Casas y familias
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Austrias Mayores
Desarrollo
Un expresivo texto tomado de las Varias noticias de Cristóbal Suárez de Figueroa nos servirá para mostrar la pluralidad de funciones que se desarrollaban en el seno de una familia. Suárez de Figueroa se pregunta ¿qué es una familia? y contesta: "Compónese de marido y mujer, señor y criado, siendo de todo perfecta y cumplida cuando intervienen hijos. Esta se puede dividir siguiendo la opinión de los filósofos en cuatro partes: conyugal, parental, señoril y posesoria. La conyugal contiene marido y mujer; la parental, madre, padre, hijos; la señoril, señor y criados; la posesoria, bienes muebles y raíces". De un lado, la casa era el lugar de la reproducción, de las relaciones de consanguinidad y parentesco, el paterfamilias era progenitor biológico; de otro, era un espacio de producción, donde el paterfamilias es el posesor, el patrón para sus hijos y para sus criados, pues todos trabajan a sus órdenes bajo el mismo techo; por último, es una instancia de poder que gobierna la casa ("oikos despotés") y que, a su vez, la representa como vecino en la escala inmediatamente superior, la de la villa , o en sus relaciones con otros poderes señoriales . Normalmente, estas funciones le corresponden al padre, pero si éste ha fallecido pasa a desempeñarlas su viuda, que, así, se convierte en jefe de familia y vecino . De esta pluralidad funcional, en las familias contemporáneas ha desaparecido lo productivo que hacía del padre un patrón -por ejemplo, de los talleres artesanos se pasó a las fábricas y, en consecuencia, la gente dejó de trabajar bajo ese mismo techo en el que vivía-, así como lo político, lo señoril para Suárez de Figueroa , -en este caso, en beneficio del Estado que terminó por reclamar y centralizar todo el poder en su propia y exclusiva sede.
La familia contemporánea se ha reducido al cumplimiento de una función biológica y afectiva (lo conyugal y parental de nuestro texto) definida, social y psicológicamente, por el predominio de la intimidad y de lo individual. En la España moderna, en cambio, la familia determinaba el estado al que pertenecían los que nacían en ella; un hijo de pecheros, lo era; un hijo de nobles, lo era. Además, una forma habitual de ascender socialmente cambiando de estado era, precisamente, el matrimonio, es decir, la entrada en una nueva familia. A la estrategia familiar se sacrificará lo individual; la defensa, promoción y perpetuación de los intereses familiares -del linaje- constituirán el objetivo básico de la familia y para ello se procederá a la fundación de mayorazgos, una forma, en suma, de asegurarse que la línea de sucesivos padres de familia tuviesen garantizados los recursos y el poder suficientes para servir a la familia. Aunque, de hecho, fueron un instrumento predilecto y un signo distintivo de la nobleza, cualquiera podía fundar un mayorazgo si conseguía la preceptiva autorización real para hacerlo. Consistía éste en una forma de vinculación de un conjunto de bienes, tanto muebles -se puede vincular una biblioteca o una tapicería rica- como inmuebles, y rentas que pasaban íntegramente a poder de un único heredero, por lo general el primogénito varón. Atendiendo a las condiciones de su carta de fundación, el contenido del mayorazgo resultaba vinculado a una línea sucesoria, es decir, el conjunto de bienes no debían disgregarse nunca, ni siquiera por embargo, quedando obligados sus sucesivos titulares a mantenerlos siempre unidos.
En consecuencia, estaban amortizados; por tanto, no era posible deshacerse de ninguno de ellos por venta puesto que por naturaleza eran inajenables. De la misma forma que sólo se constituían con una licencia real, el titular podía solicitar de la Corona una autorización especial para imponer censos consignativos (hipotecas) sobre los bienes vinculados al mayorazgo, bajo pretexto de que esto resultaba indispensable para su preservación. La atención que debía prestarse a los otros miembros de la familia que habían quedado fuera del disfrute de los bienes vinculados podía ser un buen argumento en favor de estas peticiones, porque el titular tenía que seguir ocupándose de hermanos y hermanas segundones. Una carta de Diego Sarmiento de Acuña a su hijo Lope explica muy bien esta condición, más que de propietario, de mayordomo o administrador que tenía el titular de un mayorazgo: "... aunque la poca haciendo que yo tengo es de mayorazgo y, siendo Dios servido, has de suceder en ella, no la has de llamar mía ni tenerla por tuya, llamarla has nuestra y tenerte por mayordomo de ella hasta haber acomodado a todos tus hermanos, que, de esta manera, serás señor de ella y de ellos y Dios y los hombres te ayudarán". Una de las formas en las que se traducía esa obligación del mayorazgo de acomodar, como decía aquí Sarmiento de Acuña, a sus hermanos era la institución de capellanías, de las que solían beneficiarse los segundones de las casas. Para su fundación se exigía, también, el permiso real y consistían en que un patrón vinculaba y amortizaba los distintos bienes y rentas de que disfrutaría un capellán a cambio de atender los servicios religiosos de una capilla.
