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Datos principales


Desarrollo


CapÍtulo XXXIII
Cómo el Almirante perdió su nave en unos bajos, por negligencia de los marineros, y el auxilio que le dio el rey de aquella isla
Continuando el Almirante lo que sucedió, dice que el lunes, 24 de Diciembre, hubo mucha calma, sin el menor viento, excepto un poco que le llevó desde el Mar de Santo Tomás, a la Punta Santa, junto a la cual estuvo cerca de una legua, hasta que, pasado el primer cuarto, que sería una hora antes de media noche, se fue a descansar, porque hacía ya dos días y una noche que no había dormido; y, por haber calma, el marinero que tenía el timón, lo entregó a un grumete del navío; «lo cual, dice el Almirante, yo había prohibido en todo el viaje, mandándoles que, con viento, o sin viento, no confiasen nunca el timón a mozos». A decir la verdad, yo me creía seguro de bajos y de escollos, porque el domingo que yo envié las barcas al rey, habían pasado al Este de la Punta Santa, unas tres leguas y media, y los marineros habían visto toda la costa, y las peñas que hay desde la Punta Santa al Este Sudoeste, por tres leguas, y habían también visto por dónde se podía pasar. Lo cual en todo el viaje yo no hice; y quiso Nuestro Señor que, a media noche, hallándome echado en el lecho, estando en calma muerta, y el mar tranquilo como el agua de una escudilla, todos fueron a descansar, dejando el timón al arbitrio de un mozo. De donde vino que, corriendo las aguas, llevaron la nave muy despacio encima de una de dichas peñas, las cuales, aunque era de noche sonaban de tal manera que a distancia de un legua larga se podían ver y sentir.

Entonces, el mozo que sintió arañar el timón, y oyó el ruido comenzó a gritar alto; y oyéndole yo, me levanté pronto, porque antes que nadie sentí que habíamos encallado en aquel paraje. Muy luego, el patrón de la nave a quien tocaba la guardia, salió, y le dije a él y a los otros marineros, que, entrando en el batel que llevaban fuera de la nave, y tomada un áncora, la echasen por la popa. Por esto, él con otros muchos, entraron en el batel, y pensando yo que harían lo que les había dicho, bogaron adelante, huyendo con el batel a la carabela, que estaba a distancia de media legua. Viendo yo que huían con el batel, que bajaban las aguas y que la nave estaba en peligro, hice cortar pronto el mástil, y aligerarla lo más que se pudo, para ver si podíamos sacarla fuera. Pero bajando más las aguas, la carabela no pudo moverse, por lo que se ladeó algún tanto y se abrieron nuevas grietas y se llenó toda por abajo de agua. En tanto llegó la barca de la carabela para darme socorro, porque viendo los marineros de aquélla que huía el batel, no quisieron recogerlo, por cuyo motivo fue obligado a volver a la nave.
No viendo yo remedio alguno para poder salvar ésta, me fui a la carabela, para salvar la gente. Como venía el viento de tierra, había pasado ya gran parte de la noche, y no sabíamos por donde salir de aquellas peñas, temporicé con la carabela hasta que fue de día, y muy luego fui a la nao por dentro de la restinga, habiendo antes mandado el batel a tierra con Diego de Arana, de Córdoba, alguacil mayor de justicia de la armada, y Pedro Gutiérrez, repostero de estrados de Vuestras Altezas, para que hiciesen saber al rey lo que pasaba, diciéndole que por ir a visitarle a su puerto, como el sábado anterior me rogó, había perdido la nave frente a su pueblo, a legua y media, en una restinga que allí había.

Sabido esto por el rey, mostró con lágrimas grandísimo dolor de nuestro daño, y luego mandó a la nave toda la gente del pueblo, con muchas y grandes canoas. Y con esto, ellos y nosotros comenzamos a descargar y, en breve tiempo, descargamos toda la cubierta. Tan grande fue el auxilio que con ello dió este rey. Después, él en persona, con sus hermanos y parientes, ponía toda diligencia, así en la nave como en tierra, para que todo fuese bien dispuesto; y de cuando en cuando mandaba a alguno de sus parientes, llorando, a rogarme que no sintiese pena, que él me daría cuanto tenía. «Certifico a Vuestras Altezas que, en ninguna parte de Castilla, tan buen recaudo en todas las cosas se pudiera poner, sin faltar una agujeta», porque todas nuestras cosas las hizo poner juntas cerca de su palacio, donde las tuvo hasta que desocuparon las casas que él daba para conservarlas. Puso cerca, para custodiarlas, hombres armados, a los cuales hizo estar toda la noche, y él con todos los de la tierra lloraba como si nuestro daño les importase mucho. «Tanto son gente de amor y sin codicia, y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas, que en el mundo creo que no hay mejor gente, ni mejor tierra; ellos aman a sus próximos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa; ellos andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parió; mas crean Vuestras Altezas que entre sí tiene costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente, que es placer de verlo todo; y la memoria que tienen, y todo lo que quieren ver, y preguntan qué es y para qué».

 
 
CapÍtulo XXXIV
Cómo el Almirante decidió fundar un pueblo en el paraje donde habitaba el mencionado rey, y le llamó Villa de la Navidad
Miércoles, a 26 de Diciembre, llegó el rey principal de aquella isla a la carabela del Almirante, y mostrando gran tristeza y dolor, le consolaba ofreciéndole generosamente todo aquello de lo suyo que le gustase recibir, diciendo que ya había dado tres casas a los cristianos, donde pusieran todo lo que habían sacado de la nave; y que daría muchas más si hacían falta. En tanto llegó una canoa, con ciertos indios de otra isla, que llevaban algunas hojas de oro, para cambiarlas por cascabeles, estimados por ellos más que otra cosa. También de tierra vinieron los marineros, diciendo que de otros lugares concurrían muchos indios al pueblo, llevaban muchos objetos de oro, y los daban por agujetas y cosas análogas de poco valor, ofreciendo llevar mucho más oro si querían los cristianos. Viendo el gran cacique que esto gustaba al Almirante, le dijo que él hubiese hecho llevar gran cantidad del Cibao, la región donde más oro había.
Luego, ido a tierra, invitó al Almirante a comer ajes y cazabe, que es el principal alimento de los indios, y le dió algunas carátulas con los ojos y las orejas grandes de oro, y otras cosas bellas que se colgaban al cuello. Después, lamentándose de los caribes, que hacían esclavos a los suyos y se los llevaban para comérselos, se alentó mucho cuando el Almirante, para consolarlo, le mostró nuestras armas, diciendo que con aquellas lo defendería.

Se asombró mucho viendo nuestra artillería, la que les daba tanto miedo que caían a tierra como muertos, cuando oían el estruendo.
Habiendo el Almirante hallado en aquella gente tanto amor y tan grandes muestras de oro casi olvidó el dolor de la perdida nave, pareciéndole que Dios lo había permitido para que hiciese allí un pueblo y dejase cristianos que traficaran y se informasen del país y de sus moradores, aprendiendo la lengua y teniendo conversación con aquel pueblo, para que, cuando volviese allí de Castilla con refuerzo, tuviese quien le guiase en todo aquello que hiciera falta para la población y el dominio de la tierra. A lo que se inclinó tanto más, porque entonces se le ofrecían muchos, diciendo que se quedarían allí gustosos y harían su morada en aquella tierra. Por lo cual, resolvió el Almirante fabricar un fuerte con la madera de la nave perdida, de la que ninguna cosa dejó que no sacase fuera, y no llevara todo lo útil. A esto ayudó mucho que, al día siguiente, que fue jueves, a 27 de Diciembre, vino nueva de que la carabela Pinta estaba en el río, hacia el cabo de Levante, en la isla. Para saber esto de cierto, mandó el cacique Guacanagari una canoa con algunos indios, que llevaron a dicho lugar un cristiano. Este, habiendo caminado veinte leguas por la costa, volvió sin traer alguna nueva de la Pinta. De donde resultó no darse fe a otro indio que dijo haberla visto algunos días antes. Pero, no obstante, el Almirante no dejó de ordenar la estancia de los cristianos en aquel lugar, pues todos conocían bien la bondad y riqueza de la tierra; los indios llevaban a presentar a los nuestros muchas carátulas y cosas de oro, y daban noticia de muchas provincias de aquella isla donde tal oro nacía.

Estando ya para partir el Almirante, trató con el rey acerca de los caribes, de quienes se lamentan y tienen gran miedo. Y tanto para dejarlo contento con la compañía de los cristianos, como también para que tuviese miedo de nuestras armas, hizo disparar una lombarda al costado de la nave, que atravesó a ésta de una banda a otra, y la pelota cayó al agua, de lo que recibió el cacique mucho espanto. Hizo también mostrarle todas nuestras armas, y cómo herían, y cómo con otras se defendían; y le dijo que quedando tales armas en su defensa, no tuviese miedo ya de caribes, porque los cristianos matarían a todos; que los quería dejar para guardarle, y que los tendría en su defensa mientras volvía a Castilla para tomar joyas y otras cosas que llevarle de regalo. Luego le recomendó mucho a Diego de Arana, hijo de Rodrigo de Arana, de Córdoba, de quien se ha hecho mención. A éste, a Pedro Gutiérrez y a Rodrigo de Escovedo, dejaba el gobierno de la fortaleza y de treinta y nueve hombres, con muchas mercancías y mantenimientos, armas y artillería, con la barca de la nave, y carpinteros, calafates y con todo lo demás necesario para cómodamente poblar, esto es, médico, sastre, lombardero, y otras tales personas.
Después, con mucha diligencia, se preparó para venir derecho a Castilla, sin más descubrir, temiendo que, pues ya no le quedaba más que un sólo navío, le sucediera cualquier desgracia que diese motivo para que los Reyes Católicos no tuviesen conocimiento de los reinos que recientemente les había adquirido.

