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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXIX Cuenta el fin de la batalla de Mauvila y cuán mal parados quedaron los españoles No fue menos sangrienta la batalla que hubo en el campo, para lo cual se había limpiado y rozado hasta arrancar las hierbas y raíces, porque los indios, habiéndose encerrado en el pueblo para defenderse en él y reconociendo que por ser muchos se estorbaban unos a otros en la pelea y que, por ser el lugar estrecho, no podían aprovecharse de su ligereza, acordaron muchos de ellos salir al campo descolgándose por las cercas abajo, donde pelearon con todo buen ánimo y esfuerzo y deseo de vencer. Mas en poco tiempo reconocieron que el consejo les salía a mal, porque, si ellos les hacían ventaja con su ligereza a los españoles de a pie, los de a caballo les eran superiores y los alanceaban en el campo a toda su voluntad sin que pudiesen defenderse, porque estos indios no usan de picas (aunque las tienen), que son la defensa contra los caballos, porque no tienen sufrimiento para esperar que el enemigo llegue a golpe de pica, sino que quieren tenerlo asaetado y lleno de flechas antes que llegue a ellos con buen trecho, y ésta es la causa principal porque usan más del arco y flechas que de otra arma alguna, y así murieron muy muchos en el campo mal aconsejados de su ferocidad y vana presunción. Los españoles de la retaguardia, caballeros e infantes, llegaron y todos arremetieron a los indios que en el campo andaban peleando y, después de haber batallado gran espacio de tiempo, con muchas muertes y heridas que recibieron, que, aunque llegaron tarde, les cupo muy buena parte de ellas, como vimos en Diego de Soto y presto veremos en los demás, los desbarataron y mataron los más de ellos.
Algunos se escaparon con la huida. En este tiempo, que era ya cerca de ponerse el sol, todavía sonaba la grita y vocería de los que peleaban en el pueblo. Al socorro de los suyos entraron muchos de a caballo; otros quedaron fuera para lo que fuese menester. Hasta entonces, por la estrechura del sitio, ninguno de a caballo había peleado dentro en el pueblo, sino el general y Nuño Tovar. Entrando, pues, ahora muchos caballeros se dividieron por las calles, que en todas ellas había que hacer, y, rompiendo los indios que en ellas peleaban, los mataron. Diez o doce caballeros entraron por la calle principal, donde la batalla era más feroz y sangrienta y donde todavía estaba un escuadrón de indios e indias que peleaban con toda desesperación, que ya no pretendían más que morir peleando. Contra éstos arremetieron los de a caballo y, tomándolos por las espaldas, los rompieron con más facilidad y pasaron por ellos con tanta furia que a vueltas de los indios derribaron muchos españoles que pie a pie peleaban con los enemigos, los cuales murieron todos, que ninguno quiso rendirse ni dar las armas sino morir con ellas peleando como buenos soldados. Este fue el postrer encuentro de la batalla con que acabaron de vencer los españoles al tiempo que el sol se ponía, habiéndose peleado de ambas partes nueve horas de tiempo sin cesar, y fue día del bienaventurado San Lucas Evangelista, año de mil y quinientos y cuarenta, y este mismo día, aunque muchos años después, se escribió la relación de ella.
Al mismo punto que la batalla se acabó, un indio de los que en el pueblo habían peleado, embebecido de su pelea y coraje, no había mirado lo que se había hecho de los suyos, hasta que volviendo en sí, los vio todos muertos. Pues como se hallase solo, ya que no podía vencer, quiso salvar la vida huyendo. Con este deseo arremetió a la cerca y con mucha ligereza subió por encima para irse por el campo. Empero, viendo los castellanos de a pie y de a caballo que en él había, y la mortandad hecha, y que no podía escapar, quiso antes matarse que no darse a prisión, y quitando con toda presteza la cuerda del arco, la echó a una rama de un árbol, que entre los palos hincados de la cerca vivía en su ser, que, por venirles a cuenta, yendo cercando el pueblo, lo habían dejado así los indios. Y no solamente había este árbol vivo en la cerca sino otros muchos semejantes, que de industria los habían dejado, los cuales hermoseaban grandemente la cerca. Atado, pues, el cabo de la cuerda a una rama del árbol y el otro a su cuello, se dejó caer de la cerca abajo con tanta presteza que, aunque algunos españoles desearon socorrerlo porque no muriese, no pudieron llegar a tiempo. Así quedó el indio ahorcado de su propia mano, dejando admiración de su hecho y certidumbre de su deseo, que quien ahorcó a sí propio mejor ahorcara a los castellanos, si pudiera. Donde se puede bien conjeturar la temeridad y desesperación con que todos ellos pelearon, pues uno que quedó vivo se mató él mismo.
