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Datos principales


Rango

Tercer Milenio

Desarrollo


La historia política de la III dinastía escapa a nuestro conocimiento por la falta de información, ni siquiera se puede establecer el número total de faraones ni su sucesión. No obstante hay, aparentemente, continuidad entre ésta y la dinastía anterior, por lo que desconocemos las razones que impulsaron a Manetón a esta división. El monarca más conocido de la III dinastía es su segundo representante, Djeser, el constructor de la gran pirámide escalonada de Sakkara, cuyo arquitecto sería Imhotep el visir posteriormente divinizado en la Baja Época. Parece probado que Djeser alcanzaría territorio nubio en sus campañas, del mismo modo que sus sucesores hicieron expediciones al Sinaí. En el primer caso el objetivo sería conseguir oro, mientras que en el segundo el cobre y las turquesas estarían entre las razones de las empresas. Con Snefru, que concluye la pirámide de su padre Huni en Meidum, se inaugura la IV dinastía. Tampoco conocemos en este caso la razón que conduce a esta separación, pues Snefru parece hijo del monarca anterior y de una esposa secundaria. Los hechos de su reinado se conservan en la Piedra de Palermo. De forma sucinta podemos señalar que dirige sus ejércitos hacia todos los puntos cardinales: Nubia, Libia, Sinaí e incluso envía dos expediciones marítimas en busca de cedro del Líbano. Fue un gran constructor de templos y palacios, pero sobre todos sus restos arquitectónicos destacan sus pirámides de Dahshur, precedente inmediato de las pirámides de Guiza, pues establece definitivamente los elementos del recinto funerario del faraón: la pirámide, la rampa, el templo funerario y el templo del valle.

No es necesario acudir a la mano de obra importada, como prisioneros de guerra, para explicar la capacidad constructiva de Snefru; sin duda es una patética ayuda, pero la capacidad acumulativa del faraón ya lo había puesto en condiciones óptimas para afrontar vastos programas constructivos, incluso antes de que tengamos noticia de exitosas campañas desde el punto de vista de la captación de mano de obra. El recuerdo de Snefru en la literatura posterior es magnífico y su culto funerario se mantiene por lo menos hasta el Reino Medio, posiblemente por la pervivencia de fincas del monarca que rentan lo suficiente como para mantener al personal del templo y sus trabajadores dependientes, aunque resulta sorprendente que no fueran amortizadas por alguno de sus sucesores, como sucedió con la práctica totalidad de las fundaciones regias destinadas a proveer los recursos necesarios para mantener el templo del culto funerario de cada faraón. Kheops, hijo de Snefru, obtuvo la herencia real. No tenemos, prácticamente, ninguna noticia sobre el reinado del faraón que construyó la pirámide más grande de toda la historia de Egipto. La gloria de esta obra, el Horizonte de Khufu, se basa en la imposición de un trabajo obligatorio improductivo a una masa social cuyas condiciones de existencia se pueden intuir por la monumentalidad de la construcción. La omnipotencia del monarca, sin embargo, no es nueva y Kheops no hace más que centralizar en un programa único su capacidad constructiva, frente a la dispersa actividad de sus predecesores.

En opinión de algunos, la realización arquitectónica pone de manifiesto la sabia administración del monarca y la prosperidad económica; sin embargo, la tradición mantuvo un recuerdo sumamente negativo de Kheops, como lo transmite el historiador griego Heródoto (II, 124-126), que viajó por Egipto en el siglo V a.C., o incluso el Papiro Westcar, cuando el mago Djedi reprende la crueldad del monarca. Es curioso que los estudiosos vinculen las grandes construcciones con coyunturas económicas favorables y que esa imagen no sea coincidente con los datos de su propia cultura; es el caso igualmente de Djeser, transmitido por un texto de Ptolomeo V, en el que el monarca se lamenta de la situación de su país. No se trata más que de imágenes subjetivas. Es cierto que la construcción requiere un gasto extraordinario, pero sus efectos sociales pueden ser terriblemente negativos, por lo que potenciar una u otra percepción no es más que un ejercicio de sensibilidad. La sucesión de Kheops es conflictiva y la documentación permite sospechar tendencias contrapuestas en la familia real, representadas por advocaciones divinas diferentes, entre las que puede hallarse el ascenso de Re, que forma parte del nombre del faraón Menkauré; además, Re aparece en el Papiro Westcar como promotor de los primeros faraones de la V dinastía. En cualquier caso, la situación se tranquiliza con Khefren, constructor de la segunda gran pirámide de Guiza, y del que apenas tenemos información adicional.

