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Capítulo XVII Cómo el capitán Francisco Pizarro quedó en la isla desierta y de lo mucho que pasó él y sus compañeros y de la llegada de los navíos a Panamá Los que hubieren visto la isla de la Gorgona no se espantarán de ver cuánto encarezco lo que en ella pasaron los españoles y cómo no digo nada de su espesura tan cerrada y los cielos abiertos para echar agua encima de ella. En el mar océano, entre Indias, y la Tercera está una isla a que llaman la Bermuda. Es mentada, porque en su paraje a la continua pasan tormenta los navegantes y huyen de ella como de pestilencia. En la mar del Sur, la Gorgona tiene el sonido de no ser tierra ni isla, sino apariencia del infierno. Y quiso Pizarro quedar en lugar que conocía ser tan malo, por tenerlo por más seguro que la isla del Gallo ni la tierra firme. Y fueron los trabajos que pasaron en ella en extremo grado grandes, porque llover, tronar, relampaguear es continuo; el sol déjase pocas veces ver, tanto que por maravilla los nublados descubren para que las estrellas se vean en el cielo. Mosquitos, hay los que bastaran a dar guerra a toda la gente del Turco. Gentes no ninguna, ni fuera razón que poblaran en tierra tan mala. Montaña es mucha la que hay y tan espesa como espantosa. Lo que tiene de contorno esta isla y en los grados que está, escrito lo tengo en mi Primera parte. Los españoles, sin perder la virtud de su esfuerzo, hicieron como mejor pudieron ranchos, que llamamos acá a las chozas para guarecerse de las aguas; y de una ceiba hicieron una canoa pequeña, en la cual entraban el capitán con uno de los compañeros y tomaban peces con que algunos días comían todos.

Otras veces salía con su ballesta y mataba de los que llamamos guadaquinajes, que son mayores que liebres y de tan buena carne; y dicen que hubo día que él solo con su ballesta, mató diez de éstas. De manera que estuvieron con gran paciencia, entendía en no parar por buscar de comer para sus compañeros: y tal fue su diligencia, que con la ballesta y canoa bastó a lo hacer sin mostrar sentimiento del agua ni de nunca enjugarse ni dejar de oír el continuo ruido de los mosquitos. Estuvieron enfermos en esta isla Martín de Trujillo y Peralta, remediaron harto los guadaquinajes para que comiesen. Hallaron en aquella isla una fruta que tenía el parecer casi a castaña: tan provechosa para purgar, que no es menester otro ruibarbo ni más que una de ellas. Uno de los españoles comió dos y quedó tan purgado, que aína quedara burlado. Vieron otra fruta montesina como uvillas; de ésta comían y era sabrosa. Entre las rocas y concavidades de las peñas que estaban en la costa de la mar de la isla, tomaban pescado, y de día y de noche toparon culebras monstruosas de grandes, mas no hacían daño ninguno; monas las hay grandísimas y gaticos pintados, con otras salvajinas extrañas, y muy de ver. Las sierras que hay en la isla abajan ríos que nacen en ella, de agua muy buena. En todos los meses del año en la creciente de la luna, se ve que viene a esta isla por algunos cabos de ella, siendo ya pasado el día al poner del sol, infinidad del pez que llamamos aguja, a desovar en tierra.

Los españoles alegres, aguardábanlos con palos y mataban los que querían; y pescaban muchos paragos y tiburones; y otras marismas hallaban; de que fue Dios servido que bastó a los sustentar con el maíz que les había quedado, de manera que nunca les faltó que comer. Todas las mañanas daban gracias a Dios, y a las noches lo mismo, diciendo la Salve y otras oraciones, como cristianos; y que Dios quiso guardar de tantos peligros. Por las "horas" sabían las fiestas, y tenían su cuenta en los viernes y domingos. Y con tanto los dejaré pasar en esta vida hasta que el navío vuelva por ellos; y diré cómo llegó Juan Tafur con los otros cristianos a Tierra Firme, que llamaban Castilla de Oro.

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