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Datos principales
Desarrollo
Cómo el Almirante salió de aquella isla y fue a ver otras El domingo siguiente, que fue 14 de Octubre, el Almirante fue con los bateles por la costa de aquella isla, hacia el noroeste, por ver lo que había alrededor de ella. Y en aquella parte por donde fue halló una gran ensenada o puerto capaz para todos los navíos de los cristianos; los moradores, viendo que iba de lejos, corrían tras de él por la playa, gritando y ofreciéndole dar cosas de comer; llamándose unos a otros, apresurábanse a ver los hombres del cielo, y postrados en tierra, alzaban las manos al cielo, como dándole gracias por la llegada de aquellos. Muchos también, nadando, o en sus canoas, como podían, llegaban a las barcas, a preguntar, por señas, si bajaban del cielo, rogándoles que saliesen a tierra, para descansar. Pero el Almirante , dando a todos cuentas de vidrio o alfileres gozaba mucho de ver en ellos tanta sencillez; al fin llegó a una península que con trabajo se podría rodear por agua, en tres días, habitable, y donde se podía hacer una buena fortaleza. Allí vio seis casas de los indios, con muchos jardines alrededor, tan hermosos como los de Castilla en el mes de Mayo. Pero como la gente estaba ya fatigada de remar tanto, y él conocía claramente, por lo que habla visto, que no era aquella tierra la que él andaba buscando, ni de tanto provecho que debiese permanecer en ella, tomó siete indios de aquellos, para que le sirviesen de intérpretes; y, vuelto a los navíos, salió para otras islas que se veían desde la península, y parecían ser llanas y verdes, muy pobladas, como los mismos indios afirmaban.
A una de las cuales, que distaba siete leguas, llegó el día siguiente, que fue lunes a 15 de Octubre; y le puso nombre de Santa María de la Concepción. La parte de aquella isla, que mira a San Salvador, se extendía de norte a sur por espacio de cinco leguas de costa. Pero el Almirante fue por la costa del este al oeste, que es más larga de diez leguas, y después que surgió hacia occidente, bajó a tierra para hacer allí lo mismo que en las anteriores. Los habitantes de la isla acudieron prestamente, para ver a los cristianos, con la misma admiración que los otros. Habiendo visto el Almirante que todo aquello era lo mismo, al día siguiente, que fue martes, navegó al oeste, ocho leguas, a una isla bastante mayor, y llegó a la costa de aquélla, que tiene de noroeste a sudeste más de veintiocho leguas. También ésta era muy llana, de hermosa playa; y acordó ponerle nombre de la Fernandina. Antes que llegase a esta isla y a la otra de la Concepción, hallaron un hombre en una pequeña canoa, que llevaba un pedazo de su pan, una calabaza de agua, y un poco de tierra semejante al bermellón, con el que se pintan aquellos hombres el cuerpo, como ya hemos dicho, y ciertas hojas secas que estiman mucho, por ser muy olorosas y sanas; en una cestilla llevaba una sarta de cuentas verdes de vidrio, y dos blancas, por cuya muestra se juzgó que venía de San Salvador, había pasado por la Concepción, y luego iba a la Fernandina, llevando nuevas de los cristianos, por estos países.
Pero, como la jornada era larga y estaba ya cansado, pronto fue a los navíos, donde le recibieron dentro, con su canoa, y tratado afablemente por el Almirante, quien tenía propósito, tan pronto como llegase a tierra, de mandarlo con su mensaje, como hizo; y le dio prestamente algunas cosillas para que las distribuyese entre los otros indios. La buena relación que hizo éste motivó que muy pronto la gente de la Fernandina viniese a las naves, en sus canoas, para cambiar aquellas mismas cosas que habían trocado los anteriores; porque aquella gente y todo el resto era de igual condición. Y cuando el batel fue a tierra para proveerse de agua, los indios mostraban con grande alegría donde la había, y llevaban a cuestas muy a gusto los barriles, para llenar los toneles dentro del batel. En verdad, parecían hombres de más aviso y juicio que los primeros, y como tales regateaban sobre el trueque y paga de lo que llevaban; en sus casas tenían paños de algodón, es a saber mantas de cama; las mujeres cubrían sus partes vergonzosas con una media faldilla tejida de algodón, y otras, con un paño tejido que parecía de telar. Entre las cosas notables que vieron en aquella isla fueron algunos árboles que tenían ramas y hojas diferentes entre sí, sin que otros árboles estuviesen allí injertos, sino naturalmente, teniendo los ramos un mismo tronco, y hojas de cuatro y cinco maneras tan diferentes la una de la otra, como lo es la hoja de la caña, de la del lentisco.
