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Datos principales
Desarrollo
CAPITULO XV Prosigue las cosas que dichos Padres vieron y entendieron la segunda tez que entraron en la China y los trabajos que padecieron Otro día siguiente de mañana el sacerdote de los ídolos abrió el templo, adonde como metiesen luego a los religiosos, le hallaron con sus ministros encendiendo muchas candelillas y poniendo perfumes a los ídolos con muchas y supersticiosas ceremonias, tras las cuales echó cierta manera de suertes entre ellos muy usada, que entendieron las echaban para consultar al diablo que estaba en los ídolos, sobre lo que harían de ellos; aunque esto no se puede entender claramente, mas de que luego los sacaron del templo y los llevaron los soldados a un juez que era Generalísimo de toda la mar de aquella Provincia y estaba seis leguas de allí en una ciudad llamada Quixué, a la cual se va por un camino muy ancho, llano y empedrado, cuyas orillas estaban llenas de muchos sembrados y flores. Ayudados del favor de Dios llegaron los nuestros a la presencia de este General, aunque con mucho trabajo, por estar sin fuerzas para caminar, que las habían perdido en los sobresaltos ya dichos por espacio de ocho días. Llegados a la dicha ciudad de Quixué los tuvieron los soldados en continua guarda, hasta que el día siguiente fueron llevados delante de aquel General que le hallaron en una casa muy grande y hermosa y que tenía dos patios, uno que respondía a la puerta de la calle y otro que estaba más en lo interior de la casa, y entrambos que estaban cerrados con rejas, había mucha cantidad y diversidad de árboles, y entre los árboles andaban paciendo mucho número de ciervos y otros animales brutos tan domésticos como ovejas.
Delante de este patio último estaba un corredor en que había muchos soldados armados para guarda de la persona del General, que estaba en una sala muy grande y galana sentado en una silla de marfil con mucha majestad. Antes de entrar en el segundo patio dispararon de la parte de adentro algunos tiros y arcabuces y comenzaron a tocar un atambor tan grande que tenía por tres de los que se usan en España, y tras de él sonaron chirimías y trompetas y otros muchos instrumentos. Después de lo cual abrieron luego las puertas que estaban adelante del último patio junto al corredor ya dicho, desde donde se parecía el trono en que estaba sentado el General. Tenía delante de si una mesa con papeles y recado para escribir, cosa usada en todo aquel reino como queda ya dicho. Los soldados que estaban puestos de guarda tenían todos una mesma librea de seda y estaban con tanto silencio y concierto, que causó espanto a los nuestros. Los primeros eran todos arcabuceros, y los segundos piqueros, y entre los unos y los otros estaba un rodelero con su espada. Serían los soldados que había en este corredor hasta cuatrocientos. Luego tras ellos estaban los verdugos con sus instrumentos para azotar, e inmediatos a ellos los escribanos y procuradores, obra de treinta pasos poco más o menos, apartados de la silla del General que la tenían cercada algunos caballeros al parecer y hasta una docena de pajecillos destocados y muy galanamente vestidos de seda y oro. Por entre estos soldados metieron a los nuestros.
llevándolos con las señales e insignias que suelen presentar a los Jueces los condenados a muerte; y gran trecho antes de llegar a donde estaba el General, los hicieron poner de rodillas. A este punto sacaron a juzgar ciertos chinos que estaban presos, y como se hubiese visto sus culpas y fuesen sentenciados por ellas, ejecutaron los verdugos las sentencias en presencia de los nuestros, desnudándolos primero los vestidos y atándolos de pies y manos con cuerdas muy apretadas, tanto que les hacían dar gritos que los ponían en el cielo. Tiénenlos así atados hasta ver lo que manda el juez, el cual, oída la culpa, si quiere que sean azotados, da una palmada en la mesa que está delante y luego le dan cinco azotes con unas cañas gruesas en las pantorrillas (de la manera que ya está dicho) y son tan crueles que ninguno puede sufrir 50 de ellos sin dar la vida. Dada la palmada, luego uno de los procuradores alza la voz, y a ella acuden los verdugos a ejecutar y dar los cinco azotes; y si merece más su culpa, da el juez otra palmada, y tórnale a dar otros cinco, y de esta propia manera todas las veces que al juez le parece. A los gritos que dan estos miserables no hacen los jueces más movimiento de piedad que si los azotes se diesen a unas piedras. Acabada la audiencia de los naturales, mandó el General llegar un poco más a los nuestros y los hizo mirar las vestiduras y todo lo demás, hasta los Breviarios y libros. Y luego tras esto, habiendo sido informado de los que los traían de cómo los habían prendido y de lo demás tocante a su venida al reino, los mandó llevar a la cárcel y tener a buen recado, y con gran guarda por espacio de algunos días, en los cuales pasaron increíbles trabajos, así de hambre como de sed y calor, que fue causa de que los más de ellos enfermaron de calenturas y cámaras.
