El ascenso de la nobleza
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Datos principales
Rango
Castilla Baja Edad Media
Desarrollo
Las donaciones efectuadas por los monarcas de la dinastía Trastámara a la nobleza constituyen, en opinión del historiador S. de Moxó, la más caudalosa fuente de señoríos de Castilla. Sin duda antes de 1369 había en Castilla abundantes señoríos, pero después de esa fecha se produjo una auténtica marea señorializadora, de la que fue beneficiaria la alta nobleza. Claro que la victoria de los poderosos significaba, simultáneamente, el retroceso del común, pues, como indicó C. Sánchez Albornoz, tras el triunfo de la facción enriqueña y nobiliaria después de Montiel (1369), las masas populares tuvieron que sufrir las consecuencias de su vencimiento. A Enrique II se le denomina el de las mercedes por la gran cantidad de donaciones que hizo a la nobleza. Pero el proceso por él iniciado continuó en tiempos de sus sucesores. El fracaso castellano en Aljubarrota , por ejemplo, supuso la instalación en Castilla, ricamente dotados, de diversos linajes nobiliarios lusitanos, como el de los Pimentel. En el siglo XV, Juan II y Enrique IV , particularmente este último, hicieron asimismo importantes concesiones a los poderosos. Ahora bien, el grupo social beneficiario de esas mercedes, la alta nobleza, experimentó en el transcurso del siglo XIV importantes cambios. Algunos linajes de la vieja nobleza, como los Lara, los Haro, los Castro o los Meneses, desaparecieron, ante todo por causas biológicas.
Otros, en cambio, subsistieron, algunos debilitados, como los Manuel, otros renovados, como los Girón, otros, en fin, plenamente integrados en la nobleza de servicio creada por los Trastámaras, como los Mendoza, los Guzmán o los Manrique. Pero quizá lo más significativo del proceso en cuestión fue la llegada a las filas de la ricahombría de nuevas familias nobiliarias, estrechamente ligadas a la nueva dinastía. Esta nueva nobleza puede ser ejemplificada en familias como los Velasco o los Alvarez de Toledo, o, por mencionar linajes de origen foráneo, los citados Pimentel. En definitiva, tal y como señalara en su día S. de Moxó, se había producido en los reinos de Castilla y León el paso de la nobleza vieja a la nobleza nueva. Al concluir el siglo XIV la Corona de Castilla estaba salpicada, de Norte a Sur y de Este a Oeste, por un rosario de grandes estados señoriales. En ellos funcionaba, al servicio del señor correspondiente, un aparato de Estado que reproducía, ciertamente a otra escala, el de la propia monarquía. Los señores gozaban de facultades jurisdiccionales, cobraban rentas de muy diversa índole, algunas de origen regaliano, ejercían monopolios diversos y, en general, aprovechaban cualquier resquicio para obtener beneficios en su provecho. En ocasiones acudían a métodos violentos, lo que explica que se haya hablado de ellos como los malhechores feudales. Los castillos, utilizados cada vez más como residencias palaciegas, eran el símbolo de su poder, pero también de su dominio sobre los vasallos de las tierras circundantes.
Hagamos un rápido recorrido por el territorio de la Corona de Castilla con el fin de trazar, a grandes rasgos, su "geografía señorial". En Galicia, destacaban los linajes de los Osorio y los Andrade. En la Meseta Norte brillaban a gran altura los señoríos de los Fernández de Velasco, en tierras burgalesas; los Manrique, en el ámbito palentino; los Pimentel, en torno a Benavente; los Enríquez, señores de Medina de Rioseco; los Alvarez de Toledo, en la vertiente septentrional del Sistema Central y los Bearne-Cerda, señores de Medinaceli. En la Meseta Sur, tierras por excelencia de las Ordenes Militares, se establecieron los Estúñiga, en la zona occidental, y los Mendoza, en la zona de Guadalajara. En el reino de Murcia la familia más pujante era la de los Fajardo. Los Guzmán y los Ponce de León destacaban entre la alta nobleza de la Andalucía Bética. Creció el número de los señoríos en poder de los ricos hombres en la época trastamarista. Pero sobre todo se produjo un cambio cualitativo en el carácter mismo de esos señoríos. Por de pronto, se trataba de señoríos plenos, lo que quiere decir que aunaban los dos rasgos básicos que definen a la institución: el referente al territorio sobre el que se proyectaban, es decir el elemento solariego, y el específicamente jurisdiccional. Es más, C. Estepa ha afirmado que el triunfo del señorío jurisdiccional se alcanzó precisamente en la época de los Trastámaras. Paralelamente, se generalizó el sistema del mayorazgo.
