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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXXVI Alójanse los nuestros en Chicaza. Danles los indios una cruelísima y repentina batalla nocturna Con el trabajo y peligro que hemos dicho, vencieron nuestros españoles la dificultad de pasar el primer río de la provincia de Chicaza, y, como se viesen libres de enemigos, deshicieron las piraguas y guardaron la clavazón para hacer otras cuando fuesen menester. Hecho esto, pasaron adelante en su descubrimiento y, en cuatro jornadas que caminaron por tierra llana, poblada, aunque de pueblos derramados y de pocas casas, llegaron al pueblo principal llamado Chicaza, de quien toda la provincia toma el nombre. El cual estaba asentado en una loma llana, prolongada norte sur, entre unos arroyos de poca agua, empero de mucha arboleda de nogales, robles y encinas, que tenían caída a sus pies la fruta de dos, tres años, la cual dejaban los indios perder porque no tenían ganados que la comiesen y ellos no la gastaban porque tenían otras frutas que comer mejores y más delicadas. El general y sus capitanes llegaron al pueblo Chicaza a los primeros de diciembre del año mil y quinientos y cuarenta, y lo hallaron desamparado, y, como fuese ya invierno, les pareció que sería bien invernar en él. Con este acuerdo, recogieron todo el bastimento necesario y trajeron de los poblezuelos comarcanos mucha madera y paja de que hicieron casas, porque las del pueblo principal, aunque eran doscientas, eran pocas. Con alguna quietud y descanso estuvieron los nuestros en su alojamiento casi dos meses, que no entendían sino en correr cada día el campo con los caballos, y prendían algunos indios de los cuales enviaba el gobernador los más de ellos con dádivas y recaudos al curaca, convidándole con la paz y amistad.
El cual respondía prometiendo largas esperanzas de su venida, fingiendo achaques de su tardanza, duplicando los mensajes, de día en día, por entretener al gobernador, al cual, en recambio de sus dádivas, le enviaba alguna fruta, pescado y carne de venado. Entretanto sus indios no dejaban de inquietar a nuestros españoles con rebatos y arma que les daban todas las noches dos y tres veces, mas no aguardaban a pelear, que, en saliendo a ellos los cristianos, se acogían huyendo. Todo lo cual hacían de industria, como hombres de guerra, por desvelar a los españoles con los rebatos y descuidarlos con la muestra de la cobardía porque pensasen que siempre había de ser así y estuviesen remisos en su milicia para cuando los acometiesen de veras. No estuvieron los indios mucho tiempo en esta cobardía, antes parece que, avergonzados de haberla tenido, quisieron mostrar lo contrario y dar a entender que el huir pasado había sido artificiosamente hecho para descubrir mayor ánimo y esfuerzo a su tiempo, como lo hicieron, según veremos luego. A los postreros de enero del año de mil y quinientos y cuarenta y uno, habiendo reconocido lo favorable que les era el viento norte, que aquella noche corrió furiosamente, vinieron los indios en tres escuadrones a la una de la noche y, con todo el silencio posible, llegaron a cien pasos de las centinelas españolas. El curaca, que venía por capitán del escuadrón de en medio, que era el principal, envió a saber en qué paraje estaban los otros dos colaterales y, habiendo sabido que estaban en el mismo paraje que el suyo, mandó tocar arma, la cual dieron con muchos atambores, pífanos, caracoles y otros instrumentos rústicos que traían para hacer mayor estruendo, y todos los indios, a una, dieron un gran alarido para poner mayor terror y asombro a los españoles.
