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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XX Sucesos del ejército hasta llegar a Guaxule y a Ychiaha Ya dijimos que el gobernador y su ejército habían salido de Xuala y, caminando cinco días por el despoblado que hay hasta Guaxule, es de saber (volviendo atrás con nuestro cuento), que el mismo día que salieron del pueblo de Xuala, echaron de menos tres esclavos que se habían huido la noche antes. Los dos eran negros de nación, criados del capitán Andrés de Vasconcelos de Silva, y el otro era morisco de Berbería, esclavo de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, de quien atrás hicimos mención. Entendiose que afición de mujeres, antes que otro interés, hubiese causado la huida de estos esclavos y quedarse con los indios, por lo cual no los pudieron haber, aunque se hicieron diligencias por ellos, que los indios de este gran reino generalmente se holgaban (como adelante veremos más al descubierto) de que se quedasen entre ellos cosas de los españoles. Los negros causaron admiración con su mal hecho, porque eran tenidos por buenos cristianos y amigos de su señor. El berberisco no hizo novedad, antes confirmó la opinión en que siempre le habían tenido, por ser en toda cosa malísimo. Dos días después sucedió que, caminando el ejército por el mismo despoblado, al medio de la jornada y del día, cuando el sol muestra sus mayores fuerzas, un soldado infante natural de Alburquerque llamado Juan Terrón, en quien se apropiaba bien el nombre, se llegó a otro soldado de a caballo, que era su amigo, y, sacando de unas alforjas una taleguilla de lienzo que llevaba más de seis libras de perlas, le dijo: "Tomaos estas perlas y lleváoslas, que yo no las quiero.
" El de a caballo respondió: "Mejor serán para vos que las habéis menester más que yo y podreislas enviar a La Habana para que os traigan tres o cuatro caballos y yeguas porque no andéis a pie, que el gobernador, según se dice, quiere enviar presto mensajeros a aquella tierra con nuevas de lo que hemos descubierto en ésta." Juan Terrón, enfadado de que su amigo no quisiese aceptar el presente que le hacía, dijo: "Pues vos no las queréis, voto a tal que tampoco han de ir conmigo, sino que se han de quedar aquí." Diciendo esto, y habiendo desatado la taleguilla, y tomándola por el suelo, de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herbazal todas las perlas por no llevarlas a cuestas, con ser un hombre tan robusto y fuerte que llevara poco menos carga que una acémila. Lo cual hecho, volvió la taleguilla a las alforjas, como si valiera más que las perlas, y dejó admirados a su amigo y a todos los demás que vieron el disparate. Los cuales no imaginaron que tal hiciera, porque, a sospecharlo, todavía se lo estorbaran, porque las perlas valían en España más de seis mil ducados porque eran todas gruesas del tamaño de avellanas y de garbanzos gordos y estaban por horadar, que era lo que más se estimaba en ellas, porque tenían su color perfecto y no estaban ahumadas como las que se hallaron horadadas. Hasta treinta de ellas volvieron a recoger rebuscándolas entre las hierbas y, viéndolas tan buenas, se dolieron mucho más de la perdición hecha y levantaron un refrán común que entre ellos se usaba, que decía: "No son perlas para Juan Terrón.
" El cual nunca quiso decir dónde las hubo y, como los de su camarada se burlasen con él muchas veces después del daño y le motejasen de la locura que había hecho, que conformaba con la rusticidad de su nombre, les dijo un día que se vio muy apretado: "Por amor de Dios, que no me lo mentéis más porque os certifico que todas las veces que se me acuerda de la necedad que hice me dan deseos de ahorcarme de un árbol." Tales son los que la prodigalidad incita a sus siervos, que, después de haberles hecho derramar en vanidad sus haciendas, les provoca desesperaciones. La liberalidad, como virtud tan excelente, recrea con gran suavidad a los que la abrazan y usan de ella. Sin haberles acaecido otra cosa que sea de contar, habiendo caminado cinco jornadas por la sierra, llegaron los castellanos a la provincia y pueblo de Guaxule, el cual estaba asentado entre muchos ríos pequeños que pasaban por la una parte y por la otra del pueblo, los cuales nacían de aquellas sierras que los españoles pasaron y de otras que adelante había. El señor de la provincia, que también había el mismo nombre Guaxule, salió media legua del pueblo. Sacó en su compañía quinientos hombres nobles bien aderezados de ricas mantas de diversas pellejinas y grandes plumajes sobre sus cabezas, conforme al uso común de toda aquella tierra. Con este aparato recibió al gobernador, mostrándole señales de amor y hablándole palabras de mucho comedimiento, dichas con todo buen semblante señoril.