Después de los días de la prisión los llevaron otra vez a la Audiencia, y otras muchas que fueron sacados a ser visitados, creyendo todas ellas los nuestros que los llevaban para no volver y para justiciarlos que ya les fuera de contento por librarse con una muerte de las muchas que cada día vían a los ojos. En la última de estas Audiencias decretó el General fuesen llevados por mar a la Ciudad de Cantón, donde estaba el Virrey de aquella Provincia, para que él mandase justiciar o diese el castigo que le pareciese según la pena puesta a cualquiera extrajero que entrase en el reino sin licencia como ellos habían entrado. Cuando vieron que los llevaban de la cárcel a la mar, tuvieron por muy cierto era para ahogarlos en ella. Por lo cual (habiéndose confesado de nuevo y encomendado a Dios) se esforzaban y animaban los unos a los otros con la representación del premio que les estaba aparejado. Cuando llegaron a la barra donde los habían de embarcar, comenzó el mar a embravecerse tanto y tan repentinamente que pareció caso milagroso: tanto, que decían los soldados y marineros que jamás habían visto semejante tormenta, la cual duró por espacio de diez días y fue causa de que no los embarcasen y de que el General mudase parecer, determinando fuesen llevados por tierra a la gran ciudad de Saucheofu, como se puso por obra. En este camino ocuparon algunos días con cincuenta soldados de guardia, en los cuales vieron tantas curiosidades y riquezas que juzgaron esta tierra por la mejor del mundo.
Llegados a la ciudad con no pequeño cansancio y fatiga, a causa del largo camino y mal tratamiento que les hacían los soldados, luego los trajeron de Herodes a Pilatos, como dicen, sin dejarlos día ninguno de llevar a Audiencia pública o a juez particular. Es esta ciudad fresquísima dentro y fuera y llena de muchas huertas donde hay infinitas arboledas, frutales, jardines y estanques y otras cosas de grande recreación: la cual, con ser tres veces mayor que Sevilla, está toda cerrada de una muralla muy fuerte y las casas son muy bien edificadas y grandes. Las calles son por extremo lindas y muy anchas y largas, y tan derechas que desde el principio hasta el cabo se puede ver un hombre. De trecho a trecho con igual compás están edificados en ellas arcos triunfales (cosa común y ordinaria en todas las de aquel reino), sobre cuyas puertas tienen edificadas unas torres en que está puesta toda la artillería para defensa de la ciudad, como está dicho. Toda ésta la ceñía un río muy hermoso y grande por el cual andaban de ordinario infinitos barcos y bergantines y tiene tanto fondo que pueden llegar a la muralla por él galeras y aun navíos de alto bordo. A una parte de la ciudad está una isleta llena de gran recreación, a la cual se pasó por una hermosísima puente, cuya mitad es de piedra y la otra de madera, y es tan grande que en la parte que es de piedra contó el Padre Ignacio treinta mesones o bodegones donde hallaban a comprar, no solamente cosas de comida de carne y pescado, sino muchas mercadurías de grande estima y valor, hasta ámbar y almizcle y telas de seda y brocado.
Delante de este patio último estaba un corredor en que había muchos soldados armados para guarda de la persona del General, que estaba en una sala muy grande y galana sentado en una silla de marfil con mucha majestad. Antes de entrar en el segundo patio dispararon de la parte de adentro algunos tiros y arcabuces y comenzaron a tocar un atambor tan grande que tenía por tres de los que se usan en España, y tras de él sonaron chirimías y trompetas y otros muchos instrumentos. Después de lo cual abrieron luego las puertas que estaban adelante del último patio junto al corredor ya dicho, desde donde se parecía el trono en que estaba sentado el General. Tenía delante de si una mesa con papeles y recado para escribir, cosa usada en todo aquel reino como queda ya dicho. Los soldados que estaban puestos de guarda tenían todos una mesma librea de seda y estaban con tanto silencio y concierto, que causó espanto a los nuestros. Los primeros eran todos arcabuceros, y los segundos piqueros, y entre los unos y los otros estaba un rodelero con su espada. Serían los soldados que había en este corredor hasta cuatrocientos. Luego tras ellos estaban los verdugos con sus instrumentos para azotar, e inmediatos a ellos los escribanos y procuradores, obra de treinta pasos poco más o menos, apartados de la silla del General que la tenían cercada algunos caballeros al parecer y hasta una docena de pajecillos destocados y muy galanamente vestidos de seda y oro. Por entre estos soldados metieron a los nuestros.
