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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXV De la confesión y confesores que usaban los indios También el sacramento de la confesión quiso el mismo padre de mentira remedar, y de sus idólatras hacerse honrar con ceremonia muy semejante al uso de los fieles. En el Pirú tenían por opinión, que todas las adversidades y enfermedades venían por pecados que habían hecho, y para remedio usaban de sacrificios; y ultra de eso, también se confesaban vocalmente cuasi en todas las provincias, y tenían confesores diputados para esto, mayores y menores, y pecados reservados al mayor, y recibían penitencias, y algunas veces ásperas, especialmente si era hombre pobre el que hacía el pecado y no tenía qué dar al confesor; y este oficio de confesar, también lo tenían las mujeres. En las provincias de Collasuyo, fue y es más universal este uso de confesores hechiceros, que llaman ellos Ichuri o Ichuiri. Tienen por opinión que es pecado notable, encubrir algún pecado en la confesión, y los ichuris o confesores averiguan o por suertes o mirando la asadura de algún animal, si les encubren algún pecado, y castíganlo con darle en las espaldas cuantidad de golpes con una piedra hasta que lo dice todo, y le dan la penitencia, y hacen el sacrificio. Esta confesión usan también cuando están enfermos sus hijos, o mujeres o maridos, o sus caciques, o cuando están en algunos grandes trabajos; y cuando el Inga estaba enfermo, se confesaban todas las provincias, especialmente los collas. Los confesores tenían obligación al secreto, pero con ciertas limitaciones.
Los pecados de que principalmente se acusaban eran, lo primero, matar uno a otro fuera de la guerra. Iten hurtar. Iten tomar la mujer ajena. Iten dar yerbas o hechizos para hacer mal. Y por muy notable pecado tenían el descuido en la reverencia de sus guacas, y el quebrantar sus fiestas, y el decir mal del Inga, y el no obedecerle. No se acusaban de pecados y actos interiores, y según relación de algunos sacerdotes, después que los cristianos vinieron a la tierra, se acusan a sus ichuris o confesores, aun de los pensamientos. El Inga no confesaba sus pecados a ningún hombre sino sólo al sol, para que él los dijese al Viracocha y le perdonase. Después de confesado el Inga, hacía cierto lavatorio para acabar de limpiarse de sus culpas, y era en esta forma, que poniéndose en un río corriente, decía estas palabras: "Yo he dicho mis pecados al sol, tu río los recibe; llévalos a la mar, donde nunca más parezcan". Estos lavatorios usaban también los demás que se confesaban con ceremonia muy semejante a la que los moros usan, que ellos llaman el guadoi y los indios llaman opacuna. Y cuando acaecía morírsele a algún hombre sus hijos, le tenían por gran pecador, diciéndole que por sus pecados sucedía que muriese primero el hijo que el padre. Y a estos tales, cuando después de haberse confesado, hacían los lavatorios llamados opacuna (según está dicho), los había de azotar con ciertas hortigas algún indio monstruoso, como corvado o contrecho de su nacimiento.
Si los hechiceros o sortílegos, por sus suertes o agüeros afirmaban que había de morir algún enfermo, no dudaba de matar su proprio hijo, aunque no tuviese otro; y con esto entendía que adquiría salud diciendo que ofrecía a su hijo en su lugar, en sacrificio. Y después de haber cristianos en aquella tierra, se ha hallado en algunas partes esta crueldad. Notable cosa es cierto que haya prevalecido esta costumbre de confesar pecados secretos y hacer tan rigurosas penitencias, como era ayunar, dar ropa, oro, plata, estar en las sierras, recibir recios golpes en las espaldas; y hoy día dicen los nuestros que en la provincia de Chicuyto, topan esta pestilencia de confesores o ichuris, y que muchos enfermos acuden a ellos. Mas ya por la gracia del Señor se van desengañando del todo y conocen el beneficio grande de nuestra confesión sacramental, y con gran devoción y fe acuden a ella. Y en parte ha sido providencia del Señor, permitir el uso pasado, para que la confesión no se les haga dificultosa; y así en todo, el Señor es glorificado y el demonio burlador, queda burlado. Por venir a este propósito referiré aquí el uso de confesión extraño que el demonio introdujo en el Japón, según por una carta de allá consta, la cual dice así: "En Ozaca hay unas peñas grandísimas y tan altas que hay en ellas riscos de más de doscientas brazas de altura, y entre estas peñas sale hacia fuera una punta tan terrible, que de sólo llegar los xamabuxis (que son los romeros) a ella, les tiemblan las carnes y se les despeluzan los cabellos, según es el lugar terrible y espantoso.