Acabada la batalla, el gobernador Hernando de Soto, aunque salió mal herido, tuvo cuidado de mandar que los españoles muertos se recogiesen para los enterrar otro día y los heridos se curasen, y para los curar había tanta falta de lo necesario que murieron muchos de ellos antes de ser curados, porque se halló por cuenta que hubo mil y setecientas y setenta y tantas heridas de cura, y llamaban heridas de cura a las que eran peligrosas y que era forzoso que las curase el cirujano, como eran las penetrantes a lo hueco, o casco quebrado en la cabeza, o flechazo en el codo, rodilla o tobillo, de que se temiese que el herido había de quedar cojo o manco. De estas heridas se halló el número que hemos dicho, que de las que pasaban la pantorrilla de una parte a otra, o el muslo, o las asentaduras, o el brazo por la tabla o por el molledo, aunque fuese con lanza, ni de las cuchilladas o estocadas que no eran peligrosas de muerte, no hacían caso de ellas para que las curase el cirujano, sino que los mismos heridos se curaban unos a otros, aunque fuesen capitanes ni oficiales de la Hacienda Real. De las cuales heridas hubo casi infinito número, porque apenas quedó hombre que no saliese herido y los más sacaron a cinco y a seis heridas, y muchos salieron con diez y con doce. Habiendo contado (aunque mal) el suceso de la sangrienta batalla de Mauvila y el vencimiento que los nuestros hubieron de ella, de la cual escaparon con tantas heridas como hemos dicho, tengo necesidad de remitirme en lo que de este capítulo resta a la consideración de los que lo leyesen para que, con imaginarlo, suplan lo que yo en este lugar no puedo decir cumplidamente acerca de la aflicción y extrema necesidad que estos españoles tuvieron de todas las cosas necesarias para poderse curar y remediar las vidas, que, aun para gente sana y descansada, era mucha falta, como luego veremos, cuánto más para hombres que sin parar habían peleado nueve horas de reloj y habían salido con tantas y crueles heridas.
Y quiero valerme de este remedio porque, demás de mi poco caudal, es imposible que cosas tan grandes se puedan escribir bastantemente ni pintarlas como ellas pasaron. Por tanto, es de considerar, cuanto a lo primero, que, si para curar tanta multitud de heridas acudían a los cirujanos, no había en todo el ejército más de uno, y ése no tan hábil y diligente como fuera menester, antes torpe y casi inútil. Pues, si pedían medicinas, no las había, porque esas pocas que llevaban con el aceite de comer, que días había lo habían reservado para semejantes necesidades, y las vendas e hilas que siempre traían apercibidas, y toda la demás ropa de lino, de sábanas y camisas de que pudieran aprovecharse para hacer vendas e hilas, con la demás ropa de vestir que llevaban, toda como atrás dijimos, la habían metido los indios en el pueblo, y el fuego que los mismos españoles encendieron la había consumido. Pues si querían comer algo, no había qué, porque el fuego había quemado el bastimento que los castellanos habían traído y el que los indios tenían en sus casas, de las cuales no había quedado tan sola una en pie, que todas se habían abrasado. En esta necesidad se vieron nuestros españoles sin médicos ni medicinas, sin vendas ni hilas, sin comida ni ropa con que abrigarse, sin casas ni aun chozas en que meterse para huir del frío y sereno de la noche, que de todo socorro los dejó despojados la desventura de aquel día. Y, aunque quisieran ir a buscar alguna cosa para su remedio, les estorbaba la oscuridad de la noche, y el no saber dónde hallarla, y el verse todos tan heridos y desangrados que los más de ellos no podían tenerse en pie. Sólo tenían abundancia de suspiros y gemidos que el dolor de las heridas y el mal remedio de ellas les sacaban de las entrañas. En lo interior de sus corazones, y a voces altas, llamaban a Dios los amparase y socorriese en aquella aflicción y, Nuestro Señor, como padre piadoso, les socorrió con darles en aquel trabajo un ánimo invencible, cual siempre lo tuvo la nación española sobre todas las naciones del mundo para valerse en sus mayores necesidades, como éstos se valieron en la presente, según veremos en el capítulo venidero.
