Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XV El castigo que a los embajadores de la liga se les dio y las diligencias que los españoles les hicieron hasta que se embarcaron El gobernador, habiendo oído al capitán general Anilco el aviso de la traición de los caciques y los ofrecimientos que de parte de su cacique y suya le hacía, agradeció mucho lo uno y lo otro, y con palabras muy amorosas le dijo que, porque adelante en lo por venir no quedase su curaca Anilco malquisto y enemistado con los demás curacas e indios de la comarca, por haber favorecido tan al descubierto a los castellanos, no aceptaba el socorro de la gente de guerra, y también porque, habiendo de salirse por el río abajo tan en breve como pensaba salir, no era menester hacer guerra a los contrarios, y que, por las mismas causas, tampoco aceptaba la buena compañía de su persona para capitán general, aunque conocía el mucho valor de ella y de cuánto momento fuera su favor y ayuda para los españoles si hubieran de conquistar por guerra a los enemigos; que, habiéndose de ir, no quería dejarlo odioso y enemistado con sus vecinos, ni quería que supiesen cosa alguna del aviso que les había dado de la liga, y por la misma razón rehusaba el retirarse a su tierra porque por entonces no le convenía hacer asiento en aquel reino. Mas ya que no podía admitir los efectos de los ofrecimientos que su cacique y él le hacían, a lo menos recibía los buenos deseos de ambos para acordarse de ellos y de la obligación en que sus palabras y obras a él, y a toda la nación española, habían puesto.
Y procurarían pagársela, si en algún tiempo se ofreciesen ocasiones, y que la misma cuenta y memoria tendría el rey de Castilla, su señor, emperador y cabeza que era de todos los reyes y señores y príncipes cristianos, el cual sabría lo que por los castellanos, sus vasallos y criados, habían hecho, y lo mandarían poner escrito en memoria para la gratificar Su Majestad o los reyes sus descendientes, y que esta prenda y promesa les dejaba a ellos y a sus hijos y sucesores en pago del beneficio que les había hecho. Con estas palabras despidió el gobernador al capitán Anilco y quedó apercibido para el suceso venidero habiéndolo consultado con sus capitanes y soldados más principales. Cuatro días después del aviso, que fue a los primeros de junio del año mil y quinientos y cuarenta y tres, vinieron los embajadores de los caciques de la liga por la misma orden y manera que Anilco había dicho, unos por la mañana, otros a mediodía y otros a la tarde, y trajeron los mismos recaudos de palabra y las propias dádivas que Anilco había dado por seña de la traición de ellos. Lo cual, visto por el gobernador, mandó que los prendiesen y pusiesen cada uno de por sí aparte para examinarlos en su liga y conjuración, y, llegando al hecho, los indios no la negaron, antes muy llanamente confesaron todo lo que para matar los españoles y quemar los navíos tenían ordenado. El general, porque el castigo que se había de hacer en los indios embajadores no fuese en tantos como sería si aguardasen a que viniesen todos, mandó que con brevedad lo ejecutasen en los que aquel día habían prendido, porque aquéllos diesen nuevas a los demás de cómo la traición de ellos era entendida y no enviasen más embajadores.
Acabado de tomarles la confesión, el mismo día que vinieron, ejecutaron en ellos el castigo de la maldad de sus caciques y la paga de su embajada. Fue cortar a treinta de ellos las manos derechas. Los cuales acudían con tanta paciencia a recibir la pena que se les daba que apenas había quitado uno la mano cortada del tajón cuando otro la tenía puesta para que se la cortasen. Lo cual causaba lástima y compasión a los que lo miraban. Con el castigo de los embajadores se deshizo la liga de sus curacas, porque dijeron que, pues los castellanos tenían noticia de su mal deseo, se recatarían y apercibirían para no ser ofendidos. Y así cada cacique se volvió a su tierra desdeñado de no haber ejecutado su mala intención, la cual guardaron todos en sus pechos para la mostrar en lo que adelante se ofreciese. Y, porque entendieron ser más poderosos en el agua que en tierra, ordenaron entre todos que cada uno apercibiese la más gente y canoas que pudiese para perseguir los españoles cuando se fuesen por el río abajo, donde pensaban matarlos todos. El gobernador y sus capitanes, habiendo visto ser cierta la gran liga y conjuración que los curacas tenían hecha contra ellos, les pareció sería bien salir con brevedad de sus tierras antes que los enemigos ordenasen otra peor. Con este acuerdo, se dieron mucha más prisa que hasta entonces se habían dado para poner en perfección los bergantines, aunque hasta allí no habían andado ociosos. Fueron siete los carabelones que nuestros españoles hicieron, y, porque no tenían bastante recaudo de clavazón para echarles cubierta entera, les cubrieron un pedazo a popa y otro a proa en que pudiesen echar el matalotaje; en medio llevaban unas tablas sueltas que hacían suelo y, quitando una de ellas, podían desaguar el agua que hubiesen hecho.
