Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XV Que cuenta el viaje de los treinta caballeros hasta llegar media legua del pueblo de Hirrihigua Luego que se apaciguó la discordia, volvieron los españoles a su trabajo, y, como era ya cerca del mediodía, con el beneficio del calor del sol que templaba algún tanto el frío del agua, empezaron los caballos a pasar mejor que hasta entonces, mas no con tanta presteza como era menester, que ya eran más de las tres de la tarde cuando acabaron de pasar. Era gran compasión y lástima ver cuáles salieron los españoles del agua, molidos y hechos pedazos del largo trabajo que pasaron, consumidos del frío que casi todo el día sufrieron, tan quebrantados y cansados que apenas podían tenerse, y con esto es de advertir el poco o ningún regalo que tenían para restaurarse de tanto mal pasado; mas todo lo dieron por bien empleado con haber pasado aquella mala ciénaga que tan temida traían. Dieron gracias a Dios que no hubiesen acudido enemigos a defenderles el paso, que fue particular misericordia divina, porque si al trabajo que hemos dicho que pasaron se les añadiera haber de pelear y defenderse de solos cincuenta indios, ¿qué fuera de ellos? La causa de no haber acudido indios debió ser estar aquella ciénaga lejos de poblado y ser ya invierno, que entonces, porque andan desnudos, acostumbran salir poco de sus casas. Los españoles acordaron hacer noche en un gran llano que pasada la ciénaga estaba, porque de ella salieron tales ellos y sus caballos que no estuvieron para caminar un paso.
Hicieron grandes fuegos para calentarse: consoláronse con que de allí adelante, hasta Hirrihigua, donde iban, no había malos pasos que pasar. Venida la noche, la durmieron con el mismo cuidado que las pasadas, y antes que amaneciese siguieron su camino. Alancearon cinco indios que toparon, que no llevasen adelante la nueva de su ida. Los caballos de los dos compañeros que fallecieron iban sueltos, ensillados y enfrenados, siguiendo a los otros, y muchas veces iban ellos delante, que para guiarlos no hacían falta sus dueños. Caminaron aquel día trece leguas. Pararon en un buen llano, donde durmieron la noche con el orden acostumbrado. Con el alba caminaron, y, a poco más de salido el sol, pasaron por el pueblo de Urribarracuxi. Dejáronlo a una mano, que no quisieron entrar en él por no tener pendencia con sus moradores. Este día, que fue el décimo de su viaje, caminaron quince leguas, e hicieron noche tres leguas antes del pueblo de Mucozo. A poco más de media noche salieron de la dormida, y, habiendo caminado dos leguas, vieron en un monte que estaba cerca del camino un fuego, del cual, más de una legua antes, había dado aviso el mestizo Pedro Morón, diciendo: "¡Alerta! Yo siento que hay fuego no lejos de donde vamos." Una legua más adelante volvió a decir: "Bien cerca estamos ya del fuego." Y, al poco trecho que anduvieron, lo descubrieron. Los compañeros, admirados de cosa tan extraña, fueron do el fuego estaba y hallaron muchos indios que con sus mujeres e hijos estaban asando lizas para almorzar.
Los españoles acordaron prender los que pudiesen, aunque fuesen vasallos de Mucozo, hasta saber si había sustentado la paz con Pedro Calderón, porque si no la hubiesen mantenido, pretendían enviar a La Habana los que prendiesen, para que, con otras señales y muestras de sus victorias, fuese aquélla. Con esta determinación arremetieron al fuego. Los indios gandules, sobresaltados con el ruido y tropel de los caballos, huyeron por el monte adelante. Las mujeres y muchachos prendieron hasta diez y ocho o veinte personas que pudieron atajar, que otros muchos se escaparon por la oscuridad de la noche y por los matos del monte. Los presos, a grandes voces aclamando y llorando, llamaban el nombre de Ortiz, sin decir otra palabra más de aquélla repetida muchas veces, como que quisiesen traer a la memoria de los españoles los beneficios que su cacique y ellos le habían hecho. No les aprovechó nada para que dejasen de ir presos y antecogidos, porque de las buenas obras ya recibidas pocos son los que se acuerdan para las agradecer. De las lizas almorzaron los españoles, así a caballo, como estaban, y, aunque con la revuelta de los indios y caballos se habían henchido de arena, no curaron quitarla, porque decían que era azúcar y canela, según les sabía por la mucha hambre que llevaban. Pasaron por una traviesa lejos del pueblo de Mucozo, y habiendo caminado aquella mañana cinco leguas, se les cansó el caballo de Juan López Cacho, del cual nos hemos olvidado después que del pueblo de Ocali lo sacaron liado.