 
CapÍtulo XXXV
Cómo el Almirante salió para Castilla, y halló la otra carabela con Pinzón
Viernes, al salir el sol, 4 de Enero, el Almirante desplegó las velas, con las barcas por la proa, hacia el Noroeste, para salir de aquellas peñas y bajos que había en la parte donde dejó el pueblo de cristianos, llamado, por él, Puerto de la Navidad, en memoria de que tal día había bajado a tierra, salvándose del peligro del mar, y dado principio a dicha población. Las mencionadas rocas y peñas duran desde el Cabo Santo al Cabo de la Sierpe, que hay seis leguas, y salen al mar más de tres leguas. Toda la costa hacia el Noroeste y Sureste es playa y tierra llana hasta cuatro leguas del interior, donde luego hay altos montes e infinitos pueblos, grandes, comparados a los de otras islas.
Después navegó hacia un alto monte, al que puso nombre de Monte Cristo, que está diez y ocho leguas al Este del Cabo Santo; de tal modo que, quien quiera ir a la villa de la Navidad, después que descubra Monte Cristo, que es redondo como un pabellón, y casi como un peñasco, debe entrarse en el mar dos leguas lejos de aquél, y navegar al Oeste hasta que halle el mencionado Cabo Santo; entonces quedará distante la villa de la Navidad, cinco leguas, y entrará por ciertos canales que hay entre los bajos que están delante. El Almirante juzgó conveniente mencionar estas señales para que se supiese dónde estuvo el primer pueblo y tierra de cristianos que se fundó en aquel mundo occidental.

Después que con vientos contrarios navegó más al Este de Monte Cristo, el domingo por la mañana, a 6 de Enero, desde la gavia del mástil vio un calatate la carabela Pinta, que con viento en popa venía caminando hacia el Oeste. Llegada que fue donde estaba el Almirante, Martín Alonso Pinzón, capitán de aquélla, subido presto a la carabela del Almirante, comenzó a fingir ciertos motivos y aducir algunas excusas de su alejamiento, diciendo que le había acontecido contra su voluntad y porque no pudo hacer otra cosa. El Almirante, aunque sabía bien lo contrario y la mala intención de aquel hombre, y se acordaba de la mucha insolencia que contra él se había tomado en muchas cosas de aquel viaje, sin embargo, disimuló con él, y todo lo soportó, por no deshacer el proyecto de su empresa, lo que fácilmente acontecería, porque la mayor parte de la gente que llevaba consigo, era de la patria de Martín Alonso, y aún muchos parientes de éste. La verdad es que, cuando se apartó del Almirante, que fue en la isla de Cuba, salió con propósito de ir a las islas de Babeque, porque los indios de su carabela le decían que allí había mucho oro. Llegado allí, y hallando lo contrario de lo que le habían dicho, se volvía a la Española, donde le habían afirmado otros indios que había mucho oro. En este viaje, que duró veinte días, no había caminado más de quince leguas al Este de la Navidad, hasta un riachuelo que el Almirante había llamado Río de Gracia; allí había estado Martín Alonso diez y seis días, y hallado mucho oro, lo que no pudo haber el Almirante en la Navidad, dando por ello cosas de poco valor; de cuyo oro, repartía la mitad entre la gente de su carabela para ganársela y tenerla conforme y contenta de que él, con título de capitán, se quedase con el resto, queriendo luego convencer al Almirante, de que nada sabía de ello.

Después, continuando el Almirante su camino, para surgir cerca de Monte Cristo, como el viento no le dejaba ir adelante, entró con la barca en un río que está al Suroeste del monte, y lleva en su arena gran muestra del oro menudo; por esto, lo llamó el Río del Oro. Hallase a diez y siete leguas de la Navidad, a la parte del Este, y es poco menor que el río Guadalquivir que pasa por Córdoba.
 
CapÍtulo XXXVI
Cómo en el golfo de Samaná, de la isla Española, se originó la primera contienda entre los indios y los cristianos
Domingo, a 13 de Enero, estando sobre el Cabo Enamorado, en el golfo de Samaná, de la isla Española, el Almirante mandó la barca a tierra, donde los nuestros hallaron en la playa algunos hombres de fiero aspecto, que, con arcos y con saetas, mostraban estar aparejados para guerra, y tener el ánimo alterado y lleno de asombro. Sin embargo, trabada con ellos conversación, les compraron dos arcos y algunas saetas; con gran dificultad se logró que uno de ellos fuese a la carabela, para hablar con el Almirante; de hecho, su habla estaba conforme con su fiereza, la cual parecía mayor que de toda la otra gente que hasta entonces habían visto, porque tenían la cara embadurnada de carbón; como quiera que todos aquellos pueblos tienen la costumbre de pintarse, unos de negro, otros de rojo, otros de blanco, unos de un modo, y otros de otro; llevaban los cabellos muy largos y recogidos atrás en un redecilla de plumas de papagayos.

Uno de ellos, estando delante del Almirante, desnudo según lo había parido su madre, como van todos los que aquellas tierras hasta ahora descubiertas, dijo, con hablar altivo, que así iban todos en aquella región. Creyendo el Almirante que sería de los caribes, y que a éstos los separaba de la Española el golfo, le preguntó dónde habitaban tales indios, y él mostró con un dedo que más al Oriente, en otras islas, en las que había pedazos de guanin tan grandes como la mitad de la popa de la carabela, y que la isla de Matinino estaba toda poblada de mujeres, con las cuales, en cierto tiempo del año, iban a echarse los caribes; y si luego parían varones, se los daban a sus padres para que los criasen. Habiendo éste respondido por señas y por lo poco que podían entenderle los indios de San Salvador a cuanto le preguntaban, el Almirante mandó darle de comer y algunas bagatelas, como cuentas de vidrio y paño verde y rojo. Luego lo envió a tierra, para que llevase muestra del oro que, según él, tenían los otros indios. Cerca, ya la barca, de tierra, encontró en la playa, escondidos entre los árboles, cincuenta y cinco indios, todos desnudos, con largos cabellos, como acostumbran las mujeres en Castilla, y detrás de la cabeza penachos de papagayos y de otras aves; todos armados de arco y saetas. A éstos, cuando los nuestros salieron a tierra, hizo aquel indio dejar los arcos, las flechas, y un recio palo que llevaban en lugar de espada, porque, como hemos dicho, no tienen género alguno de hierro.

Cuando estuvieron cerca de la barca, los cristianos salieron a tierra, y habiendo comenzado a comprar arcos, flechas y otras armas, por encargo del Almirante, aquéllos, después de vender dos arcos, no sólo no quisieron vender más, sino que con desprecio y con muestras de querer aprisionar a los cristianos, fueron muy prestos a coger sus arcos y saetas, donde las habían dejado, y también cuerdas para atar a los nuestros las manos. Pero éstos, estando sobreaviso y viéndoles venir tan airados, aunque no eran más que siete, animosamente les resistieron, e hirieron a uno con una espada en las nalgas y a otro en el pecho con una saeta; por lo cual, los indios, asustados del valor de los nuestros y de las heridas que hacían nuestras armas, echaron a correr, dejando la mayor parte de sus arcos y las flechas. Y ciertamente habrían quedado muchos muertos, si no lo hubiese prohibido el piloto de la carabela, a quien mandó el Almirante al cargo de la barca, y por cabeza de los que estaban en ella. Esta escaramuza no desagradó al Almirante, quien se convenció de que esta gente era de los mismos caribes, de quienes todos los otros indios tienen tanto miedo; o que al menos confinaban con ellos. Es gente arriscada y animosa, según lo demostraban su aspecto, su ánimo, y lo que habían hecho.
Esperaba el Almirante que oyendo los isleños lo que siete cristianos habían hecho contra cincuenta y cinco indios de aquel país, tan feroces, serían más estimados y respetados los nuestros que dejaba en la Villa de la Navidad, y que nadie tendría atrevimiento de hacerles daño.

Aquellos indios, después, por la tarde, hicieron hogueras en tierra, para mostrar más valor, por lo que la barca tornó a ver qué querían; pero de ningún modo se pudo lograr que se fiasen, y por ello se volvió. Eran los mencionados arcos de tejo, casi tan grandes como los de Francia e Inglaterra; las flechas son de tallos que producen las cañas en la punta donde echan la semilla, los cuales son macizos y muy derechos, por largura de un brazo y medio; y arman la extremidad con un palillo de una cuarta y media de largo, agudo y tostado al fuego, en cuya punta hincan un diente o una espina de pez, con veneno. Por cuyo motivo, el Almirante llamó a dicho golfo, que los indios nombraban de Samaná, Golfo de las Flechas; dentro del cual se veía mucho algodón fino, y ají, que es la pimienta usada por ellos, que abrasa mucho la boca, y es en parte alargado y en parte redondo; cerca de tierra, a poco fondo, brotaba mucha de aquella hierba que hallaron los nuestros, en hiladas, por el mar Océano, de lo que conjeturaron que nacía toda cerca de tierra, y que después de madura se separaba y era llevada por las corrientes del mar a mucha distancia.
 
 
CapÍtulo XXXVII
Cómo el Almirante salió para Castilla, y por una gran tempestad se separó de su compañía la carabela Pinta
Miércoles, que fue 16 de Enero del año 1493, con buen tiempo, el Almirante salió del mencionado Golfo de las Flechas, que ahora llamamos de Samaná, con rumbo a Castilla; porque ya las dos carabelas hacían mucha agua y era muy grande el trabajo que se padecía en remediarlas; fue la última tierra que se perdió de vista el Cabe, de San Telmo; veinte leguas hacia Nordeste, vieron mucha hierba de aquella otra, y veinte leguas más adelante, hallaron el mar casi cubierto de atunes pequeños, de los que vieron también un gran número los dos días siguientes, que fueron el 19 y el 20 de Enero, y muchas aves de mar; todavía, la hierba seguía en hiladas del Este a Oeste, juntamente con las corrientes, porque ya sabían que éstas toman la hierba de muy lejos, como quiera que no siguen constantemente un camino, pues unas veces van hacia una parte y otras hacia otra; y esto sucedía casi todos los días, hasta pasada casi la mitad del mar.

