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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXIV Dos indios se ofrecieron a guiar los españoles donde hallen mucho oro Todo el tiempo que el gobernador Hernando de Soto estuvo invernando en el alojamiento y pueblo de Apalache, siempre tuvo cuidado de inquirir y saber qué tierras, qué provincias había adelante hacia el poniente, por la parte que tenía imaginado y trazado de entrar el verano siguiente para ver y descubrir aquel reino. Con este deseo andaba siempre informándose de los indios que en su ejército había domésticos de días atrás y de los que nuevamente prendían, importunándoles dijesen lo que de aquella tierra y partes de ella sabían. Pues como el general y todos sus capitanes y soldados anduviesen con este cuidado y diligencia, sucedió que entre otros indios que prendieron, los que iban a correr el campo prendieron a un indio mozo de diez y seis o diez y siete años; conociéronle algunos indios de los que eran criados de los españoles y tenían amor a sus amos. Estos les dieron noticia para que se la diesen al gobernador cómo aquel mozo había sido criado de unos indios mercaderes que con sus mercaderías, vendiendo y comprando, solían entrar muchas leguas la tierra adentro y que había visto y sabía lo que el gobernador tanto procuraba saber. No se entienda que los mercaderes iban a buscar oro ni plata sino a trocar unas cosas por otras, que era el mercadear de los indios porque ellos no tuvieron uso de moneda. Con este aviso, pesquisaron al mozo lo que sabía. Respondió que era verdad tenía noticia de algunas provincias que con los mercaderes sus amos había andado y se atrevía a guiar los españoles doce o trece jornadas de camino que había en lo que él había visto.
El gobernador entregó el indio a un español encargándole tuviese particular cuidado de él no se les huyese; mas el mozo les quitó de esta congoja porque en breve tiempo se hizo tan amigo y familiar de los españoles que parecía haber nacido y criádose entre ellos. Pocos días después de la prisión de este indio prendieron otro casi de la misma edad o poco mayor y, como el primero lo conociese, dijo al gobernador: "Señor, este mozo ha visto las mismas tierras y provincias que yo y otras más adelante, que las ha andado con otros mercaderes más ricos y caudalosos que mis amos." El indio nuevamente preso confirmó lo que había dicho el primero y de muy buena voluntad se ofreció a los llevar y guiar por las provincias que había andado, que dijo eran muchas y grandes. Preguntado por las cosas que en ellas había visto, si tenían oro o plata o piedras preciosas, que era lo que más deseaban saber, y mostrándole joyas de oro y piezas de plata y piedras finas de sortijas, que entre algunos capitanes y soldados principales se hallaron, para que entendiese mejor las cosas que le preguntaban, respondió que en una provincia, que era la postrera que había andado, llamada Cofachiqui, había mucho metal como el amarillo y como el blanco y que la mayor contratación de los mercaderes sus amos era comprar aquellos metales y venderlos en otras provincias. Demás de los metales dijo que había grandísima cantidad de perlas, y para decir esto señaló una perla engastada que vio entre las sortijas que le mostraron.
Con estas nuevas quedaron nuestros españoles muy contentos y regocijados, deseando verse ya en el Cofachiqui para ser señores de mucho oro y plata y perlas preciosas. Volviendo a los hechos particulares, que entre indios y españoles acaecieron en Apalache, es así que, entrado ya el mes de marzo, sucedió que salieron del real veinte caballos y cincuenta infantes y fueron una legua del pueblo principal a otro de la jurisdicción a traer maíz, que lo había en abundancia por los poblezuelos de toda aquella comarca, en tanta cantidad que los españoles en todo el tiempo que estuvieron en Apalache nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para proveerse de zara y otras semillas y legumbres que comían. Pues como hubiesen recogido el maíz que habían de llevar se emboscaron en el mismo pueblo con deseo de prender algunos indios, si a él viniesen. Pusieron una atalaya en lo más alto de una casa que se diferenciaba mucho de las otras y parecía templo. Pasado un buen espacio, el atalaya dio aviso que en la plaza, que era muy grande, estaba un indio mirando si había algo en ella. Un caballero, llamado Diego de Soto, sobrino del gobernador, que era uno de los mejores soldados del ejército y muy buen jinete, salió corriendo a caballo a prender el indio por mostrar su destreza y valentía más que por necesidad que de él tuviese. El indio, como vio el caballero, corrió con grandísima ligereza una carrera de caballo por ver si con la huida podía escaparse, que los naturales de este gran reino de la Florida son ligeros y grandes corredores y se precian de ello.