Ciertamente las concesiones que hiciera Enrique II por vía de mayorazgo tenían un claro límite, pues si fallaba la sucesión por línea directa los bienes donados por el rey a la nobleza tenían que retornar a la corona. Mas la ofensiva de los ricos hombres logró al final sus objetivos, al conseguir la supresión de dicha cláusula, lo que se acordó en las Cortes de Guadalajara, convocadas por Juan I en 1390. Si no había sucesión por línea directa podía acudirse a las líneas laterales. Así las cosas, estaba garantizada la transmisión, indivisa, de los grandes patrimonios nobiliarios. Por eso ha dicho el profesor B. Clavero, brillante estudioso del mayorazgo, que la implantación de la institución citada supuso la consolidación, en la Corona de Castilla, de la propiedad territorial feudal. Al fin y al cabo los estados señoriales constituidos en la Baja Edad Media han perdurado hasta la disolución del régimen señorial, en la primera mitad del siglo XIX. Por lo demás, los pomposos títulos que aún en nuestros días acompañan a la alta nobleza (duque de Medinasidonia, de Medinaceli, de Alba, del Infantado, de Benavente, etcétera) tienen también su génesis en la época trastamarista.
Otros, en cambio, subsistieron, algunos debilitados, como los Manuel, otros renovados, como los Girón, otros, en fin, plenamente integrados en la nobleza de servicio creada por los Trastámaras, como los Mendoza, los Guzmán o los Manrique. Pero quizá lo más significativo del proceso en cuestión fue la llegada a las filas de la ricahombría de nuevas familias nobiliarias, estrechamente ligadas a la nueva dinastía. Esta nueva nobleza puede ser ejemplificada en familias como los Velasco o los Alvarez de Toledo, o, por mencionar linajes de origen foráneo, los citados Pimentel. En definitiva, tal y como señalara en su día S. de Moxó, se había producido en los reinos de Castilla y León el paso de la nobleza vieja a la nobleza nueva. Al concluir el siglo XIV la Corona de Castilla estaba salpicada, de Norte a Sur y de Este a Oeste, por un rosario de grandes estados señoriales. En ellos funcionaba, al servicio del señor correspondiente, un aparato de Estado que reproducía, ciertamente a otra escala, el de la propia monarquía. Los señores gozaban de facultades jurisdiccionales, cobraban rentas de muy diversa índole, algunas de origen regaliano, ejercían monopolios diversos y, en general, aprovechaban cualquier resquicio para obtener beneficios en su provecho. En ocasiones acudían a métodos violentos, lo que explica que se haya hablado de ellos como los malhechores feudales. Los castillos, utilizados cada vez más como residencias palaciegas, eran el símbolo de su poder, pero también de su dominio sobre los vasallos de las tierras circundantes.
Hagamos un rápido recorrido por el territorio de la Corona de Castilla con el fin de trazar, a grandes rasgos, su "geografía señorial". En Galicia, destacaban los linajes de los Osorio y los Andrade. En la Meseta Norte brillaban a gran altura los señoríos de los Fernández de Velasco, en tierras burgalesas; los Manrique, en el ámbito palentino; los Pimentel, en torno a Benavente; los Enríquez, señores de Medina de Rioseco; los Alvarez de Toledo, en la vertiente septentrional del Sistema Central y los Bearne-Cerda, señores de Medinaceli. En la Meseta Sur, tierras por excelencia de las Ordenes Militares, se establecieron los Estúñiga, en la zona occidental, y los Mendoza, en la zona de Guadalajara. En el reino de Murcia la familia más pujante era la de los Fajardo. Los Guzmán y los Ponce de León destacaban entre la alta nobleza de la Andalucía Bética. Creció el número de los señoríos en poder de los ricos hombres en la época trastamarista. Pero sobre todo se produjo un cambio cualitativo en el carácter mismo de esos señoríos. Por de pronto, se trataba de señoríos plenos, lo que quiere decir que aunaban los dos rasgos básicos que definen a la institución: el referente al territorio sobre el que se proyectaban, es decir el elemento solariego, y el específicamente jurisdiccional. Es más, C. Estepa ha afirmado que el triunfo del señorío jurisdiccional se alcanzó precisamente en la época de los Trastámaras. Paralelamente, se generalizó el sistema del mayorazgo.
Ciertamente las concesiones que hiciera Enrique II por vía de mayorazgo tenían un claro límite, pues si fallaba la sucesión por línea directa los bienes donados por el rey a la nobleza tenían que retornar a la corona. Mas la ofensiva de los ricos hombres logró al final sus objetivos, al conseguir la supresión de dicha cláusula, lo que se acordó en las Cortes de Guadalajara, convocadas por Juan I en 1390. Si no había sucesión por línea directa podía acudirse a las líneas laterales. Así las cosas, estaba garantizada la transmisión, indivisa, de los grandes patrimonios nobiliarios. Por eso ha dicho el profesor B. Clavero, brillante estudioso del mayorazgo, que la implantación de la institución citada supuso la consolidación, en la Corona de Castilla, de la propiedad territorial feudal. Al fin y al cabo los estados señoriales constituidos en la Baja Edad Media han perdurado hasta la disolución del régimen señorial, en la primera mitad del siglo XIX. Por lo demás, los pomposos títulos que aún en nuestros días acompañan a la alta nobleza (duque de Medinasidonia, de Medinaceli, de Alba, del Infantado, de Benavente, etcétera) tienen también su génesis en la época trastamarista.