De la alcoba al zoco
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Datos principales
Desarrollo
Ajena a todas las imágenes paradisíacas transmitidas por poetas, viajeros y antologistas, lejos del oro de los palacios califales, la sociedad andalusí de hace casi mil años se nos aparece esplendorosa por su diversidad. En el laberíntico entramado de las urbes, en las aldeas que surgen, según Ibn al-Hammara (siglo XI), "en medio del verdor de los vergeles, como perlas blancas engarzadas en esmeraldas", latía el pulso del pueblo. Un apasionante recorrido por todos los espacios de vida, un vaivén entre lo más íntimo y lo público, entre la desnudez y los fastos que nos ofrecen los innumerables restos, anécdotas, versos poéticos o tratados de severos teólogos nos introducen en primer lugar hasta el bastión inexpugnable del ámbito privado: la casa. El misterioso santuario de la vida familiar estaba enteramente concebido para que el ojo y la nariz del vecino o del viandante no se introdujeran nunca. Diminutas y escasas ventanas eran protegidas por celosías. La puerta exterior daba acceso a un zaguán en recodo o a un ángulo del patio, por el que la luz del día se repartía en las salas dispuestas a su alrededor. Mucho nos queda de este modelo de vivienda: concretamente en los célebres patios andaluces, aunque a lo largo de los siglos estos hayan descubierto parte de sus encantos a la indiscreta calle. Este legado sigue de manifiesto en numerosas voces árabes asimiladas por la lenguna castellana: las qubba (alcobas) estaban en los extremos de la sala central y rectangular que daba al patio, mientras que la gurfa (algorfa) se situaba en el piso superior.
Detrás de las fachadas, que evitaban desvelar con demasiada ostentación la condición social de sus moradores, se hallaba casi indefectiblemente la misma disposición, tanto en las viviendas modestas como en las mansiones aristocráticas. Todo era evidentemente una cuestión de escala, y la decoración, el mobiliario, los materiales, la calidad y los colores de las alfombras marcaban las diferencias sustanciales. Aunque el varón fuese su dueño, la casa era el territorio de la mujer por antonomasia. En este reducido reino separado del mundo se movía "libremente" y sin velos, dedicándose a las faenas cotidianas: preparar la masa del pan, que luego se llevaría a cocer al horno del barrio; o elaborar las espesas sopas de harina, los hasw, gachas o papillas cocidas con agua o leche, y los fidaus (fideos), todos ellos platos a base de cereales y féculas que constituían el menú de los más humildes. Pero los antiguos recetarios nos revelan que la mesa podía llenarse, siempre en función del bolsillo, con una infinita variedad de alimentos: hortalizas de las fértiles vegas de al-Andalus, frutos frescos y secos y numerosas carnes, entre las cuales había cierta predilección por el cordero lechal y el cabrito, aderezados con especias y salsas picantes. No se puede ocultar en este capítulo gastronómico el papel decisivo de Ziryab (siglo IX), gran músico y "dandy" de la corte del emir Abd al-Rahman II . Él revolucionó muchas de las costumbres de los andalusíes, importando de Bagdad algunos usos de la corte califal abasí e imponiéndose en al-Andalus como el gran árbitro de las modas y las buenas maneras.
Cuando todos los platos eran servidos a la vez, él decretó el orden de presentación, regla que seguimos acatando escrupulosamente. Primero, dijo, servirían las sopas; luego, los platos de carnes y aves, y para terminar, los dulces: pasteles de nueces, de almendras y de miel. Ziryab también impuso en las mesas elegantes la costumbre de beber en copas de precioso cristal en lugar de cubiletes de oro y plata. El calendario de Córdoba , redactado hacia 960, es un anuario en el que se recogen muchos de los momentos de la vida y las faenas de los andalusíes, desde las épocas de la siembra y las cosechas hasta la recaudación de impuestos. También contiene las instrucciones precisas para elaborar algunos manjares: mermelada de zanahorias silvestres y de calabaza, extracto del jugo de las flores de absinio y de alazor y zumos de dos variedades de granada. Esta suculencia se refleja en los paisajes rurales y urbanos. Los numerosos molinos delatan la preponderancia de los cereales y las harinas en la alimentación de los andalusíes. La sucesión de huertos y vergeles sabiamente irrigados, en las vegas y en los valles, nos indican la profusión y variedad de productos que se vendían en los zocos. En su recorrido diario, el habitante de la ciudad debía traspasar el umbral de su casa y recorrer las laberínticas callejuelas de su barrio para sumergirse en una auténtica marea humana. La muchedumbre bullía en las arterias principales de la medina, en torno a la mezquita Mayor y las puertas y en los abigarrados bazares.