Siguiendo luego su camino con buenos vientos, corrieron tanto que, al parecer de los pilotos, el 9 de Febrero, estaban hacia el Sur de las islas de los Azores, Pero el Almirante decía que estaba más a la derecha, cuarenta leguas, y esta es la verdad, porque aún encontraban hiladas de mucha hierba, la cual, yendo a las Indias no habían visto hasta estar 263 leguas al Occidente de la isla del Hierro. Navegando así con buen tiempo, de día en día comenzó a crecer el viento, y el mar a ensoberbecerse, de modo que con gran fatiga lo podían soportar. Por lo cual, el jueves, a 14 de Febrero, corrían, de noche, donde la fuerza del viento los llevaba, y como la carabela Pinta, en la que iba Pinzón, no se podía sostener tanto en el mar, se fue derechamente al Norte, con viento Sur, y el Almirante siguió a Nordeste para acercarse más a España; lo cual, por la obscuridad, no pudieron hacer los de la carabela Pinta, aunque el Almirante llevaba siempre su farol encendido. Así, cuando fue de día, se encontraron del todo perdidos de vista el uno del otro. Y tenía por cierto cada uno, que los otros habían naufragado; por cuyos motivos, encomendándose a las oraciones y a la religión, los del Almirante echaron a suerte el voto de que uno de ellos fuese en peregrinación por todos a Nuestra Señora de Guadalupe; y tocó la suerte al Almirante. Después sortearon otro peregrino para Nuestra Señora del Loreto, y cayó la suerte a un marinero del puerto de Santa María de Santoña, llamado Pedro de la Villa.

Luego, echaron suertes sobre un tercer peregrino que fuese a velar una noche en Santa Clara de Moguer, y tocó también al Almirante. Pero creciendo todavía la tormenta, todos los de la carabela hicieron voto de ir descalzos y en camisa a hacer oración, en la primera tierra que encontrasen, a una iglesia de la advocación de la Virgen. Aparte de estos votos generales, se hicieron otros muchos de personas particulares; porque la tormenta era ya muy grande y el navío del Almirante la soportaba difícilmente, por falta de lastre, que se había disminuido con los bastimentos gastados. Como remedio de lastre, pensaron que sería bien llenar de agua del mar, todos los toneles que tenían vacíos, lo cual que de alguna ayuda e hizo que se pudiese sustentar mejor el navío, sin peligro tan grande de voltear. De tan áspera tempestad, escribe el Almirante estas palabras: «yo habría soportado esta tormenta con menor pena, si solamente hubiese estado en peligro mi persona, tanto porque yo sé que soy deudor de la vida al Sumo Creador, como también porque otras veces me he hallado tan próximo a la muerte, que el menor paso era lo que quedaba para sufrirla. Pero, lo que me ocasionaba infinito dolor y congoja, era el considerar que, después que a Nuestro Señor le había placido iluminarme con la fe y con la certeza de esta empresa, de la que me había dado ya la victoria, cuando mis contradictores quedarían desmentidos, y Vuestras Altezas servidas por mí, con gloria y acrecentamiento de su alto estado, quisiera Su Divina Majestad impedir esto, con mi muerte; la que todavía sería más tolerable si no sobreviniese también a la gente que llevé conmigo, con promesa de un éxito muy próspero.

Los cuales, viéndose en tanta aflicción, no sólo renegaban de su venida, sino también del miedo y del freno que por mis persuasiones tuvieron, para no volver atrás del camino, según que muchas veces estuvieron resueltos de hacer. A más de todo esto, se me redoblaba el dolor al ponérseme delante de los ojos el recuerdo de dos hijos que había dejado al estudio en Córdoba, abandonados de socorro y en país extraño, y sin haber yo hecho, o al menos sin que fue manifiesto, mi servicio, por el que se pudiese esperar que Vuestras Altezas tendrían memoria de aquéllos. Y aunque de otro lado me confortase la fe que yo tenía de que Nuestro Señor no permitiría que una cosa de tanta exaltación de su Iglesia, que yo había llevado a cabo con tanta contrariedad y trabajos, quedase imperfecta y yo quedara deshecho; de otra parte, pensaba que por mis deméritos, o porque yo no gozase de tanta gloria en este mundo, le agradaba humillarme, y así, confuso en mí mismo, pensaba en la suerte de Vuestras Altezas, que, aun muriendo yo, o hundiéndose el navío, podrían hallar manera de no perder la conseguida victoria, y que sería posible que por cualquier camino llegara a vuestra noticia el éxito de mi viaje; por lo cual, escribí en un pergamino, con la brevedad que el tiempo demandaba, cómo yo dejaba descubiertas aquellas tierras que les había prometido; en cuántos días, y por qué camino lo había logrado; la bondad del país y la condición de sus habitantes, y cómo quedaban los vasallos de Vuestras Altezas en posesión de todo lo que por mí se había descubierto, Cuya escritura, cerrada y sellada, enderecé a Vuestras Altezas con el porte, es a saber: promesa de mil ducados a aquel que la presentara sin abrir; a fin de que si hombres extranjeros la encontrasen, no se valiesen del aviso que dentro había, con la verdad del porte.

Muy luego, hice llevar un gran barril, y habiendo envuelto la escritura en una tela encerada, y metido ésta dentro de una torta u hogaza de cera, la puse en el barril, bien sujeto con sus cercos, y lo eché al mar, creyendo todos que sería alguna devoción; y porque pensé que podría suceder que no llegase a salvamento, y los navíos aún caminaban para acercarse a Castilla, hice otro atado semejante al primero, y lo puso en lo alto de la popa, para que sumergiéndose el navío, quedase el barril sobre las olas al arbitrio de la tormenta.»
 
 
CapÍtulo XXXVIII
Cómo el Almirante llegó a las islas de los Azores, y los de la isla de Santa María le tomaron la barca con la gente
Navegando con extremo peligro y con tanta tormenta, viernes a 15 de Febrero, al amanecer, cierto Rui García, del puerto de Santoña, desde lo alto vio tierra a Nordeste; los pilotos y los marineros creían que era la roca de Cintra en Portugal; pero, el Almirante, afirmaba que eran las islas de los Azores, y aquella tierra una de éstas, y aunque no estaban muy lejos, aquel día no pudieron llegar a ella, por la tempestad; antes bien, barloventeando, porque soplaba el viento del Este, perdieron de vista aquella isla, y descubrieron otra, alrededor de la cual corrieron temporizando con gran dificultad y mal tiempo, sin poder llegar a tierra, con trabajo continuo, sin reposo alguno. Por lo que, el Almirante, en su Diario, dice: «Sábado, a 16 de Febrero, de noche, llegué a una de estas islas, y por la tormenta, no pude conocer cuál de ellas era; a la noche descansé algo, porque desde el miércoles, hasta entonces, no había dormido, ni podido conciliar el sueño; y quedé después tullido de las piernas por haber estado siempre a la intemperie del aire y del agua; no menos sufría, también de hambre.

El lunes después, de mañana, luego que surgí, supe por los de la tierra que aquella isla era la de Santa María, una de las islas de los Azores. Todos se maravillaban de que yo hubiese podido escapar, considerando la grandísima tempestad que había durado quince días continuos en aquella parte.» Aquéllos, sabiendo lo que el Almirante había descubierto, mostraron sentir alegría, dando gracias por ello a Nuestro Señor; y vinieron tres al navío, con algunos refrescos y con muchos saludos en nombre del capitán de la isla, que estaba lejos de la población; y porque cerca de allí no se veía más que una ermita que, según dijeron, era de la advocación de la Virgen, recordando el Almirante y todos los del navío que el jueves antes habían hecho voto de ir descalzos y en camisa, en la primera tierra que hallasen, a una iglesia de la Virgen, pareció a todos que se debía cumplirlo, especialmente tratándose de tierra donde la gente y el capitán de ella les mostraban tanto amor y compasión; y siendo, como era, de un rey muy amigo de los Reyes Católicos de Castilla. Por lo cual, el Almirante demandó que aquellos tres hombres fuesen a la población e hiciesen venir al capellán que tenía la llave de la ermita, para que dijese allí una misa; y ellos, conformes con esto, entraron en la barca del navío, con la mitad de la gente de éste, para que comenzase a cumplir el voto, y cuando volvieran, bajasen los demás a cumplirlo también. Ido, pues, a tierra, en camisa y descalzos, como habían hecho voto de hacerlo, el capitán, con mucha gente de la población, escondida en una emboscada, salió de improviso contra ellos y los hizo prisioneros, quitándoles la barca, sin la que, le parecía, que el Almirante no podía huir de sus manos.

 
 
CapÍtulo XXXIX
Cómo el Almirante corrió otra tormenta, y al fin recuperó su gente con la barca
Pareciendo al Almirante que tardaban mucho los que habían ido en la barca a tierra, porque era ya casi mediodía y habían salido al alba, sospechó que algún mal o percance les habría sucedido en mar o en tierra, y porque desde el lugar en que había surgido no se podía ver la ermita donde habían ido, resolvió salir con el navío e ir detrás de una punta, desde la cual se descubría la iglesia. Llegado más cerca, vio en tierra mucha gente a caballo, la que, apeándose, entraba en la barca para ir y asaltar con las armas la carabela. Por lo cual, temiendo el Almirante lo que podría suceder, mandó a los suyos que se pusiesen en orden y se armasen, pero que no hiciesen muestra de quererse defender, a fin de que los portugueses se acercaran más confiadamente. Pero éstos, yendo al encuentro del Almirante, cuando lo tuvieron ya cerca, el capitán se levantó, pidiendo muestra de seguridad, la que fue dada por el Almirante, creyendo que subiría a la nave, y que así como éste, a pesar del salvoconducto que dio había tomado la barca juntamente con la gente, así él podía retenerle, bajo la fe, hasta que le restituyese lo mal apresado. Pero, el portugués, no se atrevió a acercarse más de lo que bastaba para ser oído; entonces el Almirante le dijo que se maravillaba de tal innovación, y de que no viniese alguno de los suyos a la barca, pues eran bajados a tierra con salvoconducto y con ofertas de regalos y socorro, mayormente habiendo el capitán mandado saludarle.

