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Desarrollo
CAPÍTULO XXII Del número de los cristianos seglares y religiosos que en la Florida han muerto hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho Habiendo hecho larga mención de la muerte del gobernador Hernando de Soto y de otros caballeros principales, como son el gran caballero y capitán Andrés de Vasconcelos, español portugués, y del buen Nuño Tovar, extremeño, y de otros muchos soldados nobles y valientes que en esta jornada murieron, como largamente se podrá haber notado por la historia, me pareció que sería cosa indigna no hacer memoria de los sacerdotes, clérigos y religiosos que con ellos fallecieron, de los que entonces fueron a la Florida y de los que después acá han ido a predicar la fe de la Santa Madre Iglesia Romana, que es razón que no queden en olvido, pues así los capitanes y soldados como los sacerdotes y religiosos murieron en servicio de Cristo Nuestro Señor, pues los unos y los otros fueron con un mismo celo de predicar su santo evangelio, los caballeros para compeler con sus armas a los infieles a que se sujetasen y entrasen a oír y obedecer la doctrina cristiana, y los sacerdotes y religiosos para les obligar y forzar con su buena vida y ejemplo a que les creyesen e imitasen en su cristiandad y religión. Y, hablando primero los seglares, decimos que el primer cristiano que murió en esta demanda fue Juan Ponce de León, primer descubridor de la Florida, caballero natural de León, que en sus niñeces fue paje de Pedro Núñez de Guzmán, señor de Toral.
Murieron asimismo todos los que con él fueron, que, según salieron heridos de mano de los indios, no escapó ninguno. No se pudo averiguar el número de ellos más de que pasaron de ochenta hombres. Luego fue Lucas Vázquez de Ayllón, que también murió a manos de los floridos con más de doscientos y veinte cristianos que llevó consigo. Después de Lucas Vázquez de Ayllón fue Pánfilo de Narváez con cuatrocientos españoles, de los cuales no escaparon más de cuatro. Los demás murieron, de ellos a manos de los enemigos y de ellos ahogados en la mar, y los que escaparon de la mar murieron de pura hambre. Diez años después de Pánfilo de Narváez fue a la Florida el adelantado Hernando de Soto y llevó mil españoles de todas las provincias de España; fallecieron más de los setecientos de ellos. De manera que pasan de mil y cuatrocientos cristianos los que hasta aquel año han muerto en aquella tierra con sus caudillos. Ahora resta decir de los sacerdotes y religiosos que han muerto en ella, y de los que se tiene noticia son de los que fueron con Hernando de Soto y de los que después acá han ido, porque de los que fueron con Juan Ponce de León ni de los que fueron con Lucas Vázquez de Ayllón ni con Pánfilo de Narváez no hay memoria en sus historias como si no fueran. Con Hernando de Soto fueron doce sacerdotes, como dijimos al principio de esta historia, capítulo sexto. Los ocho eran clérigos y los cuatro frailes. Los cuatro clérigos de los ocho murieron el primer año que entraron en la Florida, y por esto no retuvo la memoria los nombres de ellos.
Dionisio de París, francés natural de la gran ciudad de París, y Diego de Bañuelos, natural de la ciudad de Córdoba, ambos clérigos, y fray Francisco de la Rocha, fraile de la advocación de la Santísima Trinidad, natural de Badajoz, murieron de enfermedad en vida del gobernador Hernando de Soto, que, como no tenían médico ni botica, si la naturaleza no curaba al que caía enfermo, no tenía remedio por arte humana. Los otros cinco, que son Rodrigo de Gallegos, natural de Sevilla, y Francisco del Pozo, natural de Córdoba, clérigos sacerdotes, y fray Juan de Torres, natural de Sevilla, de la orden del seráfico padre San Francisco, y fray Juan Gallegos, natural de Sevilla, y Fray Luis de Soto, natural de Villanueva de Barcarrota, ambos de la orden del divino Santo Domingo, y todos ellos de buena vida y ejemplo, murieron después del fallecimiento del adelantado Hernando de Soto en aquellos grandes trabajos que a ida y vuelta de aquel largo y mal acertado camino que para salir a tierra de México hicieron y en los que padecieron hasta que se embarcaron, que, aunque por ser sacerdotes los regalaban todo lo que podían (donde había tanta falta de regalos cuanto sobra de trabajo), no pudieron escapar con la vida y así quedaron todos en aquel reino. Los cuales, demás de su santidad y sacerdocio, eran todos hombres nobles, y mientras vivieron hicieron su oficio muy como religiosos confesando y animando a bien morir a los que fallecían, y doctrinando y bautizando a los indios que permanecían en el servicio de los españoles.