Aquí en esta punta está puesto con extraño artificio un grande bastón de hierro de tres brazas de largo, o más, y en la punta de este bastón está asido uno como peso, cuyas balanzas son tan grandes, que en una de ellas puede sentarse un hombre; y en una de ellas hacen los goquis (que son los demonios en figura de hombres) que entren estos peregrinos uno por uno sin que quede ninguno, y por un ingenio que se menea mediante una rueda, hacen que vaya el bastón saliendo hacia afuera, y en él la balanza va saliendo, de manera que finalmente queda toda en el aire, y asentado en ella uno de los xamabuxis. Y como la balanza en que está sentado el hombre no tiene contrapeso ninguno en la otra, baja luego hacia abajo, y levántase la otra hasta que topa en el bastón, y entonces le dicen los goquis desde las peñas, que se confiese y diga todos sus pecados, cuantos hubiere hecho y se acordare. Y esto es en voz tan alta que lo oigan todos los demás que allí están. Y comienza luego a confesarse, y unos de los circunstantes se ríen de los pecados que oyen, y otros gimen. Y a cada pecado que dicen, baja la otra balanza un poco, hasta que finalmente, habiendo dicho todos sus pecados, queda la balanza vacía igual con la otra en que está el triste penitente. Y llegada la balanza al fin con la otra, tornan los goquis a hacer andar la rueda, y traen para dentro el bastón, y ponen a otro de los peregrinos en la balanza, hasta que pasan todos. Contaba esto uno de los japones después de hecho cristiano, el cual había andado esta peregrinación siete veces, y entrado en la balanza otras tantas, donde públicamente se había confesado, y decía que si acaso alguno de éstos, puesto en aquel lugar, deja de confesar el pecado, cómo pasó, o encubre, la balanza vacía no baja, y si después de haberle hecho instancia que confiese, él porfía en no querer confesar sus pecados, échanlo los goquis de la balanza abajo, donde al momento se hace pedazos.
Pero decíanos este cristiano llamado Juan, que ordinariamente es tan grande el temor y templor de aquel lugar en todos los que a él llegan, y el peligro que cada uno ve al ojo, de caer de aquella balanza y ser despeñado de allí abajo, que cuasi nunca por maravilla acontece haber alguno que no descubre todos sus pecados; llámase aquel lugar por otro nombre sangenotocoro, que quiere decir lugar de confesión". Vese por esta relación bien claro, cómo el demonio ha pretendido usurpar el culto divino para sí, haciendo la confesión de los pecados que el Salvador instituyó para remedio de los hombres, superstición diabólica para mayor daño de ellos, no menor en la gentilidad del Japón que en la de las provincias del Collao, en el Pirú.
Los pecados de que principalmente se acusaban eran, lo primero, matar uno a otro fuera de la guerra. Iten hurtar. Iten tomar la mujer ajena. Iten dar yerbas o hechizos para hacer mal. Y por muy notable pecado tenían el descuido en la reverencia de sus guacas, y el quebrantar sus fiestas, y el decir mal del Inga, y el no obedecerle. No se acusaban de pecados y actos interiores, y según relación de algunos sacerdotes, después que los cristianos vinieron a la tierra, se acusan a sus ichuris o confesores, aun de los pensamientos. El Inga no confesaba sus pecados a ningún hombre sino sólo al sol, para que él los dijese al Viracocha y le perdonase. Después de confesado el Inga, hacía cierto lavatorio para acabar de limpiarse de sus culpas, y era en esta forma, que poniéndose en un río corriente, decía estas palabras: "Yo he dicho mis pecados al sol, tu río los recibe; llévalos a la mar, donde nunca más parezcan". Estos lavatorios usaban también los demás que se confesaban con ceremonia muy semejante a la que los moros usan, que ellos llaman el guadoi y los indios llaman opacuna. Y cuando acaecía morírsele a algún hombre sus hijos, le tenían por gran pecador, diciéndole que por sus pecados sucedía que muriese primero el hijo que el padre. Y a estos tales, cuando después de haberse confesado, hacían los lavatorios llamados opacuna (según está dicho), los había de azotar con ciertas hortigas algún indio monstruoso, como corvado o contrecho de su nacimiento.