A más de esto, le rogaba considerar que, lo hecho por él no se usa ni aun entre enemigos, no es conforme a las leyes de caballería, y ofendería mucho al rey de Portugal, cuyos súbditos, en tierras de los Reyes Católicos, sus señores, son bien tratados y reciben mucha cortesía, arribando y estando, sin algún salvoconducto, con mucha seguridad, no de otro modo que si estuvieran en Lisboa; añadiendo que Sus Altezas le habían dado cartas de recomendación para todos los príncipes y señores y hombres del mundo, las cuales mostrara si se hubiese acercado; porque si en todas partes eran respetadas estas letras, y él era bien acogido, y todos sus vasallos, mucha más razón había para que fuesen recibidos y agasajados en Portugal, por la vecindad y el parentesco de sus príncipes; especialmente, siendo él, como era, su Almirante mayor del Océano, y virrey de las Indias, por él recientemente descubiertas; de todo lo que le mostraría las cartas, firmadas de sus Reales nombres y selladas con su sello. Y así, de lejos, se las enseñó, y le dijo que podía acercarse sin miedo, pues por la paz y la amistad que había entre los Reyes Católicos y el Rey de Portugal, le habían mandado que hiciese toda honra y cortesía que pudiese a los navíos de portugueses que encontrara. Añadiendo que, aunque el quisiera obtinadamente y con descortesía retener su gente, no por esto quedaría impedido de ir a Castilla, porque le quedaban bastantes hombres en el navío para navegar hasta Sevilla, y aún para hacerle daño, si era necesario, del cual él mismo habría dado ocasión, y tal castigo se atribuiría justamente a su culpa; a más, que, por ventura, su Rey lo castigaría como a hombre que daba causa para que se rompiese la guerra entre él y los Reyes Católicos.

Entonces el capitán con los suyos respondió: «No cognoscemos acá al Rey e Reina de Castilla, ni sus cartas, ni le habían miedo, antes les darían a entender que cosa era Portugal». De cuya respuesta conoció el Almirante y temió que después de su partida habría sucedido alguna rotura o discordia entre un reino y el otro; sin embargo, se inclinó a responderle como a su locura convenía. últimamente, al marcharse, el capitán se levantó, y desde lejos le dijo que debía ir al puerto con la carabela, porque todo lo que hacía y había hecho, se lo había encargado el Rey su señor por cartas. Habiendo oído esto el Almirante, puso por testigos a los que estaban en la carabela; y llamados el capitán y los portugueses, juró no bajar de la carabela hasta que no hubiese hecho prisioneros un centenar de portugueses para llevarlos a Castilla y despoblar toda aquella isla. Dicho esto, volvió a surgir en el puerto donde antes estaba, porque el viento no permitía hacer otra cosa.
Pero al siguiente día, arreciando mucho más el viento, y siendo desventajoso aquel lugar donde había surgido, perdió las áncoras y no tuvo más remedio que desplegar las velas hacia la isla de San Miguel, donde, si por la gran tormenta y temporal que todavía duraba, no pudiese echar las anclas, había resuelto ponerse a la cuerda, no sin infinito peligro, tanto por causa del mar que estaba muy alborotado, como porque no le quedaban más que tres marineros y algunos grumetes; toda la otra gente era de tierra, y los indios no tenían práctica alguna de manejar velas y jarcias.

Pero supliendo con su persona la falta de los ausentes, con bastante fatiga y no leve peligro pasó aquella noche hasta que, venido el día, viendo que había perdido de vista la isla de San Miguel, y que el tiempo había abonanzado algo, decidió volver a la isla de Santa María, para intentar, si podía, recuperar su gente y las áncoras y la barca, donde arribó el jueves, a la tarde, el 21 de Febrero.
No mucho después que llegó fue la barca con cinco marineros, y todos ellos con un notario, confiados con la seguridad que les dio, entraron en la carabela, en la que, por ser ya tarde, durmieron aquella noche. Al día siguiente, dijeron que venían de parte del capitán a saber con certeza de dónde y cómo venía aquel navío, y si navegaba por comisión del Rey de Castilla; porque, constando la verdad de esto, estaban prontos a darle toda honra. Cuya mudanza y oferta se debió a que veían claro que no podían tomar el navío y la persona del Almirante, y que les podría resultar daño de lo que habían hecho. Pero el Almirante, disimulando lo que sentía, respondió que les daba gracias por su ofrecimiento y cortesía; y pues lo que pedían era según uso y costumbre de la mar, él estaba dispuesto a satisfacer su demanda; y así les mostró la carta general de recomendación de los Reyes Católicos, dirigida a todos sus súbditos, y a los otros príncipes; y también la comisión y mandato que aquéllos le habían hecho para que emprendiese tal viaje. Lo cual, visto por los portugueses, se fueron a tierra satisfechos, y devolvieron pronto la barca y los marineros; de los cuales supo el Almirante decirse en la isla, que el Rey de Portugal había dado aviso a todos sus vasallos, para que hiciesen prisionero al Almirante, por cualquier medio que pudieran.

 
 
CapÍtulo XL
Cómo el Almirante salió de las islas de los Azores y llegó con temporal a Lisboa
El domingo, a 24 de Febrero, el Almirante salió de la isla de Santa María para Castilla, con gran necesidad de lastre y leña, de cuyas cosas, por el mal tiempo, no se había podido proveer, y estando a distancia de cien leguas de la tierra más vecina, vino una golondrina al navío, la que, como se pensó, los malos tiempos habían empujado al mar, lo que se conoció luego con más claridad, porque, al día siguiente, que fue el 28 de febrero, llegaron otras muchas golondrinas y aves de tierra, y también vieron una ballena.
A 3 de Marzo tuvieron tan gran tempestad que, pasada la media noche, les desgarró las velas, de modo que teniendo la vida en gran peligro, hicieron voto de enviar un peregrino a la Virgen de la Cinta, cuya venerada casa está en Huelva, adonde aquél debía ir descalzo y en camisa. Tocó también la suerte al Almirante, como si con tantos votos como le tocaban, Dios glorioso quisiera demostrar serle más gratas las promesas de él que las de los otros. A más de este voto, hubo también otros de muchos particulares.
Corriendo sin un palmo de vela, con el mástil desnudo, con terrible mar, gran viento, y con espantosos truenos y relámpagos por todo el cielo, que cualquiera de estas cosas parecía que se iba a llevar la carabela por el aire, quiso Nuestro Señor mostrarles tierra, casi a media noche, de lo que no menor peligro les resultaba, de modo que, para no estrellarse, o dar en paraje donde no pudieran poder salvarse, que necesario que diesen un poco de vela, para sostenerse contra el temporal, hasta que quiso Dios que llegase el día, y amanecido, vieron que estaban cerca de la roca de Cintra, en los confines del reino de Portugal.

Allí fue precisado a entrar, con miedo y asombro grande de la gente del país, y de los marineros de la tierra, los cuales corrían de todas partes a ver como cosa maravillosa un navío que escapaba de tan cruel tormenta, especialmente, habiendo recibido nuevas de muchos navíos que, hacia Flandes y en otros mares, habían perecido aquel día.
Después, entrando en la ría de Lisboa, lunes, a 4 de Marzo, surgió junto al Rastello, y muy presto mandó un correo a los Reyes Católicos, con la nueva de su venida. También escribió al Rey de Portugal, pidiendo licencia de arribar junto a la ciudad, por no ser lugar seguro aquel donde se hallaba, contra quien le quisiera ofender con falso y cauteloso pretexto de que el mismo Rey lo ordenaba, creyendo que con hacerle daño podía impedir la victoria del Rey de Castilla.
 
CapÍtulo XLI
Cómo los de Lisboa iban a ver al Almirante, como a una maravilla, y luego fue a visitar al Rey de Portugal
Martes, a 5 de Marzo, el patrón de la nave grande que el Rey de Portugal tenía en el Rastello para guarda del puerto, fue con su batel armado a la carabela del Almirante, y le intimó que fuera consigo a dar cuenta de su venida a los ministros de Rey, según la obligación y uso de todas las naves que allí arribaban. Respondió el Almirante que los Almirantes del Rey de Castilla, como lo era él, no estaban obligados a ir donde por alguno fuesen llamados, ni debían separarse de sus navíos, pena de vida, para dar tales relaciones, y que así habían resuelto hacerlo.

Entonces, el patrón le dijo que al menos mandase a su maestre. Pero el Almirante le respondió que, en su opinión, todo esto era lo mismo, a no ser que enviase un grumete, y que en vano le mandaba que fuese otra persona de su navío.
Viendo el patrón que el Almirante hablaba con tanta razón y atrevimiento, replicó que, cuando menos, para que le constase que venía en nombre y como vasallo del Rey de Castilla, le mostrase las cartas de éste, con las que pudiera satisfacer a su capitán. A cuya demanda, porque parecía justa, consintió el Almirante, y le enseñó la cartas de los Reyes Católicos; con lo que aquél quedó satisfecho y se volvió a su nave para dar cuenta de esto a don álvaro de Acuña, que era su capitán. El cual, muy luego, con muchas trompetas, con pífanos, tambores, y con gran pompa, fue a la carabela del Almirante, donde le hizo gran festejo y muchas ofertas.
Al día siguiente, que se supo en Lisboa la venida del Almirante de las Indias, era tanta la gente que iba a la carabela para ver los indios que traía y por saber novedades, que no cabían dentro; y el mar estaba casi lleno de barcas y bateles de los portugueses. Algunos de los cuales daban gracias a Dios por tanta victoria, otros se desesperaban y les disgustaba mucho ver que se les había ido de las manos aquella empresa, por la incredulidad y la poca cuenta que había mostrado su Rey; de modo que paso aquel día con gran concurso y visitas del gentío.
Al día siguiente escribió el Rey a sus factores para que presentasen al Almirante todo el bastimento y lo demás de que tuviese necesidad para su persona y para su gente; y que no le pidiesen por ello cosa alguna, También escribió al Almirante alegrándose de su próspera venida, y que hallándose en su reino, se alegraría que fuese a visitarlo.

