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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XV Las cosas que pasan entre Hernán Ponce de León y Hernando de Soto, y cómo el gobernador se embarcó para la Florida Venido el día siguiente, Hernán Ponce salió de su navío con mucha tristeza y dolor de haber perdido su tesoro donde pensaba haberlo puesto en cobro. Mas, disimulando su pena, fue a posar a la posada del gobernador, y a solas hablaron muy largo de las cosas pasadas y presentes, y, llegados al hecho de la noche precedente, Hernando de Soto se le quejó con mucho sentimiento de la desconfianza que había tenido de su amistad y hermandad, pues, no fiando de ella, había querido esconder su hacienda temiendo no se la quitase, de que él estaba tan lejos como él lo vería por la obra. Diciendo esto, mandó traer ante sí todo lo que la noche antes había tomado a los del batel y lo entregó a Hernán Ponce, advirtiéndole mirase si faltaba algo, que lo haría restituir. Y para que viese cuán diferente ánimo había sido el suyo, de no partir la compañía y hermandad que tenía hecha, le hacía saber que todo lo que había gastado para hacer aquella conquista, y el haberla pedido a Su Majestad, había sido debajo de la unión de ella, para que la honra y provecho de la jornada fuese de ambos, y que de esto podía certificarse de los testigos que allí había, en cuya presencia había otorgado las escrituras y declaraciones para esto necesarias; y, para mayor satisfacción suya, si quería ir a aquella conquista o, sin ir a ella, como él gustase, de cualquier manera que fuese, dijo, que luego al presente renunciaría en él el título o títulos que apeteciese de los que Su Majestad le había dado.
Demás de esto dijo holgaría le avisase de todo lo que a su gusto, honra y provecho tuviese bien, que en él hallaría lo que quisiese muy al contrario de lo que él había temido. Hernán Ponce se vio confundido de la mucha cortesía del gobernador y de la demasiada desconfianza suya, y atajando razones, porque no las hallaba para su descargo, respondió suplicaba a su señoría le perdonase el yerro pasado y tuviese por bien de le sustentar y confirmar las mercedes que le había hecho en llamarle compañero y hermano, de que él se tenía por muy dichoso, sin pretender otro título mejor, que para él no lo podía haber, sólo deseaba que las escrituras de su compañía y hermandad, para mayor publicidad de ella, se volviesen a renovar, y que su señoría fuese muy enhorabuena a la conquista y a él dejase venir a España, que, dándoles Dios salud y vida, gozarían de su compañía, y adelante, si quisiesen, partirían lo que hubiesen ganado. Y, en señal que aceptaba por suya la mitad de lo conquistado, suplicaba a su señoría permitiese que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, recibiese diez mil pesos en oro y plata, con que le servía para ayuda a la jornada, puesto que, conforme a la compañía, era de su señoría la mitad de todo lo que del Perú traía, que era mayor cantidad. El gobernador holgó de hacer lo que Hernán Ponce le pedía, y, en mucha conformidad de ambos, se renovaron las escrituras de su compañía y hermandad, y en ella se mantuvieron el tiempo que estuvieron en La Habana, y el gobernador avisó a los suyos en secreto y les persuadió con el ejemplo en público tratasen a Hernán Ponce como a su propia persona, y así se hizo, que todos le hablaban señoría y le respetaban como al mismo adelantado.