Córdoba, en tiempos de los califas omeyas, era la ciudad más populosa de todo el Occidente, aunque las fuentes y estimaciones no concuerden siempre, al cifrar su población entre 10.000 y 1.000.000 de habitantes. Vivía en ella un mosaico de pueblos y etnias: árabes procedentes de Yemen o Siria, beréberes del Rif o del Sahara, negros del Sudán o del Níger y eslavos. Pero predominaban los "autóctonos", ya herederos de tantas culturas, que abrazaron muchos de los nuevos valores y costumbres de los conquistadores. Ellos, los muladíes (conversos o hijos de conversos al islam) y los mozárabes (cristianos que inevitablemente fueron "arabizados") constituían la inmensa mayoría de una población cada vez más mestiza. El "sincretismo" cultural se manifestaba, por ejemplo, en ciertas fiestas celebradas conjuntamente por cristianos, musulmanes y judíos, como el Nayruz y el Mihragan. Sus hermosos nombres, originarios de Persia, marcaban festividades del calendario solar de los cristianos: el 1 de enero y el 24 de junio, respectivamente. Por lo que se desprende de los tratados de hisba, que regulaban la vida urbana y la moral pública, la calle era todo un espectáculo. Allí aparecen todos los gremios, los productos, los pesos y las medidas, las infracciones y su castigo. Tanto en estos textos como en muchas calles de Córdoba que conservan los antiguos nombres de las corporaciones, podemos recrear el ajetreo de los artesanos, el griterío de los comerciantes, la mezcla de campesinos venidos a hacer sus compras y de mercaderes llegados desde el Sáhara u Oriente.
Abundaban también los vendedores de amuletos, los echadores de buenaventura, los cuentistas callejeros y todo tipo de faranduleros. En torno a la alcaicería, donde se ofrecían los productos de lujo, principalmente las preciosas sedas y brocados, había una auténtica corte de los milagros constituida por batallones de mendigos, que enseñaban al viandante las señas de una enfermedad o invalidez -verdadera o fingida- para apelar a la conmiseración pública. La sociedad, más allá de la diversidad de etnias y creencias, estaba compuesta por dos clases: la jassa ("privada" o "especial"), que agrupaba la aristocracia y la alta burguesía, y la amma ("pública"), es decir, el resto: las clases medias y los más miserables, los artesanos de la ciudad y los campesinos. Esta jerarquía se reflejaba, como es de suponer, en la indumentaria. Si bien todos llevaban los mismos tipos de atuendos, que se desglosan en una amplia variedad de camisas, túnicas, chalecos, pantalones y calzados, la calidad de la tela marcaba las diferencias sociales. Así, los ricos preferían las túnicas de seda en verano y de piel de zorro del Sáhara en invierno, mientras que los menos acomodados se contentaban con telas locales, de lana, algodón o lino. Sea cual fuese su condición social, los andalusíes eran grandes amantes de perfumes y ungüentos: esencias a base de limón y de todo tipo de flores, el famoso ámbar gris y negro, el preciado almizcle proveniente de Asia Central.
.. "De entre los seres vivos, son los más ciudadosos con la limpieza de sus vestidos", decía al-Maqqari, un antologista del siglo XVII. Una admirable pulcritud en la higiene personal es atestiguada por la asidua asistencia a los baños públicos de vapor: hasta la aldea más modesta tenía su hamman. La gloriosa capital, Córdoba , albergaba a finales del siglo X entre 300 y 600 de estos establecimientos. Allí acudían hombres de las tres religiones, y también, a horas distintas, mujeres que encontraban a sus amigas, recibían cuidados y masajes, se untaban el pelo con aceite perfumado de algalia o se depilaban. Aunque en la calle las féminas debían normalmente llevar el velo, había mil maneras de cumplir con la norma. La más escrupulosa lo ceñía en torno a los ojos, y la más coqueta lo llevaba bastante suelto sobre el pelo, haciendo aparecer flecos teñidos de alheña, pendientes, ojos pintados de kohl (el negro antimonio), falsos lunares en las mejillas y una boca que mascaba discretamente muhtasib. Los inspectores de la moral pública se quejaban a menudo de que los maridos permitían a sus mujeres quitarse el velo. En vano intentaron también prohibir a las bailarinas descubirse la cara ante el público. Los andalusíes adoraban a Alá, a Dios o a Yahvé. Pero asimismo veneraban a veces a santos místicos o adivinos poco ortodoxos y creían en los amuletos que se vendían en los zocos. A pesar de la prohibición y las recurrentes campañas de represión, también el consumo de vino estaba bastante extendido. A través de las reprimendas de los censores más puritanos y, sobre todo, por medio de la poesía, conocemos el espíritu de libertinaje y desobediencia que reinaba en algunos ambientes, más o menos marginales, y en la aristocracia. Entre la esfera privada y pública, había por lo visto unas fronteras semánticas y variables sobre lo lícito y lo ilícito.