El Almirante estuvo un tanto dudoso; pero considerada la amistad que había entre aquél y los Reyes Católicos, la cortesía que había mandado hacerle, y también para quitar la sospecha de que venía de las conquistas de Portugal, agradóle ir a Valparaíso, donde el Rey estaba, a nueve leguas del puerto de Lisboa, y llegó el sábado de noche, a 9 de Marzo.
Entonces, el Rey mandó que fuesen a su encuentro todos los nobles de la Corte, y cuando estuvo en su presencia le hizo mucha honra y grande acogimiento, mandándole que se cubriese, y haciéndole sentar en una silla. Luego que el Rey oyó, con semblante alegre, las particularidades de su victoria, le ofreció todo aquello que necesitase para el servicio de los Reyes Católicos, aunque le parecía que, por lo capitulado con éstos, le pertenecía aquella conquista. A lo que el Almirante respondió que él nada sabía de tal capitulación, y se le había mandado que no fuese a la Mina de Portugal, en Guinea, lo que había fielmente cumplido, a lo que replicó el Rey que todo estaba bien, y tenía certeza de que todo se arreglaría como la razón demandase. Habiendo pasado largo tiempo en estos razonamientos, el Rey mandó al prior de Crato, que era el hombre más principal y de mayor autoridad, de cuantos había con él, que hospedase al Almirante, haciéndole todo agasajo y buena compañía; y aquél así lo hizo.
Después de estar allí el domingo y el lunes, después de comer en aquel lugar, el Almirante se despidió del Rey, quien le demostró mucho amor, le hizo largos ofrecimientos, y mandó a don Martín de Noroña que fuese con él; no dejaron muchos otros caballeros de acompañarle, por honrarle y saber los notables hechos de su viaje.

Y así, yendo por su camino a Lisboa, pasó por un monasterio donde se hallaba la Reina de Portugal; la que con gran instancia le había enviado pedir que no pasara sin visitarla. Presentado a la Reina, ésta se alegró mucho y le hizo todo el agasajo y cortesía que correspondía a tan gran señor. Aquella noche fue un gentilhombre del Rey al Almirante, diciéndole, en su nombre, que si quería ir por tierra a Castilla, la acompañaría y le hospedaría en todas partes, dándole cuanto fuese menester hasta los confines de Portugal.
 
 
CapÍtulo XLII
Cómo el Almirante salió de Lisboa para venir a Castilla por mar
Después, el miércoles, 13 de Marzo, a dos horas del día, el Almirante dio velas para ir a Sevilla; el viernes siguiente, a mediodía, entró en Saltes, y surgió dentro del puerto de Palos, de donde había salido el 3 de Agosto del año pasado de 1492, siete meses y once días antes. Allí fue recibido por todo el pueblo en procesión, dando gracias a Nuestro Señor por tan excelsa gracia y victoria, de la que tanto acrecentamiento se esperaba para la religión cristiana y para el estado de los Reyes Católicos, teniendo aquellos vecinos en mucho que el Almirante, cuando salió, hubiese desplegado velas en aquel lugar, y que la mayor parte y más noble de la gente que había llevado, saliese de aquella tierra; aunque muchos de éstos, por culpa de Pinzón, hubieran tenido alguna perfidia y desobediencia.

Al mismo tiempo que el Almirante llegó a Palos, Pinzón arribó a Galicia, y quería ir él solo a Barcelona para dar cuenta del suceso a los Reyes Católicos; pero éstos le intimaron que no fuera sino con el Almirante, con el cual había ido al descubrimiento; de lo que recibió tanto dolor y enojo que se fue a su patria, doliente, y en pocos días murió de pena.
Antes que éste volviese a Palos, el Almirante fue por tierra a Sevilla, con ánimo de ir de allí a Barcelona, donde estaban los Reyes Católicos. Y en el viaje tuvo que detenerse algo, aunque poco, por la mucha admiración de los pueblos por donde pasaba, pues de todos ellos y de sus proximidades, corría la gente a los caminos para verle, y a los indios y las otras cosas y novedades que llevaba. Así continuando su camino, llegó a mitad de Abril a Barcelona, habiendo hecho antes saber a Sus Altezas el próspero suceso de su viaje. De lo que mostraron infinita alegría y contento; y como a hombre que tan gran servicio les había prestado, mandaron que fuese solemnemente recibido. Salieron a su encuentro todos los que estaban en la ciudad y en la Corte; y los Reyes Católicos le esperaron sentados públicamente, con toda majestad y grandeza, en un riquísimo trono, bajo un dosel de brocado de oro, y cuando fue a besarles las manos se levantaron, como a gran señor, le pusieron dificultad en darle la mano, y le hicieron sentarse a su lado. Después, dichas brevemente algunas cosas acerca del proceso y resultado de su viaje, le dieron licencia para que se fuese a su posada, hasta donde fue acompañado por toda la Corte.

Estuvo allí con tan gran favor y con tanta honra de Sus Altezas que, cuando el Rey cabalgaba por Barcelona, el Almirante iba a un lado, y el Infante Fortuna a otro, no habiendo antes costumbre de ir más que dicho Infante que era pariente muy allegado al Rey.
 
 
CapÍtulo XLIII
Cómo se acordó que el Almirante volviese con gran armada a poblar la isla Española, y se logró del Papa la aprobación de la conquista
Dióse en Barcelona, con mucha solicitud y presteza, orden para la expedición y retorno del Almirante a la Española, tanto para socorrer a los que allí habían quedado, como para aumentar la población y sojuzgar aquella isla, y las otras que estaban ya descubiertas o se esperaba descubrir. Muy luego los Reyes Católicos, por consejo del Almirante, para más claro y justo título de las Indias, procuraron tener del Sumo Pontífice la aprobación y donación de la conquista de todas aquellas. La cual, el Papa Alejandro VI, que regía entonces el pontificado, concedió liberalísimamente, no sólo en cuanto a lo ya descubierto, sino de todo lo que se descubriese al Occidente, hasta llegar al Oriente en parte donde en aquel tiempo tuviese posesión, de hecho, algún príncipe cristiano; prohibiendo a todos en general que entrasen en dichos confines. Al año siguiente, dicho Pontífice volvió a confirmar esto, con muchas cláusulas eficaces y significativas palabras.
Viendo los Reyes Católicos que de aquella gracia y concesión que les hizo el Papa, era causa y principio el Almirante, y que con su viaje y descubrimiento les había adquirido el derecho y la posesión de todo aquello, quisieron recompensarlo por todo.

Y así, en Barcelona, el 28 de Mayo, le concedieron nuevo privilegio, o más bien una exposición y declaración del primero, por el cual confirmaban lo que con él habían antes capitulado, y con claras y abiertas palabras declaraban los límites y confines de su almirantazgo, virreinato y gobernación, en todo lo que el Papa les había concedido, ratificando en este privilegio el que antes le habían hecho; el cual, con la subsiguiente declaración, copiamos aquí.
 
 
CapÍtulo XLIV
Privilegios concedidos por los Reyes Católicos al Almirante
Don Fernando e doña Isabel, por la gracia de Dios, Rey e Reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Secilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galisia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, del Algarbe, de Algesira, de Gibraltar e de las Yslas de Canaria, conde e Condesa de Barcelona, e Señores de Vizcaya e de Molina, Duques de Athenas e de Neopatria, Condes de Rosellón e de Cerdania, Marqueses de Oristán e de Gociano. Por quanto vos, Christobal Colon, vades, por nuestro mandado, a descobrir e ganar, con ciertas fustas nuestras, e con nuestra gente, ciertas yslas e tierra firme en la dicha mar Oceana, e se espera que, con la ayuda de Dios, se descubrirán e ganaran algunas de las dichas yslas e tierra firme, en la dicha mar Oceana, por vuestra mano et industria; e asy es cosa justa e razonable que pues os ponéis al dicho peligro por nuestro servicio, seades dello remunerado; e queriendos honrar e fase merced por lo susodicho, es nuestra merced e voluntad que vos el dicho Christobal Colon, despues que ayades descubierto e ganado las dichas yslas e tierra firme en la dicha mar Oceana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas yslas e tierra firme que asi descubrierdes e ganardes, e seades nuestro Almirante e Viso-rey e Gobernador en ellas; e vos podades dende en adelante llamar e yntitular Don Christobal Colon, e asy vuestros fijos e subcesores en dicho oficio e cargo se puedan intitular e llamar don, e Almirante e Visorey e Gobernador dellas; e para que podades usar e exercer el dicho oficio de almirantazgo con el dicho oficio de visorey e governador de las dichas yslas e tierra firme que asi descubriedes e ganardes por vos, e por vuestros lugartenientes, e oyr e librar todos los pleitos e cabsas ceviles e criminales tocantes al dicho oficio de almirantazgo e de visorey e governador, según fallardes por derecho, e según lo acostumbran usar e exercer los almirantes de nuestros reynos, e podades punir e castigar los delinquentes; e usedes de los dichos oficios de almirantazgo e visorey e governador, vos e vuestros dichos lugartenientes, en todo lo que a los dichos oficios e a cada uno de ellos es anexo e concerniente; e que ayades e levedes los derechos e salarios a los dichos oficios e a cada uno dellos anexos e concernientes e pertenecientes, según e como los lieva e acostumbra llevar el nuestro Almirante mayor en el almirantadgo de los nuestros reynos.