Mas, viendo que el caballo le iba ganando tierra, se metió debajo de un árbol que halló cerca, que es guarida que los peones, a falta de picas, siempre suelen tomar para defenderse de los caballos; y, poniendo una flecha en el arco, que como otras veces hemos dicho de continuo andan apercibidos de estas armas, esperó a que llegase a tiro el español. El cual, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó corriendo por lado y tiró un bote al enemigo, corriendo la lanza sobre el lado izquierdo por ver si podía alcanzarle. El indio, guardándose del golpe de la lanza, tiró la flecha al caballo al tiempo que emparejaba con él y acertó a darle entre la cincha y el codillo con tanta fuerza y destreza que el caballo fue trompicando quince o veinte pasos adelante y cayó muerto sin menear pie ni mano. A este punto iba corriendo a media rienda otro caballero llamado Diego Velázquez, caballerizo del gobernador, no menos valiente y diestro en la jineta que el pasado, el cual había salido en pos de Diego de Soto para le socorrer, si lo hubiese menester. Viendo, pues, el tiro que el indio había hecho en el compañero, dio más prisa al caballo, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó por lado tirando otra lanzada como la de Diego de Soto. El indio hizo la misma suerte que en el primero, porque al emparejar del caballo le dio otro flechazo tras el codillo, y, como al pasado, le hizo ir dando tumbos hasta caer muerto a los pies del compañero. Los dos compañeros españoles con sus lanzas en las manos se levantaron a toda prisa, y, por vengar la muerte de sus caballos, arremetieron con el indio, el cual, contento con las dos buenas suertes que en tan breve tiempo y con tan buena ventura había hecho, se fue corriendo al monte haciendo burla y escarnio de ellos, volviendo el rostro a hacerles visajes y ademanes, y les decía yéndose al paso de ellos sin querer correr lo que podía: "Peleemos todos a pie y veremos quién son los mejores." Con estas palabras y otras que dijo en vituperio de los castellanos, se puso en salvo, dejándolos bien lastimados de tanta pérdida como la de dos caballos, que, por sentir estos indios la ventaja que les hacían los españoles a caballo, procuraban y holgaban más de matar un caballo que cuatro cristianos, y así, con todo cuidado y diligencia tiraban antes al caballo que al caballero.
El gobernador entregó el indio a un español encargándole tuviese particular cuidado de él no se les huyese; mas el mozo les quitó de esta congoja porque en breve tiempo se hizo tan amigo y familiar de los españoles que parecía haber nacido y criádose entre ellos. Pocos días después de la prisión de este indio prendieron otro casi de la misma edad o poco mayor y, como el primero lo conociese, dijo al gobernador: "Señor, este mozo ha visto las mismas tierras y provincias que yo y otras más adelante, que las ha andado con otros mercaderes más ricos y caudalosos que mis amos." El indio nuevamente preso confirmó lo que había dicho el primero y de muy buena voluntad se ofreció a los llevar y guiar por las provincias que había andado, que dijo eran muchas y grandes. Preguntado por las cosas que en ellas había visto, si tenían oro o plata o piedras preciosas, que era lo que más deseaban saber, y mostrándole joyas de oro y piezas de plata y piedras finas de sortijas, que entre algunos capitanes y soldados principales se hallaron, para que entendiese mejor las cosas que le preguntaban, respondió que en una provincia, que era la postrera que había andado, llamada Cofachiqui, había mucho metal como el amarillo y como el blanco y que la mayor contratación de los mercaderes sus amos era comprar aquellos metales y venderlos en otras provincias. Demás de los metales dijo que había grandísima cantidad de perlas, y para decir esto señaló una perla engastada que vio entre las sortijas que le mostraron.
