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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XV Salen treinta lanzas con el socorro del bizcocho en pos del gobernador Los indios, aunque vieron fuera del agua los dos españoles, no dejaron de seguirlos por tierra tirándoles muchas flechas con gran coraje que cobraron de que hubiesen caminado tantas leguas sin que los suyos los sintiesen. Mas luego que vieron a Nuño Tovar y a los demás caballeros que venían al socorro, los dejaron y se volvieron al monte y a la ciénaga por no ser ofendidos de los caballos, que no se sufría burlar con ellos en campo raso. Los dos compañeros fueron recibidos de los suyos con gran placer y regocijo, y mucho más cuando vieron que no iban heridos. El maese de campo Luis de Moscoso, sabida la orden del general, apercibió los treinta caballeros que volviesen luego con Gonzalo Silvestre, el cual apenas tuvo lugar de almorzar dos bocados de unas mazorcas cocidas de maíz a medio granar y un poco de queso que le dieron, porque no había otra cosa, que todo el real padecía hambre. Llevaron dos acémilas cargadas de bizcocho y queso, socorro para tanta gente harto flaco, si Dios no lo proveyera por otra parte, como adelante veremos. Con este recaudo se partió Gonzalo Silvestre con los treinta compañeros, no habiendo pasado una hora de tiempo que había llegado al real. Juan López se quedó en él, diciendo: "A mí no me mandó el general volver, ni venir." Los treinta de a caballo pasaron la ciénaga sin contradicción de los indios, aunque del ejército llevaban gente que les ayudara en el paso, mas no fue menester.
Caminaron todo el día sin ver enemigo y, por buena prisa que se dieron, no pudieron llegar al sitio donde el gobernador les dijo les esperaría hasta que fue dos horas de noche. Hallaron que el general había pasado la ciénaga e ídose adelante, de que ellos se afligieron mucho, por verse treinta hombres solos en medio de tantos enemigos como temían que había sobre ellos. Por no saber dónde era ido el gobernador, no pasaron en pos de él. Acordaron quedarse en el mismo alojamiento que él tuvo la noche antes, con orden que entre sí dieron que los diez rondasen a caballo el primer tercio de la noche y los otros diez estuviesen velando con los caballos ensillados y enfrenados, teniéndolos de rienda para acudir con presteza donde fuese menester pelear, y los otros diez tuviesen los caballos ensillados y sin frenos y los dejasen comer para que de esta manera, trabajando unos y descansando otros, por su rueda, pudiesen llevar el trabajo nocturno. Así pasaron toda la noche, sin sentir enemigos. Luego que fue de día, viendo el rastro que el gobernador dejaba hecho en la ciénaga, la pasaron con buena dicha de que los indios no la tuviesen ocupada para les defender el paso, que les fuera de mucho trabajo haberlo de ganar peleando en el agua hasta los pechos, sin poder acometer ni huir ni tener armas de tiro con que detener a lejos los enemigos, y ellos, por el contrario, tener grandísima agilidad para entrar y salir con sus canoas en los nuestros y tirarles las flechas de lejos o cerca.
Y cierto, en este paso, y en otros semejantes que la historia dirá, es de considerar cuál fuese la causa que unos mismos indios, en unos propios sitios y ocasiones, peleasen unos días con tanta ansia y deseo de matar los castellanos, y otros días no se les diese nada por ello. Yo no puedo dar otra razón sino que para pelear o no pelear debían de guardar algunas abusiones de su gentilidad, como lo hacían algunas naciones en tiempo del gran Julio César, o que por verlos ir de paso y no parar en sus tierras los dejaban. Como quiera que fuese, los treinta caballeros lo tuvieron a buena suerte, y siguieron el rastro del gobernador, y, habiendo caminado seis leguas, le hallaron alojado en unos hermosísimos valles de grandes maizales, tan fértiles que cada caña tenía a tres y a cuatro mazorcas de las cuales cogían de encima de los caballos para entretener la hambre que llevaban. Comíanselas crudas, dando gracias a Dios Nuestro Señor que los hubiese socorrido con tanta hartura, que a los menesterosos cualquiera se les hace mucha. El gobernador los recibió muy bien y, con palabras magníficas y grandes alabanzas, encareció la buena diligencia que Gonzalo Silvestre había hecho y el mucho peligro e incomportable trabajo que había pasado. Dijo a lo último que humanamente no podía haberse hecho más. Ofreció para adelante la gratificación de tanto mérito. Por otra parte, le pedía perdón de no haberle esperado como quedó de esperarle; decía, disculpándose, que había pasado adelante, lo uno, porque no se podía sufrir la hambre en que los dejó, y lo otro, porque no tuvo por muy cierta su vuelta por el mucho peligro en que iba, y que había temido le hubiesen muerto los indios.
