónde empiezan y terminan frases y párrafos, incluso palabras, y de ello se resiente el sentido del texto, pues en el idioma de Yucatán, rico en términos polisémicos, tales distingos son sustanciales a la hora de elegir entre muy diversas acepciones.
Y por si fuera poco, ese idioma se plasma en una grafía prestada, cuyo uso en los albores de la colonia era -según diríamos hoy- meramente experimental, y que resultaba aún engorrosa en el siglo XVIII para las gentes letradas que no hubieran pasado largos años en las escuelas de los frailes o sirviendo en las instituciones administrativas españolas. De hecho, los propios franciscanos interesados en transcribir catecismos y doctrinas a la lengua autóctona tuvieron que adoptar soluciones convencionales, y por ende controvertidas y transitorias, a los graves problemas que encontraban cuando caligrafiaban los sonidos de la pronunciación maya; lengua y formas de expresión que han cambiado bastante desde 1540 hasta la época actual. Todos esos inconvenientes paleográficos y lingüísticos convierten el ensayo de traducción en obvia labor de interpretación, y casi de desciframiento si pensamos en el mal estado del manuscrito, y obligan a ser flexibles en el juicio de las diferentes versiones probables, eliminando opciones antes por respeto a la congruencia cultural que por dudosas ortodoxias semánticas.
Si algunos fragmentos de los libros de Chilam Balam son transcripciones a la escritura europea de los textos jeroglíficos prehispánicos, es en el manuscrito de Chumayel donde se concentran indudablemente en mayor proporción, y el lector apreciará el aire arcaico de ciertos capítulos. Aunque toda la obra está cruzada por frases enigmáticas o aparentemente absurdas, es en esas secciones que conservan doctrinas y creencias nacidas en la noche de los tiempos donde la lectura se hace penosa y el sentido de las oraciones desaparece en un mar de símbolos y metáforas. Debemos tener siempre presente que se trata de un libro sagrado de una cultura lejana, que encierra intenciones semejantes a las que guiaron el cálamo o la herramienta de los escribas de los féretros egipcios, de los sacerdotes tibetanos o de los encargados de preparar las tablillas religiosas sumerias. El manuscrito de Chumayel es un pequeño volumen en cuarto que parece haber tenido cincuenta y ocho hojas numeradas, aunque sólo hay ciento siete páginas escritas en la reproducción hecha por la Universidad de Pennsylvania. Las hojas 1, 50 y 55 se han perdido, y las otras que faltan pueden haber estado en blanco; en la cubierta de piel hay un agujero producido por el fuego. Posiblemente la fecha de la redacción es el año 1782, pero el estilo corresponde mejor al siglo anterior, lo que significa que el escriba tuvo quizá fuentes de inspiración más tempranas. Esa persona fue, según han deducido varios investigadores de la propia información del manuscrito, Juan José Hoil, quien estampó su firma tras una anotación en el mismo tipo de letra que el resto del libro y al lado de la datación citada, 20 de enero de 1782.
Únicamente escasas interpolaciones posteriores rompen tal unidad, por ejemplo, de un sacerdote o sacristán llamado Justo Balam, que inscribió dos bautizos llevados a cabo en 1832 y 1833. Cinco años después Pedro de Alcántara Briceño escribió en la misma página que había obtenido el cuaderno por la suma de un peso, tal vez de las manos de Diego Hoil, hijo del compilador. Entre 1858 y 1868 fue adquirido a su vez por Audomaro Molina, el cual comunicaba hacia 1910 al erudito yucateco Juan Martínez Hernández que lo había cedido al obispo Crescencio Carrillo y Ancona. Cuando ya estaba en posesión del famoso prelado, por el año 1868, el incansable lingüista Carl Hermann Berendt hizo una copia del Chilam Balam de Chumayel, y el arqueólogo Teobert Maler, la primera reproducción fotográfica en 1887. Al morir el obispo, diez años más tarde, el libro pasó a poder de su albacea, J. R. Figueroa y, merced a la intercesión de Molina, fue prestado en 1910 a George B. Gordon, director del Museo de la Universidad de Pennsylvania, que lo fotografió de nuevo ese mismo año. El original fue devuelto a Figueroa, en cuya casa pudo verlo el mayista Sylvanus Morley en 1913, pero una vez fallecido aquél y expropiado el libro, lo depositaron en la Biblioteca Cepeda de Mérida, en 1915, de donde, según dijimos antes, fue sustraído junto a otros valiosos documentos. Morley revisó los fondos de la biblioteca en 1918 y difundió la triste noticia; al publicar su monumental trabajo sobre las inscripciones jeroglíficas de Copán, no pudo por menos que deplorar el destino del manuscrito, aunque juzgase también providencial la existencia de las copias fidelísimas conseguidas en las décadas anteriores.