Con estas nuevas quedaron nuestros españoles muy contentos y regocijados, deseando verse ya en el Cofachiqui para ser señores de mucho oro y plata y perlas preciosas. Volviendo a los hechos particulares, que entre indios y españoles acaecieron en Apalache, es así que, entrado ya el mes de marzo, sucedió que salieron del real veinte caballos y cincuenta infantes y fueron una legua del pueblo principal a otro de la jurisdicción a traer maíz, que lo había en abundancia por los poblezuelos de toda aquella comarca, en tanta cantidad que los españoles en todo el tiempo que estuvieron en Apalache nunca se alejaron legua y media del pueblo principal para proveerse de zara y otras semillas y legumbres que comían. Pues como hubiesen recogido el maíz que habían de llevar se emboscaron en el mismo pueblo con deseo de prender algunos indios, si a él viniesen. Pusieron una atalaya en lo más alto de una casa que se diferenciaba mucho de las otras y parecía templo. Pasado un buen espacio, el atalaya dio aviso que en la plaza, que era muy grande, estaba un indio mirando si había algo en ella. Un caballero, llamado Diego de Soto, sobrino del gobernador, que era uno de los mejores soldados del ejército y muy buen jinete, salió corriendo a caballo a prender el indio por mostrar su destreza y valentía más que por necesidad que de él tuviese. El indio, como vio el caballero, corrió con grandísima ligereza una carrera de caballo por ver si con la huida podía escaparse, que los naturales de este gran reino de la Florida son ligeros y grandes corredores y se precian de ello.
Mas, viendo que el caballo le iba ganando tierra, se metió debajo de un árbol que halló cerca, que es guarida que los peones, a falta de picas, siempre suelen tomar para defenderse de los caballos; y, poniendo una flecha en el arco, que como otras veces hemos dicho de continuo andan apercibidos de estas armas, esperó a que llegase a tiro el español. El cual, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó corriendo por lado y tiró un bote al enemigo, corriendo la lanza sobre el lado izquierdo por ver si podía alcanzarle. El indio, guardándose del golpe de la lanza, tiró la flecha al caballo al tiempo que emparejaba con él y acertó a darle entre la cincha y el codillo con tanta fuerza y destreza que el caballo fue trompicando quince o veinte pasos adelante y cayó muerto sin menear pie ni mano. A este punto iba corriendo a media rienda otro caballero llamado Diego Velázquez, caballerizo del gobernador, no menos valiente y diestro en la jineta que el pasado, el cual había salido en pos de Diego de Soto para le socorrer, si lo hubiese menester. Viendo, pues, el tiro que el indio había hecho en el compañero, dio más prisa al caballo, y, no pudiendo entrar debajo del árbol, pasó por lado tirando otra lanzada como la de Diego de Soto. El indio hizo la misma suerte que en el primero, porque al emparejar del caballo le dio otro flechazo tras el codillo, y, como al pasado, le hizo ir dando tumbos hasta caer muerto a los pies del compañero. Los dos compañeros españoles con sus lanzas en las manos se levantaron a toda prisa, y, por vengar la muerte de sus caballos, arremetieron con el indio, el cual, contento con las dos buenas suertes que en tan breve tiempo y con tan buena ventura había hecho, se fue corriendo al monte haciendo burla y escarnio de ellos, volviendo el rostro a hacerles visajes y ademanes, y les decía yéndose al paso de ellos sin querer correr lo que podía: "Peleemos todos a pie y veremos quién son los mejores." Con estas palabras y otras que dijo en vituperio de los castellanos, se puso en salvo, dejándolos bien lastimados de tanta pérdida como la de dos caballos, que, por sentir estos indios la ventaja que les hacían los españoles a caballo, procuraban y holgaban más de matar un caballo que cuatro cristianos, y así, con todo cuidado y diligencia tiraban antes al caballo que al caballero.