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Desarrollo


CAPÍTULO XVIII Sale Pedro Calderón con su gente, y el suceso de su camino hasta llegar a la ciénaga grande Luego que Juan de Añasco y Gómez Arias se hicieron a la vela, el uno para la bahía de Aute y el otro para la isla de La Habana, apercibió el capitán Pedro Calderón la gente que le quedó, que eran setenta lanzas y cincuenta infantes, porque los treinta españoles que faltan llevaron Juan de Añasco y Gómez Arias en los bergantines y carabela por no ir solos con los marineros. Salió del pueblo de Hirrihigua; dejó los huertos frescos que los castellanos para su regalo habían plantado de muchas lechugas y rábanos y la demás hortaliza de cuyas semillas habían ido apercibidos para si poblasen. El segundo día de su camino llegaron al pueblo del buen Mucozo, el cual salió a recibirlos y aquella noche les hizo muy buen hospedaje; y otro día los acompañó hasta ponerlos fuera de su tierra, y a la despedida, con mucha ternura y sentimiento, les dijo: "Señores, ahora pierdo del todo la esperanza de jamás ver al gobernador mi señor ni a ninguno de los suyos, porque, hasta ahora, con teneros en aquel presidio esperaba ver a su señoría y me gozaba pensando servirle como siempre lo he deseado; mas ahora sin consuelo alguno lloraré toda mi vida su ausencia. Por lo cual os ruego le digáis estas palabras, y que le suplico las reciba como se las envió". Con estas palabras, y muchas lágrimas con que mostraba el amor que a los españoles tenía, se despidió de ellos y se volvió a su casa.

El capitán Pedro Calderón y sus ciento y veinte compañeros caminaron por sus jornadas hasta llegar a la ciénaga grande sin que les acaeciese cosa digna de memoria, si no fue una noche antes que llegasen a la ciénaga que, habiéndose alojado los castellanos en un llano, cerca de un monte, salían de él muchos indios a les dar sobresaltos y rebatos a todas horas, hasta entrársele por el alojamiento y llegar a las manos, y, cuando los españoles les apretaban, se volvían huyendo al monte; luego tornaban a salir a los inquietar. En un lance de estos arremetió un caballero con un indio que se mostraba más atrevido que los otros, el cual huyó del caballero, mas, cuando sintió que le iba alcanzando, revolvió a recibirle con una flecha puesta en el arco y se la tiró tan cerca que al mismo tiempo que el indio desembrazó la flecha le dio el español una lanzada de que cayó muerto. Mas no vengó mal su muerte, porque con la flecha que tiró dio al caballo por los pechos, y, aunque de tan cerca, fue el tiro tan bravo que con las piernas y brazos abiertos sin dar un paso más ni menearse, cayó el caballo muerto a sus pies. De manera que el indio y el caballo y su dueño cayeron todos tres juntos unos sobre otros, y este caballo era el afamado de Gonzalo Silvestre, que no le valió toda su bondad para que el indio se la respetara. Los españoles, admirados que un animal tan animoso, feroz y bravo, cual es un caballo, hubiese muerto tan repentinamente de la herida de sola una flecha tirada de tan cerca, quisieron, luego que amaneció, ver qué tal había sido el tiro y abrieron el caballo y hallaron que la flecha había entrado por los pechos y pasado por medio del corazón y buche y tripas y parado en lo último de los intestinos, tan bravos, fuertes y diestros son en tirar las flechas comúnmente los naturales de este gran reino de la Florida.