Lo que entonces no sabía Morley es que mucho tiempo después le sería ofrecido el libro por la suma de cinco mil dólares, cantidad inferior a la que reclamaron los ladrones en 1938 cuando apareció a la venta en Estados Unidos. Pero ni los siete mil primeros, ni los cinco mil que pidieron al célebre epigrafista, fueron pagados por nadie -que se sepa, claro está- y el Chilam Balam de Chumayel continúa casi perdido para el público y los especialistas en el día de hoy. Decimos casi perdido porque David Bolles, en un reciente trabajo sobre la literatura maya posterior a la conquista, afirma tener noticias de que el manuscrito se encuentra actualmente en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. De los negativos de Maler se había sacado además otro juego completo de fotografías que fue a parar por intermedio de Eduard Seler a la colección de William Gates. Las fotografías de Gordon constituyeron una excelente edición facsimilar, con nota previa del propio director del University Museum, que apareció en Filadelfia el año 1913 y que ha sido utilizada ampliamente por nosotros. Chumayel es un poblado cercano a Teabo y a unos veinticinco kilómetros al norte de Oxkutzcab, es decir, situado en la mitad occidental del moderno Estado de Yucatán. El nombre es poético y misterioso, pues se traduce lo mismo por el perfume del chum que haciendo referencia a la pezuña de los animales (may) o al principio y origen de las cosas (chun), incluso a la flauta y el acto de tañerla (chul).
Como todo ello posee ciertas connotaciones esotéricas -may es denominación ritual del venado, mamífero sagrado de la mitología- es probable que este lugar, perteneciente a la vieja provincia prehispánica de Maní, tuviera en el pasado especial importancia religiosa. Ralph L. Roys, uno de los traductores del texto maya, hizo indagaciones en Chumayel buscando a los descendientes de Juan José Hoil, y pudo reconstruir con bastante detalle la línea masculina desde 1782 hasta 1928, año en que entrevistó a Miguel Hoil -cuyo oficio, curiosamente, era el de vigilante en las ruinas de Uxmal-; ello le condujo a comprobar el rango destacado de los varones de la familia en los tiempos de la redacción del Chilam Balam, y a concluir que Diego Hoil, cura en el suburbio meridense de San Cristóbal, fue quien vendió el documento a Briceño en 183825. Partes del Chumayel han sido traducidas a distintos idiomas y publicadas desde 1868 -realmente desde 1633, si tenemos en cuenta que Bernardo de Lizana agregó a su Historia de Yucatán las conocidas profecías que aparecen en varios Chilam Balam-, pero existen sólo dos versiones completas, que nosotros conozcamos (aunque se anuncia una más de publicación inminente en México), una en castellano, la primera, preparada por Antonio Mediz Bolio, escritor y filólogo yucateco, y editada en San José de Costa Rica el año 1930 (que ha tenido sucesivas reediciones más modestas en la Universidad Nacional Autónoma de México a partir de 1941), y otra en inglés, la de Ralph L.