Es de saber que con el gran sobresalto que aquella noche tuvo de la venida de los enemigos, y mediante el vigor de la edad robusta, que era de poco más de veinte años, volvió en sí, entrando en calor, y sanó del mal que con el mucho frío y trabajo de aquel día había cobrado, y por todo el camino trabajó después como cualquiera de los compañeros. Su caballo, como trabajó tanto al pasar del río de Ocali, vino a cansarse tan cerca del pueblo donde iban a parar, que no les quedaba más de seis leguas por andar. No fue posible, por cosas que le hicieron, llevarlo adelante. Dejáronlo en un buen prado de mucha hierba donde comiese, quitáronle el freno y la silla, pusiéronla en un árbol, para que el indio que quisiese servirse de él lo llevase con todo su recaudo; mas antes temían y habían lástima que, luego que lo topasen lo habían de flechar. Con esta pena caminaron casi cinco leguas hasta que, con la sospecha de otra mayor, se les olvidó aquélla, y fue que, como llegasen a poco más de una legua del pueblo de Hirrihigua, donde quedó el capitán Pedro Calderón con los cuarenta caballos y ochenta infantes, iban mirando el suelo con deseo de ver rastro de caballos, que por ser tan cerca del pueblo y ser la tierra limpia de monte, les parecía que no era mucho haberla paseado y hollado hasta allí, y aún más adelante; y como en ninguna manera hallasen pisadas, ni otra señal de caballos, recibieron grandísimo dolor y tristeza, temiendo si los habían muerto los indios, o si ellos se habían ido de aquella tierra en los bergantines y la carabela que les quedó, porque decían que si allí estuvieran era imposible no haber rastro de caballos tan cerca del pueblo.
En esta sospecha, y en la confusión que ella les causaba de lo que harían si hubiese acaecido lo uno o lo otro, tomaron su acuerdo en lo porvenir, porque se hallaban aislados de tal manera que para salir de la tierra e irse por la mar no tenían siquiera una barca ni cómo poderla hacer y, para volver donde el gobernador quedaba, les parecía imposible, según lo que al venir habían pasado. Entre estos miedos y desconfianzas, salieron igualmente todos con un mismo ánimo y determinación, y dijeron que, cuando no hallasen los compañeros en Hirrihigua, se entrarían en alguna parte secreta de los montes que por allí había, donde hallasen hierba para los caballos, y, entretanto que ellos descansasen, matarían el que sobraba y lo harían tasajos para matalotaje del camino y, habiendo dejado descansar los caballos tres o cuatro días, se aventurarían a volver donde el gobernador quedaba, que si los matasen en el camino, habrían acabado como buenos soldados, haciendo el deber en lo que su capitán general les había encomendado, y si saliesen a salvamento, habrían hecho lo que se les había encargado. Esto determinaron entre todos veinte y ocho españoles por última resolución de lo que adelante habían de hacer no hallando a Pedro Calderón en Hirrihigua.
Hicieron grandes fuegos para calentarse: consoláronse con que de allí adelante, hasta Hirrihigua, donde iban, no había malos pasos que pasar. Venida la noche, la durmieron con el mismo cuidado que las pasadas, y antes que amaneciese siguieron su camino. Alancearon cinco indios que toparon, que no llevasen adelante la nueva de su ida. Los caballos de los dos compañeros que fallecieron iban sueltos, ensillados y enfrenados, siguiendo a los otros, y muchas veces iban ellos delante, que para guiarlos no hacían falta sus dueños. Caminaron aquel día trece leguas. Pararon en un buen llano, donde durmieron la noche con el orden acostumbrado. Con el alba caminaron, y, a poco más de salido el sol, pasaron por el pueblo de Urribarracuxi. Dejáronlo a una mano, que no quisieron entrar en él por no tener pendencia con sus moradores. Este día, que fue el décimo de su viaje, caminaron quince leguas, e hicieron noche tres leguas antes del pueblo de Mucozo. A poco más de media noche salieron de la dormida, y, habiendo caminado dos leguas, vieron en un monte que estaba cerca del camino un fuego, del cual, más de una legua antes, había dado aviso el mestizo Pedro Morón, diciendo: "¡Alerta! Yo siento que hay fuego no lejos de donde vamos." Una legua más adelante volvió a decir: "Bien cerca estamos ya del fuego." Y, al poco trecho que anduvieron, lo descubrieron. Los compañeros, admirados de cosa tan extraña, fueron do el fuego estaba y hallaron muchos indios que con sus mujeres e hijos estaban asando lizas para almorzar.