Si los hechiceros o sortílegos, por sus suertes o agüeros afirmaban que había de morir algún enfermo, no dudaba de matar su proprio hijo, aunque no tuviese otro; y con esto entendía que adquiría salud diciendo que ofrecía a su hijo en su lugar, en sacrificio. Y después de haber cristianos en aquella tierra, se ha hallado en algunas partes esta crueldad. Notable cosa es cierto que haya prevalecido esta costumbre de confesar pecados secretos y hacer tan rigurosas penitencias, como era ayunar, dar ropa, oro, plata, estar en las sierras, recibir recios golpes en las espaldas; y hoy día dicen los nuestros que en la provincia de Chicuyto, topan esta pestilencia de confesores o ichuris, y que muchos enfermos acuden a ellos. Mas ya por la gracia del Señor se van desengañando del todo y conocen el beneficio grande de nuestra confesión sacramental, y con gran devoción y fe acuden a ella. Y en parte ha sido providencia del Señor, permitir el uso pasado, para que la confesión no se les haga dificultosa; y así en todo, el Señor es glorificado y el demonio burlador, queda burlado. Por venir a este propósito referiré aquí el uso de confesión extraño que el demonio introdujo en el Japón, según por una carta de allá consta, la cual dice así: "En Ozaca hay unas peñas grandísimas y tan altas que hay en ellas riscos de más de doscientas brazas de altura, y entre estas peñas sale hacia fuera una punta tan terrible, que de sólo llegar los xamabuxis (que son los romeros) a ella, les tiemblan las carnes y se les despeluzan los cabellos, según es el lugar terrible y espantoso.
Aquí en esta punta está puesto con extraño artificio un grande bastón de hierro de tres brazas de largo, o más, y en la punta de este bastón está asido uno como peso, cuyas balanzas son tan grandes, que en una de ellas puede sentarse un hombre; y en una de ellas hacen los goquis (que son los demonios en figura de hombres) que entren estos peregrinos uno por uno sin que quede ninguno, y por un ingenio que se menea mediante una rueda, hacen que vaya el bastón saliendo hacia afuera, y en él la balanza va saliendo, de manera que finalmente queda toda en el aire, y asentado en ella uno de los xamabuxis. Y como la balanza en que está sentado el hombre no tiene contrapeso ninguno en la otra, baja luego hacia abajo, y levántase la otra hasta que topa en el bastón, y entonces le dicen los goquis desde las peñas, que se confiese y diga todos sus pecados, cuantos hubiere hecho y se acordare. Y esto es en voz tan alta que lo oigan todos los demás que allí están. Y comienza luego a confesarse, y unos de los circunstantes se ríen de los pecados que oyen, y otros gimen. Y a cada pecado que dicen, baja la otra balanza un poco, hasta que finalmente, habiendo dicho todos sus pecados, queda la balanza vacía igual con la otra en que está el triste penitente. Y llegada la balanza al fin con la otra, tornan los goquis a hacer andar la rueda, y traen para dentro el bastón, y ponen a otro de los peregrinos en la balanza, hasta que pasan todos. Contaba esto uno de los japones después de hecho cristiano, el cual había andado esta peregrinación siete veces, y entrado en la balanza otras tantas, donde públicamente se había confesado, y decía que si acaso alguno de éstos, puesto en aquel lugar, deja de confesar el pecado, cómo pasó, o encubre, la balanza vacía no baja, y si después de haberle hecho instancia que confiese, él porfía en no querer confesar sus pecados, échanlo los goquis de la balanza abajo, donde al momento se hace pedazos.
Pero decíanos este cristiano llamado Juan, que ordinariamente es tan grande el temor y templor de aquel lugar en todos los que a él llegan, y el peligro que cada uno ve al ojo, de caer de aquella balanza y ser despeñado de allí abajo, que cuasi nunca por maravilla acontece haber alguno que no descubre todos sus pecados; llámase aquel lugar por otro nombre sangenotocoro, que quiere decir lugar de confesión". Vese por esta relación bien claro, cómo el demonio ha pretendido usurpar el culto divino para sí, haciendo la confesión de los pecados que el Salvador instituyó para remedio de los hombres, superstición diabólica para mayor daño de ellos, no menor en la gentilidad del Japón que en la de las provincias del Collao, en el Pirú.