Algunos se escaparon con la huida. En este tiempo, que era ya cerca de ponerse el sol, todavía sonaba la grita y vocería de los que peleaban en el pueblo. Al socorro de los suyos entraron muchos de a caballo; otros quedaron fuera para lo que fuese menester. Hasta entonces, por la estrechura del sitio, ninguno de a caballo había peleado dentro en el pueblo, sino el general y Nuño Tovar. Entrando, pues, ahora muchos caballeros se dividieron por las calles, que en todas ellas había que hacer, y, rompiendo los indios que en ellas peleaban, los mataron. Diez o doce caballeros entraron por la calle principal, donde la batalla era más feroz y sangrienta y donde todavía estaba un escuadrón de indios e indias que peleaban con toda desesperación, que ya no pretendían más que morir peleando. Contra éstos arremetieron los de a caballo y, tomándolos por las espaldas, los rompieron con más facilidad y pasaron por ellos con tanta furia que a vueltas de los indios derribaron muchos españoles que pie a pie peleaban con los enemigos, los cuales murieron todos, que ninguno quiso rendirse ni dar las armas sino morir con ellas peleando como buenos soldados. Este fue el postrer encuentro de la batalla con que acabaron de vencer los españoles al tiempo que el sol se ponía, habiéndose peleado de ambas partes nueve horas de tiempo sin cesar, y fue día del bienaventurado San Lucas Evangelista, año de mil y quinientos y cuarenta, y este mismo día, aunque muchos años después, se escribió la relación de ella.
Al mismo punto que la batalla se acabó, un indio de los que en el pueblo habían peleado, embebecido de su pelea y coraje, no había mirado lo que se había hecho de los suyos, hasta que volviendo en sí, los vio todos muertos. Pues como se hallase solo, ya que no podía vencer, quiso salvar la vida huyendo. Con este deseo arremetió a la cerca y con mucha ligereza subió por encima para irse por el campo. Empero, viendo los castellanos de a pie y de a caballo que en él había, y la mortandad hecha, y que no podía escapar, quiso antes matarse que no darse a prisión, y quitando con toda presteza la cuerda del arco, la echó a una rama de un árbol, que entre los palos hincados de la cerca vivía en su ser, que, por venirles a cuenta, yendo cercando el pueblo, lo habían dejado así los indios. Y no solamente había este árbol vivo en la cerca sino otros muchos semejantes, que de industria los habían dejado, los cuales hermoseaban grandemente la cerca. Atado, pues, el cabo de la cuerda a una rama del árbol y el otro a su cuello, se dejó caer de la cerca abajo con tanta presteza que, aunque algunos españoles desearon socorrerlo porque no muriese, no pudieron llegar a tiempo. Así quedó el indio ahorcado de su propia mano, dejando admiración de su hecho y certidumbre de su deseo, que quien ahorcó a sí propio mejor ahorcara a los castellanos, si pudiera. Donde se puede bien conjeturar la temeridad y desesperación con que todos ellos pelearon, pues uno que quedó vivo se mató él mismo.