Roys ya mencionada, que apareció en Washington el año 1933 (y que también ha sido reimpresa por la Universidad de Oklahoma desde 1967). La edición española que nosotros presentamos ahora toma como punto de partida la de Mediz Bolio, respetando su sistema de puntuación y el empleo de cursivas, pero ese texto, que muchos autores califican de excesivamente libre y poético, ha sido sometido a revisión, especialmente por los lingüistas yucatecos de la Academia de la Lengua Maya -cuya sede radica en Mérida, capital de Yucatán- Ramón Bastarrachea Manzano y Domingo Dzul Poot, quienes lo han cotejado pacientemente con el original y han corregido numerosos errores, y también por el autor de esta introducción, que se ha apoyado en comentarios filológicos de distintos expertos y en su conocimiento del idioma y la cultura mayas. La edición de Ralph Roys fue objeto de una severa crítica del investigador Alfredo Barrera Vásquez, en la que se demostraban no sólo sus insuficiencias y errores sino también los problemas básicos que entraña una labor de esta clase y los requisitos mínimos para emprenderla con ciertas garantías. El mismo Barrera Vásquez, con Silvia Rendón, puso su método en práctica algo más tarde para realizar un cotejo sistemático de las secciones comunes a los diferentes libros de Chilam Balam, y obtuvo una plausible reconstrucción que, por desgracia, no contó paralelamente con los abundantes comentarios y notas que se pueden exigir y que todo estudioso necesita26.
La situación hoy es complicada para cualquier interesado en esta fuente antropológica, pues resulta rarísimo que haya un fragmento de las diferentes traducciones del Chumayel que coincida con las demás, y las discordancias son a veces notablemente aparatosas. Como vemos, las dificultades que encierra la traducción del Chilam Balam de Chumayel son innumerables, primero debido a la naturaleza misma del manuscrito, compuesto de retazos y breves anotaciones, que debían sugerir o recordar al lector maya versado en la cultura ancestral las ideas, plegarias, rituales o mitos, pero que no formaban en absoluto verdaderos relatos, tratados completos y extensas formulaciones. Al igual que sucedía con los analtés prehispánicos, el Chumayel, y todos los escritos de su género, pretendían servir de ayuda al oficiante o predicador, quien seguramente los miraba por encima para hallar la guía de las ceremonias o los discursos. El estilo oscuro o hermético, característico de cualquier libro religioso perteneciente a civilizaciones exóticas, se hace aquí por tanto todavía más intrincado. También sucede que el amanuense omitió los signos de puntuación habituales, y, aunque existen algunas marcas dispuestas regularmente con semejante fin, se convierte en ardua tarea decidir dónde empiezan y terminan frases y párrafos, incluso palabras, y de ello se resiente el sentido del texto, pues en el idioma de Yucatán, rico en términos polisémicos, tales distingos son sustanciales a la hora de elegir entre muy diversas acepciones.
Y por si fuera poco, ese idioma se plasma en una grafía prestada, cuyo uso en los albores de la colonia era -según diríamos hoy- meramente experimental, y que resultaba aún engorrosa en el siglo XVIII para las gentes letradas que no hubieran pasado largos años en las escuelas de los frailes o sirviendo en las instituciones administrativas españolas. De hecho, los propios franciscanos interesados en transcribir catecismos y doctrinas a la lengua autóctona tuvieron que adoptar soluciones convencionales, y por ende controvertidas y transitorias, a los graves problemas que encontraban cuando caligrafiaban los sonidos de la pronunciación maya; lengua y formas de expresión que han cambiado bastante desde 1540 hasta la época actual. Todos esos inconvenientes paleográficos y lingüísticos convierten el ensayo de traducción en obvia labor de interpretación, y casi de desciframiento si pensamos en el mal estado del manuscrito, y obligan a ser flexibles en el juicio de las diferentes versiones probables, eliminando opciones antes por respeto a la congruencia cultural que por dudosas ortodoxias semánticas.