Igualmente, vieron peces de distintas maneras, y de finos colores, pero no vieron género alguno de animales terrestres fuera de lagartos y alguna sierpe. A fin de reconocer mejor la isla, salidos de allí hacia noroeste, surgieron en la boca de un bellísimo puerto que tenía una islilla a la entrada; más no pudieron penetrar por el poco fondo que tenía, ni tampoco lo procuraron, para no alejarse de un pueblo grande que no muy lejos estaba, aunque, en la mayor isla de las que hasta entonces habían visto, no los hubiera con más de doce o quince casas, hechas a modo de tiendas de campaña. Entrados en ellas, no vieron otro ornamento, ni muebles, más de aquello mismo que llevaban a cambiar a las naves. Eran sus lechos como una red colgada, en forma de honda, en medio de la cual se echaban, y ataban los cabos a dos postes de la casa. También allí vieron algunos perros como mastines o blanchetes, que no ladraban.
A una de las cuales, que distaba siete leguas, llegó el día siguiente, que fue lunes a 15 de Octubre; y le puso nombre de Santa María de la Concepción. La parte de aquella isla, que mira a San Salvador, se extendía de norte a sur por espacio de cinco leguas de costa. Pero el Almirante fue por la costa del este al oeste, que es más larga de diez leguas, y después que surgió hacia occidente, bajó a tierra para hacer allí lo mismo que en las anteriores. Los habitantes de la isla acudieron prestamente, para ver a los cristianos, con la misma admiración que los otros. Habiendo visto el Almirante que todo aquello era lo mismo, al día siguiente, que fue martes, navegó al oeste, ocho leguas, a una isla bastante mayor, y llegó a la costa de aquélla, que tiene de noroeste a sudeste más de veintiocho leguas. También ésta era muy llana, de hermosa playa; y acordó ponerle nombre de la Fernandina. Antes que llegase a esta isla y a la otra de la Concepción, hallaron un hombre en una pequeña canoa, que llevaba un pedazo de su pan, una calabaza de agua, y un poco de tierra semejante al bermellón, con el que se pintan aquellos hombres el cuerpo, como ya hemos dicho, y ciertas hojas secas que estiman mucho, por ser muy olorosas y sanas; en una cestilla llevaba una sarta de cuentas verdes de vidrio, y dos blancas, por cuya muestra se juzgó que venía de San Salvador, había pasado por la Concepción, y luego iba a la Fernandina, llevando nuevas de los cristianos, por estos países.
Pero, como la jornada era larga y estaba ya cansado, pronto fue a los navíos, donde le recibieron dentro, con su canoa, y tratado afablemente por el Almirante, quien tenía propósito, tan pronto como llegase a tierra, de mandarlo con su mensaje, como hizo; y le dio prestamente algunas cosillas para que las distribuyese entre los otros indios. La buena relación que hizo éste motivó que muy pronto la gente de la Fernandina viniese a las naves, en sus canoas, para cambiar aquellas mismas cosas que habían trocado los anteriores; porque aquella gente y todo el resto era de igual condición. Y cuando el batel fue a tierra para proveerse de agua, los indios mostraban con grande alegría donde la había, y llevaban a cuestas muy a gusto los barriles, para llenar los toneles dentro del batel. En verdad, parecían hombres de más aviso y juicio que los primeros, y como tales regateaban sobre el trueque y paga de lo que llevaban; en sus casas tenían paños de algodón, es a saber mantas de cama; las mujeres cubrían sus partes vergonzosas con una media faldilla tejida de algodón, y otras, con un paño tejido que parecía de telar. Entre las cosas notables que vieron en aquella isla fueron algunos árboles que tenían ramas y hojas diferentes entre sí, sin que otros árboles estuviesen allí injertos, sino naturalmente, teniendo los ramos un mismo tronco, y hojas de cuatro y cinco maneras tan diferentes la una de la otra, como lo es la hoja de la caña, de la del lentisco.
Igualmente, vieron peces de distintas maneras, y de finos colores, pero no vieron género alguno de animales terrestres fuera de lagartos y alguna sierpe. A fin de reconocer mejor la isla, salidos de allí hacia noroeste, surgieron en la boca de un bellísimo puerto que tenía una islilla a la entrada; más no pudieron penetrar por el poco fondo que tenía, ni tampoco lo procuraron, para no alejarse de un pueblo grande que no muy lejos estaba, aunque, en la mayor isla de las que hasta entonces habían visto, no los hubiera con más de doce o quince casas, hechas a modo de tiendas de campaña. Entrados en ellas, no vieron otro ornamento, ni muebles, más de aquello mismo que llevaban a cambiar a las naves. Eran sus lechos como una red colgada, en forma de honda, en medio de la cual se echaban, y ataban los cabos a dos postes de la casa. También allí vieron algunos perros como mastines o blanchetes, que no ladraban.