Los sucesivos titulares de la capellanía serían designados por el patrón, quien solía elegir por lo general a miembros de la propia familia. Es el mismo Sarmiento de Acuña quien expone en la ya citada carta a su hijo cuál era el sentido del señorío que atribuye al mayorazgo con respecto al resto de los miembros de su familia, advirtiendo cómo se debía proceder cuando se era paterfamilias: "Y, pues Dios te ha dado tal madre, conócela y sírvela de rodillas y a tu tío; a tus hermanos regalándolos y reprendiéndoles de lo que no deben decir ni hacer, advirtiéndoles con amor de lo que harán y el amor y respeto hasle de mostrar mayor a tus hermanas, en lo que se debe a las mujeres, como por ser parte más desamparada y, en fin, ser de la misma sangre que tú tienes en las venas y para ningún caso hallarás tan fieles amigos como tus hermanos". Regalo y reprensión se mezclan en su acción, presidida por el amor y la amistad, los firmes valores en los que descansa su pequeña comunidad. Sobre la base de la tradición aristotélica, el pensamiento político moderno consideró que la amistad y el amor no eran cualidades, digamos, estrictamente privadas, sino también básicamente públicas y que las relaciones, por ejemplo, entre los monarcas y sus súbditos o entre el reino y el rey debían responder a ese paradigma de la amistad liberal y desinteresada. Así, la familia pasó a convertirse en un auténtico modelo para la construcción de otras comunidades a mayor escala.
En la España del siglo XVI podemos encontrar numerosos ecos de esa imagen familiar. El que se ha hecho más famoso es el que aparece en una carta, con justicia célebre, que Ribadeneira envió al Cardenal Quiroga en 1580 y en la cual refiere cómo el reino ha venido a disgustarse con Felipe II por culpa de la política adoptada durante la agitada década de 1570. Obsérvense los términos empleados por el jesuita para expresar ese disgusto de los súbditos caídos en el amor de su rey que: "... tan poderoso y tan obedecido y respetado, no es tan bien quisto como solía ni tan amado, ni tan señor de las voluntades y de los corazones de sus súbditos". Esto respecto a los valores de amor y amistad que, presentes en la familia, deberían guiar la acción monárquica para con el reino . Sin embargo, la familia moderna, con su paterfamilias investido en incontestado señor de ese mínimo espacio que era la casa, también podía ser invocada para robustecer el poder del rey. Este, ahora, podía ser presentado como el padre de su reino que debía administrar económicamente como si fuera una casa. Como han observado los historiadores del poder, trasladar la potestad económica al gobierno general del reino redundaba en la capacidad de acción voluntaria de los soberanos. La aparente contradicción entre estas dos posturas no viene más que a insistir en la importancia de la familia como elemento central del lenguaje político de la España de los Austrias .
Y de una centrafidad que no afecta sólo a su imaginación o cultura políticas, sino también a su práctica. Como ha sintetizado recientemente Jean Frédéric Schaub, mayorazgos y capellanías supusieron un extraordinario lazo de unión entre las familias y la Corona. Su fundación y la eventual enajenación de una parte de sus rentas o bienes resultaban fundamentales para el mantenimiento de los intereses familiares, pero, recuérdese, ambas cosas estaban en manos reales. De esta forma, las estrategias familiares pasaban por la colaboración con la Corona, la cual, a su vez, se beneficiaba de las redes de clientelismo y solidaridad que se forjaban, precisamente, sobre la base de linajes y familias entrando en la formación de bandos y facciones .
La familia contemporánea se ha reducido al cumplimiento de una función biológica y afectiva (lo conyugal y parental de nuestro texto) definida, social y psicológicamente, por el predominio de la intimidad y de lo individual. En la España moderna, en cambio, la familia determinaba el estado al que pertenecían los que nacían en ella; un hijo de pecheros, lo era; un hijo de nobles, lo era. Además, una forma habitual de ascender socialmente cambiando de estado era, precisamente, el matrimonio, es decir, la entrada en una nueva familia. A la estrategia familiar se sacrificará lo individual; la defensa, promoción y perpetuación de los intereses familiares -del linaje- constituirán el objetivo básico de la familia y para ello se procederá a la fundación de mayorazgos, una forma, en suma, de asegurarse que la línea de sucesivos padres de familia tuviesen garantizados los recursos y el poder suficientes para servir a la familia. Aunque, de hecho, fueron un instrumento predilecto y un signo distintivo de la nobleza, cualquiera podía fundar un mayorazgo si conseguía la preceptiva autorización real para hacerlo. Consistía éste en una forma de vinculación de un conjunto de bienes, tanto muebles -se puede vincular una biblioteca o una tapicería rica- como inmuebles, y rentas que pasaban íntegramente a poder de un único heredero, por lo general el primogénito varón. Atendiendo a las condiciones de su carta de fundación, el contenido del mayorazgo resultaba vinculado a una línea sucesoria, es decir, el conjunto de bienes no debían disgregarse nunca, ni siquiera por embargo, quedando obligados sus sucesivos titulares a mantenerlos siempre unidos.
