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Datos principales
Desarrollo
Capítulo XXXI De cómo Pizarro determinó de enviar los navíos a Panamá y a Nicaragua con el oro que se halló y de cómo vinieron algunos cristianos a se juntar con él y de cómo enfermaron muchos A cabo de algunos días que había que era llegado el gobernador a Cuaque, con acuerdo de Hernando Pizarro y de los otros principales que allí estaban, determinaron de que las naves fuesen vueltas a Panamá y Nicaragua para que pudiesen venir los españoles y caballos que se hubiesen juntado; y así entendió en escribir a Diego de Almagro, su compañero, todo lo que hasta entonces les había sucedido. Envió con los dos navíos que fueron a Panamá la mayor parte del oro que se tomó en Cuaque, en piezas ricas y vistosas; lo demás mandó que fuese llevado a Nicaragua en el otro navío que fue a cargo de un Bartolomé de Aguilar. Avisando Pizarro en cartas a sus amigos que con brevedad se diesen prisa a venir porque tenía gran noticia de la tierra de adelante y que la mandaba un señor solo y muy poderoso. Como los navíos se fueron, quedó el gobernador con los cristianos en Cuaque, tierra enferma, cerca de la línea equinoccial. Pasaron en ella mucho trabajo y molestia los nuestros, porque estuvieron más de siete meses, y acaeció: algunos de ellos, acostarse en sus lechos buenos y amanecer hinchados los miembros encogidos veinte días y más, y volvían a sanar; sin esto les nacían a los más de ellos unas verrugas por encima de los ojos tan malas y feas, como saben los que quedaron de aquel tiempo.
Como no supiesen cura para enfermedad tan contagiosa, algunos las cortaban y se desangraban en tanta manera, que escaparon pocos sin morir de los que lo hicieron; con todos estos trabajos no faltó maíz, algunas frutas y raíces de la tierra, mas en muchos días no comieron carne ni pescado por no lo tener. Aguardaban las naos con gran deseo y como no venían, sentían mucho su tardanza; mas como se viesen unos tullidos; otros con verrugas y todos hartos de no comer más que maíz, se determinaron de salir de allí para otra tierra mejor, y como estuviese ya platicado el mudarse, vieron por la mar venir un navío de que todos mostraron gran contento; creyeron que no vendría solo esta nao: venía cargada bastimento y refresco para los españoles bien cumplidamente, y venían Alonso Riquelme, tesorero, y García de Saucedo, veedor; Antonio Navarro, contador; jerónimo de Aliaga, Gonzalo Farfán, Melchor Verdugo, Pero Díaz y otros. Como saltaron en tierra fueron bien recibidos de Pizarro y de los que estaban con él. Diéronle las cartas que le traían de Diego de Almagro, del "electo", con otras personas que le escribían. Y pasados ciertos días partieron de allí caminando la costa arriba hasta que llegaron al pueblo de Pasoa. Había derramado la fama grandes cosas de los españoles entre los indios, muy diferentes de lo que primero pensaron y creyeron: que era gente santa no amiga de matar, ni robar, ni hacer daño, sino que les fueran amigables y tuvieran con ellos toda paz; mas ahora (según, los que en este tiempo están, dicen) que era gente cruel sin razón ni verdad, porque andaban hechos ladrones de tierra en tierra, robando y matando a los que no les habían ofendido, y que traían grandes caballos que corrían como el viento y espadas que cortaban con todo lo que alcanzaban; y así decían de las lanzas.