Después, el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve, fueron a la Florida cinco frailes de la religión de Santo Domingo. Hízoles la costa el emperador Carlos Quinto, rey de España, porque se ofrecieron a ir a predicar a aquellos gentiles el evangelio sin llevar gente de guerra, sino ellos solos, por no escandalizar aquellos bárbaros. Mas ellos, que lo estaban ya de las jornadas pasadas, no quisieron oír la doctrina de los religiosos, antes, luego que los tres de ellos saltaron en tierra, los mataron con rabia y crueldad. Entre los cuales murió el buen padre fray Luis Cancer de Barbastro, que iba por caudillo de los suyos y había pedido con gran instancia al emperador aquella jornada con deseo del aumento de la Fe Católica, y así murió por ella como verdadero hijo de la orden de los predicadores. No supe de qué patria era ni los nombres de los compañeros, que holgara poner aquí lo uno y lo otro. El año mil y quinientos y sesenta y seis pasaron a la Florida con el mismo celo que los ya dichos, tres religiosos de la santa Compañía de Jesús. El que iba por superior era el maestro Pedro Martínez, natural del famoso reino de Aragón, famoso en todo el mundo que, siendo tan pequeño en términos, haya sido tan grande en valor y esfuerzo de sus hijos, que hayan hecho tan grandes hazañas como las que cuentan sus historias y las ajenas, fue natural de una aldea de Teruel. Luego que salió en tierra le mataron los indios. Dos compañeros que llevaba, el uno sacerdote, llamado Juan Rogel, y el otro hermano, llamado Francisco Villa Real, se retiraron a La Habana bien lastimados de no poder cumplir los deseos que llevaban de predicar y enseñar la doctrina cristiana a aquellos gentiles.
El año de quinientos y sesenta y ocho fueron a la Florida ocho religiosos de la misma Compañía, dos sacerdotes y seis hermanos. El que iba por superior se llamaba Bautista de Segura, natural de Toledo, y el otro sacerdote se decía Luis de Quirós, natural de Jerez de la Frontera. La patria de los seis hermanos no supe, cuyos nombres son los que se siguen: Juan Bautista Méndez, Gabriel de Solís, Antonio Zavallos, Cristóbal Redondo, Gabriel Gómez, Pedro de Linares, los cuales llevaron en su compañía un indio señor de vasallos natural de la Florida. De cómo vino a España será bien que demos cuenta. Es así que el adelantado Pedro Meléndez fue a la Florida tres veces desde el año de quinientos y sesenta y tres hasta el año de sesenta y ocho, a echar de aquella costa ciertos corsarios franceses que pretendían asentar y poblar en ella. Del segundo viaje de aquéllos trajo siete indios floridos que vinieron de buena amistad. Venían en el mismo traje que hemos dicho que andan en su tierra; traían sus arcos y flechas de lo muy primo, que ellos hacen para su mayor ornato y gala. Pasando los indios por una de las aldeas de Córdoba, que los llevaban a Madrid para que los viera la majestad del rey don Felipe Segundo, el autor que me dio la relación de esta historia, que vivía en ella, sabiendo que pasaban indios de la Florida, salió al campo a verlos y les preguntó de qué provincia eran y, para que viesen que había estado en aquel reino, les dijo si eran de Vitachuco o de Apalache o de Mauvila o de Chicaza, o de otras donde tuvieron grandes batallas.
Los indios, viendo que aquel español era de los que fueron con el gobernador Hernando de Soto le miraron con malos ojos y le dijeron: "¿Dejando vosotros esas provincias tan mal paradas como las dejasteis queréis que os demos nuevas de ellas?" Y no quisieron responderle más. Y hablando unos con otros dijeron (según dijo el intérprete que con ellos iba): "De mejor gana le diéramos sendos flechazos que las nuevas que nos pide". Diciendo esto (por dar a entender el deseo que tenían de tirárselas y la destreza con que se las tiraran), dos de ellos tiraron al aire por alto sendas flechas con tanta pujanza que las perdieron de vista. Contándome esto mi autor me decía que se espantaba de que no se las hubiesen tirado a él, según son locos y atrevidos aquellos indios, principalmente en cosa de armas y valentía. Aquellos siete indios se bautizaron acá y los seis murieron en breve tiempo. El que quedó era señor de vasallos; pidió licencia para volverse a su tierra; hizo grandes promesas que haría como buen cristiano en la conversión de sus vasallos a la Fe Católica y de los demás indios de todo aquel reino. Por esto lo admitieron los religiosos en su compañía, entendiendo que les había de ayudar como lo había prometido. Así fueron hasta la Florida y entraron la tierra adentro muchas leguas; pasaron grandes ciénagas y pantanos; no quisieron llevar soldados por no escandalizar los indios con las armas. Cuando el cacique los tuvo en su tierra, donde le pareció que bastaba matarlos a su salvo, les dijo que le esperasen allí, que él iba cuatro o cinco leguas adelante a disponer los indios de aquella provincia para que con gusto y amistad oyesen la doctrina cristiana, que él volvería dentro de ocho días.
