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CAPÍTULO XXXVIII Hechos notables que pasaron en la batalla de Chicaza Luego que hubieron enterrado los muertos y curado los heridos, salieron muchos españoles al campo donde había sido la batalla a ver y notar las heridas que los indios con las flechas habían hecho en los caballos que mataron. Los cuales abrían, como lo habían de costumbre, así para ver hasta dónde hubiesen penetrado las flechas como por guardar la carne para la comer. Y hallaron que casi todos ellos tenían flechas atravesadas por las entrañas y pulmones, o livianos cerca del corazón, y particularmente hallaron once o doce caballos con el corazón atravesado por medio, que, como otras veces hemos dicho, estos indios, pudiendo tirarles al codillo, no les tiraban a otra parte. Hallaron asimismo cuatro caballos que cada uno tenía dos flechas atravesadas por medio del corazón, acertadas a tirar a un mismo tiempo, una de un lado y otra de otro. Cosa maravillosa y dura de creer, aunque es cierto que pasó así, y, por ser cosa notable, se convocaron los españoles que por el campo andaban para que la viesen todos. Otro tiro hallaron de extraña fuerza, y fue que un caballo de un trompeta llamado Juan Díaz, natural de Granada, estaba muerto de una flecha que le había atravesado por ambas tablillas de las espaldas y pasado cuatro dedos de ella de la otra parte. El cual tiro, por haber sido de brazo tan fuerte y bravo, porque el caballo era uno de los más anchos y espesos que en todo el ejército había, mandó el gobernador que quedase memoria de él por escrito y que un escribano real diese fe y testimonio del tiro.

Así se hizo, que luego vino un escribano que se decía Baltasar Hernández (que yo conocí después en el Perú), natural de Badajoz e hijodalgo de mucha bondad y religión, cual se requería y convenía que lo fueran todos los que ejercitaran este oficio pues se les fía la hacienda, vida y honra de la república. Este hidalgo en sangre y en virtud asentó por escrito y dio testimonio de lo que vio de aquella flecha, que fue lo que hemos dicho. Tres días después de la batalla acordaron los castellanos mudar su alojamiento a otra parte, una legua de donde estaban, por parecerles mejor sitio para los caballos. Y así lo hicieron con mucha presteza y diligencia. Trajeron madera y paja de los otros pueblos comarcanos; acomodaron lo mejor que pudieron un pueblo que Alonso de Carmona llama Chicacilla, donde dice que a mucha prisa hicieron sillas, lanzas y rodelas, porque dice que todo esto les quemó el fuego y que andaban como gitanos, unos sin sayos y otros sin zaragüelles. Palabras son todas suyas. En aquel pueblo pasaron con mucho trabajo lo que les quedaba del invierno, el cual fue rigurosísimo de fríos y hielos. Y los españoles quedaron de la batalla pasada desnudos de ropa con que resistir el frío, porque no escaparon del fuego sino lo que acertaron a sacar vestido. Cuatro días después de la batalla quitó el gobernador el cargo a Luis Moscoso y lo dio a Baltasar Gallegos, porque, haciendo pesquisa secreta, supo que en la ronda y centinela del ejército había habido negligencia y descuido en los ministros del campo y que por esto habían llegado los enemigos sin que los sintiesen y hecho el daño que hicieron, que, además de la pérdida de los caballos y muerte de los compañeros, confesaban los españoles haber sido vencidos aquella noche por los indios, sino que la bondad de algunos particulares y la necesidad común les había hecho volver por sí y cobrar la victoria que tenían ya perdida, aunque la ganaron a mucha costa propia y poco daño de los indios, porque no murieron en esta batalla más de quinientos de ellos.

Todo lo que de esta nocturna y repentina batalla de Chicaza hemos dicho lo dice muy largamente Alonso de Carmona en su relación, con grandes encarecimientos del peligro que los españoles aquella noche corrieron por el sobresalto no pensado y tan furioso con que los enemigos acometieron. Y dice que los más de los cristianos salieron en camisa por la mucha prisa que el fuego les dio. En suma, dice que huyeron y fueron vencidos y que la persuasión de un fraile les hizo volver y que milagrosamente cobraron la victoria que habían perdido, y que sólo el gobernador peleó a caballo mucho espacio de tiempo con los enemigos hasta que le socorrieron, y que llevaba la silla sin cincha. Y Juan Coles concuerda con él en todo lo más de esto, y particularmente dice que el gobernador peleó solo como buen capitán. Demás de lo que, conforme a nuestra relación, Alonso de Carmona cuenta de esta batalla, añade las palabras siguientes: "Estuvimos allí tres días, y, al cabo de ellos, acordaron los indios de volver sobre nosotros y morir o vencer. Y cierto no pongo duda en ello que, si la determinación viniera en efecto, nos llevaran a todos en las uñas por la falta de armas y sillas que teníamos. Fue Dios servido que, estando un cuarto de legua del pueblo para dar en nosotros, vino un gran golpe de agua que Dios envió de su cielo y les mojó las cuerdas de los arcos y no pudieron hacer nada y se volvieron. Y a la mañana, corriendo la tierra, hallaron el rastro de ellos, y tomaron un indio que nos declaró y avisó de todo lo que los indios venían a hacer, y que habían jurado por sus dioses de morir en la demanda.