Unos de ellos lo creían y otros decían que no sería tanto, y aguardaban con sus ojos a ver lo cierto de la nueva gente que les habían entrado en su señorío; enviando avisos de todo a los delegados de los incas, los cuales avisaron de ello en el Cuzco, y en Quito, y en todas partes. El señor de este pueblo, contra el parecer de muchos de los suyos, aguardó de paz al gobernador con sus indios para ganarle la voluntad y que le tratase como amigo; y no le robase el pueblo, como si fuese enemigo. Diz que recibió placer Pizarro, loando su propósito; prometió de le hacer siempre honra los cristianos: no mataban, ni robaban a los que dando obediencia al rey de Castilla, quisiesen tener con ellos confederación; pero que mirasen no fuese su amistad fingida. Le respondió que era entera y con voluntad: y ansí sirvieron los indios a los cristianos: lo cual saben bien hacer porque están hechos a servir al rey suyo y a los que por su mandado andan por la tierra. Dijéronme, y es verdad que como hubiese necesidad de mujeres naturales para moler y hacer pan a los cristianos, el gobernador guardase la paz y alianza puesta con el cacique, le dio por concierto una piedra de esmeralda, tan gruesa como un huevo de paloma (creyendo que no era nada, y ¡valía un gran tesoro!) por diez y siete indias. Pasado esto, salió Pizarro en gracia de los de aquella tierra.
Como no supiesen cura para enfermedad tan contagiosa, algunos las cortaban y se desangraban en tanta manera, que escaparon pocos sin morir de los que lo hicieron; con todos estos trabajos no faltó maíz, algunas frutas y raíces de la tierra, mas en muchos días no comieron carne ni pescado por no lo tener. Aguardaban las naos con gran deseo y como no venían, sentían mucho su tardanza; mas como se viesen unos tullidos; otros con verrugas y todos hartos de no comer más que maíz, se determinaron de salir de allí para otra tierra mejor, y como estuviese ya platicado el mudarse, vieron por la mar venir un navío de que todos mostraron gran contento; creyeron que no vendría solo esta nao: venía cargada bastimento y refresco para los españoles bien cumplidamente, y venían Alonso Riquelme, tesorero, y García de Saucedo, veedor; Antonio Navarro, contador; jerónimo de Aliaga, Gonzalo Farfán, Melchor Verdugo, Pero Díaz y otros. Como saltaron en tierra fueron bien recibidos de Pizarro y de los que estaban con él. Diéronle las cartas que le traían de Diego de Almagro, del "electo", con otras personas que le escribían. Y pasados ciertos días partieron de allí caminando la costa arriba hasta que llegaron al pueblo de Pasoa. Había derramado la fama grandes cosas de los españoles entre los indios, muy diferentes de lo que primero pensaron y creyeron: que era gente santa no amiga de matar, ni robar, ni hacer daño, sino que les fueran amigables y tuvieran con ellos toda paz; mas ahora (según, los que en este tiempo están, dicen) que era gente cruel sin razón ni verdad, porque andaban hechos ladrones de tierra en tierra, robando y matando a los que no les habían ofendido, y que traían grandes caballos que corrían como el viento y espadas que cortaban con todo lo que alcanzaban; y así decían de las lanzas.
Unos de ellos lo creían y otros decían que no sería tanto, y aguardaban con sus ojos a ver lo cierto de la nueva gente que les habían entrado en su señorío; enviando avisos de todo a los delegados de los incas, los cuales avisaron de ello en el Cuzco, y en Quito, y en todas partes. El señor de este pueblo, contra el parecer de muchos de los suyos, aguardó de paz al gobernador con sus indios para ganarle la voluntad y que le tratase como amigo; y no le robase el pueblo, como si fuese enemigo. Diz que recibió placer Pizarro, loando su propósito; prometió de le hacer siempre honra los cristianos: no mataban, ni robaban a los que dando obediencia al rey de Castilla, quisiesen tener con ellos confederación; pero que mirasen no fuese su amistad fingida. Le respondió que era entera y con voluntad: y ansí sirvieron los indios a los cristianos: lo cual saben bien hacer porque están hechos a servir al rey suyo y a los que por su mandado andan por la tierra. Dijéronme, y es verdad que como hubiese necesidad de mujeres naturales para moler y hacer pan a los cristianos, el gobernador guardase la paz y alianza puesta con el cacique, le dio por concierto una piedra de esmeralda, tan gruesa como un huevo de paloma (creyendo que no era nada, y ¡valía un gran tesoro!) por diez y siete indias. Pasado esto, salió Pizarro en gracia de los de aquella tierra.