Donde se juntaron ciento cuarenta mil hombres contra Cortés
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Datos principales
Desarrollo
Donde se juntaron ciento cuarenta mil hombres contra Cortés Al día siguiente con el sol partió Cortés de allí con su escuadrón bien concertado, y en medio del fardaje y artillería, y cuando ya llegaban a un pequeño pueblo allí cerquita, tropezaron con los otros dos mensajeros de Cempoallan que fueron de Zaclotan, que venían llorando, y dijeron que los capitanes del ejército de Tlaxcallan los habían atado y guardado, pero que ellos se habían soltado y escapado aquella noche, porque los querían sacrificar luego en siendo de día, al dios de la victoria, y comérselos para dar buen comienzo a la guerra, y en señal que así tenían que hacer a los barbudos y a cuantos venían con ellos. Apenas acabaron de contar esto, cuando a menos de tiro de ballesta asomaron por detrás de un cerrillo unos mil indios muy bien armados, y llegaron con un alarido que subía hasta el cielo, a tirar dardos, piedras y saetas a los nuestros. Cortés les hizo muchas señales de paz para que no peleasen, y les habló por medio de los farautes, rogando y requiriéndoselo en forma ante escribano y testigos, como si hubiera de aprovechar o entendieran lo que era; y como cuanto más les decían, tanta más prisa se daban ellos en combatir, pensando desbaratarlos, o meterlos en juego para que los siguiesen hasta llevarlos a una celada de más de ochenta mil hombres, que les tenían preparada entre unas grandes quebradas de arroyos que atravesaban el camino y hacían mal paso, tomaron los nuestros las armas y dejaron las palabras; trabóse una animada contienda, porque aquellos mil eran tantos como los que de nuestra parte combatían, y diestros y valientes hombres, y situados en mejor lugar para pelear.
Duró muchas horas la batalla, y al cabo, o bien por cansados, o bien por meter a los enemigos en el garlito donde pensaban cogerlos a bragas enjutas, comenzaron a aflojar y a retirarse hacia los suyos, no desbaratados, sino cogidos. Los nuestros, encendidos en la pelea y matanza, que no fue chica, los siguieron con toda la gente y fardaje, y cuando menos se cataron, entraban en las acequias y quebradas, y entre una infinidad de indios armados que los aguardaban en ellas. No se pararon por no desordenarse, y las pasaron con mucho temor y trabajo, por la mucha prisa y guerra que los contrarios les daban; de los cuales hubo muchos que arremetieron a los de a caballo en aquellos malos pasos para quitarles las lanzas: tan atrevidos eran. Muchos españoles hubieran quedado allí perdidos, si no les hubiesen ayudado los indios amigos. Les ayudó también mucho el valor y consuelo de Cortés, que aunque iba en la delantera con los caballos peleando y abriendo paso, volvía de cuando en cuando a concertar el escuadrón y animar a su gente. Salieron, en fin, de aquellas quebradas a campo llano y raso, donde pudieron correr los caballos y jugar la artillería; dos cosas que hicieron mucho daño en los enemigos, y que mucho los sorprendió por su novedad; y así, después huyeron todos. Quedaron este día en uno y otro reencuentro, muchos indios muertos y heridos, y de los españoles algunos fueron heridos, pero ninguno muerto, y todos dieron gracias a Dios, que los libró de tal multitud de enemigos; y muy alegres con la victoria, se subieron a poner real en Teocacinco, aldea de pocas casas, que tenía una torrecilla y templo, donde se hicieron fuertes, y muchas chozas de paja y rama, que trajeron después los tamemes.