Esta provincia tan fértil donde los treinta caballeros hallaron al gobernador se llamaba Acuera, y el señor de ella había el mismo nombre. El cual, sabiendo la ida de los castellanos a su tierra, se fue al monte con toda su gente. De la provincia de Urribarracuxi a la de Acuera habrá veinte leguas poco más o menos norte-sur. El maese de campo Luis de Moscoso, recibida la orden del general, luego aquel mismo día puso por obra la partida del ejército. Pasaron la ciénaga con facilidad por no haber contradicción de enemigos. Siguieron su camino, y, en otros tres días, llegaron al otro paso de la misma ciénaga, y por ser aquel vado más ancho y llevar más agua que el otro, tardaron tres días en pasarlo, en los cuales, ni en las doce leguas que caminaron por la ribera de la ciénaga, no vieron indio alguno, que no fue poca merced que ellos les hicieron, porque siendo los pasos de suyo tan dificultosos por poco que les contradijeran les aumentaran mucho trabajo. El gobernador, mientras Luis de Moscoso pasaba la ciénaga, porque su gente padecía hambre, le envió mucha zara o maíz con que se hartaron, y llegaron donde el gobernador estaba.
Caminaron todo el día sin ver enemigo y, por buena prisa que se dieron, no pudieron llegar al sitio donde el gobernador les dijo les esperaría hasta que fue dos horas de noche. Hallaron que el general había pasado la ciénaga e ídose adelante, de que ellos se afligieron mucho, por verse treinta hombres solos en medio de tantos enemigos como temían que había sobre ellos. Por no saber dónde era ido el gobernador, no pasaron en pos de él. Acordaron quedarse en el mismo alojamiento que él tuvo la noche antes, con orden que entre sí dieron que los diez rondasen a caballo el primer tercio de la noche y los otros diez estuviesen velando con los caballos ensillados y enfrenados, teniéndolos de rienda para acudir con presteza donde fuese menester pelear, y los otros diez tuviesen los caballos ensillados y sin frenos y los dejasen comer para que de esta manera, trabajando unos y descansando otros, por su rueda, pudiesen llevar el trabajo nocturno. Así pasaron toda la noche, sin sentir enemigos. Luego que fue de día, viendo el rastro que el gobernador dejaba hecho en la ciénaga, la pasaron con buena dicha de que los indios no la tuviesen ocupada para les defender el paso, que les fuera de mucho trabajo haberlo de ganar peleando en el agua hasta los pechos, sin poder acometer ni huir ni tener armas de tiro con que detener a lejos los enemigos, y ellos, por el contrario, tener grandísima agilidad para entrar y salir con sus canoas en los nuestros y tirarles las flechas de lejos o cerca.
Y cierto, en este paso, y en otros semejantes que la historia dirá, es de considerar cuál fuese la causa que unos mismos indios, en unos propios sitios y ocasiones, peleasen unos días con tanta ansia y deseo de matar los castellanos, y otros días no se les diese nada por ello. Yo no puedo dar otra razón sino que para pelear o no pelear debían de guardar algunas abusiones de su gentilidad, como lo hacían algunas naciones en tiempo del gran Julio César, o que por verlos ir de paso y no parar en sus tierras los dejaban. Como quiera que fuese, los treinta caballeros lo tuvieron a buena suerte, y siguieron el rastro del gobernador, y, habiendo caminado seis leguas, le hallaron alojado en unos hermosísimos valles de grandes maizales, tan fértiles que cada caña tenía a tres y a cuatro mazorcas de las cuales cogían de encima de los caballos para entretener la hambre que llevaban. Comíanselas crudas, dando gracias a Dios Nuestro Señor que los hubiese socorrido con tanta hartura, que a los menesterosos cualquiera se les hace mucha. El gobernador los recibió muy bien y, con palabras magníficas y grandes alabanzas, encareció la buena diligencia que Gonzalo Silvestre había hecho y el mucho peligro e incomportable trabajo que había pasado. Dijo a lo último que humanamente no podía haberse hecho más. Ofreció para adelante la gratificación de tanto mérito. Por otra parte, le pedía perdón de no haberle esperado como quedó de esperarle; decía, disculpándose, que había pasado adelante, lo uno, porque no se podía sufrir la hambre en que los dejó, y lo otro, porque no tuvo por muy cierta su vuelta por el mucho peligro en que iba, y que había temido le hubiesen muerto los indios.
Esta provincia tan fértil donde los treinta caballeros hallaron al gobernador se llamaba Acuera, y el señor de ella había el mismo nombre. El cual, sabiendo la ida de los castellanos a su tierra, se fue al monte con toda su gente. De la provincia de Urribarracuxi a la de Acuera habrá veinte leguas poco más o menos norte-sur. El maese de campo Luis de Moscoso, recibida la orden del general, luego aquel mismo día puso por obra la partida del ejército. Pasaron la ciénaga con facilidad por no haber contradicción de enemigos. Siguieron su camino, y, en otros tres días, llegaron al otro paso de la misma ciénaga, y por ser aquel vado más ancho y llevar más agua que el otro, tardaron tres días en pasarlo, en los cuales, ni en las doce leguas que caminaron por la ribera de la ciénaga, no vieron indio alguno, que no fue poca merced que ellos les hicieron, porque siendo los pasos de suyo tan dificultosos por poco que les contradijeran les aumentaran mucho trabajo. El gobernador, mientras Luis de Moscoso pasaba la ciénaga, porque su gente padecía hambre, le envió mucha zara o maíz con que se hartaron, y llegaron donde el gobernador estaba.