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Datos principales
Desarrollo
Cómo en el golfo de Samaná, de la isla Española, se originó la primera contienda entre los indios y los cristianos Domingo, a 13 de Enero, estando sobre el Cabo Enamorado, en el golfo de Samaná, de la isla Española, el Almirante mandó la barca a tierra, donde los nuestros hallaron en la playa algunos hombres de fiero aspecto, que, con arcos y con saetas, mostraban estar aparejados para guerra, y tener el ánimo alterado y lleno de asombro. Sin embargo, trabada con ellos conversación, les compraron dos arcos y algunas saetas; con gran dificultad se logró que uno de ellos fuese a la carabela, para hablar con el Almirante; de hecho, su habla estaba conforme con su fiereza, la cual parecía mayor que de toda la otra gente que hasta entonces habían visto, porque tenían la cara embadurnada de carbón; como quiera que todos aquellos pueblos tienen la costumbre de pintarse, unos de negro, otros de rojo, otros de blanco, unos de un modo, y otros de otro; llevaban los cabellos muy largos y recogidos atrás en un redecilla de plumas de papagayos. Uno de ellos, estando delante del Almirante, desnudo según lo había parido su madre, como van todos los que aquellas tierras hasta ahora descubiertas, dijo, con hablar altivo, que así iban todos en aquella región. Creyendo el Almirante que sería de los caribes, y que a éstos los separaba de la Española el golfo, le preguntó dónde habitaban tales indios, y él mostró con un dedo que más al Oriente, en otras islas, en las que había pedazos de guanin tan grandes como la mitad de la popa de la carabela, y que la isla de Matinino estaba toda poblada de mujeres, con las cuales, en cierto tiempo del año, iban a echarse los caribes; y si luego parían varones, se los daban a sus padres para que los criasen.
Habiendo éste respondido por señas y por lo poco que podían entenderle los indios de San Salvador a cuanto le preguntaban, el Almirante mandó darle de comer y algunas bagatelas, como cuentas de vidrio y paño verde y rojo. Luego lo envió a tierra, para que llevase muestra del oro que, según él, tenían los otros indios. Cerca, ya la barca, de tierra, encontró en la playa, escondidos entre los árboles, cincuenta y cinco indios, todos desnudos, con largos cabellos, como acostumbran las mujeres en Castilla , y detrás de la cabeza penachos de papagayos y de otras aves; todos armados de arco y saetas. A éstos, cuando los nuestros salieron a tierra, hizo aquel indio dejar los arcos, las flechas, y un recio palo que llevaban en lugar de espada, porque, como hemos dicho, no tienen género alguno de hierro. Cuando estuvieron cerca de la barca, los cristianos salieron a tierra, y habiendo comenzado a comprar arcos, flechas y otras armas, por encargo del Almirante, aquéllos, después de vender dos arcos, no sólo no quisieron vender más, sino que con desprecio y con muestras de querer aprisionar a los cristianos, fueron muy prestos a coger sus arcos y saetas, donde las habían dejado, y también cuerdas para atar a los nuestros las manos. Pero éstos, estando sobreaviso y viéndoles venir tan airados, aunque no eran más que siete, animosamente les resistieron, e hirieron a uno con una espada en las nalgas y a otro en el pecho con una saeta; por lo cual, los indios, asustados del valor de los nuestros y de las heridas que hacían nuestras armas, echaron a correr, dejando la mayor parte de sus arcos y las flechas.
Y ciertamente habrían quedado muchos muertos, si no lo hubiese prohibido el piloto de la carabela, a quien mandó el Almirante al cargo de la barca, y por cabeza de los que estaban en ella. Esta escaramuza no desagradó al Almirante, quien se convenció de que esta gente era de los mismos caribes, de quienes todos los otros indios tienen tanto miedo; o que al menos confinaban con ellos. Es gente arriscada y animosa, según lo demostraban su aspecto, su ánimo, y lo que habían hecho. Esperaba el Almirante que oyendo los isleños lo que siete cristianos habían hecho contra cincuenta y cinco indios de aquel país, tan feroces, serían más estimados y respetados los nuestros que dejaba en la Villa de la Navidad, y que nadie tendría atrevimiento de hacerles daño. Aquellos indios, después, por la tarde, hicieron hogueras en tierra, para mostrar más valor, por lo que la barca tornó a ver qué querían; pero de ningún modo se pudo lograr que se fiasen, y por ello se volvió. Eran los mencionados arcos de tejo, casi tan grandes como los de Francia e Inglaterra; las flechas son de tallos que producen las cañas en la punta donde echan la semilla, los cuales son macizos y muy derechos, por largura de un brazo y medio; y arman la extremidad con un palillo de una cuarta y media de largo, agudo y tostado al fuego, en cuya punta hincan un diente o una espina de pez, con veneno. Por cuyo motivo, el Almirante llamó a dicho golfo, que los indios nombraban de Samaná, Golfo de las Flechas; dentro del cual se veía mucho algodón fino, y ají, que es la pimienta usada por ellos, que abrasa mucho la boca, y es en parte alargado y en parte redondo; cerca de tierra, a poco fondo, brotaba mucha de aquella hierba que hallaron los nuestros, en hiladas, por el mar Océano, de lo que conjeturaron que nacía toda cerca de tierra, y que después de madura se separaba y era llevada por las corrientes del mar a mucha distancia.