Concluidas las cosas que hemos dicho, pareciéndole al gobernador que el tiempo convidaba ya a la navegación, mandó embarcar a toda prisa los bastimentos y las demás cosas que se habían de llevar, todo lo cual puesto en los navíos como había de ir, embarcaron los caballos: en la nao Santa Ana, ochenta; en la nao de San Cristóbal, sesenta; en la llamada Concepción, cuarenta; y en los otros tres navíos menores, San Juan, Santa Bárbara y San Antón, embarcaron setenta, que por todos fueron trescientos y cincuenta caballos los que llevaron a esta jornada. Luego se embarcó la gente de guerra, que con los de la isla que quisieron ir a esta conquista, sin los marineros de los ocho navíos, carabela y bergantines, llegaban a mil hombres, toda gente lucida, apercibida de armas y arreos de sus personas y caballos, tanto que hasta entonces, ni después acá, no se ha visto tan buena banda de gente y caballos, todo junto, para jornada alguna que se haya hecho de conquista de indios. En todo esto de navíos, gente, caballos y aparato de guerra, concuerdan igualmente Alonso de Carmona y Juan Coles en sus relaciones. Este número de navíos, caballos y hombres de pelea, sin la gente marinesca, sacó el gobernador y adelantado Hernando de Soto del puerto de La Habana, cuando a los doce de mayo del año mil y quinientos y treinta y nueve se hizo a la vela para hacer la entrada y conquista de la Florida, llevando su armada tan abastada de todo bastimento que más parecía estar en una ciudad muy proveída que navegar por la mar, donde le dejaremos por volver a una novedad que Hernán Ponce hizo en La Habana, donde, con achaque de refrescarse y aguardar mejor tiempo para la navegación de España, se había quedado hasta la partida del gobernador.
Es así que, pasados ocho días que el general se había hecho a la vela, Hernán Ponce presentó un escrito ante Juan de Rojas, teniente de gobernador, diciendo haber dado a Hernando de Soto diez mil pesos de oro sin debérselos, forzado de temor no le quitase como hombre poderoso toda la hacienda que traía del Perú. Por tanto, le requería mandase a doña Isabel de Bobadilla, mujer de Hernando de Soto, que los había recibido, se los volviese; donde no, protestaba quejarse de ello ante la majestad del emperador nuestro señor. Sabida la demanda por doña Isabel de Bobadilla, respondió que entre Hernán Ponce y Hernando de Soto, su marido, había muchas cuentas viejas y nuevas que estaban por averiguar, como por las escrituras de la compañía y hermandad entre ellos hecha parecía, y por ellas mismas constaba deber Hernán Ponce a Hernando de Soto más de cincuenta mil ducados, que era la mitad del gasto que había hecho para aquella conquista. Por tanto pidió a la justicia prendiese a Hernán Ponce y lo tuviese a buen recaudo hasta que se averigüasen las cuentas, las cuales ella ofrecía dar luego en nombre de su marido. Esta respuesta supo Hernán Ponce antes que la justicia hiciese su oficio (que doquiera por el dinero se hallan espías dobles), y, por no verse en otras contingencias y peligros como los pasados, alzó las velas y se vino a España sin esperar averiguación de cuentas en que había de ser alcanzado en gran suma de dinero. Muchas veces la codicia del interés ciega el juicio de los hombres, aunque sean ricos y nobles, a que hagan cosas que no les sirven más que de haber descubierto y publicado la bajeza y vileza de sus ánimos. FIN DEL LIBRO PRIMERO DE LA FLORIDA DEL INCA
Demás de esto dijo holgaría le avisase de todo lo que a su gusto, honra y provecho tuviese bien, que en él hallaría lo que quisiese muy al contrario de lo que él había temido. Hernán Ponce se vio confundido de la mucha cortesía del gobernador y de la demasiada desconfianza suya, y atajando razones, porque no las hallaba para su descargo, respondió suplicaba a su señoría le perdonase el yerro pasado y tuviese por bien de le sustentar y confirmar las mercedes que le había hecho en llamarle compañero y hermano, de que él se tenía por muy dichoso, sin pretender otro título mejor, que para él no lo podía haber, sólo deseaba que las escrituras de su compañía y hermandad, para mayor publicidad de ella, se volviesen a renovar, y que su señoría fuese muy enhorabuena a la conquista y a él dejase venir a España, que, dándoles Dios salud y vida, gozarían de su compañía, y adelante, si quisiesen, partirían lo que hubiesen ganado. Y, en señal que aceptaba por suya la mitad de lo conquistado, suplicaba a su señoría permitiese que doña Isabel de Bobadilla, su mujer, recibiese diez mil pesos en oro y plata, con que le servía para ayuda a la jornada, puesto que, conforme a la compañía, era de su señoría la mitad de todo lo que del Perú traía, que era mayor cantidad. El gobernador holgó de hacer lo que Hernán Ponce le pedía, y, en mucha conformidad de ambos, se renovaron las escrituras de su compañía y hermandad, y en ella se mantuvieron el tiempo que estuvieron en La Habana, y el gobernador avisó a los suyos en secreto y les persuadió con el ejemplo en público tratasen a Hernán Ponce como a su propia persona, y así se hizo, que todos le hablaban señoría y le respetaban como al mismo adelantado.