Mas no hay de qué espantarnos, si se advierte al perpetuo ejercicio que en ellas tienen en todas edades, porque los niños de tres años y de menos, en pudiendo andar en sus pies, movidos de su natural inclinación y de lo que continuamente ven hacer a sus padres, les piden arcos y flechas, y, cuando no se las dan, ellos mismos las hacen de los palillos que pueden haber, y con ellos andan desfenecidos tras las sabandijas que topan en casa, y si aciertan a ver algún ratoncillo o lagartija que se entre en su cueva, se están tres y cuatro y seis horas con su flecha puesta en el arco, aguardando con la mayor atención que se puede imaginar a que salga para la matar, y no reposan hasta haber salido con su pretensión, y, cuando no hallan otra cosa a que tirar, andan tirando las moscas que ven por las paredes y en el suelo. Con este ejercicio tan continuo, y por el hábito que en él tienen hecho, son tan diestros y feroces en el tirar las flechas, con las cuales hicieron tiros extrañísimos, como lo veremos y notaremos en el discurso de la historia, y, porque viene a propósito, aunque el caso sucedió en Apalache donde el gobernador quedó, será bien contarlo aquí, que cuando lleguemos a aquella provincia no nos faltará qué contar de las valentías de los naturales de ella. Fue así que, en una de las primeras refriegas que los españoles tuvieron con los indios de Apalache, sacó el maese de campo Luis de Moscoso un flechazo en el costado derecho que le pasó una cuera de ante y otra de malla que llevaba debajo, que, por ser tan pulida, había costado en España ciento y cincuenta ducados, y de éstas habían llevado muchas los hombres ricos por muy estimadas.

También le pasó la flecha un jubón estofado y lo hirió de manera que, por ser a soslayo, no lo mató. Los españoles, admirados de un golpe de flecha tan extraño, quisieron ver para cuánto eran sus cotas, las muy pulidas en quien tanta confianza tenían. Llegados al pueblo, pusieron en la plaza un cesto, que los indios hacen de carrizos a manera de cestos de vendimiar, y, habiendo escogido una cota por la más estimada de las que llevaban, la vistieron al cesto, que, según estaba tejido, era muy fuerte, y, quitando un indio de los de Apalache de la cadena que estaba, le dieron un arco y una flecha y le mandaron que la tirase a la cota que estaba a cincuenta pasos de ellos. El indio, habiendo sacudido los brazos a puño cerrado para despertar las fuerzas, tiró la flecha, la cual pasó la cota y el cesto tan de claro y con tanta furia que, si de la otra parte topara un hombre, también lo pasara. Los españoles, viendo la poca o ninguna defensa que una cota hacía contra una flecha, quisieron ver lo que hacían dos cotas, y así mandaron vestir otra muy preciada sobre la que estaba en el cesto, y, dando una flecha al indio, le dijeron que la tirase como la primera a ver si era hombre para pasarlas ambas. El indio, volviendo a sacudir los brazos como que les pedía nuevas fuerzas, pues le doblaban las defensas contrarias, desembrazó la flecha y dio en las cotas por medio del cesto y pasó los cuatro dobleces que tenía de malla, y quedó la flecha atravesada tanto de un cabo como de otro.

Y como viese que no había salido en claro de la otra parte, con gran enojo que de ello mostró, dijo a los españoles: "Déjenme tirar otra, y, si no las pasare ambas de claro, como hice la una, ahórquenme luego, que esta segunda flecha no me salió del arco tan bien como yo quisiera y por eso no salió de las cotas como la primera." Los españoles no quisieron conceder la petición del indio por no ver mayor afrenta de sus cotas, y de allí adelante quedaron bien desengañados de lo poco que las muy estimadas les podían defender de las flechas. Y así, haciendo burla de ellas sus propios dueños, las llamaban holandas de Flandes, y, en lugar de ellas, hicieron sayos estofados de tres y cuatro dedos en grueso, con faldamentos largos que cubriesen los pechos y ancas del caballo, y estos sayos, hechos de mantas, resistían mejor las flechas que otra alguna arma defensiva; y las cotas de malla gruesa y bastas que no eran tenidas en precio, con cualquier otra defensa que les pusiesen debajo, defendían las flechas mejor que las muy galanas y pulidas, por lo cual vinieron a ser estimadas las que habían sido menospreciadas y desechadas las muy tenidas. De otros tiros dignos de fama que hubo en este descubrimiento haremos mención adelante en los lugares donde acaecieron que cierto son para admirar. Mas al fin, considerando que estos indios son engendrados y nacidos sobre arcos y flechas, criados y alimentados de lo que con ellas matan y tan ejercitados en ellas, no hay por qué maravillarnos tanto.

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