Habiendo éste respondido por señas y por lo poco que podían entenderle los indios de San Salvador a cuanto le preguntaban, el Almirante mandó darle de comer y algunas bagatelas, como cuentas de vidrio y paño verde y rojo. Luego lo envió a tierra, para que llevase muestra del oro que, según él, tenían los otros indios. Cerca, ya la barca, de tierra, encontró en la playa, escondidos entre los árboles, cincuenta y cinco indios, todos desnudos, con largos cabellos, como acostumbran las mujeres en Castilla , y detrás de la cabeza penachos de papagayos y de otras aves; todos armados de arco y saetas. A éstos, cuando los nuestros salieron a tierra, hizo aquel indio dejar los arcos, las flechas, y un recio palo que llevaban en lugar de espada, porque, como hemos dicho, no tienen género alguno de hierro. Cuando estuvieron cerca de la barca, los cristianos salieron a tierra, y habiendo comenzado a comprar arcos, flechas y otras armas, por encargo del Almirante, aquéllos, después de vender dos arcos, no sólo no quisieron vender más, sino que con desprecio y con muestras de querer aprisionar a los cristianos, fueron muy prestos a coger sus arcos y saetas, donde las habían dejado, y también cuerdas para atar a los nuestros las manos. Pero éstos, estando sobreaviso y viéndoles venir tan airados, aunque no eran más que siete, animosamente les resistieron, e hirieron a uno con una espada en las nalgas y a otro en el pecho con una saeta; por lo cual, los indios, asustados del valor de los nuestros y de las heridas que hacían nuestras armas, echaron a correr, dejando la mayor parte de sus arcos y las flechas.
Y ciertamente habrían quedado muchos muertos, si no lo hubiese prohibido el piloto de la carabela, a quien mandó el Almirante al cargo de la barca, y por cabeza de los que estaban en ella. Esta escaramuza no desagradó al Almirante, quien se convenció de que esta gente era de los mismos caribes, de quienes todos los otros indios tienen tanto miedo; o que al menos confinaban con ellos. Es gente arriscada y animosa, según lo demostraban su aspecto, su ánimo, y lo que habían hecho. Esperaba el Almirante que oyendo los isleños lo que siete cristianos habían hecho contra cincuenta y cinco indios de aquel país, tan feroces, serían más estimados y respetados los nuestros que dejaba en la Villa de la Navidad, y que nadie tendría atrevimiento de hacerles daño. Aquellos indios, después, por la tarde, hicieron hogueras en tierra, para mostrar más valor, por lo que la barca tornó a ver qué querían; pero de ningún modo se pudo lograr que se fiasen, y por ello se volvió. Eran los mencionados arcos de tejo, casi tan grandes como los de Francia e Inglaterra; las flechas son de tallos que producen las cañas en la punta donde echan la semilla, los cuales son macizos y muy derechos, por largura de un brazo y medio; y arman la extremidad con un palillo de una cuarta y media de largo, agudo y tostado al fuego, en cuya punta hincan un diente o una espina de pez, con veneno. Por cuyo motivo, el Almirante llamó a dicho golfo, que los indios nombraban de Samaná, Golfo de las Flechas; dentro del cual se veía mucho algodón fino, y ají, que es la pimienta usada por ellos, que abrasa mucho la boca, y es en parte alargado y en parte redondo; cerca de tierra, a poco fondo, brotaba mucha de aquella hierba que hallaron los nuestros, en hiladas, por el mar Océano, de lo que conjeturaron que nacía toda cerca de tierra, y que después de madura se separaba y era llevada por las corrientes del mar a mucha distancia.