Concluidas las cosas que hemos dicho, pareciéndole al gobernador que el tiempo convidaba ya a la navegación, mandó embarcar a toda prisa los bastimentos y las demás cosas que se habían de llevar, todo lo cual puesto en los navíos como había de ir, embarcaron los caballos: en la nao Santa Ana, ochenta; en la nao de San Cristóbal, sesenta; en la llamada Concepción, cuarenta; y en los otros tres navíos menores, San Juan, Santa Bárbara y San Antón, embarcaron setenta, que por todos fueron trescientos y cincuenta caballos los que llevaron a esta jornada. Luego se embarcó la gente de guerra, que con los de la isla que quisieron ir a esta conquista, sin los marineros de los ocho navíos, carabela y bergantines, llegaban a mil hombres, toda gente lucida, apercibida de armas y arreos de sus personas y caballos, tanto que hasta entonces, ni después acá, no se ha visto tan buena banda de gente y caballos, todo junto, para jornada alguna que se haya hecho de conquista de indios. En todo esto de navíos, gente, caballos y aparato de guerra, concuerdan igualmente Alonso de Carmona y Juan Coles en sus relaciones. Este número de navíos, caballos y hombres de pelea, sin la gente marinesca, sacó el gobernador y adelantado Hernando de Soto del puerto de La Habana, cuando a los doce de mayo del año mil y quinientos y treinta y nueve se hizo a la vela para hacer la entrada y conquista de la Florida, llevando su armada tan abastada de todo bastimento que más parecía estar en una ciudad muy proveída que navegar por la mar, donde le dejaremos por volver a una novedad que Hernán Ponce hizo en La Habana, donde, con achaque de refrescarse y aguardar mejor tiempo para la navegación de España, se había quedado hasta la partida del gobernador.
Es así que, pasados ocho días que el general se había hecho a la vela, Hernán Ponce presentó un escrito ante Juan de Rojas, teniente de gobernador, diciendo haber dado a Hernando de Soto diez mil pesos de oro sin debérselos, forzado de temor no le quitase como hombre poderoso toda la hacienda que traía del Perú. Por tanto, le requería mandase a doña Isabel de Bobadilla, mujer de Hernando de Soto, que los había recibido, se los volviese; donde no, protestaba quejarse de ello ante la majestad del emperador nuestro señor. Sabida la demanda por doña Isabel de Bobadilla, respondió que entre Hernán Ponce y Hernando de Soto, su marido, había muchas cuentas viejas y nuevas que estaban por averiguar, como por las escrituras de la compañía y hermandad entre ellos hecha parecía, y por ellas mismas constaba deber Hernán Ponce a Hernando de Soto más de cincuenta mil ducados, que era la mitad del gasto que había hecho para aquella conquista. Por tanto pidió a la justicia prendiese a Hernán Ponce y lo tuviese a buen recaudo hasta que se averigüasen las cuentas, las cuales ella ofrecía dar luego en nombre de su marido. Esta respuesta supo Hernán Ponce antes que la justicia hiciese su oficio (que doquiera por el dinero se hallan espías dobles), y, por no verse en otras contingencias y peligros como los pasados, alzó las velas y se vino a España sin esperar averiguación de cuentas en que había de ser alcanzado en gran suma de dinero. Muchas veces la codicia del interés ciega el juicio de los hombres, aunque sean ricos y nobles, a que hagan cosas que no les sirven más que de haber descubierto y publicado la bajeza y vileza de sus ánimos. FIN DEL LIBRO PRIMERO DE LA FLORIDA DEL INCA