Los religiosos le esperaron quince días y cuando vieron que no volvía le enviaron al padre Luis de Quirós y a uno de los hermanos al pueblo donde había dicho que iba. El don Luis con otros muchos de los suyos, viéndolos delante de sí, como traidor apóstata, sin hablarles palabra, los mató con gran rabia y crueldad y, antes que los otros religiosos supiesen la muerte de sus compañeros y se fuesen a alguna otra provincia de las comarcanas a valerse, dieron el día siguiente sobre ellos con gran ímpetu y furor, como si fuera un escuadrón de soldados armados. Los cuales, sintiendo el ruido de los indios y viendo las armas que traían en las manos, se pusieron de rodillas para recibir la muerte que les diesen por predicar la fe de Cristo Nuestro Señor. Los infieles se la dieron cruelísimamente. Así acabaron la vida presente, como buenos religiosos, para gozar de la eterna. Los indios, habiéndolos muerto, abrieron una arca que llevaban con libros de la Santa Scriptura y con breviarios y misales y ornamentos para decir misa. Cada uno tomó de los ornamentos lo que le pareció y se lo puso como se le antojó, haciendo burla y menosprecio de aquella majestad y riqueza, teniéndola por pobreza y vileza. Tres de los indios, mientras los otros andaban saltando y bailando con los ornamentos puestos, sacaron un crucifijo que en el arca iba y, estándolo mirando, se cayeron muertos súbitamente. Los demás, echando por tierra los ornamentos que se habían vestido, huyeron todos.
Lo cual también lo escribe el padre maestro Pedro de Ribadeneyra. De manera que estos diez y ocho sacerdotes, los diez de las cuatro religiones que hemos nombrado, y los ocho clérigos, y los seis hermanos de la Santa Compañía, que por todos son veinte y cuatro, son los que hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho han muerto en la Florida por predicar el santo evangelio, sin los mil y cuatrocientos seglares españoles que en cuatro jornadas fueron a aquella tierra, cuya sangre, espero en Dios, que está clamando y pidiendo no venganza como la de Abel, sino misericordia como la de Cristo Nuestro Señor, para que aquellos gentiles vengan en conocimiento de su eterna majestad, debajo de la obediencia de nuestra madre la Santa Iglesia Romana. Y así es de creer y esperar que tierra que tantas veces ha sido regada con tanta sangre de cristianos haya de fructificar conforme al riego de la sangre católica que en ella se ha derramado. La gloria y honra se dé a Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Spíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero. Amén. Fin.
Murieron asimismo todos los que con él fueron, que, según salieron heridos de mano de los indios, no escapó ninguno. No se pudo averiguar el número de ellos más de que pasaron de ochenta hombres. Luego fue Lucas Vázquez de Ayllón, que también murió a manos de los floridos con más de doscientos y veinte cristianos que llevó consigo. Después de Lucas Vázquez de Ayllón fue Pánfilo de Narváez con cuatrocientos españoles, de los cuales no escaparon más de cuatro. Los demás murieron, de ellos a manos de los enemigos y de ellos ahogados en la mar, y los que escaparon de la mar murieron de pura hambre. Diez años después de Pánfilo de Narváez fue a la Florida el adelantado Hernando de Soto y llevó mil españoles de todas las provincias de España; fallecieron más de los setecientos de ellos. De manera que pasan de mil y cuatrocientos cristianos los que hasta aquel año han muerto en aquella tierra con sus caudillos. Ahora resta decir de los sacerdotes y religiosos que han muerto en ella, y de los que se tiene noticia son de los que fueron con Hernando de Soto y de los que después acá han ido, porque de los que fueron con Juan Ponce de León ni de los que fueron con Lucas Vázquez de Ayllón ni con Pánfilo de Narváez no hay memoria en sus historias como si no fueran. Con Hernando de Soto fueron doce sacerdotes, como dijimos al principio de esta historia, capítulo sexto. Los ocho eran clérigos y los cuatro frailes. Los cuatro clérigos de los ocho murieron el primer año que entraron en la Florida, y por esto no retuvo la memoria los nombres de ellos.