Detrás de las fachadas, que evitaban desvelar con demasiada ostentación la condición social de sus moradores, se hallaba casi indefectiblemente la misma disposición, tanto en las viviendas modestas como en las mansiones aristocráticas. Todo era evidentemente una cuestión de escala, y la decoración, el mobiliario, los materiales, la calidad y los colores de las alfombras marcaban las diferencias sustanciales. Aunque el varón fuese su dueño, la casa era el territorio de la mujer por antonomasia. En este reducido reino separado del mundo se movía "libremente" y sin velos, dedicándose a las faenas cotidianas: preparar la masa del pan, que luego se llevaría a cocer al horno del barrio; o elaborar las espesas sopas de harina, los hasw, gachas o papillas cocidas con agua o leche, y los fidaus (fideos), todos ellos platos a base de cereales y féculas que constituían el menú de los más humildes. Pero los antiguos recetarios nos revelan que la mesa podía llenarse, siempre en función del bolsillo, con una infinita variedad de alimentos: hortalizas de las fértiles vegas de al-Andalus, frutos frescos y secos y numerosas carnes, entre las cuales había cierta predilección por el cordero lechal y el cabrito, aderezados con especias y salsas picantes. No se puede ocultar en este capítulo gastronómico el papel decisivo de Ziryab (siglo IX), gran músico y "dandy" de la corte del emir Abd al-Rahman II . Él revolucionó muchas de las costumbres de los andalusíes, importando de Bagdad algunos usos de la corte califal abasí e imponiéndose en al-Andalus como el gran árbitro de las modas y las buenas maneras.
Cuando todos los platos eran servidos a la vez, él decretó el orden de presentación, regla que seguimos acatando escrupulosamente. Primero, dijo, servirían las sopas; luego, los platos de carnes y aves, y para terminar, los dulces: pasteles de nueces, de almendras y de miel. Ziryab también impuso en las mesas elegantes la costumbre de beber en copas de precioso cristal en lugar de cubiletes de oro y plata. El calendario de Córdoba , redactado hacia 960, es un anuario en el que se recogen muchos de los momentos de la vida y las faenas de los andalusíes, desde las épocas de la siembra y las cosechas hasta la recaudación de impuestos. También contiene las instrucciones precisas para elaborar algunos manjares: mermelada de zanahorias silvestres y de calabaza, extracto del jugo de las flores de absinio y de alazor y zumos de dos variedades de granada. Esta suculencia se refleja en los paisajes rurales y urbanos. Los numerosos molinos delatan la preponderancia de los cereales y las harinas en la alimentación de los andalusíes. La sucesión de huertos y vergeles sabiamente irrigados, en las vegas y en los valles, nos indican la profusión y variedad de productos que se vendían en los zocos. En su recorrido diario, el habitante de la ciudad debía traspasar el umbral de su casa y recorrer las laberínticas callejuelas de su barrio para sumergirse en una auténtica marea humana. La muchedumbre bullía en las arterias principales de la medina, en torno a la mezquita Mayor y las puertas y en los abigarrados bazares.
