Cómo ganó Cortés Cimpancinco, ciudad muy grande
Compartir
Datos principales
Desarrollo
Cómo ganó Cortés Cimpancinco, ciudad muy grande Subió Cortés una noche encima de la torre, y mirando a una parte y a otra, vio a cuatro leguas de allí, junto a unos peñascos de la sierra y entre un monte, gran cantidad de humos, y pensó había mucha gente por allí. No dio parte a nadie; mandó que le siguiesen doscientos españoles y algunos indios amigos, y los demás que guardasen el campamento, y a las tres o las cuatro de la madrugada caminó hacia la sierra a tientas, pues estaba muy obscuro. No bien hubo andado una legua, cuando dio súbitamente a los caballos una especie de torozón que los derribó en el suelo, sin que se pudiesen menear. Cuando cayó el primero, y se lo dijeron, respondió: "Pues vuélvase su dueño con él al real". Cayó después otro, y dijo lo mismo. Cuando cayeron tres o cuatro, comenzaron los compañeros a retroceder, y le dijeron que mirase que aquélla era mala señal, y que era mejor que se volviesen, o esperar que amaneciese para ver a dónde o por dónde iban. Él les decía que no creyesen en agüeros, y que Dios, cuya causa trataban, estaba sobre natura, y que no dejaría aquella jornada, pues se le figuraba que de ella les había de seguir mucho bien aquella noche, y que era el diablo, que por estorbarlo ponía delante aquellos inconvenientes; y en diciendo esto se cayó el suyo. Entonces hicieron alto, y lo consultaron mejor; y fue que volviesen aquellos caballos caídos al real, y que los demás los llevasen del diestro, y prosiguieron su camino.
Pronto estuvieron buenos los caballos, mas no se supo de qué cayeron. Anduvieron, pues, hasta perder la pista de las peñas. Dieron en unos pedregales y barrancos, que creyeron no salir nunca de allí. Al cabo, después de haber pasado mal rato, con los cabellos erizados de miedo, vieron una lumbrecita; fueron a tientas hacia ella, y estaba en una casa, donde hallaron dos mujeres; las cuales, y otros dos hombres que por casualidad tropezaron luego, los guiaron y llevaron a las peñas donde habían visto los humos, y antes de que amaneciese dieron en unos lugarejos. Mataron a mucha gente, pero no los quemaron por no ser sentidos con el fuego, y por no detenerse, pues le decían que estaban allí junto a grandes poblaciones. De allí entró luego en Cimpancinco, un lugar de veinte mil casas, según después se vio por la visita que a ellas hizo Cortés; y como estaban descuidados de semejante cosa, y los tomaron por sorpresa, y antes de que se levantasen, salían en cueros por las calles, a ver qué eran tan grandes llantos. Murieron muchos de ellos al principio; mas, como no hacían resistencia, mandó Cortés que no los matasen ni tomasen mujeres ni ropa ninguna. Era tanto el miedo de los vecinos, que huían a más no poder, sin preocuparse el padre del hijo, ni el marido de la mujer, casa ni hacienda. Les hicieron señas de paz, y que no huyesen, y les dijeron que no temiesen; y así, cesó la huida y el mal. Salido ya el Sol y pacificado el pueblo, se puso Cortés en un alto a descubrir tierra, y vio una grandísima población, que, preguntando cuál era, le dijeron que Tlaxcallan con sus aldeas.