E por esta nuestra carta o por su treslado signado de escribano publico, mandamos al Principe D. Juan, nuestro muy caro e muy amado fijo, e a los ynfantes, duques, perlados, marqueses, condes, maestres de las ordenes, priores, comendadores, e a los del nuestro Consejo, e Oydores de la nuestra Abdiencia, alcaldes e otras justicias qualesquier de la nuestra casa e Corte e Chancillería, e a los subcomendadores, alcaydes de los castillos e casas fuertes e llanas, e a todos los concejos e asistentes, corregidores e alcaldes e alguacyles, merinos, veynte e cuatros, cavalleros jurados, escuderos, oficiales e omes buenos de todas las cibdades e villas e lugares de los nuestros reynos e señorios, e de los que vos conquistardes e ganardes, e a los capitanes, maestres, contramaestres, e oficiales, marineros e gentes de la mar, nuestros subditos e naturales, que agora son e serán de aquí adelante, e a cada uno e cualquier dellos, que syendo por vos descubiertas e ganadas las dichas yslas e tierra firme en la dicha mar Océana, e fecho por vos, e por quien vuestro poder oviere, el juramento e solepnidad que en tal caso se requiere, vos ayan e tengan dende en adelante, para en toda vuestra vida, e despues de vos, a vuestro fijo e subcesor, e de subcesor en subcesor para syempre jamas, por nuestro almirante de la dicha mar Océana, e por visorey e governador de las dichas yslas e tierras firme que vos el dicho D. Christoval Colon descubrierdes e ganardes, e usen con vos e con los dichos oficios de almirantadgo e visorey e governador pusierdes, en todo lo a ellos concerniente, e vos recudan e fagan recudir con la quitación e derechos e otras cosas a los dichos oficios anexas e pertenescientes, e vos guarden a fagan guardar todas las honras e gracias e mercedes e libertades, preheminencias, prerrogativas, esenciones, e ynmunidades, e todas las otras cosas, e cada una de ellas, que por razón de los dichos oficios de almirante e visorey e governador devedes aver e gosar, e vos deven ser guardadas, en todo bien e complidamente, en guisa que vos no menguen cosa alguna, e que en ello, ni en parte dello, embargo ni contrario alguno vos no pongan ni consientan poner, ca Nos, por esta nuestra carta, desde agora para entonces vos fasemos merced de los dichos oficios de almirantadgo e visorey e governador, por juro de heredad para siempre jamás; e vos damos la posesion e casi posesion dellos e de cada uno dellos, e poder abtoridad para lo usar e exercer, e llevar los derechos salarios a ellos e a cada uno dellos anexos e pertenescientes, según e como dicho es; sobre lo qual todo que dicho es, sy necesario vos fuere, e gelos vos pidierdes.

mandamos al nuestro chanciller e notarios, e los otros oficiales qu´estan a la tabla de los nuestros sellos, que vos den e libren e pasen e sellen nuestra carta de previllejo rodado, la mas fuerte e firme e bastante que les pidierdes e ovierdes menester; e los unos ni los otros no fagades, ni fagan ende ál, por alguna manera, so pena de la nuestra merced e de diez mil maravedis para la nuestra Cámara, a cada uno que lo contrario fisiere; e demás mandamos al ome que les esta nuestra carta mostrare, que los enplaze que parescades ante nos en la nuestra Corte, doquier que nos seamos, del día que los enplasare a quince días primeros syguientes, so la dicha pena, so la qual mandamos a qualquier escribano público que para esto fuere llamado, que dé ende al que gela mostrare testimonio signado con su sygno, porque nos sepamos en como se cumple nuestro mandado.
Dada en la nuestra cibdad de Granada, a treynta días del mes de Abril, año del nascimiento de nuestro señor Jhesu Christo de mil e quatrocientos e nouenta e dos años.
Yo el Rey
Yo la Reyna
Yo Johan de Coloma, secretario del Rey e de la Reyna nuestros señores, la fis escrivir por su mandado.
Acordada en forma: Rodericus, doctor. Registrada: Sebastián D´Olano.
Francisco de Madrid, chanciller.
E agora, porque plugo a Nuestro Señor que vos fallastes muchas de las dichas yslas, e esperamos que con la ayuda suya que fallereis e descobrireis otras yslas e tierra firme en el dicho mar Océano, a la dicha parte de las Indias, e nos suplicastes e pedistes por merced que vos confirmasemos la dicha nuestra carta que de suso va encorporada, e la merced en ella contenida, para que vos e vuestros fijos e descendientes e subcesores uno en pos de otro, y después de vuestros días, podades tener y tengades los dichos oficios de almirante e visorey e governador del dicho mar Océano e Yslas e tierra firme que asy aveys descubierto e fallado, e descubrierdes, e fallardes de aquí adelante, con todas aquellas facultades e preheminencias e prerrogativas de que han gozado e gozan los nuestros almirantes e visorey e governadores que han seydo e son, de los dichos nuestros reynos de Castilla y de León; e vos sea acudido con todos los derechos e salarios a los dichos oficios anexos e pertenescientes, usados e guardados a los dichos nuestros almirantes, visoreyes e governadores, o vos mandemos proveer sobrello como la nuestra merced fuese; e Nos, acatando el arrisco e peligro en que por nuestro servicio vos posistes en yr a catar e descobrir las dichas yslas e tierra firme, e en el que agora vos poneys en yr a buscar e descobrir las otras yslas e tierra firme, de que avemos seydo e esperamos ser de vos muy servidos, e por vos facer bien e merced, por la presente, vos confirmamos a vos et a los dichos vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, para agora e para siempre Jamas, los dichos oficios de almirante del dicho mar Océano, e visorey e governador de las dichas yslas e tierra firme que aveys fallado e descubierto, e de las otras yslas e tierra firme que por vos o por vuestra yndustria se fallaren e descubrieren de aquí adelante en la dicha parte de las Indias; e es nuestra merced e voluntad que ayades e tengades vos, e después de vuestros días, vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, el dicho oficio de nuestro almirante del dicho mar Océano, ques nuestro, que comienza por una raya o línea que nos avemos fecho marcar, que pasa desde las yslas de los Açores a las yslas de Cabo Verde, de Setentrion en Austro, de polo a polo, por manera que todo lo que es allende de la dicha liña al ocidente, es nuestro e nos pertenece; e ansi vos fasemos e criamos nuestro almirante, e a vuestros fijos e subcesores, uno en pos de otro, de todo ello para siempre jamas; e asimismo vos fasemos nuestro visorey e governador, e despues de vuestros días, a vuestros fijos e descendientes e subcesores, uno en pos de otro, de las dichas islas e tierra firme descubiertas e por descobrir en el dicho mar Océano, a la parte de las Yndias, como dicho es, e vos damos la posesión e casi posesion de todos los dichos oficios de almirante e visorey e governador, para siempre jamas, e poder e facultad para que en las dichas mares podades usar e usedes del dicho oficio de nuestro Almirante, con todas las cosas et en la forma e manera e con las prerrogativas e preheminencias e derechos e salarios segun e como lo usaron e usan, gosaron e gosan, los nuestros almirantes de los mares de Castilla e de Leen, e para en la tierra de las dichas yslas e tierra firme que son descubiertas e se descubrieren de aqui adelante en la dicha mar Océana, en la dicha parte de las Yndias, porque los pobladores de todo ello sean mejor governados, vos damos tal poder e facultad para que podades, como nuestro visorey e governador, usar por vos e por vuestros lugartenientes e alcaldes e alguaciles e otros oficiales que para ello pusierdes, la jurisdicción civil e criminal, alta e baxa, mero mixto ymperio; los quales dichos oficios podades amover e quitar, e poner otros en su lugar, cada e quando quisierdes e vierdes que cumple a nuestro servicio; los quales puedan oyr e librar e determinar todos los pleitos e cabsas ceviles e criminales que en las dichas yslas e tierra firme acaescieren e se movieren, e aver e llevar los derechos e salarios acostumbrados en nuestros Reynos de Castilla e de Leon, a los dichos oficios anexos y pertenecientes; e vos el dicho nuestro visorey e governador, podades oyr e conocer de todas las dichas causas, e de cada una dellas, cada que vos quisierdes de primera ynstancia, por via de apellación o por simple querella, e las ver e determinar e librar, como nuestro visorey e governador, e podades facer e fagades vos e los dichos vuestros oficiales qualesquier pesquisas a los casos de derecho premisos, e todas las otras cosas a los dichos oficios de visorey e governador pertenecientes, e que vos e vuestros lugartenientes e oficiales que para ello pusierdes e entendierdes que cumple a nuestro servicio e a execución de nuestra justicia; lo cual todo podades e puedan haser e executar e llevar a devida execución con efecto, bien asy como lo farian e podrian facer si por Nos mismos fuesen los dichos oficiales puestos; pero es nuestra merced e voluntad que las cartas e provisiones que dierdes, sean e se expidan e libren en nuestro nombre, diciendo: «Don Fernando e Doña Ysabel, por la gracia de Dios, rey e reyna de Castilla, de Leen, etc», e sean selladas con nuestro sello que nos vos mandamos dar para las dichas yslas y tierra firme, E mandamos a todos los vecinos e moradores e a otras personas que estan et estovieren en las dichas yslas e tierra firme, que vos obedesean como a nuestro visorey e governador d´ellas; e a los que andovieren en las dichas mares suso declaradas, vos obedezcan como a nuestro almirante del dicho mar Océano, e todos ellos cumplan vuestras cartas e mandamientos, e se junten con vos e con vuestros oficiales para executar la nuestra justicia, e vos den e fagan dar todo el favor e ayuda que les pidierdes e menester ovierdes, so las penas que les pusierdes; las quales, Nos por la presente les ponemos e avemos por puestas, e vos damos poder para las executar en sus personas e bienes; e otros, es nuestra merced e voluntad que si vos entendierdes ser complidero a nuestro servicio, e a exsecución de nuestra justicia, que qualesquier personas que estan et estovieren en las dichas Yndias e tierra firme, salgan dellas, e que no entren, ni esten en ellas, e que vengan e se presenten ante Nos, que lo podais mandar de nuestra parte, e los fagays salir dellas; a los quales, Nos, por la presente, mandamos que luego lo fagan e cumplan e pongan en obra, syn nos requerir ni consultar en ello, ni esperar ni aver otra nuestra carta, ni mandamiento, non enbargante qualquier apellacion o suplicacion que del tal vuestro mandamiento fisieren e ynterpusieren; para lo qual todo que dicho es, e para las otras cosas devidas e pertenecientes a los dichos oficios de nuestro almirante e visorey e governador, vos damos todo poder complido, con todas sus yncidencias e dependencias, emergencias, anexidades e conexidades; sobre lo qual todo que dicho es, sy quisierdes, mandamos al nuestro chanciller e notarios, e a los otros oficiales que estan en la tabla de los nuestros sellos, que vos den e libren, e pasen e sellen nuestra carta de privilegio rodado, la mas fuerte e firme e bastante que les pidierdes e menester ovierdes; e los unos ni los otros non fagades ni fagan ende al por alguna manera, so pena de la nuestra merced e de diez mil maravedis para la nuestra Cámara a cada uno que lo contrario fisiere, e demas mandamos al ome que vos esta nuestra carta mostrare, que vos enplase que parescades ante Nos en la nuestra Corte, doquier que Nos seamos, del dia quel os enplasare fasta quinse dias primeros syguientes, so la dicha pena, so la qual mandamos a qualquier escribano publico que para esto fuere llamado, que de ende al que gela mostrare testimonio sygnado con su sygno, porque nos sepamos en como se cumple nuestro mandado.

