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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XXIV Del bravo curaca Tascaluza, casi gigante, y cómo recibió al gobernador En el pueblo Talise estuvo el gobernador diez días haciendo diligencias para haber noticia de todas partes de lo que quedaba por andar de su viaje y de lo que había en las provincias comarcanas a un lado y a otro de este pueblo. En el ínterin vino un hijo de Tascaluza, mozo de edad de diez y ocho años, de tan buena estatura de cuerpo que del pecho arriba era más alto que ningún español ni indio de los que había en el ejército. Vino acompañado de mucha gente noble; traía una embajada de su padre en que ofrecía al gobernador su amistad, persona y estado para que de todo ello se sirviese como más gustase. El general lo recibió muy afablemente y le hizo mucha honra, así por su calidad como por su gentileza y buena disposición. El cual, después de haber dado su embajada y habiendo entendido que el adelantado quería ir donde su padre Tascaluza estaba, le dijo: "Señor, para ir allá, aunque no son más de doce o trece leguas, hay dos caminos. Suplico a vuestra señoría mande que dos españoles vayan por el uno y vuelvan por el otro porque vean cuál de ellos es el mejor por el cual vuestra señoría haya de ir, que yo daré guías que seguramente los lleven y vuelvan." Así se hizo, y uno de los dos que fueron a descubrir los caminos fue Juan de Villalobos, el que fue a descubrir las minas de oro y las halló de azófar, el cual era amicísimo de ver primero que otro de sus compañeros lo que en el descubrimiento había.

Con esta pasión se ofreció a andar el camino dos veces, y aun tres. Cuando volvieron los dos compañeros con la relación de los caminos, el gobernador se despidió del buen Coza y de los suyos, los cuales quedaron muy tristes porque los castellanos se iban de su tierra. El general salió por el camino que le dijeron era más acomodado. Pasó el río de Talase en balsas y canoas, que era tan caudaloso que no se vadeaba. Caminó dos días, y al tercero, bien temprano, llegó a dar vista al pueblo donde el curaca Tascaluza estaba. No era el principal de su estado, sino otro de los comunes. Tascaluza, sabiendo por sus correos que el gobernador venía cerca, salió a recibirle fuera del pueblo. Estaba en un cerrillo alto, lugar eminente, de donde a todas partes se descubría mucha tierra. Tenía en su compañía no más de cien hombres nobles, muy bien aderezados de ricas mantas de diversos aforros, con grandes plumajes en la cabezas, conforme el traje y usanza de ellos. Todos estaban en pie, sólo Tascaluza estaba sentado en una silla de las que los señores de aquellas tierras usan, que son de madera, una tercia poco más o menos de alto, con algún cóncavo para el asiento, sin espaldar ni braceras, toda de una pieza. Cabe sí tenía un alférez con un gran estandarte hecho de gamuza amarilla con tres barras azules que lo partían de una parte a la otra, hecho al mismo talle y forma de los estandartes que en España traen las compañías de caballos. Fue cosa nueva para los españoles ver insignia militar, porque hasta entonces no habían visto estandarte, bandera ni guión.

La disposición de Tascaluza era, como de su hijo, que a todos sobrepujaba más de media vara en alto. Parecía gigante, o lo era, y con la altura de su cuerpo se conformaba toda la demás proporción de sus miembros y rostro. Era hermoso de cara y tenía en ella tanta severidad que en su aspecto se mostraba bien la ferocidad y grandeza de su ánimo. Tenía las espaldas conforme a su altura, y por la cintura tenía poco más de dos tercias de pretina; los brazos y piernas, derechas y bien sacadas, proporcionadas con el cuerpo. En suma, fue el indio más alto de cuerpo y más lindo de talle que estos castellanos vieron en todo lo que anduvieron de la Florida. De la manera que se ha dicho estaba esperando Tascaluza al gobernador y, aunque los caballeros y capitanes del ejército que iban delante llegaban donde él estaba, no hacía movimiento a ellos ni semblante de comedimiento alguno, como si no los viera ni pasaran cerca de él. Así estuvo hasta que llegó el gobernador, y cuando lo vio cerca se levantó a él y salió como quince o veinte pasos de su asiento a recibirle. El general se apeó y lo abrazó, y los dos se quedaron en el mismo puesto hablando entretanto que el ejército se alojaba en el pueblo y fuera de él, porque no cabía toda la gente dentro. Y luego fueron los dos, mano a mano, hasta la casa del gobernador, que era cerca de la casa de Tascaluza, donde dejó al general y se fue con sus indios. Dos días descansaron los españoles en aquel pueblo, y al tercero salieron en seguimiento de su viaje.