Llamó entonces a los españoles, y dijo: "Ved que haría al caso matar a los de aquí, habiendo tantos enemigos allí". Y con esto, sin hacer daño en el pueblo, salió fuera a una agradable fuente que había; y allí vinieron los principales que gobernaban el pueblo, y otros más de cuatro mil, sin armas y con mucha comida. Rogaron a Cortés que no les hiciesen más mal, y que le agradecían el poco que había hecho, y que querían servirle, obedecerle y ser sus amigos, y no solamente guardar allí en adelante muy bien su amistad, sino trabajar también con los señores de Tlaxcallan y con otros, para que hiciesen otro tanto. Él les dijo que era cierto que ellos habían peleado con él muchas veces, aunque entonces le traían de comer; pero que los perdonaba, y recibía en su amistad y al servicio del Emperador. Con tanto, les dejó, y se volvió a su real muy alegre con tan buen suceso, de tan mal principio como fue lo de los caballos, diciendo: "No digáis mal del día hasta que haya pasado"; y llevando una cierta confianza en que los de Cimpancinco harían con los de Tlaxcallan que dejasen las armas y fuesen sus amigos, y por eso mandó que de allí en adelante nadie hiciese mal ni enojo a indio alguno; y hasta dijo a los suyos que creía, con ayuda de Dios, que había acabado aquel día la guerra de aquella provincia.
Pronto estuvieron buenos los caballos, mas no se supo de qué cayeron. Anduvieron, pues, hasta perder la pista de las peñas. Dieron en unos pedregales y barrancos, que creyeron no salir nunca de allí. Al cabo, después de haber pasado mal rato, con los cabellos erizados de miedo, vieron una lumbrecita; fueron a tientas hacia ella, y estaba en una casa, donde hallaron dos mujeres; las cuales, y otros dos hombres que por casualidad tropezaron luego, los guiaron y llevaron a las peñas donde habían visto los humos, y antes de que amaneciese dieron en unos lugarejos. Mataron a mucha gente, pero no los quemaron por no ser sentidos con el fuego, y por no detenerse, pues le decían que estaban allí junto a grandes poblaciones. De allí entró luego en Cimpancinco, un lugar de veinte mil casas, según después se vio por la visita que a ellas hizo Cortés; y como estaban descuidados de semejante cosa, y los tomaron por sorpresa, y antes de que se levantasen, salían en cueros por las calles, a ver qué eran tan grandes llantos. Murieron muchos de ellos al principio; mas, como no hacían resistencia, mandó Cortés que no los matasen ni tomasen mujeres ni ropa ninguna. Era tanto el miedo de los vecinos, que huían a más no poder, sin preocuparse el padre del hijo, ni el marido de la mujer, casa ni hacienda. Les hicieron señas de paz, y que no huyesen, y les dijeron que no temiesen; y así, cesó la huida y el mal. Salido ya el Sol y pacificado el pueblo, se puso Cortés en un alto a descubrir tierra, y vio una grandísima población, que, preguntando cuál era, le dijeron que Tlaxcallan con sus aldeas.
Llamó entonces a los españoles, y dijo: "Ved que haría al caso matar a los de aquí, habiendo tantos enemigos allí". Y con esto, sin hacer daño en el pueblo, salió fuera a una agradable fuente que había; y allí vinieron los principales que gobernaban el pueblo, y otros más de cuatro mil, sin armas y con mucha comida. Rogaron a Cortés que no les hiciesen más mal, y que le agradecían el poco que había hecho, y que querían servirle, obedecerle y ser sus amigos, y no solamente guardar allí en adelante muy bien su amistad, sino trabajar también con los señores de Tlaxcallan y con otros, para que hiciesen otro tanto. Él les dijo que era cierto que ellos habían peleado con él muchas veces, aunque entonces le traían de comer; pero que los perdonaba, y recibía en su amistad y al servicio del Emperador. Con tanto, les dejó, y se volvió a su real muy alegre con tan buen suceso, de tan mal principio como fue lo de los caballos, diciendo: "No digáis mal del día hasta que haya pasado"; y llevando una cierta confianza en que los de Cimpancinco harían con los de Tlaxcallan que dejasen las armas y fuesen sus amigos, y por eso mandó que de allí en adelante nadie hiciese mal ni enojo a indio alguno; y hasta dijo a los suyos que creía, con ayuda de Dios, que había acabado aquel día la guerra de aquella provincia.