Con la misma diligencia que traían en hacer los navíos, recogieron el bastimento que les pareció ser menester y pidieron a los caciques amigos Anilco y Guachoya socorro de zara y las demás semillas y fruta seca que en sus tierras hubiese. Atocinaron los puercos que hasta entonces, con todos los trabajos pasados, habían sustentado para criar, y todavía reservaron docena y media de ellos porque no tenían perdida la esperanza de poblar cerca de la mar si hallasen buena disposición. A cada uno de los caciques amigos dieron dos hembras y un macho para que criasen. La carne de los que mataron echaron en sal para el camino y con la manteca, en lugar de aceite, templaron la aspereza de la resina de los árboles con que breaban los bergantines, para que se hiciese suave y líquida, que pudiese correr. Proveyeron de canoas para llevar los caballos que les habían quedado, que eran pocos más de treinta, las cuales canoas iban atadas de dos en dos para que los caballos llevasen las manos puestas en la una y los pies en la otra. Sin las canoas de los caballos, llevaba cada bergantín una por popa, que le sirviese de batel. En este paso, dice Alonso de Carmona que, de cincuenta caballos que les habían quedado, mataron los veinte que por manqueras estaban más inútiles, y que, para los matar, los ataron una noche a sendos palos y los sangraron y dejaron desangrar hasta que murieron, y que esto se hizo con mucho dolor de sus dueños y lástima de todos por el buen servicio que les habían hecho; y que la carne la sancocharon y pusieron al sol para que se conservase, y así la guardaron para matalotaje de su navegación.
Habiendo concluido las cosas que hemos dicho, echaron los bergantines al agua día del gran precursor San Juan Bautista, y los cinco días que hay hasta la víspera de los príncipes de la Iglesia San Pedro y San Pablo se ocuparon en embarcar el matalotaje y los caballos y en empavesar los bergantines y las canoas con tablas y pieles de animales para defenderse de las flechas. Y, dos días antes que se embarcasen, despidieron al cacique Guachoya y al capitán general Anilco para que se fuesen a sus tierras, y les rogaron que fuesen amigos verdaderos, y ellos prometieron que lo serían. Y luego, el mismo día de los Apóstoles se embarcaron, habiendo ordenado que fuesen por capitanes de los siete bergantines los que nombraremos en el libro y capítulo siguiente.
Y procurarían pagársela, si en algún tiempo se ofreciesen ocasiones, y que la misma cuenta y memoria tendría el rey de Castilla, su señor, emperador y cabeza que era de todos los reyes y señores y príncipes cristianos, el cual sabría lo que por los castellanos, sus vasallos y criados, habían hecho, y lo mandarían poner escrito en memoria para la gratificar Su Majestad o los reyes sus descendientes, y que esta prenda y promesa les dejaba a ellos y a sus hijos y sucesores en pago del beneficio que les había hecho. Con estas palabras despidió el gobernador al capitán Anilco y quedó apercibido para el suceso venidero habiéndolo consultado con sus capitanes y soldados más principales. Cuatro días después del aviso, que fue a los primeros de junio del año mil y quinientos y cuarenta y tres, vinieron los embajadores de los caciques de la liga por la misma orden y manera que Anilco había dicho, unos por la mañana, otros a mediodía y otros a la tarde, y trajeron los mismos recaudos de palabra y las propias dádivas que Anilco había dado por seña de la traición de ellos. Lo cual, visto por el gobernador, mandó que los prendiesen y pusiesen cada uno de por sí aparte para examinarlos en su liga y conjuración, y, llegando al hecho, los indios no la negaron, antes muy llanamente confesaron todo lo que para matar los españoles y quemar los navíos tenían ordenado. El general, porque el castigo que se había de hacer en los indios embajadores no fuese en tantos como sería si aguardasen a que viniesen todos, mandó que con brevedad lo ejecutasen en los que aquel día habían prendido, porque aquéllos diesen nuevas a los demás de cómo la traición de ellos era entendida y no enviasen más embajadores.