Dionisio de París, francés natural de la gran ciudad de París, y Diego de Bañuelos, natural de la ciudad de Córdoba, ambos clérigos, y fray Francisco de la Rocha, fraile de la advocación de la Santísima Trinidad, natural de Badajoz, murieron de enfermedad en vida del gobernador Hernando de Soto, que, como no tenían médico ni botica, si la naturaleza no curaba al que caía enfermo, no tenía remedio por arte humana. Los otros cinco, que son Rodrigo de Gallegos, natural de Sevilla, y Francisco del Pozo, natural de Córdoba, clérigos sacerdotes, y fray Juan de Torres, natural de Sevilla, de la orden del seráfico padre San Francisco, y fray Juan Gallegos, natural de Sevilla, y Fray Luis de Soto, natural de Villanueva de Barcarrota, ambos de la orden del divino Santo Domingo, y todos ellos de buena vida y ejemplo, murieron después del fallecimiento del adelantado Hernando de Soto en aquellos grandes trabajos que a ida y vuelta de aquel largo y mal acertado camino que para salir a tierra de México hicieron y en los que padecieron hasta que se embarcaron, que, aunque por ser sacerdotes los regalaban todo lo que podían (donde había tanta falta de regalos cuanto sobra de trabajo), no pudieron escapar con la vida y así quedaron todos en aquel reino. Los cuales, demás de su santidad y sacerdocio, eran todos hombres nobles, y mientras vivieron hicieron su oficio muy como religiosos confesando y animando a bien morir a los que fallecían, y doctrinando y bautizando a los indios que permanecían en el servicio de los españoles.
Después, el año de mil y quinientos y cuarenta y nueve, fueron a la Florida cinco frailes de la religión de Santo Domingo. Hízoles la costa el emperador Carlos Quinto, rey de España, porque se ofrecieron a ir a predicar a aquellos gentiles el evangelio sin llevar gente de guerra, sino ellos solos, por no escandalizar aquellos bárbaros. Mas ellos, que lo estaban ya de las jornadas pasadas, no quisieron oír la doctrina de los religiosos, antes, luego que los tres de ellos saltaron en tierra, los mataron con rabia y crueldad. Entre los cuales murió el buen padre fray Luis Cancer de Barbastro, que iba por caudillo de los suyos y había pedido con gran instancia al emperador aquella jornada con deseo del aumento de la Fe Católica, y así murió por ella como verdadero hijo de la orden de los predicadores. No supe de qué patria era ni los nombres de los compañeros, que holgara poner aquí lo uno y lo otro. El año mil y quinientos y sesenta y seis pasaron a la Florida con el mismo celo que los ya dichos, tres religiosos de la santa Compañía de Jesús. El que iba por superior era el maestro Pedro Martínez, natural del famoso reino de Aragón, famoso en todo el mundo que, siendo tan pequeño en términos, haya sido tan grande en valor y esfuerzo de sus hijos, que hayan hecho tan grandes hazañas como las que cuentan sus historias y las ajenas, fue natural de una aldea de Teruel. Luego que salió en tierra le mataron los indios. Dos compañeros que llevaba, el uno sacerdote, llamado Juan Rogel, y el otro hermano, llamado Francisco Villa Real, se retiraron a La Habana bien lastimados de no poder cumplir los deseos que llevaban de predicar y enseñar la doctrina cristiana a aquellos gentiles.
El año de quinientos y sesenta y ocho fueron a la Florida ocho religiosos de la misma Compañía, dos sacerdotes y seis hermanos. El que iba por superior se llamaba Bautista de Segura, natural de Toledo, y el otro sacerdote se decía Luis de Quirós, natural de Jerez de la Frontera. La patria de los seis hermanos no supe, cuyos nombres son los que se siguen: Juan Bautista Méndez, Gabriel de Solís, Antonio Zavallos, Cristóbal Redondo, Gabriel Gómez, Pedro de Linares, los cuales llevaron en su compañía un indio señor de vasallos natural de la Florida. De cómo vino a España será bien que demos cuenta. Es así que el adelantado Pedro Meléndez fue a la Florida tres veces desde el año de quinientos y sesenta y tres hasta el año de sesenta y ocho, a echar de aquella costa ciertos corsarios franceses que pretendían asentar y poblar en ella. Del segundo viaje de aquéllos trajo siete indios floridos que vinieron de buena amistad. Venían en el mismo traje que hemos dicho que andan en su tierra; traían sus arcos y flechas de lo muy primo, que ellos hacen para su mayor ornato y gala. Pasando los indios por una de las aldeas de Córdoba, que los llevaban a Madrid para que los viera la majestad del rey don Felipe Segundo, el autor que me dio la relación de esta historia, que vivía en ella, sabiendo que pasaban indios de la Florida, salió al campo a verlos y les preguntó de qué provincia eran y, para que viesen que había estado en aquel reino, les dijo si eran de Vitachuco o de Apalache o de Mauvila o de Chicaza, o de otras donde tuvieron grandes batallas.