llevándolos con las señales e insignias que suelen presentar a los Jueces los condenados a muerte; y gran trecho antes de llegar a donde estaba el General, los hicieron poner de rodillas. A este punto sacaron a juzgar ciertos chinos que estaban presos, y como se hubiese visto sus culpas y fuesen sentenciados por ellas, ejecutaron los verdugos las sentencias en presencia de los nuestros, desnudándolos primero los vestidos y atándolos de pies y manos con cuerdas muy apretadas, tanto que les hacían dar gritos que los ponían en el cielo. Tiénenlos así atados hasta ver lo que manda el juez, el cual, oída la culpa, si quiere que sean azotados, da una palmada en la mesa que está delante y luego le dan cinco azotes con unas cañas gruesas en las pantorrillas (de la manera que ya está dicho) y son tan crueles que ninguno puede sufrir 50 de ellos sin dar la vida. Dada la palmada, luego uno de los procuradores alza la voz, y a ella acuden los verdugos a ejecutar y dar los cinco azotes; y si merece más su culpa, da el juez otra palmada, y tórnale a dar otros cinco, y de esta propia manera todas las veces que al juez le parece. A los gritos que dan estos miserables no hacen los jueces más movimiento de piedad que si los azotes se diesen a unas piedras. Acabada la audiencia de los naturales, mandó el General llegar un poco más a los nuestros y los hizo mirar las vestiduras y todo lo demás, hasta los Breviarios y libros. Y luego tras esto, habiendo sido informado de los que los traían de cómo los habían prendido y de lo demás tocante a su venida al reino, los mandó llevar a la cárcel y tener a buen recado, y con gran guarda por espacio de algunos días, en los cuales pasaron increíbles trabajos, así de hambre como de sed y calor, que fue causa de que los más de ellos enfermaron de calenturas y cámaras.
Después de los días de la prisión los llevaron otra vez a la Audiencia, y otras muchas que fueron sacados a ser visitados, creyendo todas ellas los nuestros que los llevaban para no volver y para justiciarlos que ya les fuera de contento por librarse con una muerte de las muchas que cada día vían a los ojos. En la última de estas Audiencias decretó el General fuesen llevados por mar a la Ciudad de Cantón, donde estaba el Virrey de aquella Provincia, para que él mandase justiciar o diese el castigo que le pareciese según la pena puesta a cualquiera extrajero que entrase en el reino sin licencia como ellos habían entrado. Cuando vieron que los llevaban de la cárcel a la mar, tuvieron por muy cierto era para ahogarlos en ella. Por lo cual (habiéndose confesado de nuevo y encomendado a Dios) se esforzaban y animaban los unos a los otros con la representación del premio que les estaba aparejado. Cuando llegaron a la barra donde los habían de embarcar, comenzó el mar a embravecerse tanto y tan repentinamente que pareció caso milagroso: tanto, que decían los soldados y marineros que jamás habían visto semejante tormenta, la cual duró por espacio de diez días y fue causa de que no los embarcasen y de que el General mudase parecer, determinando fuesen llevados por tierra a la gran ciudad de Saucheofu, como se puso por obra. En este camino ocuparon algunos días con cincuenta soldados de guardia, en los cuales vieron tantas curiosidades y riquezas que juzgaron esta tierra por la mejor del mundo.
Llegados a la ciudad con no pequeño cansancio y fatiga, a causa del largo camino y mal tratamiento que les hacían los soldados, luego los trajeron de Herodes a Pilatos, como dicen, sin dejarlos día ninguno de llevar a Audiencia pública o a juez particular. Es esta ciudad fresquísima dentro y fuera y llena de muchas huertas donde hay infinitas arboledas, frutales, jardines y estanques y otras cosas de grande recreación: la cual, con ser tres veces mayor que Sevilla, está toda cerrada de una muralla muy fuerte y las casas son muy bien edificadas y grandes. Las calles son por extremo lindas y muy anchas y largas, y tan derechas que desde el principio hasta el cabo se puede ver un hombre. De trecho a trecho con igual compás están edificados en ellas arcos triunfales (cosa común y ordinaria en todas las de aquel reino), sobre cuyas puertas tienen edificadas unas torres en que está puesta toda la artillería para defensa de la ciudad, como está dicho. Toda ésta la ceñía un río muy hermoso y grande por el cual andaban de ordinario infinitos barcos y bergantines y tiene tanto fondo que pueden llegar a la muralla por él galeras y aun navíos de alto bordo. A una parte de la ciudad está una isleta llena de gran recreación, a la cual se pasó por una hermosísima puente, cuya mitad es de piedra y la otra de madera, y es tan grande que en la parte que es de piedra contó el Padre Ignacio treinta mesones o bodegones donde hallaban a comprar, no solamente cosas de comida de carne y pescado, sino muchas mercadurías de grande estima y valor, hasta ámbar y almizcle y telas de seda y brocado.