CRÓNICA DE LOS REINOS DE CHILE. Introducción
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Desarrollo
INTRODUCCIÓN La Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile que presentamos dentro de esta Colección, salida de la pluma del burgalés Jerónimo de Vivar en la segunda mitad del siglo XVI, ve ahora la luz por vez primera en España. Se trata por tanto de una obra y un autor desconocidos, no sólo por el gran público lector aficionado a la bibliografía de la conquista, sino también por una amplia mayoría de especialistas de la historia moderna en general y de la historia americana en particular. Desde que apareciera la primera edición de esta crónica, hace poco más de dos décadas, no faltaron los epítetos encendidos y los adjetivos elogiosos y laudatorios que elevaron el manuscrito, desconocido hasta entonces, a la altura de los más relevantes escritos dedicados al descubrimiento y a la conquista de América. Hoy, con el paso del tiempo, sin quitar ni desmerecer cuanto se ha podido decir y escribir, pues efectivamente son muchos los aciertos y los valores, podemos con mayor facilidad situar en su justo lugar la obra de Vivar, dentro del conjunto de narraciones que nos brindan los tempranos acontecimientos protagonizados por los españoles en las tierras que hoy forman la hermosa nación chilena y dentro de la literatura castellana del siglo XVI. Tanto si atendemos a su número, como si contemplamos su calidad, los relatos y descripciones dedicados al antiguo reino de Chile, así como sus escritores, no han alcanzado entre nosotros el conocimiento y reconocimiento que por sus méritos unos y otros debieran.
Al no tratarse de una región ocupada por pueblos autóctonos que desarrollaran una elaborada y compleja cultura material, artística y arquitectónica, y un evolucionado y eficiente sistema económico y social -como fue el caso de las áreas mesoamericana y de los Andes Centrales-, ya desde sus inicios no llamó tanto la atención de los propios conquistadores, más inclinados a ver en las naciones indias no controladas por el Inca ni sujetas a su admirada organización, gentes bárbaras sin orden alguno que los dominase. Por otra parte, con la definitiva instalación hispana, los antiguos centros ceremoniales indígenas más importantes que simbolizaban el poder y el logro alcanzado por las altas culturas, se constituyeron por lo general en los núcleos rectores de la nueva actividad política y comercial colonizadora, con alguna excepción que no altera en absoluto la validez del planteamiento, como es el caso de Lima. Con ello, sin perder el papel predominante que habían ejercido en la toma de decisiones, pasaron a ser sede de los virreinatos y a convertirse en asiento permanente de las universidades, colegios y seminarios, por citar tan sólo algunas de las instituciones culturales más destacadas de aquel entonces, lo que en definitiva vino a añadir un mayor interés por el estudio y el conocimiento de los pueblos sobre los que se levantaba aquella nueva realidad social, en las áreas prehispánicas más densamente pobladas. No faltaron, pese a ello, excelentes cronistas que se ocuparan de transmitir y recoger los múltiples sucesos bélicos acaecidos en las diversas jornadas que se desarrollaban a lo largo y ancho del amplio continente con motivo de la expansión militar española, salpicados aquí y allá por sabrosas noticias que daban cumplida información sobre los accidentes geográficos, la variedad y diversidad de la flora y de la fauna, las riquezas factibles de ser explotadas, y lo que es más importante, sobre las gentes que en aquellos momentos habitaban el territorio.
Aparecían así descritos, por y para los ojos de los europeos, los diferentes ritos y ceremonias, las costumbres, la organización social, el ajuar doméstico y un sinfín de particularidades de cada uno de los pueblos indígenas americanos. Concluidas las acciones iniciales de lucha y de sometimiento, una larga hilera de funcionarios y misioneros vendría a sustituir en las centurias siguientes la imagen del conquistador, para añadir, con otros planteamientos y otras perspectivas, nuevas notas y nuevos datos que ampliaban el conocimiento sobre las particularidades culturales de los grupos aborígenes gracias al mayor contacto que la vida diaria en común proporcionaba. Este sería, entre otros muchos, el caso de las tierras que se extendían al sur de las antiguas fronteras meridionales incaicas, limitadas por la cadena de los Andes y el océano Pacífico, conocidas con el nombre de Chili o Chile; y así, de las mismas manos que empuñaban las espadas saldrían las primeras relaciones e informaciones referidas a tan remotas y apartadas provincias y a sus habitantes. Como anota uno de ellos, el universalmente famoso don Alonso de Ercilla y Zúñiga -gracias a la resonancia alcanzada por sus versos y sin duda la excepción que confirma la regla- utilizando la licencia creadora debida a los poetas y rifiriéndose a la gestación de su trabajo, nos dice: porque fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel.