Algo similar ocurre con su hijo y sucesor Menkauré, denominado Micerino por Heródoto, constructor de la tercera pirámide de Guiza, que dejó inconclusa. Después de Micerino las fuentes son confusas, pues citan varios sucesores de los cuales sólo uno está monumentalmente documentado. No resulta pues extraño que Manetón proponga aquí una nueva cesura tras la que da comienzo la V dinastía. La sucesión dinástica parece mejor establecida por los especialistas que, sin embargo, dudan respecto a las relaciones de parentesco ente los distintos faraones de la V dinastía. El primero de ellos, Userkaf, nieto del faraón Didufri de la IV, se distingue por las concesiones de tierras a los dioses, en especial a Re. Parece obvio que el clero de Heliópolis ha adquirido una importancia notoria que afecta, incluso, a la titulatura real, ya que a partir de ahora se generaliza el uso del título Hijo de Re y cada faraón construirá un templo al nuevo sol. Quizá vinculado con todo esto se encuentre el abandono de la necrópolis de Guiza y el regreso a Sakkara, donde Userkaf erige una pequeña pirámide técnicamente peor que las de la IV dinastía. El cambio ideológico que se opera no tiene una explicación clara, pero tal vez no esté desvinculado de otra realidad constatada en la época: el progresivo incremento del poder de los nomarcas, es decir, de las grandes familias provinciales.

Se puede colegir que había una voluntad explícita de reelaborar ideológicamente la integración de los nomos proporcionando la imagen de una cohesión basada en nuevos postulados, entre los que destaca la reducción de la lejanía faraónica, Userkaf es sucedido por Sahuré, que construye su templo funerario en Abusir. Las paredes del edificio se decoran con bajorrelieves que nos permiten conocer algunas de las actividades del monarca, por ejemplo, que llevó campañas al país de Punt (en la costa de Somalia de donde procedían la mirra, el incienso y también oro, marfil, ébano y muchos otros productos exóticos; es la primera noticia de una fructuosa relación comercial que se prolonga hasta época ptolemaica), al Sinaí, quizá contra los libios y los beduinos, e incluso sus barcos llegarán a la costa del Líbano. Por la Piedra de Palermo sabemos, además, que fue muy generoso en la concesión de tierras a los nomos, en especial a los del Bajo Egipto, lo que coincide bien con el creciente poder de los aristócratas locales y de los grandes funcionarios cortesanos, que se expresa claramente en la riqueza de sus monumentos funerarios, las famosas mastabas, entre las que cabe destaca la de Ti en Sakkara. De los siete faraones siguientes sabemos bien poca cosa, desde el punto de vista de la historia política. El último faraón de la dinastía, Unas, construye su complejo funerario en Sakkara y su pirámide es la primera que conserva literatura religiosa inscrita en sus paredes, son los famosos Textos de las Pirámides; también construyó en Elefantina y parece haber mantenido relaciones con Biblos y Nubia, todo lo cual hace de su reinado poco sospechoso como época de decadencia.