Llevolo al pueblo, que era de trescientas casas, y lo aposentó en la suya, que, con el recaudo de los embajadores de Cofachiqui, la tenía desembarazada para su alojamiento, y prevenidas otras cosas para mejor le servir. La casa estaba en un cerro alto, como de otras semejantes hemos dicho. Tenía toda ella alrededor un paseadero, que podían pasearse por él seis hombres juntos. En este pueblo estuvo el gobernador cuatro días, informándose de lo que por la comarca había. De allí fue en seis jornadas de a cinco leguas a otro pueblo y provincia llamada Ychiaha, cuyo señor había el mismo nombre. El camino que llevó en estas seis jornadas fue seguir el agua abajo los muchos arroyos que por Guaxule pasaban, los cuales todos, juntándose en poco espacio, hacían un poderoso río, tanto que por Ychiaha, que estaba treinta leguas de Guaxule, iba ya mayor que Guadalquivir por Sevilla. Este pueblo Ychiaha estaba asentado a la punta de una gran isla de más de cinco leguas en largo que el río hacía. El cacique salió a recibir al gobernador y le hizo mucha fiesta con todas las demostraciones de regocijo y amor que pudo mostrar, y los indios que consigo trajo hicieron lo mismo con los españoles, que holgaron mucho de los ver. Y, pasándolos por el río en muchas canoas y balsas que para este efecto tenían apercibidas, los aposentaron en sus casas, como a propios hermanos. Y en el mismo grado fue todo el demás servicio y regalo que les hicieron, deseando, según decían, abrirse las entrañas y ponérselas delante a los españoles para les mostrar por vista de ojos lo mucho que se habían holgado de haberlos conocido.
En Ychiaha hizo el gobernador las diligencias que en los demás pueblos y provincias hacía, informándose de lo que en la tierra y su comarca había. El curaca, entre otras cosas que en respuesta de lo que le preguntaron dijo, fue que treinta leguas de allí había minas del metal amarillo que buscaban y que, para certificarse de ellas, enviase su señoría dos españoles o más, los que quisiese, que las fuesen a ver, que él daría guías que seguramente los llevasen y trajesen. Oyendo esto, se ofrecieron dos españoles a ir con los indios. El uno se llamaba Juan de Villalobos, natural de Sevilla, y el otro, Francisco de Silvera, natural de Granada, los cuales se partieron luego y quisieron ir a pie y no a caballo, aunque los tenían, por hacer mejor diligencia y en más breve tiempo.
" El de a caballo respondió: "Mejor serán para vos que las habéis menester más que yo y podreislas enviar a La Habana para que os traigan tres o cuatro caballos y yeguas porque no andéis a pie, que el gobernador, según se dice, quiere enviar presto mensajeros a aquella tierra con nuevas de lo que hemos descubierto en ésta." Juan Terrón, enfadado de que su amigo no quisiese aceptar el presente que le hacía, dijo: "Pues vos no las queréis, voto a tal que tampoco han de ir conmigo, sino que se han de quedar aquí." Diciendo esto, y habiendo desatado la taleguilla, y tomándola por el suelo, de una braceada, como quien siembra, derramó por el monte y herbazal todas las perlas por no llevarlas a cuestas, con ser un hombre tan robusto y fuerte que llevara poco menos carga que una acémila. Lo cual hecho, volvió la taleguilla a las alforjas, como si valiera más que las perlas, y dejó admirados a su amigo y a todos los demás que vieron el disparate. Los cuales no imaginaron que tal hiciera, porque, a sospecharlo, todavía se lo estorbaran, porque las perlas valían en España más de seis mil ducados porque eran todas gruesas del tamaño de avellanas y de garbanzos gordos y estaban por horadar, que era lo que más se estimaba en ellas, porque tenían su color perfecto y no estaban ahumadas como las que se hallaron horadadas. Hasta treinta de ellas volvieron a recoger rebuscándolas entre las hierbas y, viéndolas tan buenas, se dolieron mucho más de la perdición hecha y levantaron un refrán común que entre ellos se usaba, que decía: "No son perlas para Juan Terrón.