Traían, para quemar el pueblo y para ver los enemigos, unos hachos de cierta hierba que en aquella tierra se cría, la cual, hecha maroma o soga delgada y encendida, guarda el fuego como una mecha de arcabuz y, ondeada por el aire, levanta llama que arde sin apagarse como una hacha de cera. Y los indios hacían con tanta curiosidad estos hachos que parecían hachas de cera de cuatro pabilos y alumbraban tanto como ellas. En las puntas de las flechas traían sortijuelas hechas de la misma hierba para tirarlas encendidas y pegar de lejos fuego a las casas. Con esta orden y prevención vinieron los indios y arremetieron al pueblo, ondeando los hachos, y echaron muchas flechas encendidas sobre las casas y, como ellas eran de paja, con el recio viento que corría se encendieron en un punto. Los españoles, aunque sobresaltados con tan repentino y fiero asalto, no dejaron de salir con toda presteza a defender sus vidas. El gobernador, que, por hallarse apercibido para semejantes rebatos, dormía siempre en calzas y jubón, salió a caballo a los enemigos primero que otro algún caballero de los suyos, y, por la prisa que los enemigos traían, no había podido tomar otras armas defensivas sino una celada y un sayo, que llaman de armas, hecho de algodón colchado, de tres dedos de grueso, que contra las flechas no hallaron otra mejor defensa los nuestros. Con estas armas, y su lanza y adarga, salió el gobernador solo contra tanta multitud de enemigos, porque nunca los supo temer.
Otros diez o doce caballeros salieron en pos de él, mas no luego. Los demás españoles, así capitanes como soldados, acudieron con el ánimo acostumbrado a resistir la ferocidad y braveza de los indios, mas no pudieron pelear con ellos porque traían por delante en su favor y defensa el fuego, la llama y el humo, todo lo cual el viento recio que soplaba echaba sobre los españoles, con que los ofendía malamente. Mas con todo eso los nuestros, como podían, salían de sus cuarteles a pelear con los enemigos, unos pasando a gatas por debajo de la llama porque no los alcanzase, otros, corriendo por entre casa y casa, huyendo del fuego. Así salieron algunos al campo; otros acudieron a la enfermería a socorrer los dolientes, porque tenían los enfermos de por sí en una casa aparte, los cuales, sintiendo el fuego y los enemigos, se acogieron los que pudieron huir, y los que no pudieron perecieron quemados antes que el socorro les llegase. Los de a caballo salían según les daba la prisa el fuego y la furia de los enemigos, que como el rebato fue tan repentino, no tuvieron lugar de se armar y ensillar los caballos. Unos los sacaban de diestro, huyendo con ellos porque el fuego no los quemase; otros los desamparaban, que para el fuego no había otra resistencia sino el huir. Pocos salieron a socorrer al gobernador, el cual había gran espacio de tiempo que, con los poquísimos que habían salido al principio de la batalla, peleaba con los enemigos, y fue el primero que aquella noche mató indio, porque siempre se preciaba ser de los primeros en toda cosa. Los indios de los dos escuadrones colaterales entraron en el pueblo, y, con el fuego que en su favor traían, hicieron mucho daño, que mataron muchos caballos y españoles que no tuvieron tiempo de valerse.
El cual respondía prometiendo largas esperanzas de su venida, fingiendo achaques de su tardanza, duplicando los mensajes, de día en día, por entretener al gobernador, al cual, en recambio de sus dádivas, le enviaba alguna fruta, pescado y carne de venado. Entretanto sus indios no dejaban de inquietar a nuestros españoles con rebatos y arma que les daban todas las noches dos y tres veces, mas no aguardaban a pelear, que, en saliendo a ellos los cristianos, se acogían huyendo. Todo lo cual hacían de industria, como hombres de guerra, por desvelar a los españoles con los rebatos y descuidarlos con la muestra de la cobardía porque pensasen que siempre había de ser así y estuviesen remisos en su milicia para cuando los acometiesen de veras. No estuvieron los indios mucho tiempo en esta cobardía, antes parece que, avergonzados de haberla tenido, quisieron mostrar lo contrario y dar a entender que el huir pasado había sido artificiosamente hecho para descubrir mayor ánimo y esfuerzo a su tiempo, como lo hicieron, según veremos luego. A los postreros de enero del año de mil y quinientos y cuarenta y uno, habiendo reconocido lo favorable que les era el viento norte, que aquella noche corrió furiosamente, vinieron los indios en tres escuadrones a la una de la noche y, con todo el silencio posible, llegaron a cien pasos de las centinelas españolas. El curaca, que venía por capitán del escuadrón de en medio, que era el principal, envió a saber en qué paraje estaban los otros dos colaterales y, habiendo sabido que estaban en el mismo paraje que el suyo, mandó tocar arma, la cual dieron con muchos atambores, pífanos, caracoles y otros instrumentos rústicos que traían para hacer mayor estruendo, y todos los indios, a una, dieron un gran alarido para poner mayor terror y asombro a los españoles.