Dada en la ciudad de Barcelona, a veynte e ocho días del mes de Mayo, año del nascimiento de nuestro Señor Jhesu Christo de mil e quatrocientos e noventa e tres años.
Yo el Rey
Yo la Reyna
Yo Fernand Alvares de Toledo, secretario del Rey e de la reyna nuestros señores, la fiz escribir por su mandado.
Pero Gutierres, chanciller.
Derechos del sello e registro, nihil.
En las espaldas: acordada: Rodericus, doctor. Registrada: Alonso Pérez.
 
 
CapÍtulo XLV
Cómo el Almirante salió de Barcelona para Sevilla, y de Sevilla para la Española
Una vez provisto cuanto hacía falta para la población de aquellas tierras, el Almirante salió de Barcelona para Sevilla, el mes de Junio. Tan pronto como llegó, procuró con entera diligencia la expedición de la armada que los Reyes Católicos le habían mandado hiciese, y en breve tiempo fueron puestos a punto diez y siete navíos, entre grandes y pequeños, proveídos de muchos bastimentos y de todas las cosas y artificios que para poblar todas aquellas tierras parecieron necesarius, a saber: artesanos de todos los oficios; hombres de trabajo; labriegos, que cultivasen la tierra; sin contar con que, a la fama del oro y de otras cosas nuevas de aquellos países, habían acudido tantos caballeros e hidalgos y otra gente noble, que fue necesario disminuir el número, y que no se diese permiso a tanta gente que se alistaba, hasta que se viese en alguna manera cómo sucedían las cosas en aquellas regiones, y que todo, en algún modo, estuviese arreglado, aunque no se pudo restringir tanto el número de la gente que estaba para entrar en la armada, que no llegase a mil quinientas personas, entre grandes y pequeñas; algunos de los cuales llevaron caballos y otros animales que fueron de mucha utilidad y provecho para la población de aquellas tierras.

Hechos estos preparativos, el miércoles, a 25 de Septiembre del año 1493, una hora antes de salir el sol, estando presentes mi hermano y yo, el Almirante levó anclas en el puerto de Cádiz, donde se había reunido la armada, y llevó su rumbo al Sudoeste, hacia las islas de Canaria, para tomar allí refresco de las cosas necesarias, y así, con buen tiempo, a 28 de Septiembre, estando ya cien leguas más allá de España, fueron a la nave del Almirante muchos pajarillos de tierra, tórtolas y otras especies de pájaros pequeños, que parecían ir de paso para invernar en Africa, y que venían de las islas Azores. Continuando luego su viaje, miércoles, a 2 de Octubre, llegó el Almirante a la Gran Canaria, donde fondeó. A media noche tornó a su camino para ir a la Gomera, donde llegó el sábado, 5 de Octubre, y con gran diligencia ordenó que se tomase cuanto hacía falta para la armada.
 
 
CapÍtulo XLVI
Cómo el Almirante salió de la Gomera, y atravesando el Océano halló las islas de los Caribes
Lunes, a 7 de Octubre, el Almirante siguió su viaje a las Indias, habiendo entregado antes un pliego, cerrado y sellado, j todos los navíos, el cual mandaba no fuese abierto, a no ser que la fuerza del viento los separase de él. Esto era porque daba en aquella carta noticia del rumbo que habían de seguir para la Villa de la Navidad, en la Española, y no quería que, sin gran necesidad, fuese conocido de alguno aquel itinerario.

Navegando con próspero viento, el jueves, a 24 de Octubre, habiendo corrido más de 400 leguas al Occidente de la Gomera, ya no se halló la hierba que en el primer viaje habían encontrado a 250 leguas; y no sin admiración de todos, en aquel día y los dos siguientes, iba una golondrina a visitar la armada. El mismo sábado, de noche, se vio el fuego de San Telmo, con siete velas encendidas, encima de la gavia, con mucha lluvia y espantosos truenos. Quiero decir que se veían las luces qué los marineros afirman ser el cuerpo de San Telmo, y le cantan muchas letanías y oraciones, teniendo por cierto que en las tormentas donde se aparezca, nadie puede peligrar. Pero, sea lo que sea, yo me remito a ellos; porque si damos fe a Plinio, cuando aparecían semejantes luces a los marineros romanos en las tempestades del mar, decían que eran Castor y Polux; de los que hace mención también Séneca, al comienzo del libro primero de sus Naturales.
Pero volviendo a nuestra historia, digo que el sábado, de noche, a 2 de Noviembre, viendo el Almirante grande alteración en el cielo y en los vientos, y observando también nubarrones, tuvo por cierto hallarse cerca de alguna tierra; con esta opinión hizo quitar la mayor parte de las velas, y dispuso que toda la gente hiciese buena guardia, no sin razonable causa; porque la misma noche, al aparecer el alba, vieron tierra al Oeste, a siete leguas de la armada, y eran una isla alta y montuosa, a la que puso nombre de Domínica, por haberla descubierto el domingo, de mañana.

De allí a poco vio otra isla hacia el Nordeste de la Domínica, y después vio otras dos, una de ellas más hacia el Norte. Por esta gracia que Dios les había hecho, reuniéndose toda la gente de las naves en las popas, dijeron la Salve con otras oraciones e himnos cantados con mucha devoción, dando gracias a Nuestro Señor porque en veinte días, desde que salieron de la Gomera, habían arribado a dicha tierra, distancia que calculaban ser de 750 a 800 leguas.
Por no hallar en la costa de la parte de Levante de dicha isla Domínica lugar a propósito para fondear, pasaron a otra isla a la que el Almirante puso nombre de Marigalante, porque así era denominada la nave capitana. Allí, saliendo a tierra, con todas las solemnidades necesarias, volvió a ratificar la posesión que, en nombre de los Reyes Católicos, había tomado de todas las islas y tierra firme de las Indias en el primer viaje.
 
CapÍtulo XLVII
Cómo el Almirante descubrió la isla de Guadalupe, y lo que en ella vio
Lunes, a 4 de Noviembre, el Almirante salió de dicha isla Marigalante con rumbo al Norte hacia una isla grande, que llamó Santa María de Guadalupe por devoción y a ruego de los monjes del convento de aquella advocación, a los que había prometido dar a una isla el nombre de su monasterio. Antes que llegasen a ella, a distancia de tres leguas, vieron una altísima peña que acababa en punta, de la que brotaba un cuerpo o fuente de agua, que les pareció tan gruesa como un grande tonel; y caía con tanto ruido y fuerza que se oía desde los navíos; aunque muchos afirmaron que era una faja de peña blanca, parecida en la blancura y la espuma al agua por su áspera vertiente y precipicio.

Después que arribaron con las barcas, fueron a tierra para ver la población que se divisaba desde la orilla; y en ella nadie encontraron, porque la gente había huído al monte, excepto algunos niños, en cuyos brazos colgaron algunos cascabeles para tranquilizar a los padres cuando volviesen. Hallaron en las casas muchas ocas semejantes a las nuestras y muchos papagayos, de colores verde, azul, blanco y rojo, del tamaño de los gallos comunes. Vieron también calabazas y cierta fruta que parecía piñas verdes, como las nuestras, aunque mucho mayores, llenas de pulpa maciza, como el melón, de olor y sabor mucho más suave, las cuales nacen en plantas semejantes a lirios o aloes, por el campo, aunque son mejores las que se cultivan, como luego se supo. Vieron también otras hierbas y frutas diferentes de las nuestras, hamacas de algodón, arcos, flechas y otras cosas, de las que los nuestros no tomaron alguna, para que los indios se fiasen más de los cristianos.
Pero lo que entonces les maravilló más fue que encontraron un cazuelo de hierro; si bien yo creo que por ser los cantos y los pedernales de aquella tierra del color de luciente hierro, alguien de poco juicio, que lo encontró, con ligereza le pareció de hierro aunque no lo era, como quiera que, desde entonces hasta el día de hoy no se ha visto cosa alguna de hierro entre aquellas gentes, ni yo sé que lo dijera el Almirante. Antes creo que, acostumbrando éste a escribir día por día, lo que acontecía y le era dicho, anotase con otras cosas lo que acerca de esto le refirieron aquellos que habían ido a tierra; y aunque dicho cazuelo fuese de hierro, no habría de maravillarse; porque siendo los indios de aquella isla de Guadalupe caribes, y corriendo y robando hasta la Española, quizá tuvieran aquel cazuelo de los cristianos o de los indios de aquella isla; como también pudo suceder que hubiesen llevado el cuerpo de la nave que perdió el Almirante a sus casas, para valerse del hierro; y cuando no fuese hallado en el cuerpo de la nave, sería de alguna otra nave que los vientos y las corrientes habían llevado de nuestras regiones a dichos lugares.