Lo hicieron tan bien aquellos indios que iban en nuestro ejército de los de Cempoallan y de Iztacmixtlitan, ora fuese por miedo de ser comidos, ora por vergüenza y amistad, que les dio Cortés muy cumplidas gracias. Durmieron aquella noche, que fue la primera de septiembre, los nuestros mal sueño, con recelo no les asaltasen de nuevo los enemigos; pero ellos no vinieron, pues no acostumbran pelear de noche. Y luego, en siendo día, envió Cortés a rogar y requerir a los capitanes de Tlaxcallan con la paz y amistad, y a que le dejasen pasar con Dios por su tierra a México, que no iba a hacerles enojo ni mal ninguno. Dejó doscientos españoles, la artillería y los tamemes en el campamento, tomó otros doscientos, y los trescientos de Iztacmixtlitan y hasta cuatrocientos cempoalleneses, y salió a correr el campo con ellos y con los caballos antes que los de la tierra se pudiesen juntar. Fue, quemó cinco o seis lugares, y se volvió con unas cuatrocientas personas presas, sin recibir daño, aunque le siguieron peleando hasta la torre y real, donde halló la respuesta de los capitanes contrarios, la cual era que al día siguiente vendrían a verle y a responderle, como vería. Cortés estuvo aquella noche muy preparado, pues le pareció brava respuesta y decidida para hacer lo que decían, mayormente porque le certificaban los prisioneros que se juntaban ciento cincuenta mil hombres para venir sobre él al día siguiente y tragarse vivos a los españoles, a quien querían muy mal, creyendo eran muy grandes amigos de Moctezuma, al cual deseaban la muerte y todo mal; y así era en efecto, porque los de Tlaxcallan juntaron toda la gente posible para tomar a los españoles, y hacer con ellos los más solemnes sacrificios y ofrendas a sus dioses, como jamás se hubiesen hecho, y un banquete general de aquella carne, que llamaban celestial.
Se divide Tlaxcallan en cuatro cuarteles o apellidos, que son Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlan y Cuyahuiztlan, que es como decir en romance los Serranos, los de Pinar, los del Yeso y los del Agua. Cada apellido de éstos tiene su cabeza y señor, a quien todos acuden y obedecen, y éstos así juntos hacen el cuerpo de la república y ciudad. Mandan y gobiernan en paz, y en guerra también; y así, aquí en ésta hubo cuatro capitanes, de cada cuartel el suyo; mas el general de todo el ejército fue uno de ellos mismos que se llamaba Xicotencatl, y era de los del Yeso, y llevaba el estandarte de la ciudad, que es una grulla de oro con las alas tendidas y muchos esmaltes y argentería. La traía detrás de toda la gente, como es su costumbre estando en guerra; que si no, va delante. El segundo capitán era Maxixcacín. El número de todo el ejército era casi ciento cincuenta mil combatientes. Tanta junta y aparato hicieron contra cuatrocientos españoles, y al cabo fueron vencidos y rendidos, aunque después amigos grandísimos. Vinieron, pues, estos cuatro capitanes con todo su ejército, que cubría el campo, a ponerse cerca de los españoles, con un gran barranco en medio solamente, al otro día siguiente, como prometieron, y antes de que amaneciese. Era gente muy lucida y bien armada, como ellos acostumbran, aunque venían pintados con achiote y jagua, que mirados al gesto parecían demonios. Llevaban grandes penachos, y campeaban a maravilla; traían hondas, varas, lanzas, espadas, que aquí llaman bisarmas; arcos y flechas sin hierbas; llevaban asimismo cascos, brazalates y grebas de madera, pero doradas o cubiertas de pluma o cuero. Las corazas eran de algodón, las rodelas y broqueles muy bien adornados, y no poco fuertes, pues eran de palo y cuero recio, y con latón y pluma; las espadas, de palo y pedernal engastado en él, que cortan bien y hacen mala herida. El campo estaba repartido por sus escuadrones, y cada uno de ellos con muchas bocinas, caracolas y atabales, que sin duda era digno de mirar, y nunca españoles vieron junto mejor ni mayor ejército en indias desde que las descubrieron.
Duró muchas horas la batalla, y al cabo, o bien por cansados, o bien por meter a los enemigos en el garlito donde pensaban cogerlos a bragas enjutas, comenzaron a aflojar y a retirarse hacia los suyos, no desbaratados, sino cogidos. Los nuestros, encendidos en la pelea y matanza, que no fue chica, los siguieron con toda la gente y fardaje, y cuando menos se cataron, entraban en las acequias y quebradas, y entre una infinidad de indios armados que los aguardaban en ellas. No se pararon por no desordenarse, y las pasaron con mucho temor y trabajo, por la mucha prisa y guerra que los contrarios les daban; de los cuales hubo muchos que arremetieron a los de a caballo en aquellos malos pasos para quitarles las lanzas: tan atrevidos eran. Muchos españoles hubieran quedado allí perdidos, si no les hubiesen ayudado los indios amigos. Les ayudó también mucho el valor y consuelo de Cortés, que aunque iba en la delantera con los caballos peleando y abriendo paso, volvía de cuando en cuando a concertar el escuadrón y animar a su gente. Salieron, en fin, de aquellas quebradas a campo llano y raso, donde pudieron correr los caballos y jugar la artillería; dos cosas que hicieron mucho daño en los enemigos, y que mucho los sorprendió por su novedad; y así, después huyeron todos. Quedaron este día en uno y otro reencuentro, muchos indios muertos y heridos, y de los españoles algunos fueron heridos, pero ninguno muerto, y todos dieron gracias a Dios, que los libró de tal multitud de enemigos; y muy alegres con la victoria, se subieron a poner real en Teocacinco, aldea de pocas casas, que tenía una torrecilla y templo, donde se hicieron fuertes, y muchas chozas de paja y rama, que trajeron después los tamemes.