Los españoles acordaron prender los que pudiesen, aunque fuesen vasallos de Mucozo, hasta saber si había sustentado la paz con Pedro Calderón, porque si no la hubiesen mantenido, pretendían enviar a La Habana los que prendiesen, para que, con otras señales y muestras de sus victorias, fuese aquélla. Con esta determinación arremetieron al fuego. Los indios gandules, sobresaltados con el ruido y tropel de los caballos, huyeron por el monte adelante. Las mujeres y muchachos prendieron hasta diez y ocho o veinte personas que pudieron atajar, que otros muchos se escaparon por la oscuridad de la noche y por los matos del monte. Los presos, a grandes voces aclamando y llorando, llamaban el nombre de Ortiz, sin decir otra palabra más de aquélla repetida muchas veces, como que quisiesen traer a la memoria de los españoles los beneficios que su cacique y ellos le habían hecho. No les aprovechó nada para que dejasen de ir presos y antecogidos, porque de las buenas obras ya recibidas pocos son los que se acuerdan para las agradecer. De las lizas almorzaron los españoles, así a caballo, como estaban, y, aunque con la revuelta de los indios y caballos se habían henchido de arena, no curaron quitarla, porque decían que era azúcar y canela, según les sabía por la mucha hambre que llevaban. Pasaron por una traviesa lejos del pueblo de Mucozo, y habiendo caminado aquella mañana cinco leguas, se les cansó el caballo de Juan López Cacho, del cual nos hemos olvidado después que del pueblo de Ocali lo sacaron liado.
Es de saber que con el gran sobresalto que aquella noche tuvo de la venida de los enemigos, y mediante el vigor de la edad robusta, que era de poco más de veinte años, volvió en sí, entrando en calor, y sanó del mal que con el mucho frío y trabajo de aquel día había cobrado, y por todo el camino trabajó después como cualquiera de los compañeros. Su caballo, como trabajó tanto al pasar del río de Ocali, vino a cansarse tan cerca del pueblo donde iban a parar, que no les quedaba más de seis leguas por andar. No fue posible, por cosas que le hicieron, llevarlo adelante. Dejáronlo en un buen prado de mucha hierba donde comiese, quitáronle el freno y la silla, pusiéronla en un árbol, para que el indio que quisiese servirse de él lo llevase con todo su recaudo; mas antes temían y habían lástima que, luego que lo topasen lo habían de flechar. Con esta pena caminaron casi cinco leguas hasta que, con la sospecha de otra mayor, se les olvidó aquélla, y fue que, como llegasen a poco más de una legua del pueblo de Hirrihigua, donde quedó el capitán Pedro Calderón con los cuarenta caballos y ochenta infantes, iban mirando el suelo con deseo de ver rastro de caballos, que por ser tan cerca del pueblo y ser la tierra limpia de monte, les parecía que no era mucho haberla paseado y hollado hasta allí, y aún más adelante; y como en ninguna manera hallasen pisadas, ni otra señal de caballos, recibieron grandísimo dolor y tristeza, temiendo si los habían muerto los indios, o si ellos se habían ido de aquella tierra en los bergantines y la carabela que les quedó, porque decían que si allí estuvieran era imposible no haber rastro de caballos tan cerca del pueblo.
En esta sospecha, y en la confusión que ella les causaba de lo que harían si hubiese acaecido lo uno o lo otro, tomaron su acuerdo en lo porvenir, porque se hallaban aislados de tal manera que para salir de la tierra e irse por la mar no tenían siquiera una barca ni cómo poderla hacer y, para volver donde el gobernador quedaba, les parecía imposible, según lo que al venir habían pasado. Entre estos miedos y desconfianzas, salieron igualmente todos con un mismo ánimo y determinación, y dijeron que, cuando no hallasen los compañeros en Hirrihigua, se entrarían en alguna parte secreta de los montes que por allí había, donde hallasen hierba para los caballos, y, entretanto que ellos descansasen, matarían el que sobraba y lo harían tasajos para matalotaje del camino y, habiendo dejado descansar los caballos tres o cuatro días, se aventurarían a volver donde el gobernador quedaba, que si los matasen en el camino, habrían acabado como buenos soldados, haciendo el deber en lo que su capitán general les había encomendado, y si saliesen a salvamento, habrían hecho lo que se les había encargado. Esto determinaron entre todos veinte y ocho españoles por última resolución de lo que adelante habían de hacer no hallando a Pedro Calderón en Hirrihigua.