Acabada la batalla, el gobernador Hernando de Soto, aunque salió mal herido, tuvo cuidado de mandar que los españoles muertos se recogiesen para los enterrar otro día y los heridos se curasen, y para los curar había tanta falta de lo necesario que murieron muchos de ellos antes de ser curados, porque se halló por cuenta que hubo mil y setecientas y setenta y tantas heridas de cura, y llamaban heridas de cura a las que eran peligrosas y que era forzoso que las curase el cirujano, como eran las penetrantes a lo hueco, o casco quebrado en la cabeza, o flechazo en el codo, rodilla o tobillo, de que se temiese que el herido había de quedar cojo o manco. De estas heridas se halló el número que hemos dicho, que de las que pasaban la pantorrilla de una parte a otra, o el muslo, o las asentaduras, o el brazo por la tabla o por el molledo, aunque fuese con lanza, ni de las cuchilladas o estocadas que no eran peligrosas de muerte, no hacían caso de ellas para que las curase el cirujano, sino que los mismos heridos se curaban unos a otros, aunque fuesen capitanes ni oficiales de la Hacienda Real. De las cuales heridas hubo casi infinito número, porque apenas quedó hombre que no saliese herido y los más sacaron a cinco y a seis heridas, y muchos salieron con diez y con doce. Habiendo contado (aunque mal) el suceso de la sangrienta batalla de Mauvila y el vencimiento que los nuestros hubieron de ella, de la cual escaparon con tantas heridas como hemos dicho, tengo necesidad de remitirme en lo que de este capítulo resta a la consideración de los que lo leyesen para que, con imaginarlo, suplan lo que yo en este lugar no puedo decir cumplidamente acerca de la aflicción y extrema necesidad que estos españoles tuvieron de todas las cosas necesarias para poderse curar y remediar las vidas, que, aun para gente sana y descansada, era mucha falta, como luego veremos, cuánto más para hombres que sin parar habían peleado nueve horas de reloj y habían salido con tantas y crueles heridas.
Y quiero valerme de este remedio porque, demás de mi poco caudal, es imposible que cosas tan grandes se puedan escribir bastantemente ni pintarlas como ellas pasaron. Por tanto, es de considerar, cuanto a lo primero, que, si para curar tanta multitud de heridas acudían a los cirujanos, no había en todo el ejército más de uno, y ése no tan hábil y diligente como fuera menester, antes torpe y casi inútil. Pues, si pedían medicinas, no las había, porque esas pocas que llevaban con el aceite de comer, que días había lo habían reservado para semejantes necesidades, y las vendas e hilas que siempre traían apercibidas, y toda la demás ropa de lino, de sábanas y camisas de que pudieran aprovecharse para hacer vendas e hilas, con la demás ropa de vestir que llevaban, toda como atrás dijimos, la habían metido los indios en el pueblo, y el fuego que los mismos españoles encendieron la había consumido. Pues si querían comer algo, no había qué, porque el fuego había quemado el bastimento que los castellanos habían traído y el que los indios tenían en sus casas, de las cuales no había quedado tan sola una en pie, que todas se habían abrasado. En esta necesidad se vieron nuestros españoles sin médicos ni medicinas, sin vendas ni hilas, sin comida ni ropa con que abrigarse, sin casas ni aun chozas en que meterse para huir del frío y sereno de la noche, que de todo socorro los dejó despojados la desventura de aquel día. Y, aunque quisieran ir a buscar alguna cosa para su remedio, les estorbaba la oscuridad de la noche, y el no saber dónde hallarla, y el verse todos tan heridos y desangrados que los más de ellos no podían tenerse en pie. Sólo tenían abundancia de suspiros y gemidos que el dolor de las heridas y el mal remedio de ellas les sacaban de las entrañas. En lo interior de sus corazones, y a voces altas, llamaban a Dios los amparase y socorriese en aquella aflicción y, Nuestro Señor, como padre piadoso, les socorrió con darles en aquel trabajo un ánimo invencible, cual siempre lo tuvo la nación española sobre todas las naciones del mundo para valerse en sus mayores necesidades, como éstos se valieron en la presente, según veremos en el capítulo venidero.