Y así el gobernador, visto esto, determinó salir de allí e irse a Chicacilla, donde luego, a gran prisa, hicimos rodelas, lanzas y sillas, porque, en tales tiempos, la necesidad a todos hace maestros. Hicimos de dos cueros de oso fuelles y con los cañones que llevábamos armamos nuestra fragua, templamos nuestras armas y apercibímonos lo mejor que pudimos." Todas son palabras de Carmona, sacadas a la letra. Pues como los enemigos hubiesen reconocido y sabido de cierto el daño y estrago que en los castellanos habían hecho, cobrando más ánimo y atrevimiento con la victoria pasada, dieron en inquietarlos todas las noches con rebatos y arma, y no como quiera, sino que venían en tres y en cuatro escuadrones, por diversas partes, y con gran grita y alarido acometían todos juntos a un tiempo para causar mayor temor y alboroto en los enemigos. Los españoles, porque no les quemasen el alojamiento como lo habían hecho en Chicaza, estaban todas las noches fuera del pueblo, puestos en cuatro escuadrones a las cuatro partes de él, y con sus centinelas puestas, y todo velando, porque no había hora segura para poder dormir, que todas las noches venían dos y tres veces, y muchas hubo que vinieron cuatro veces. Y sin la inquietud perpetua que con estas batallas daban, aunque las más de ellas eran ligeras, nunca dejaban de herir o matar algún hombre o caballo, y de los indios también quedaban muchos muertos, mas no escarmentaban por eso. El gobernador, por asegurarse de que los enemigos no viniesen la noche siguiente, enviaba cada mañana, por amedrentarlos, cuatro y cinco cuadrillas de a catorce y quince caballos, que corriesen todo el campo en contorno del pueblo, los cuales no dejaban indio a vida, que fuese espía o que no lo fuese, que no lo alanceasen, y volvían a su alojamiento el sol puesto, y más tarde, con relación verdadera que cuatro leguas en circuito del pueblo no quedaba indio vivo.

Mas dende a cuatro horas, o cinco o más tardar, ya los escuadrones de los indios andaban revueltos con los de los castellanos, cosa que los admiraba grandemente, que en tan breve tiempo se hubiesen juntado y venido a inquietarlos. En estas refriegas que cada noche tenían, aunque siempre hubo muertos y heridos de ambas partes, no acaecieron cosas particulares notables que poder contar, si no fue una noche que un escuadrón de indios fue a dar donde estaba el capitán Juan de Guzmán y su compañía, el cual salió a ellos a caballo con otros cinco caballeros, y también salieron los infantes. Y porque cuando los enemigos ondearon sus hachos y encendieron lumbre estaban muy cerca de los nuestros, pudieron peones y caballos llegar juntos a embestir con ellos. Juan de Guzmán, que era un caballero de gran ánimo, empero delicado de cuerpo, arremetió con el alférez que traía un estandarte y venía en la primera hilera, al cual tiró una lanzada. El indio, hurtando el cuerpo, le asió la lanza con la mano derecha y corrió la mano por ella hasta topar con la de Juan de Guzmán; entonces soltó la lanza y le asió de los cabezones y, dando un gran tirón, lo arrancó de la silla y dio con él a sus pies sin soltar la bandera que llevaba en la mano izquierda, y todo fue hecho con tanta presteza que apenas se pudo juzgar cómo hubiese sido. Los soldados, cuando vieron su capitán en tal aprieto, antes que el indio le hiciese otro mal, arremetieron con él y lo hicieron pedazos, y desbarataron su escuadrón y libraron de peligro a Juan de Guzmán; pero no quedaron sin daño, porque los indios dejaron muertos dos caballos y heridos otros dos, de seis que a ellos habían salido. Y los españoles no sentían menos la pérdida de los caballos que las de los compañeros. Y los indios gustaban más de matar un caballo que cuatro caballeros, porque les parecía que solamente por ellos les hacían ventaja sus enemigos.

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