Acabado de tomarles la confesión, el mismo día que vinieron, ejecutaron en ellos el castigo de la maldad de sus caciques y la paga de su embajada. Fue cortar a treinta de ellos las manos derechas. Los cuales acudían con tanta paciencia a recibir la pena que se les daba que apenas había quitado uno la mano cortada del tajón cuando otro la tenía puesta para que se la cortasen. Lo cual causaba lástima y compasión a los que lo miraban. Con el castigo de los embajadores se deshizo la liga de sus curacas, porque dijeron que, pues los castellanos tenían noticia de su mal deseo, se recatarían y apercibirían para no ser ofendidos. Y así cada cacique se volvió a su tierra desdeñado de no haber ejecutado su mala intención, la cual guardaron todos en sus pechos para la mostrar en lo que adelante se ofreciese. Y, porque entendieron ser más poderosos en el agua que en tierra, ordenaron entre todos que cada uno apercibiese la más gente y canoas que pudiese para perseguir los españoles cuando se fuesen por el río abajo, donde pensaban matarlos todos. El gobernador y sus capitanes, habiendo visto ser cierta la gran liga y conjuración que los curacas tenían hecha contra ellos, les pareció sería bien salir con brevedad de sus tierras antes que los enemigos ordenasen otra peor. Con este acuerdo, se dieron mucha más prisa que hasta entonces se habían dado para poner en perfección los bergantines, aunque hasta allí no habían andado ociosos. Fueron siete los carabelones que nuestros españoles hicieron, y, porque no tenían bastante recaudo de clavazón para echarles cubierta entera, les cubrieron un pedazo a popa y otro a proa en que pudiesen echar el matalotaje; en medio llevaban unas tablas sueltas que hacían suelo y, quitando una de ellas, podían desaguar el agua que hubiesen hecho.
Con la misma diligencia que traían en hacer los navíos, recogieron el bastimento que les pareció ser menester y pidieron a los caciques amigos Anilco y Guachoya socorro de zara y las demás semillas y fruta seca que en sus tierras hubiese. Atocinaron los puercos que hasta entonces, con todos los trabajos pasados, habían sustentado para criar, y todavía reservaron docena y media de ellos porque no tenían perdida la esperanza de poblar cerca de la mar si hallasen buena disposición. A cada uno de los caciques amigos dieron dos hembras y un macho para que criasen. La carne de los que mataron echaron en sal para el camino y con la manteca, en lugar de aceite, templaron la aspereza de la resina de los árboles con que breaban los bergantines, para que se hiciese suave y líquida, que pudiese correr. Proveyeron de canoas para llevar los caballos que les habían quedado, que eran pocos más de treinta, las cuales canoas iban atadas de dos en dos para que los caballos llevasen las manos puestas en la una y los pies en la otra. Sin las canoas de los caballos, llevaba cada bergantín una por popa, que le sirviese de batel. En este paso, dice Alonso de Carmona que, de cincuenta caballos que les habían quedado, mataron los veinte que por manqueras estaban más inútiles, y que, para los matar, los ataron una noche a sendos palos y los sangraron y dejaron desangrar hasta que murieron, y que esto se hizo con mucho dolor de sus dueños y lástima de todos por el buen servicio que les habían hecho; y que la carne la sancocharon y pusieron al sol para que se conservase, y así la guardaron para matalotaje de su navegación.
Habiendo concluido las cosas que hemos dicho, echaron los bergantines al agua día del gran precursor San Juan Bautista, y los cinco días que hay hasta la víspera de los príncipes de la Iglesia San Pedro y San Pablo se ocuparon en embarcar el matalotaje y los caballos y en empavesar los bergantines y las canoas con tablas y pieles de animales para defenderse de las flechas. Y, dos días antes que se embarcasen, despidieron al cacique Guachoya y al capitán general Anilco para que se fuesen a sus tierras, y les rogaron que fuesen amigos verdaderos, y ellos prometieron que lo serían. Y luego, el mismo día de los Apóstoles se embarcaron, habiendo ordenado que fuesen por capitanes de los siete bergantines los que nombraremos en el libro y capítulo siguiente.