Los indios, viendo que aquel español era de los que fueron con el gobernador Hernando de Soto le miraron con malos ojos y le dijeron: "¿Dejando vosotros esas provincias tan mal paradas como las dejasteis queréis que os demos nuevas de ellas?" Y no quisieron responderle más. Y hablando unos con otros dijeron (según dijo el intérprete que con ellos iba): "De mejor gana le diéramos sendos flechazos que las nuevas que nos pide". Diciendo esto (por dar a entender el deseo que tenían de tirárselas y la destreza con que se las tiraran), dos de ellos tiraron al aire por alto sendas flechas con tanta pujanza que las perdieron de vista. Contándome esto mi autor me decía que se espantaba de que no se las hubiesen tirado a él, según son locos y atrevidos aquellos indios, principalmente en cosa de armas y valentía. Aquellos siete indios se bautizaron acá y los seis murieron en breve tiempo. El que quedó era señor de vasallos; pidió licencia para volverse a su tierra; hizo grandes promesas que haría como buen cristiano en la conversión de sus vasallos a la Fe Católica y de los demás indios de todo aquel reino. Por esto lo admitieron los religiosos en su compañía, entendiendo que les había de ayudar como lo había prometido. Así fueron hasta la Florida y entraron la tierra adentro muchas leguas; pasaron grandes ciénagas y pantanos; no quisieron llevar soldados por no escandalizar los indios con las armas. Cuando el cacique los tuvo en su tierra, donde le pareció que bastaba matarlos a su salvo, les dijo que le esperasen allí, que él iba cuatro o cinco leguas adelante a disponer los indios de aquella provincia para que con gusto y amistad oyesen la doctrina cristiana, que él volvería dentro de ocho días.
Los religiosos le esperaron quince días y cuando vieron que no volvía le enviaron al padre Luis de Quirós y a uno de los hermanos al pueblo donde había dicho que iba. El don Luis con otros muchos de los suyos, viéndolos delante de sí, como traidor apóstata, sin hablarles palabra, los mató con gran rabia y crueldad y, antes que los otros religiosos supiesen la muerte de sus compañeros y se fuesen a alguna otra provincia de las comarcanas a valerse, dieron el día siguiente sobre ellos con gran ímpetu y furor, como si fuera un escuadrón de soldados armados. Los cuales, sintiendo el ruido de los indios y viendo las armas que traían en las manos, se pusieron de rodillas para recibir la muerte que les diesen por predicar la fe de Cristo Nuestro Señor. Los infieles se la dieron cruelísimamente. Así acabaron la vida presente, como buenos religiosos, para gozar de la eterna. Los indios, habiéndolos muerto, abrieron una arca que llevaban con libros de la Santa Scriptura y con breviarios y misales y ornamentos para decir misa. Cada uno tomó de los ornamentos lo que le pareció y se lo puso como se le antojó, haciendo burla y menosprecio de aquella majestad y riqueza, teniéndola por pobreza y vileza. Tres de los indios, mientras los otros andaban saltando y bailando con los ornamentos puestos, sacaron un crucifijo que en el arca iba y, estándolo mirando, se cayeron muertos súbitamente. Los demás, echando por tierra los ornamentos que se habían vestido, huyeron todos.
Lo cual también lo escribe el padre maestro Pedro de Ribadeneyra. De manera que estos diez y ocho sacerdotes, los diez de las cuatro religiones que hemos nombrado, y los ocho clérigos, y los seis hermanos de la Santa Compañía, que por todos son veinte y cuatro, son los que hasta el año de mil y quinientos y sesenta y ocho han muerto en la Florida por predicar el santo evangelio, sin los mil y cuatrocientos seglares españoles que en cuatro jornadas fueron a aquella tierra, cuya sangre, espero en Dios, que está clamando y pidiendo no venganza como la de Abel, sino misericordia como la de Cristo Nuestro Señor, para que aquellos gentiles vengan en conocimiento de su eterna majestad, debajo de la obediencia de nuestra madre la Santa Iglesia Romana. Y así es de creer y esperar que tierra que tantas veces ha sido regada con tanta sangre de cristianos haya de fructificar conforme al riego de la sangre católica que en ella se ha derramado. La gloria y honra se dé a Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Spíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero. Amén. Fin.