" El cual nunca quiso decir dónde las hubo y, como los de su camarada se burlasen con él muchas veces después del daño y le motejasen de la locura que había hecho, que conformaba con la rusticidad de su nombre, les dijo un día que se vio muy apretado: "Por amor de Dios, que no me lo mentéis más porque os certifico que todas las veces que se me acuerda de la necedad que hice me dan deseos de ahorcarme de un árbol." Tales son los que la prodigalidad incita a sus siervos, que, después de haberles hecho derramar en vanidad sus haciendas, les provoca desesperaciones. La liberalidad, como virtud tan excelente, recrea con gran suavidad a los que la abrazan y usan de ella. Sin haberles acaecido otra cosa que sea de contar, habiendo caminado cinco jornadas por la sierra, llegaron los castellanos a la provincia y pueblo de Guaxule, el cual estaba asentado entre muchos ríos pequeños que pasaban por la una parte y por la otra del pueblo, los cuales nacían de aquellas sierras que los españoles pasaron y de otras que adelante había. El señor de la provincia, que también había el mismo nombre Guaxule, salió media legua del pueblo. Sacó en su compañía quinientos hombres nobles bien aderezados de ricas mantas de diversas pellejinas y grandes plumajes sobre sus cabezas, conforme al uso común de toda aquella tierra. Con este aparato recibió al gobernador, mostrándole señales de amor y hablándole palabras de mucho comedimiento, dichas con todo buen semblante señoril.
Llevolo al pueblo, que era de trescientas casas, y lo aposentó en la suya, que, con el recaudo de los embajadores de Cofachiqui, la tenía desembarazada para su alojamiento, y prevenidas otras cosas para mejor le servir. La casa estaba en un cerro alto, como de otras semejantes hemos dicho. Tenía toda ella alrededor un paseadero, que podían pasearse por él seis hombres juntos. En este pueblo estuvo el gobernador cuatro días, informándose de lo que por la comarca había. De allí fue en seis jornadas de a cinco leguas a otro pueblo y provincia llamada Ychiaha, cuyo señor había el mismo nombre. El camino que llevó en estas seis jornadas fue seguir el agua abajo los muchos arroyos que por Guaxule pasaban, los cuales todos, juntándose en poco espacio, hacían un poderoso río, tanto que por Ychiaha, que estaba treinta leguas de Guaxule, iba ya mayor que Guadalquivir por Sevilla. Este pueblo Ychiaha estaba asentado a la punta de una gran isla de más de cinco leguas en largo que el río hacía. El cacique salió a recibir al gobernador y le hizo mucha fiesta con todas las demostraciones de regocijo y amor que pudo mostrar, y los indios que consigo trajo hicieron lo mismo con los españoles, que holgaron mucho de los ver. Y, pasándolos por el río en muchas canoas y balsas que para este efecto tenían apercibidas, los aposentaron en sus casas, como a propios hermanos. Y en el mismo grado fue todo el demás servicio y regalo que les hicieron, deseando, según decían, abrirse las entrañas y ponérselas delante a los españoles para les mostrar por vista de ojos lo mucho que se habían holgado de haberlos conocido.
En Ychiaha hizo el gobernador las diligencias que en los demás pueblos y provincias hacía, informándose de lo que en la tierra y su comarca había. El curaca, entre otras cosas que en respuesta de lo que le preguntaron dijo, fue que treinta leguas de allí había minas del metal amarillo que buscaban y que, para certificarse de ellas, enviase su señoría dos españoles o más, los que quisiese, que las fuesen a ver, que él daría guías que seguramente los llevasen y trajesen. Oyendo esto, se ofrecieron dos españoles a ir con los indios. El uno se llamaba Juan de Villalobos, natural de Sevilla, y el otro, Francisco de Silvera, natural de Granada, los cuales se partieron luego y quisieron ir a pie y no a caballo, aunque los tenían, por hacer mejor diligencia y en más breve tiempo.