..1. Mas, mucho antes que Alonso de Ercilla diese a la imprenta sus primeras composiciones, el mismo don Pedro de Valdivia enviaba al emperador Carlos sus impresiones, sus logros y sus anhelos a través de una correspondencia jugosa, puntual y casi fidedigna. Este conjunto epistolar, equiparable en muchos aspectos a las conocidas Cartas de Hernán Cortés2, no ha alcanzado la difusión merecida, privando a Valdivia de una faceta muy interesante sobre su quehacer y su persona. Sin embargo, si ésta ha sido la suerte corrida por los escritos valdivianos, casi peor destino ha tenido la producción de otros dos compañeros del conquistador, el sencillo, que no simple, Alonso de Góngora Marmolejo, de veraz anotación y juicio imparcial, y Pedro Mariño de Lobera, cuya obra rehecha y retocada por el jesuita Bartolomé de Escobar, por encargo del virrey don García Hurtado de Mendoza, no nos permite enjuiciar y valorar correctamente los aciertos y virtudes alcanzados por el original, hoy perdido y conocido únicamente gracias a la versión corregida y gravemente alterada del jesuita sevillano. A estos pilares básicos que sustentan el saber y el conocimiento histórico de los primeros años de la conquista chilena, complementados entre otros por las actas del cabildo de Santiago, los oficios públicos y diversas informaciones particulares reunidas en la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile3, se viene a sumar la interesante obra que ahora prologamos.
Al no tratarse de una región ocupada por pueblos autóctonos que desarrollaran una elaborada y compleja cultura material, artística y arquitectónica, y un evolucionado y eficiente sistema económico y social -como fue el caso de las áreas mesoamericana y de los Andes Centrales-, ya desde sus inicios no llamó tanto la atención de los propios conquistadores, más inclinados a ver en las naciones indias no controladas por el Inca ni sujetas a su admirada organización, gentes bárbaras sin orden alguno que los dominase. Por otra parte, con la definitiva instalación hispana, los antiguos centros ceremoniales indígenas más importantes que simbolizaban el poder y el logro alcanzado por las altas culturas, se constituyeron por lo general en los núcleos rectores de la nueva actividad política y comercial colonizadora, con alguna excepción que no altera en absoluto la validez del planteamiento, como es el caso de Lima. Con ello, sin perder el papel predominante que habían ejercido en la toma de decisiones, pasaron a ser sede de los virreinatos y a convertirse en asiento permanente de las universidades, colegios y seminarios, por citar tan sólo algunas de las instituciones culturales más destacadas de aquel entonces, lo que en definitiva vino a añadir un mayor interés por el estudio y el conocimiento de los pueblos sobre los que se levantaba aquella nueva realidad social, en las áreas prehispánicas más densamente pobladas. No faltaron, pese a ello, excelentes cronistas que se ocuparan de transmitir y recoger los múltiples sucesos bélicos acaecidos en las diversas jornadas que se desarrollaban a lo largo y ancho del amplio continente con motivo de la expansión militar española, salpicados aquí y allá por sabrosas noticias que daban cumplida información sobre los accidentes geográficos, la variedad y diversidad de la flora y de la fauna, las riquezas factibles de ser explotadas, y lo que es más importante, sobre las gentes que en aquellos momentos habitaban el territorio.
Aparecían así descritos, por y para los ojos de los europeos, los diferentes ritos y ceremonias, las costumbres, la organización social, el ajuar doméstico y un sinfín de particularidades de cada uno de los pueblos indígenas americanos. Concluidas las acciones iniciales de lucha y de sometimiento, una larga hilera de funcionarios y misioneros vendría a sustituir en las centurias siguientes la imagen del conquistador, para añadir, con otros planteamientos y otras perspectivas, nuevas notas y nuevos datos que ampliaban el conocimiento sobre las particularidades culturales de los grupos aborígenes gracias al mayor contacto que la vida diaria en común proporcionaba. Este sería, entre otros muchos, el caso de las tierras que se extendían al sur de las antiguas fronteras meridionales incaicas, limitadas por la cadena de los Andes y el océano Pacífico, conocidas con el nombre de Chili o Chile; y así, de las mismas manos que empuñaban las espadas saldrían las primeras relaciones e informaciones referidas a tan remotas y apartadas provincias y a sus habitantes. Como anota uno de ellos, el universalmente famoso don Alonso de Ercilla y Zúñiga -gracias a la resonancia alcanzada por sus versos y sin duda la excepción que confirma la regla- utilizando la licencia creadora debida a los poetas y rifiriéndose a la gestación de su trabajo, nos dice: porque fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel.
..1. Mas, mucho antes que Alonso de Ercilla diese a la imprenta sus primeras composiciones, el mismo don Pedro de Valdivia enviaba al emperador Carlos sus impresiones, sus logros y sus anhelos a través de una correspondencia jugosa, puntual y casi fidedigna. Este conjunto epistolar, equiparable en muchos aspectos a las conocidas Cartas de Hernán Cortés2, no ha alcanzado la difusión merecida, privando a Valdivia de una faceta muy interesante sobre su quehacer y su persona. Sin embargo, si ésta ha sido la suerte corrida por los escritos valdivianos, casi peor destino ha tenido la producción de otros dos compañeros del conquistador, el sencillo, que no simple, Alonso de Góngora Marmolejo, de veraz anotación y juicio imparcial, y Pedro Mariño de Lobera, cuya obra rehecha y retocada por el jesuita Bartolomé de Escobar, por encargo del virrey don García Hurtado de Mendoza, no nos permite enjuiciar y valorar correctamente los aciertos y virtudes alcanzados por el original, hoy perdido y conocido únicamente gracias a la versión corregida y gravemente alterada del jesuita sevillano. A estos pilares básicos que sustentan el saber y el conocimiento histórico de los primeros años de la conquista chilena, complementados entre otros por las actas del cabildo de Santiago, los oficios públicos y diversas informaciones particulares reunidas en la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile3, se viene a sumar la interesante obra que ahora prologamos.