Pero sea lo que quiera, aquel día no tomaron el cazuelo ni otra cosa, y volvieron a los navíos.
Al día siguiente, que fue martes, a 5 de Noviembre el Almirante mandó dos barcas a tierra para ver si podían tomar alguna persona que le diese noticias del país y le informase de la distancia y dirección a que estaba la Española. Cada una de aquellas barcas volvió con sendos indios jóvenes, y estos concordaron en decir que no eran de aquella isla, sino de otra llamada Boriquen, y ahora de San Juan; que los habitantes de la isla de Guadalupe eran caribes, y los habían hecho cautivos en su misma isla. De allí a poco, cuando las barcas volvieron a tierra para recoger algunos cristianos que allí habían quedado, encontraron juntamente con aquéllos seis mujeres que eran venidas a ellos huyendo de los caribes, y de su voluntad se iban a las naves. Pero el Almirante, para tranquilizar la gente de la isla, no quiso detenerlas en los navíos, antes bien les dio algunas cuentas de vidrio y cascabeles y las hizo llevar a tierra, contra su voluntad. No se hizo esto con ligera previsión, porque luego que bajaron, los caribes, a vista de los cristianos, les quitaron todo lo que el Almirante les había dado. Por lo cual, por su odio a los caribes, por miedo que de esta gente tenían, de allí a poco, cuando las barcas volvieron a tomar agua y leña, entraron en ellas dichas mujeres, rogando a los marineros que las llevasen a los navíos, diciendo por señas que la gente de aquella isla se comía los hombres, y a ellas las tenían esclavas, por lo que no querían estar con aquéllos; de manera que los marineros, movidos de sus ruegos, las llevaron a la nave, con dos muchachos y un mozo que se había escapado de los caribes, teniendo por más seguro entregarse a gente desconocida y tan diferente de su nación que permanecer con tales indios, que manifiestamente eran crueles, y se habían comido a los hijos de aquéllas, y a sus maridos; dícese que a las mujeres no las matan ni se las comen, sino que las tienen por esclavas.

De una de ellas se supo que a la parte del Sur había muchas islas, unas pobladas y otras desierta; las cuales, tanto aquella moza como las otras, separadamente, llamaron Yaramaqui, Cairoaco, Huino, Buriari, Arubeira y Sixibei. Pero la tierra firme, que decían ser muy grande, tanto ellas como los de la Española, llamaban Zuania. Porque en otros tiempos habían venido canoas de aquella tierra a comerciar con mucho gievanni, del que decían que lo había en dos tercios de una islilla no muy lejana. También dijeron que el rey de aquella tierra de donde huyeron había salido con diez grandes canoas y con 300 hombres a entrar en las islas vecinas y tomar la gente para comérsela. De las mismas mujeres se supo donde estaba la isla Española, pues aunque el Almirante la había puesto en su carta de navegación, quiso, sin embargo, para mejor información, saber lo que se decía de ella en aquel país, Muy luego habría partido de allí, si no le dijesen que un capitán llamado Márquez, con ocho hombres, había ido a tierra sin licencia, antes de ser de día, y que no había vuelto a los navíos, por lo que fue preciso que se mandase gente a buscarlos, aunque en vano, como quiera que por la gran espesura de los árboles no se pudo saber cosa alguna de aquéllos. Por lo cual, el Almirante, a fin de no dejarlos perdidos, y porque no quedase un navío que los esperase y recogiese, y luego no supiera ir a la Española, resolvió quedarse hasta el día siguiente.

Por estar la tierra llena de grandísimos bosques, como dijimos, mandó que se tornase a buscarlos, y que cada uno llevase una trompeta y algunos arcabuces, para que aquéllos acudiesen al estruendo. Pero éstos, después de haber caminado todo aquel día, como perdidos, volvieron a los navíos sin haberlos encontrado, ni saber noticia alguna de ellos. Por lo cual, viendo el Almirante que era la mañana del jueves, y que desde el martes hasta entonces no se sabía nada de ellos, y que habían ido sin licencia, resolvió seguir el viaje, o cuando menos hacer señal de quererlo continuar en castillo de aquéllos. Mas a ruegos de algunos amigos y parientes se quedó, y mandó que en tanto los navíos se proveyesen de agua y leña, y que la gente lavase sus ropas. Y mandó al capitán Hojeda con cuarenta hombres para que, al buscar a los perdidos, se enterase de los secretos del país; en el cual halló maíz, lignáloe, sándalo, gengibre, incienso y algunos árboles que, en el sabor y en el olor, parecían de canela; mucho algodón y halcones; vieron que dos de éstos cazaban y perseguían a otras aves; e igualmente vieron milanos, garzas reales, cornejas, palomas, tórtolas, perdices, ocas y ruiseñores. Y afirmaron que en espacio de seis leguas habían atravesado veintiséis ríos, en muchos de los cuales el agua les llegaba a la cintura; aunque yo creo más bien que, por la aspereza de la tierra, no hicieron más que pasar un mismo río muchas veces.
Mientras ellos se maravillaban de ver estas cosas, y otras cuadrillas iban por la isla buscando a los perdidos, éstos llegaron a los navíos, viernes a 8 de Noviembre, sin que de nadie fuesen hallados, diciendo que la gran espesura de los bosques había sido la causa de perderse.

Entonces el Almirante, por dar algún castigo a su temeridad, mandó que el capitán fuese puesto en cadena, y los otros castigados en las raciones de comida que se les daba. Luego que salió a tierra, vio en algunas casas las cosas ya mencionadas y, sobre todo, mucho algodón hilado y por hilar, y telares; muchas cabezas de hombres colgadas, y cestas con huesos de muertos. Dijeron que estas casas eran mejores y más copiosas de bastimentos, y de todo lo necesario para el uso y servicio de los indios, que ninguna otra de cuantas habían visto en las otras islas, cuando el primer viaje.
 
CapÍtulo XLVIII
Cómo el Almirante salió de la isla de Guadalupe, y de algunas islas que halló en su camino
Domingo, a 10 de Noviembre, el Almirante hizo levar las anclas, salió con la armada, fue por la costa de la isla de Guadalupe, hacia Noroeste, con rumbo a la Española, y llegó a la isla de Monserrat, a la que por su altura dio este nombre, y supo por los indios que consigo llevaba que la habían despoblado los caribes, comiéndose la gente. De allí pasó luego a Santa María la Redonda, llamada así por ser redonda y lisa, que parece no se puede entrar en ella sin escala; era llamada por los indios, Ocamaniro. Después llegó a Santa María de la Antigua, que los indios llamaban Giamaica, y es una isla de más de 18 leguas de costa.
Siguiendo su camino hacia Noroeste, se veían muchas islas que estaban a la parte del Norte, e iban del Noroeste a Sudeste, todas ellas muy altas y con grandísimas selvas.

En una de estas islas fondearon, y la llamaron San Martín; sacaban pedazos de coral pegados en las puntas de las áncoras, por lo que esperaban hallar otras cosas útiles en aquellas tierras. Pero, aunque el Almirante estaba muy deseoso de conocer todo, sin embargo, por ir en socorro de los que había dejado en la Española, acordó seguir hacia allí su camino; mas por la violencia del viento, el jueves, a 14 de Noviembre, fondeó en una isla, donde mandó que se apresase algún indio, para saber donde estaba. Y mientras el batel volvía a la armada llevando cuatro mujeres y tres niños que habían tomado, halló una canoa en la que iban cuatro hombres y una mujer; los cuales, viendo que no podían huir remando, se aparejaron a la defensa e hirieron a dos cristianos con sus saetas, las que lanzaban con tanta fuerza y destreza, que la mujer pasó una adarga de un lado a otro; pero, embistiéndoles impetuosamente el batel, la canoa se volcó, y los cogieron a todos nadando en el agua; uno de los cuales, según nadaba, lanzaba muchas flechas como si estuviese en tierra. Estos tenían cortado el miembro genital, porque son cautivados por los caribes en otras islas, y después castrados para que engorden, lo mismo que nosotros acostumbramos a engordar los capones, para que sean más gustosos al paladar.
De allí, salido el Almirante, continuó su camino al Oesnoroeste, donde halló más de cincuenta islas que dejaba a la parte del Norte; a la mayor llamó Santa Ursula y a las otras las Once Mil Vírgenes.

Después llegó a la isla que llamó de San Juan Bautista, y que los indios decían Boriquen. En ésta, en un puerto la Occidente fondeó la armada, y cogieron muchas variedades de peces, como caballos, lenguados, sardinas y sábalos; vieron halcones, y vides silvestres. Fueron algunos cristianos, al Oriente, a ciertas casas bien fabricadas, según costumbre de los indios, las cuales tenían la plaza y la salida hacia el mar; una calle muy ancha con torres de cañas a los dos lados; y lo alto estaba tejido con bellísimas labores de verdura, como los jardines de Valencia. A lo último, hacia el mar, había un tablado en el que podían estar diez o doce personas, alto y bien labrado.
 

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