Lo hicieron tan bien aquellos indios que iban en nuestro ejército de los de Cempoallan y de Iztacmixtlitan, ora fuese por miedo de ser comidos, ora por vergüenza y amistad, que les dio Cortés muy cumplidas gracias. Durmieron aquella noche, que fue la primera de septiembre, los nuestros mal sueño, con recelo no les asaltasen de nuevo los enemigos; pero ellos no vinieron, pues no acostumbran pelear de noche. Y luego, en siendo día, envió Cortés a rogar y requerir a los capitanes de Tlaxcallan con la paz y amistad, y a que le dejasen pasar con Dios por su tierra a México, que no iba a hacerles enojo ni mal ninguno. Dejó doscientos españoles, la artillería y los tamemes en el campamento, tomó otros doscientos, y los trescientos de Iztacmixtlitan y hasta cuatrocientos cempoalleneses, y salió a correr el campo con ellos y con los caballos antes que los de la tierra se pudiesen juntar. Fue, quemó cinco o seis lugares, y se volvió con unas cuatrocientas personas presas, sin recibir daño, aunque le siguieron peleando hasta la torre y real, donde halló la respuesta de los capitanes contrarios, la cual era que al día siguiente vendrían a verle y a responderle, como vería. Cortés estuvo aquella noche muy preparado, pues le pareció brava respuesta y decidida para hacer lo que decían, mayormente porque le certificaban los prisioneros que se juntaban ciento cincuenta mil hombres para venir sobre él al día siguiente y tragarse vivos a los españoles, a quien querían muy mal, creyendo eran muy grandes amigos de Moctezuma, al cual deseaban la muerte y todo mal; y así era en efecto, porque los de Tlaxcallan juntaron toda la gente posible para tomar a los españoles, y hacer con ellos los más solemnes sacrificios y ofrendas a sus dioses, como jamás se hubiesen hecho, y un banquete general de aquella carne, que llamaban celestial.
Se divide Tlaxcallan en cuatro cuarteles o apellidos, que son Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlan y Cuyahuiztlan, que es como decir en romance los Serranos, los de Pinar, los del Yeso y los del Agua. Cada apellido de éstos tiene su cabeza y señor, a quien todos acuden y obedecen, y éstos así juntos hacen el cuerpo de la república y ciudad. Mandan y gobiernan en paz, y en guerra también; y así, aquí en ésta hubo cuatro capitanes, de cada cuartel el suyo; mas el general de todo el ejército fue uno de ellos mismos que se llamaba Xicotencatl, y era de los del Yeso, y llevaba el estandarte de la ciudad, que es una grulla de oro con las alas tendidas y muchos esmaltes y argentería. La traía detrás de toda la gente, como es su costumbre estando en guerra; que si no, va delante. El segundo capitán era Maxixcacín. El número de todo el ejército era casi ciento cincuenta mil combatientes. Tanta junta y aparato hicieron contra cuatrocientos españoles, y al cabo fueron vencidos y rendidos, aunque después amigos grandísimos. Vinieron, pues, estos cuatro capitanes con todo su ejército, que cubría el campo, a ponerse cerca de los españoles, con un gran barranco en medio solamente, al otro día siguiente, como prometieron, y antes de que amaneciese. Era gente muy lucida y bien armada, como ellos acostumbran, aunque venían pintados con achiote y jagua, que mirados al gesto parecían demonios. Llevaban grandes penachos, y campeaban a maravilla; traían hondas, varas, lanzas, espadas, que aquí llaman bisarmas; arcos y flechas sin hierbas; llevaban asimismo cascos, brazalates y grebas de madera, pero doradas o cubiertas de pluma o cuero. Las corazas eran de algodón, las rodelas y broqueles muy bien adornados, y no poco fuertes, pues eran de palo y cuero recio, y con latón y pluma; las espadas, de palo y pedernal engastado en él, que cortan bien y hacen mala herida. El campo estaba repartido por sus escuadrones, y cada uno de ellos con muchas bocinas, caracolas y atabales, que sin duda era digno de mirar, y nunca españoles vieron junto mejor ni mayor ejército en indias desde que las descubrieron.