Córdoba, en tiempos de los califas omeyas, era la ciudad más populosa de todo el Occidente, aunque las fuentes y estimaciones no concuerden siempre, al cifrar su población entre 10.000 y 1.000.000 de habitantes. Vivía en ella un mosaico de pueblos y etnias: árabes procedentes de Yemen o Siria, beréberes del Rif o del Sahara, negros del Sudán o del Níger y eslavos. Pero predominaban los "autóctonos", ya herederos de tantas culturas, que abrazaron muchos de los nuevos valores y costumbres de los conquistadores. Ellos, los muladíes (conversos o hijos de conversos al islam) y los mozárabes (cristianos que inevitablemente fueron "arabizados") constituían la inmensa mayoría de una población cada vez más mestiza. El "sincretismo" cultural se manifestaba, por ejemplo, en ciertas fiestas celebradas conjuntamente por cristianos, musulmanes y judíos, como el Nayruz y el Mihragan. Sus hermosos nombres, originarios de Persia, marcaban festividades del calendario solar de los cristianos: el 1 de enero y el 24 de junio, respectivamente. Por lo que se desprende de los tratados de hisba, que regulaban la vida urbana y la moral pública, la calle era todo un espectáculo. Allí aparecen todos los gremios, los productos, los pesos y las medidas, las infracciones y su castigo. Tanto en estos textos como en muchas calles de Córdoba que conservan los antiguos nombres de las corporaciones, podemos recrear el ajetreo de los artesanos, el griterío de los comerciantes, la mezcla de campesinos venidos a hacer sus compras y de mercaderes llegados desde el Sáhara u Oriente.
Abundaban también los vendedores de amuletos, los echadores de buenaventura, los cuentistas callejeros y todo tipo de faranduleros. En torno a la alcaicería, donde se ofrecían los productos de lujo, principalmente las preciosas sedas y brocados, había una auténtica corte de los milagros constituida por batallones de mendigos, que enseñaban al viandante las señas de una enfermedad o invalidez -verdadera o fingida- para apelar a la conmiseración pública. La sociedad, más allá de la diversidad de etnias y creencias, estaba compuesta por dos clases: la jassa ("privada" o "especial"), que agrupaba la aristocracia y la alta burguesía, y la amma ("pública"), es decir, el resto: las clases medias y los más miserables, los artesanos de la ciudad y los campesinos. Esta jerarquía se reflejaba, como es de suponer, en la indumentaria. Si bien todos llevaban los mismos tipos de atuendos, que se desglosan en una amplia variedad de camisas, túnicas, chalecos, pantalones y calzados, la calidad de la tela marcaba las diferencias sociales. Así, los ricos preferían las túnicas de seda en verano y de piel de zorro del Sáhara en invierno, mientras que los menos acomodados se contentaban con telas locales, de lana, algodón o lino. Sea cual fuese su condición social, los andalusíes eran grandes amantes de perfumes y ungüentos: esencias a base de limón y de todo tipo de flores, el famoso ámbar gris y negro, el preciado almizcle proveniente de Asia Central.
.. "De entre los seres vivos, son los más ciudadosos con la limpieza de sus vestidos", decía al-Maqqari, un antologista del siglo XVII. Una admirable pulcritud en la higiene personal es atestiguada por la asidua asistencia a los baños públicos de vapor: hasta la aldea más modesta tenía su hamman. La gloriosa capital, Córdoba , albergaba a finales del siglo X entre 300 y 600 de estos establecimientos. Allí acudían hombres de las tres religiones, y también, a horas distintas, mujeres que encontraban a sus amigas, recibían cuidados y masajes, se untaban el pelo con aceite perfumado de algalia o se depilaban. Aunque en la calle las féminas debían normalmente llevar el velo, había mil maneras de cumplir con la norma. La más escrupulosa lo ceñía en torno a los ojos, y la más coqueta lo llevaba bastante suelto sobre el pelo, haciendo aparecer flecos teñidos de alheña, pendientes, ojos pintados de kohl (el negro antimonio), falsos lunares en las mejillas y una boca que mascaba discretamente muhtasib. Los inspectores de la moral pública se quejaban a menudo de que los maridos permitían a sus mujeres quitarse el velo. En vano intentaron también prohibir a las bailarinas descubirse la cara ante el público. Los andalusíes adoraban a Alá, a Dios o a Yahvé. Pero asimismo veneraban a veces a santos místicos o adivinos poco ortodoxos y creían en los amuletos que se vendían en los zocos. A pesar de la prohibición y las recurrentes campañas de represión, también el consumo de vino estaba bastante extendido. A través de las reprimendas de los censores más puritanos y, sobre todo, por medio de la poesía, conocemos el espíritu de libertinaje y desobediencia que reinaba en algunos ambientes, más o menos marginales, y en la aristocracia. Entre la esfera privada y pública, había por lo visto unas fronteras semánticas y variables sobre lo lícito y lo ilícito.