Tascaluza, por mostrar mucha amistad al gobernador, quiso acompañarle, diciéndole lo hacía para que fuese mejor servido por su tierra. El gobernador mandó que le aderezasen un caballo a la brida en que fuese, como se había hecho siempre con los curacas señores de vasallos que con él habían caminado, aunque se nos ha olvidado decirlo hasta este lugar. En todos los caballos que en el ejército llevaban no se halló alguno que pudiese sufrir y llevar a Tascaluza, según la grandeza de su cuerpo, y no porque era gordo, que como atrás dijimos tenía menos de vara de pretina, ni era pesado por vejez, que apenas tenía cuarenta años. Los castellanos, haciendo más diligencia buscando en qué fuese Tascaluza, hallaron un rocín del gobernador que, por ser tan fuerte, servía de llevar carga. Este pudo sufrir a Tascaluza, el cual era tan alto que, puesto encima del caballo, no le quedaba una cuarta de alto de sus pies al suelo. No tuvo en poco el gobernador que se hallase caballo en que fuese Tascaluza, porque no se desdeñase de que lo llevasen en acémila. Así caminaron tres jornadas de a cuatro leguas, y, al fin de ellas, llegaron al pueblo principal llamado Tascaluza, de quien la provincia y el señor de ella tomaban el nombre. El pueblo era fuerte, estaba asentado en una península que el río hacía, el cual era el mismo que pasaba por Talise y venía más engrosado y poderoso. El día siguiente se ocuparon en pasarlo, y, por el mal recaudo que había de balsas, gastaron casi todo el día, y se alojaron a media legua del río en un hermoso valle.

En este alojamiento faltaron dos españoles, y el uno de ellos fue Juan de Villalobos, de quien hemos hecho mención dos veces. No se supo qué hubiese sido de ellos. Sospechose que los indios, hallándolos lejos del real, los hubiesen muerto, porque el Villalobos, dondequiera que se hallaba, era muy amigo de correr la tierra y ver lo que en ella había, cosa que cuesta la vida a todos los que en la guerra tienen esta mala costumbre. Con el mal indicio de faltar los dos españoles, temieron los que notaron la novedad del hecho que la amistad de Tascaluza no era tan verdadera y leal como pretendía él mostrarla. A esta mala señal se añadió otra peor, y fue que, preguntando a sus indios por los dos españoles que faltaban, respondían con mucha desvergüenza si se los habían dado a guardar a ellos, o qué obligación tenían ellos de darles cuenta de sus castellanos. El gobernador no quiso hacer mucha instancia en pedirlos porque entendió que eran muertos y que no serviría la diligencia sino de escandalizar y ahuyentar al cacique y a sus vasallos. Pareciole dejar la averiguación y el castigo para mejor coyuntura. Al amanecer del día siguiente envió el general dos escogidos soldados de los mejores que en todo su ejército había, el uno llamado Gonzalo Cuadrado Jaramillo, hijodalgo natural de Zafra, hombre hábil y plático en toda cosa, de quien seguramente se podía fiar cualquier grave negocio de paz o de guerra; el otro se decía Diego Vázquez, natural de Villanueva de Barcarrota, hombre asimismo de todo buen crédito y confianza. Enviolos con orden que fuesen a ver lo que había en un pueblo llamado Mauvila, que estaba legua y media de aquel alojamiento, donde el curaca tenía mucha gente, con voz y fama que la había hecho juntar para mejor servir y festejar con ella al gobernador y a sus españoles. Mandoles que le esperasen en el pueblo, que luego caminaba en pos de ellos.

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