Traían, para quemar el pueblo y para ver los enemigos, unos hachos de cierta hierba que en aquella tierra se cría, la cual, hecha maroma o soga delgada y encendida, guarda el fuego como una mecha de arcabuz y, ondeada por el aire, levanta llama que arde sin apagarse como una hacha de cera. Y los indios hacían con tanta curiosidad estos hachos que parecían hachas de cera de cuatro pabilos y alumbraban tanto como ellas. En las puntas de las flechas traían sortijuelas hechas de la misma hierba para tirarlas encendidas y pegar de lejos fuego a las casas. Con esta orden y prevención vinieron los indios y arremetieron al pueblo, ondeando los hachos, y echaron muchas flechas encendidas sobre las casas y, como ellas eran de paja, con el recio viento que corría se encendieron en un punto. Los españoles, aunque sobresaltados con tan repentino y fiero asalto, no dejaron de salir con toda presteza a defender sus vidas. El gobernador, que, por hallarse apercibido para semejantes rebatos, dormía siempre en calzas y jubón, salió a caballo a los enemigos primero que otro algún caballero de los suyos, y, por la prisa que los enemigos traían, no había podido tomar otras armas defensivas sino una celada y un sayo, que llaman de armas, hecho de algodón colchado, de tres dedos de grueso, que contra las flechas no hallaron otra mejor defensa los nuestros. Con estas armas, y su lanza y adarga, salió el gobernador solo contra tanta multitud de enemigos, porque nunca los supo temer.
Otros diez o doce caballeros salieron en pos de él, mas no luego. Los demás españoles, así capitanes como soldados, acudieron con el ánimo acostumbrado a resistir la ferocidad y braveza de los indios, mas no pudieron pelear con ellos porque traían por delante en su favor y defensa el fuego, la llama y el humo, todo lo cual el viento recio que soplaba echaba sobre los españoles, con que los ofendía malamente. Mas con todo eso los nuestros, como podían, salían de sus cuarteles a pelear con los enemigos, unos pasando a gatas por debajo de la llama porque no los alcanzase, otros, corriendo por entre casa y casa, huyendo del fuego. Así salieron algunos al campo; otros acudieron a la enfermería a socorrer los dolientes, porque tenían los enfermos de por sí en una casa aparte, los cuales, sintiendo el fuego y los enemigos, se acogieron los que pudieron huir, y los que no pudieron perecieron quemados antes que el socorro les llegase. Los de a caballo salían según les daba la prisa el fuego y la furia de los enemigos, que como el rebato fue tan repentino, no tuvieron lugar de se armar y ensillar los caballos. Unos los sacaban de diestro, huyendo con ellos porque el fuego no los quemase; otros los desamparaban, que para el fuego no había otra resistencia sino el huir. Pocos salieron a socorrer al gobernador, el cual había gran espacio de tiempo que, con los poquísimos que habían salido al principio de la batalla, peleaba con los enemigos, y fue el primero que aquella noche mató indio, porque siempre se preciaba ser de los primeros en toda cosa. Los indios de los dos escuadrones colaterales entraron en el pueblo, y, con el fuego que en su favor traían, hicieron mucho daño, que mataron muchos caballos y españoles que no tuvieron tiempo de valerse.