El tránsito a la nueva dinastía no resulta, pues, traumático y más si tenemos en cuenta los conocidos datos sobre la continuidad en el funcionariado de la época de Unas y la de su sucesor Teti. Este es el primer faraón de la VI dinastía del que conocemos exenciones tributarias para el templo de Abidos y que erigió pirámides, como los faraones de la IV dinastía, en lugar de mastabas para las esposas reales; algunos datos arqueológicos parecen confirmar su actividad comercial con Biblos y quizá con Nubia y Punt. Manetón se hace eco de una noticia según la cual Teti habría sido asesinado. Su sucesor parece ser un tal Userkaré, cuyo nombre tiene resonancias propias de la V dinastía. Bien pudiera ser éste el cabecilla de la conspiración, camuflada en motivos ideológicos de ser ciertos los diferentes referentes dinásticos. Poco tiempo después se haría con el poder el joven hijo de Teti, Pepi I, cuyos nombres personales contribuyen a la hipótesis de la usurpación de Userkaré. En efecto, Pepi tiene como nombre de Horus, Meritaui, que cambia después por el de Meri-re (Defensor de Re), quizá necesaria para congraciarse con el clero heliopolitano y ejercer el poder. Tuvo un largo reinado, de unos cuarenta años, en los que no faltaron expediciones militares a Asia, a Nubia, restauraciones en los principales templos del Alto Egipto e intrigas de palacio, que se saldan con el incremento de poder de los gobernadores provinciales, cuyos cargos se hacen hereditarios al tiempo que se incrementan las exenciones fiscales, lo cual repercute directamente en el decrecimiento de la solvencia económica del faraón.

Pepi es, por tanto, responsable del desmantelamiento de los puntales del sistema, quizá porque no tenía otra opción para mantenerse al frente del estado; pronto se dejarán sentir las consecuencias. Dos hijos de Pepi le suceden en el trono. El segundo de ellos, Pepi II, accede a él a los seis anos y tendrá el reinado más largo de la historia egipcia. Sus documentos atestiguan el censo trigésimo tercero y puesto que se realizaban cada dos años podemos estar seguros de que reinó como mínimo sesenta y seis años, aunque Manetón asegura que reinó noventa y cuatro. Prácticamente todos los estudiosos atribuyen al largo reinado de Pepi II la causa de la decadencia del Reino Antiguo, ya que se habría esclerotizado el aparato del estado, los nobles locales habrían obtenido más privilegios que nunca y en palacio se habrían dado las mayores oportunidades a las intrigas que desembocarían en la crisis sucesoria. De ser ciertas esas tres razones como causa de la decadencia, nada tienen que ver con la longevidad de Pepi, sino con las condiciones objetivas en las que se desenvuelve el estado egipcio. Durante su reinado continúa la progresión de Egipto, por Nubia, hacia Africa central: conservamos en la tumba de un noble el relato del rey niño entusiasmado ante la noticia de que se le va a regalar un pigmeo, al que imagina como un enano bailarín. También continúan las relaciones con Biblos y Punt. En las actividades internas, sigue habiendo noticias de concesiones reales de tierras, pero destaca especialmente el hecho de que comienzan las divinizaciones post mortem de nobles servidores del faraón, síntoma evidente de las tendencias dominantes entre los poderes fácticos.

A la muerte de Pepi II las fuentes sólo citan dos monarcas, Merenré y la reina Nitocris, mencionada por Heródoto y Manetón, pero de la que no existen otros restos documentales. Al margen del problema de su existencia, se ha utilizado el nombre de esta reina junto al de Neferusobek (XII din.), Hatshepsut (XVIII din.), Tausret (XIX din.) y Cleopatra para demostrar el importante papel de la mujer en la cultura egipcia. El propio argumento desvanece su calidad, pues sólo se pueden registrar con seguridad tres nombres de mujeres en el papel masculino de faraón -eso si, con adornos viriles- para tres mil años de historia; con mayor rigor podríamos traer a colación algún caso como el de Meritneith, regente durante la minoría de Den (Udimu), de la I dinastía, que reclamó una serie de privilegios propios de los faraones, como la tumba doble, pero que nunca ostentó el nombre de Horus, ni se registraron sus años de regencia, por lo que no puede ser considerada como faraón gobernante, quizá precisamente por ser mujer. Y es que no se puede demostrar, por falso, que la posición de la mujer en Egipto fuera mejor que en otras sociedades contemporáneas.

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