En consecuencia, estaban amortizados; por tanto, no era posible deshacerse de ninguno de ellos por venta puesto que por naturaleza eran inajenables. De la misma forma que sólo se constituían con una licencia real, el titular podía solicitar de la Corona una autorización especial para imponer censos consignativos (hipotecas) sobre los bienes vinculados al mayorazgo, bajo pretexto de que esto resultaba indispensable para su preservación. La atención que debía prestarse a los otros miembros de la familia que habían quedado fuera del disfrute de los bienes vinculados podía ser un buen argumento en favor de estas peticiones, porque el titular tenía que seguir ocupándose de hermanos y hermanas segundones. Una carta de Diego Sarmiento de Acuña a su hijo Lope explica muy bien esta condición, más que de propietario, de mayordomo o administrador que tenía el titular de un mayorazgo: "... aunque la poca haciendo que yo tengo es de mayorazgo y, siendo Dios servido, has de suceder en ella, no la has de llamar mía ni tenerla por tuya, llamarla has nuestra y tenerte por mayordomo de ella hasta haber acomodado a todos tus hermanos, que, de esta manera, serás señor de ella y de ellos y Dios y los hombres te ayudarán". Una de las formas en las que se traducía esa obligación del mayorazgo de acomodar, como decía aquí Sarmiento de Acuña, a sus hermanos era la institución de capellanías, de las que solían beneficiarse los segundones de las casas. Para su fundación se exigía, también, el permiso real y consistían en que un patrón vinculaba y amortizaba los distintos bienes y rentas de que disfrutaría un capellán a cambio de atender los servicios religiosos de una capilla.
Los sucesivos titulares de la capellanía serían designados por el patrón, quien solía elegir por lo general a miembros de la propia familia. Es el mismo Sarmiento de Acuña quien expone en la ya citada carta a su hijo cuál era el sentido del señorío que atribuye al mayorazgo con respecto al resto de los miembros de su familia, advirtiendo cómo se debía proceder cuando se era paterfamilias: "Y, pues Dios te ha dado tal madre, conócela y sírvela de rodillas y a tu tío; a tus hermanos regalándolos y reprendiéndoles de lo que no deben decir ni hacer, advirtiéndoles con amor de lo que harán y el amor y respeto hasle de mostrar mayor a tus hermanas, en lo que se debe a las mujeres, como por ser parte más desamparada y, en fin, ser de la misma sangre que tú tienes en las venas y para ningún caso hallarás tan fieles amigos como tus hermanos". Regalo y reprensión se mezclan en su acción, presidida por el amor y la amistad, los firmes valores en los que descansa su pequeña comunidad. Sobre la base de la tradición aristotélica, el pensamiento político moderno consideró que la amistad y el amor no eran cualidades, digamos, estrictamente privadas, sino también básicamente públicas y que las relaciones, por ejemplo, entre los monarcas y sus súbditos o entre el reino y el rey debían responder a ese paradigma de la amistad liberal y desinteresada. Así, la familia pasó a convertirse en un auténtico modelo para la construcción de otras comunidades a mayor escala.
En la España del siglo XVI podemos encontrar numerosos ecos de esa imagen familiar. El que se ha hecho más famoso es el que aparece en una carta, con justicia célebre, que Ribadeneira envió al Cardenal Quiroga en 1580 y en la cual refiere cómo el reino ha venido a disgustarse con Felipe II por culpa de la política adoptada durante la agitada década de 1570. Obsérvense los términos empleados por el jesuita para expresar ese disgusto de los súbditos caídos en el amor de su rey que: "... tan poderoso y tan obedecido y respetado, no es tan bien quisto como solía ni tan amado, ni tan señor de las voluntades y de los corazones de sus súbditos". Esto respecto a los valores de amor y amistad que, presentes en la familia, deberían guiar la acción monárquica para con el reino . Sin embargo, la familia moderna, con su paterfamilias investido en incontestado señor de ese mínimo espacio que era la casa, también podía ser invocada para robustecer el poder del rey. Este, ahora, podía ser presentado como el padre de su reino que debía administrar económicamente como si fuera una casa. Como han observado los historiadores del poder, trasladar la potestad económica al gobierno general del reino redundaba en la capacidad de acción voluntaria de los soberanos. La aparente contradicción entre estas dos posturas no viene más que a insistir en la importancia de la familia como elemento central del lenguaje político de la España de los Austrias .
Y de una centrafidad que no afecta sólo a su imaginación o cultura políticas, sino también a su práctica. Como ha sintetizado recientemente Jean Frédéric Schaub, mayorazgos y capellanías supusieron un extraordinario lazo de unión entre las familias y la Corona. Su fundación y la eventual enajenación de una parte de sus rentas o bienes resultaban fundamentales para el mantenimiento de los intereses familiares, pero, recuérdese, ambas cosas estaban en manos reales. De esta forma, las estrategias familiares pasaban por la colaboración con la Corona, la cual, a su vez, se beneficiaba de las redes de clientelismo y solidaridad que se forjaban, precisamente, sobre la base de linajes y familias entrando en la formación de bandos y facciones .